Read Los cuentos de Mamá Oca Online
Authors: Charles Perrault
—No comprendo, señora, cómo es posible que una persona tan bella como vos pueda estar tan triste como parece lo estáis; pues si bien he visto muchas mujeres hermosas, su belleza ni siquiera logra compararse a la vuestra.
Eso lo decís porque sí, contestó la princesa, sin añadir otra palabra.
—La belleza, —continuó Roquete del Copete,— es un don tan precioso que debe suplir los demás; y no acierto a comprender que haya cosa que pueda afligir cuando se posee la hermosura.
—Preferiría, —dijo la princesa,— ser tan fea como vos y tener talento, a estar dotada de belleza y ser tan tonta como soy.
—La señal más segura de que se tiene talento es creer que de él se carece, pues con él sucede que cuanto más extraordinario es, mayor es la convicción de que no lo tiene el que de él está dotado.
—Ignoro si es exacto lo que decís, —replicó la princesa;— pero lo que sé es que soy muy tonta, y esto explica la pena que me mata.
—Sí sólo eso os apesadumbra, —dijo Roquete del Copete,— puedo poner término a vuestra pena.
—¿De qué manera?, —preguntó la princesa.
—Porque puedo conceder el don del talento a la persona que más ame; y como vos sois, señora, esta persona, de vos depende el tener talento, a condición de casaros conmigo.
La princesa quedose en la mayor confusión sin saber qué contestar.
—Observo, —le dijo Roquete del Copete,— que mi proposición os disgusta, y como no me sorprende, os concedo un año completo para resolver.
Era tan tonta la princesa como grande su deseo de dejar de serlo, y temiendo que nunca llegase el término de aquel año que de plazo se le concedía, aceptó la proposición que se le hacía. En cuanto hubo prometido a Roquete del Copete casarse con él al cabo de un año, día por día, sintiose completamente transformada y con increíble facilidad para expresar sus ideas con delicadeza, naturalidad y finura. Comenzó por tener una conversación muy sostenida con Roquete del Copete, que creyó haber concedido más talento que para él se había reservado.
Cuando estuvo de regreso en palacio, grande fue la sorpresa de la corte entera, que no sabía cómo explicarse un cambio tan repentino y extraordinario, pues si antes decía necedades, ahora discurría con mucho seso y gracia extremada. La alegría fue grande, y el rey comenzó a guiarse por lo que le decía su hija, hasta tal punto que algunas veces el consejo se reunió en sus habitaciones. La noticia de la transformación circuló con rapidez y todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos intentaron enamorarla y casi todos la pidieron en matrimonio, pero no halló uno que tuviere bastante talento; y si bien los escuchaba a todos, con ninguno se comprometía. Pero presentose uno tan poderoso, tan rico, tan inteligente y tan humano, que no pudo dominar cierta inclinación por él. Notolo su padre y le dijo que la dejaba libre la elección de esposo, y que no tenía más que hacer sino decir el nombre del preferido; pero como las personas de talento son las que más vacilantes se muestran en esta cuestión, después de haber dado las gracias a su padre, pidiole tiempo para reflexionar.
Por casualidad fue cierto día a pasear por el mismo bosque donde había encontrado a Roquete el del Copete, y al dirigirse a aquel punto solitario tuvo el propósito de discurrir más a sus anchas respecto a lo que debía hacer. Mientras estaba paseando completamente sumida en sus pensamientos, oyó debajo de sus pies un ruido sordo, como producido por varias personas que van, vienen y trabajan. Habiendo escuchado con más atención oyó que decían:
—Trae esa marmita.
—Dame aquella caldera.
—Pon leña en el fuego.
La tierra se abrió en aquel instante y vio a sus pies una especie de cocina muy grande poblada de cocineros, marmitones, pinches y toda la gente necesaria para preparar un magnífico festín. Apareció una banda compuesta de veinte o treinta cocineros, y todos ellos, la mechera en la mano, fueron a un claro del bosque, se situaron alrededor de una larguísima mesa y comenzaron a trabajar a compás y al son de un canto armonioso.
Admirada de este espectáculo, preguntoles la princesa para quién trabajaban, y el que parecía ser jefe de los cocineros, le contestó:
—Trabajamos para el príncipe Roquete el del Copete, cuyas bodas se celebran mañana.
En aumento fue su sorpresa al oír la respuesta, pues recordó de pronto que hacía un año, día por día, que había prometido casarse con el príncipe Roquete el del Copete; y tal fue la impresión que le produjo la noticia, que poco faltó para que se quedara petrificada. El no acordarse de lo prometido se debía a que cuando hizo la promesa era una tonta, y al sentirse dotada del ingenio que el príncipe le había concedido, había olvidado todas sus necedades.
Apenas hubo dado treinta pasos continuando su paseo, cuando se le presentó Roquete el del Copete, bien compuesto y con magnificencia vestido, como conviene a un príncipe que va a casarse.
—Cumplo mi palabra con exactitud, —le dijo,— y tengo la seguridad de que habéis venido aquí para cumplir la vuestra y hacerme el más dichoso de los hombres al concederme vuestra mano.
—Os contestaré con franqueza, —murmuró ella,— que aún no he tomado una resolución sobre el particular y que me parece que nunca podré tomarla tal cual la deseáis.
—Vuestras palabras me sorprenden, señora, —le dijo Roquete el del Copete.
—No me extraña, —repitió la princesa;— y si la persona con quien estoy hablando fuera un hombre brusco, un necio, me hallaría en situación muy embarazosa. Una princesa no puede faltar a su palabra, me diría, y debéis casaros conmigo puesto que me lo habéis prometido; pero como vos sois el hombre de más ingenio del mundo, tengo la seguridad de que me haréis justicia. Sabéis que cuando era una necia, a pesar de serlo no podía resolverme a ser vuestra esposa; ¿cómo es posible que teniendo el ingenio que me habéis dado, ingenio que ha hecho más delicado mi gusto por lo que a las personas se refiere, pueda hoy tomar una resolución que entonces no logré adoptar? Si estáis del todo resuelto a casaros conmigo, os diré que no debíais privarme de mi necedad ni darme ingenio para ver las cosas con exquisito criterio.
Roquete contestó: —si confesáis que un hombre sin talento tendría el derecho de reprocharos vuestra falta de palabra, ¿cómo queréis que de él no use tratándose de la felicidad de mi vida entera? ¿Es razonable que las personas dotadas de ingenio sean de peor condición que las necias? ¿Podéis sostener tal cosa, vos, dotada de tanto talento y que tanto habéis deseado tenerlo? Pasemos al hecho, si no os desagrada. Prescindiendo de mi fealdad, ¿hay algo en mí que os disguste? ¿Estáis descontenta de mi cuna, de mi ingenio, de mi carácter o de mis maneras?
—No, por cierto, —dijo la princesa;— en vos me gusta cuanto acabáis de citar.
—Siendo así, seré dichoso, porque podéis transformarme en el más hermoso de los hombres.
—¿Cómo puedo hacerlo?, —preguntó la princesa.
—Será si me amáis bastante para desear que sea. Para que no dudéis de lo que digo, sabed, señora, que la misma Hada que el día de mi nacimiento me concedió el don de poder convertir en persona de talento a la que amara, también a vos os concedió el de poder dotar de hermosura al que améis y queráis conceder tal favor.
—Si es así, —exclamó la princesa,— deseo de todo mi corazón que os convirtáis en el hombre más bello y simpático. En todo lo que de mí dependa, os concedo el don.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando Roquete el del Copete transformose en el príncipe más hermoso y simpático el mundo. Hay quien dice que no fueron los encantos de la Hada los que operaron la metamorfosis, y afirma que al amor se debió; añadiendo que habiendo reflexionado la princesa sobre la perseverancia de su novio, su discreción y buenas cualidades de su alma, no vio la deformidad del cuerpo ni la fealdad del rostro; que su giba pareciole efecto natural de la actitud que imprime al cuerpo el hombre que se da importancia, y que en su cojera sólo notó un encantador dejo en el andar. Dicen también que a pesar de ser bizco convenciose de que sus ojos eran hermosos, y que su defectuoso mirar pareciole efecto de la fuerza con que expresaba su amor; y, por último, que en su nariz gruesa y roja vio algo marcial y heroico.
Sea lo que fuere, la princesa le prometió allí mismo casarse con él mientras obtuviera el consentimiento del rey su padre, que al saber que su hija quería mucho a Roquete el del Copete, de quien había oído hablar como de un príncipe de extraordinario talento y prudencia, accedió con mucha alegría a la petición que hizo. Al día siguiente celebrose la boda, como había previsto Roquete el del Copete; y con arreglo a las órdenes que había dado con mucha anticipación se verificaron los festejos.
Moraleja
Puedes decir con certeza
que lo amado es siempre bello,
pues del amor el destello
a todo infunde belleza;
añade que la hermosura
vale mucho, mas no tanto
como el ingenio; el encanto
más precioso y que más dura.
RANSE UN LEÑADOR
y una leñadora que tenían siete hijos, todos varones; diez años contaba el mayor y el menor siete. Sorprenderá que en tan corto intervalo tantos hijos hubiera tenido el leñador, pero con decir que casi todos eran gemelos, nada hay que extrañar.
Muy pobre era el matrimonio y sus siete hijos aumentaban su pobreza, pues ninguno de ellos se hallaba en edad de ganarse la subsistencia. El ser el más pequeño de complexión muy delicada, sin que jamás pronunciase palabra, daba pábulo a su tristeza, pues creían que era tontería lo que significaba bondad. Era muy pequeñito, y cuando nació era tan diminuto como el dedo meñique, lo que hizo que Pulgarcito se le llamara.
El pobre niño llevaba la carga en la casa paterna y de todo se le daba la culpa, lo que no era obstáculo para que entre sus hermanos fuese el más listo; y si hablaba poco, en cambio oía y escuchaba mucho.
En esto vino un año muy duro, y tan grande fue el hambre, que el pobre matrimonio resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche que los niños estaban acostados y sentado el leñador cerca de su mujer al amor de la lumbre, le dijo con el corazón oprimido por el dolor:
—¡Ya lo ves! No nos es posible mantener a nuestros hijos; y como no puedo resolverme a verles morir de hambre aquí, estoy resuelto a llevarles mañana al bosque para que se extravíen, proyecto que podremos realizar fácilmente, pues mientras estarán ocupados en hacinar leña, lograremos escapar sin que de momento noten nuestra ausencia.
—¡Dios mío! —Exclamó la leñadora,— ¿serías capaz de hacer tal cosa con tu hijos?
En vano su esposo la hizo presente su extremada miseria, pues de pronto no hubo medio de convencerla, porque si bien era pobre, era madre. Mas habiendo reflexionado cuán horrible sería su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su dolor si les viese morir de hambre, consintió en lo que su marido le proponía y llorando fue a acostarse.
Pulgarcito se enteró de cuanto sus padres dijeron, pues en cuanto desde la cama le oyó hablar de cosas importantes, levantose y se deslizó debajo del taburete donde estaban sentados para escucharles sin ser visto. Volvió a meterse en cama, pero no pudo dormir en toda la noche pensando en lo que debía hacer. Levantose muy de mañana, fue a orillas de un arroyo, llenose los bolsillos de piedrecitas blancas y luego volvió a su casa. Poco después salieron todos, pero Pulgarcito nada dijo a sus hermanos de lo que sabía.
Fueron a un bosque tan espeso que nada se veía a diez pasos de distancia. El leñador se puso a cortar madera y sus hijos a recoger ramaje seco para hacer manojos. Cuando sus padres les vieron ocupados trabajando, se alejaron de ellos insensiblemente y luego echaron a correr, escapando por un sendero medio oculto.
Al notar los niños que estaban solos, comenzaron a gritar y a sollozar con todas sus fuerzas. Pulgarcito les dejaba gritar porque sabía cómo regresarían a su casa, pues al ir al bosque había dejado caer durante todo el camino las piedrecitas blancas que tenía en el bolsillo.
—Nada temáis, hermanos míos, —les dijo.— Nuestros padres nos han dejado aquí, pero yo os llevaré a casa si queréis seguirme.
Echaron a andar tras él y les llevó delante de su casa siguiendo el mismo camino que habían recorrido para ir al bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero todos pegaron sus cabecitas a la puerta para oír lo que decían sus padres.
Al llegar el leñador y la leñadora a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les debía de mucho tiempo con los cuales ya no contaban. La cantidad devolvioles la vida, pues los infelices se morían de hambre. El leñador despachó inmediatamente a su mujer a la carnicería, y como hacía días no habían comido, compró tres veces más carne de la necesaria para la cena de dos personas. En cuanto estuvieron ahítos, la leñadora dijo:
—¡Dios mío! ¿Dónde estarán nuestros hijos? ¡Con qué apetito comerían lo que ha sobrado! Tú eres quien ha querido perderlos, Guillermo, a pesar de decirte que nos arrepentiríamos. ¡Virgen santa! ¡Tal vez los lobos los hayan comido! ¡Cuán cruel has sido al querer deshacerte de tus hijos!
El leñador acabó por enfadarse, pues su mujer repitió más de veinte veces que ya había pronosticado que se arrepentirían de lo hecho, y la amenazó con pegarla si no callaba. Era tan grande el sentimiento del leñador como el de su esposa, pero su pena aumentaba con las recriminaciones. Además, gustaba, como tantos otros, de las mujeres que dan un buen consejo a tiempo, pero no de aquellas que pretenden haberlo dado cuando la cosa ya no tiene remedio.