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Authors: Juan Villoro

Tags: #narrativa mexicana,cuento

Los culpables (2 page)

BOOK: Los culpables
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En eso estaba cuando Brenda llamó de Barcelona. Pensé en su pelo mientras ella decía: "Chus está que flipa por ti. Suspendió la compra de su casa en Lanzarote para esperar tu respuesta. Quiere que te dejes las uñas largas como vampiresa. Un detalle de mariquita un poco cutre. ¿Te molesta ser un mariachi vampiresa? Te verías chuli. También a mí me pones mucho. Supongo que Cata ya te dijo». Me excitó enormidades que alguien de Guadalajara pudiera hablar de ese modo. Me masturbé al colgar, sin tener que abrir la revista
Lord
que tengo en el baño. Luego, mientras veía caricaturas, pensé en la última parte de la conversación: «Supongo que Cata ya te dijo». ¿Qué debía decirme? ¿Por qué no lo había hecho?

Minutos después, Cata llegó a repetir lo mucho que me convendría ser un mariachi sin prejuicios (contradicción absoluta: ser mariachi es ser un prejuicio nacional). Yo no quería hablar de eso. Le pregunté de qué hablaba con Brenda. «De todo. Es increíble lo joven que es para su edad. Nadie pensaría que tiene cuarenta y tres.» «¿Qué dice de mí?» «No creo que te guste saberlo.» «No me importa.» «Ha tratado de desanimar a Chus de que te contrate. Le pareces demasiado ingenuo para un papel sofisticado. Dice que Chus tiene un subidón contigo y ella le pide que no piense con su pene.» «¿Eso le pide?» «¡Así hablan los españoles!» «¡Brenda es de Guadalajara!» «Lleva siglos allá, se define como prófuga de los mariachis, tal vez por eso no le gustas.»

Hice una pausa y le dije lo que acababa de pasar: «Brenda habló hace rato. Dijo que le encanto». Cata respondió como un ángel de piedra: «Te digo que es de lo más profesional: hace cualquier cosa por Chus».

Quería pelearme con ella porque me acababa de masturbar y no tenía ganas de hacer el amor. Pero no se me ocurrió cómo ofenderla mientras se abría la blusa. Cuando me bajó los pantalones, pensé en Schumacher, un
killer
del kilometraje. Eso no me excitó, lo juro por mi madre muerta, pero me inyectó voluntad. Follamos durante tres horas, un poco menos que una carrera Fórmula 1. (Había empezado a usar la palabra «follar».)

Terminé mi concierto en Bellas Artes con «Se me olvidó otra vez». Al llegar a la estrofa «en la misma ciudad y con la misma gente...», vi al periodista que me odia en la primera fila. Cada vez que cumplo años publica un artículo en el que comprueba mi homosexualidad. Su principal argumento es que llego a otro aniversario sin estar casado. Un mariachi se debe reproducir como semental de crianza. Pensé en el motociclista al que debía darle un beso de tornillo, vi al periodista y supe que iba a ser el único que escribiría que soy puto. Los demás hablarían de lo viril que es besar a otro hombre porque lo pide el guión.

El rodaje fue una pesadilla. Chus Ferrer me explicó que Fassbinder había obligado a su actriz principal a lamer el piso del set. Él no fue tan cabrón: se conformó con untarme basura para «amortiguar mi ego». Me fue un poco mejor que a los iluminadores a los que les gritaba: «¡Horteras del PP!». Cada vez que podía, me agarraba las nalgas.

Tuve que esperar tanto tiempo en el set que me aficioné al Nintendo. Brenda me parecía cada vez más guapa. Una noche fuimos a cenar a una terraza. Por suerte, Catalina fumó hashish y se durmió sobre su plato. Brenda me dijo que había tenido una vida «muy revuelta». Ahora llevaba una existencia solitaria, algo necesario para satisfacer los caprichos de producción de Chus Ferrer. «Eres el más reciente de ellos», me vio a los ojos: «¡Qué trabajo me dio convencerte!». «No soy actor, Brenda», hice una pausa. «Tampoco quiero ser mariachi», agregué. «¿Qué quieres?», ella sonrió de un modo fascinante. Me gustó que no dijera: «¿Qué quieres
ser
?». Parecía sugerir: «¿Qué quieres
ahora
?». Brenda fumaba un purito. Vi su pelo blanco, suspiré como sólo puede suspirar un mariachi que ha llenado estadios, y no dije nada.

Una tarde visitó el set una estrella del cine pomo. «Tiene su sexo asegurado en un millón de euros», me dijo Catalina. Brenda estaba al lado y comentó: «La polla de los millones». Explicó que ese había sido el eslogan de la Lotería Nacional en México en los años 6o. «Te acuerdas de cosas viejísimas», dijo Cata. Aunque la frase era ofensiva, se fueron muy contentas a cenar con el actor porno. Yo me quedé para la escena del beso de tornillo.

El actor que representaba al motociclista catalán era más bajo que yo y tuvieron que subirlo en un banquito. Había tomado pastillas de ginseng para la escena. Como yo ya había vencido mis prejuicios, ese detalle me pareció una mariconada.

Por cuatro semanas de rodaje cobré lo que me dan por un concierto en cualquier ranchería de México.

En el vuelo de regreso nos sirvieron ensalada de tomate y Cata me contó un truco profesional del actor pomo: comía mucho tomate porque mejora el sabor del semen. Las actrices se lo agradecían. Esto me intrigó. ¿En verdad había ese tipo de cortesías en el porno? Me comí el tomate de mi plato y el del suyo, pero al llegar a México dijo que estaba muerta y no quiso chuparme.

La película se llamó
Mariachi baby blues
. Me invitaron a la premier en Madrid y al recorrer la alfombra roja vi a un tipo con las manos extendidas, como si midiera una yarda. En México el gesto hubiera sido obsceno. En España también lo era, pero sólo lo supe al ver la película. Había una escena en la que el motociclista se acercaba a tocar mi pene y aparecía un miembro descomunal, en impresionante erección. Pensé que el actor porno había ido al set para eso. Brenda me sacó de mi error: «Es una prótesis. ¿Te molesta que el público crea que ese es tu sexo?».

¿Qué puede hacer una persona que de la noche a la mañana se convierte en un fenómeno genital? En la fiesta que siguió a la premier, la reina del periodismo rosa me dijo: «¡Qué descaro tan canalla!». Brenda me contó de famosos que habían sido sorprendidos en playas nudistas y tenían sexos como mangueras de bombero. «¡Pero esos sexos son suyos!», protesté. Ella me vio como si imaginara el tamaño de mi sexo y se decepcionara y fuera buenísima conmigo y no dijera nada. Quería acariciar su pelo, llorar sobre su nuca. Pero en ese momento llegó Catalina, con copas de champaña. Salí pronto de la fiesta y caminé hasta la madrugada por las calles de Madrid.

El cielo empezaba a volverse amarillo cuando pasé por el Parque del Retiro. Un hombre sostenía cinco correas muy largas, atadas a perros esquimales. Tenía la cara cortada y ropas baratas. Hubiera dado lo que fuera por no tener otra obligación que pasear los perros de los ricos. Los ojos azules de los perros me parecieron tristes, como si quisieran que yo me los llevara y supieran que era incapaz de hacerlo.

Regresé tan cansado al Hotel Palace que apenas me sorprendió que Cata no estuviera en la suite.

Al día siguiente, todo Madrid hablaba de mi descaro canalla. Pensé en suicidarme pero me pareció mal hacerlo en España. Me subiría a un caballo por primera vez y me volaría los sesos en el campo mexicano.

Cuando aterricé en el D.F. (sin noticias de Catalina) supe que el país me adoraba de un modo muy extraño. Leo me entregó una carpeta con elogios de la prensa por trabajar en el cine independiente. Las palabras «hombría» y «virilidad» se repetían tanto como «cine en estado puro» y «cine total». Según yo,
Mariachi baby blues
trataba de una historia dentro de una historia dentro de una historia, donde todo el mundo acababa haciendo lo que no quería hacer al principio y es muy feliz así. A los críticos esto les pareció muy importante.

Mi siguiente concierto —nada menos que en el Auditorio Nacional— fue tremendo: el público llevaba penes hechos con globos. Me había convertido en el garañón de la patria. Me empezaron a decir el Gallito Inglés y un club de fans se puso «Club de Gallinas».

Catalina había pronosticado que la película me convertiría en actor de culto. Traté de localizarla para recordárselo, pero seguía en España. Recibí ofertas para salir desnudo en todas partes. Mi agente se triplicó el sueldo y me invitó a conocer su nueva casa, una mansión en el Pedregal, dos veces más grande que la mía, donde había un sacerdote. Hubo una misa para bendecir la casa y Leo agradeció a Dios por ponerme a su lado. Luego me pidió que fuéramos al jardín. Me dijo que Vanessa Obregón quería conocerme. La ambición de Leo no tiene límites: le convenía que yo saliera con la bomba sexy de la música grupera. Pero yo no podía estar con una mujer sin decepcionarla, o sin tener que explicarle la absurda situación a la que me había llevado la película.

Di miles de entrevistas en las que nadie me creyó que no estuviera orgulloso de mi pene. Fui declarado el latino más sexy por una revista de Los Ángeles, el bisexual más sexy por una revista de Ámsterdam y el sexy más inesperado por una revista de Nueva York. Pero no me podía bajar los pantalones sin sentirme disminuido.

Finalmente, Catalina regresó de España a humillarme con su nueva vida: era novia del actor porno. Me lo dijo en un restorán donde tuvo el mal gusto de pedir ensalada de tomate. Pensé en la dieta del rey porno, pero apenas tuve tiempo de distraerme con esta molestia porque Cata me pidió una fortuna por «gastos de separación». Se los di para que no hablara de mi pene.

Fui a ver a Leo a las dos de la madrugada. Me recibió en el cuarto que llama «estudio» porque tiene una enciclopedia. Sus pies descalzos repasaban una piel de puma mientras yo hablaba. Tenía puesta una bata de dragones, como un actor que interpreta a un agente vulgar. Le hablé de la extorsión de Cata.

«Tómala como una inversión», me dijo él.

Esto me calmó un poco, pero yo estaba liquidado. Ni siquiera me podía masturbar. Un plomero se llevó la revista
Lord
que tenía en el baño y no la extrañé.

Leo siguió moviendo sus hilos. La limusina que pasó por mí para llevarme a la gala de MTV Latino había pasado antes por una mulata espectacular que sonreía en el asiento trasero. Leo la había contratado para que me acompañara a la ceremonia y aumentara mi leyenda sexual. Me gustó hablar con ella (sabía horrores de la guerrilla salvadoreña), pero no me atreví a nada más porque me veía con ojos de cinta métrica.

Volví a psicoanálisis: dije que Catalina era feliz a causa de un gran pene real y yo era infeliz a causa de un gran pene imaginario. ¿Podía la vida ser tan básica? El doctor dijo que eso le pasaba al noventa por ciento de sus pacientes. No quise seguir en un sitio tan común. Mi fama es una droga demasiado fuerte. Necesito lo que odio. Hice giras por todas partes, lancé sombreros a las gradas, me arrodillé al cantar «El hijo desobediente», grabé un disco con un grupo de hip-hop. Una tarde, en el Zócalo de Oaxaca, me senté en un equipal y oí buen rato la marimba. Bebí dos mezcales, nadie me reconoció y creí estar contento. Vi el cielo azul y la línea blanca de un avión. Pensé en Brenda y le hablé desde mi celular.

«Te tardaste mucho», fue lo primero que dijo. ¿Por qué no la había buscado antes? Con ella no tenía que aparentar nada. Le pedí que fuera a verme. «Tengo una vida, Julián», dijo en tono de exasperación. Pero pronunció mi nombre como si yo nunca lo hubiera escuchado. Ella no iba a dejar nada por mí. Yo cancelé mi gira al Bajío.

Pasé tres días de espanto en Barcelona, sin poder verla. Brenda estaba «liada» en una filmación. Finalmente nos encontramos, en un restorán que parecía planeado para japoneses del futuro.

«¿Quieres saber si te conozco?», dijo, y yo pensé que citaba una canción ranchera. Me reí, nomás por reaccionar, y ella me vio a los ojos. Sabía la fecha de la muerte de mi madre, el nombre de mi ex psicoanalista, mi deseo de estar en órbita, me admiraba desde un tiempo que llamó «inmemorial». Todo empezó cuando me vio sudar en una transmisión de Telemundo. Se había tomado un trabajo increíble para ligarme: convenció a Chus de que me contratara, escribió mis parlamentos en el guión, le presentó a Cata al actor porno, planeó la escena del pene artificial para que mi vida diera un vuelco. «Sé quién eres, y tengo el pelo blanco», sonrió. «Tal vez pienses que soy manipuladora. Soy productora, que es casi lo mismo: produje nuestro encuentro.»

Vi sus ojos, irritados por las desveladas del rodaje. Fui un mariachi torpe y dije: «Soy un mariachi torpe.» «Ya lo sé», Brenda me acarició la mano.

Entonces me contó por qué me quería. Su historia era horrible. Justificaba su odio por Guadalajara, el mariachi, el tequila, la tradición y la costumbre. Le prometí no contársela a nadie. Sólo puedo decir que ella había vivido para escapar de esa historia hasta que supo que no tenía otra historia que escapar de su historia. Yo era «su boleto de regreso».

Pensé que nos acostaríamos esa noche pero ella aún tenía una producción pendiente: «No me quiero meter con tu trabajo pero tienes que aclarar lo del pene». «El pene no es mi trabajo: ¡lo inventaron ustedes!» «Eso, lo inventamos nosotros. Un recurso del cine europeo. Se me había olvidado lo que un pene puede hacer en México. No quiero salir con un hombre pegado a un pene.» «No estoy pegado a un pene, lo tengo chiquito», dije. «¿Qué tan chiquito?», se interesó Brenda. «Chiquito normal. Velo tú.»

Entonces ella quiso que yo conociera sus principios morales: «Lo tienen que ver todos tus fans», contestó: «Ten la valentía de ser normal». «No soy normal: ¡soy el Gallito de Jojutla, mis discos se venden hasta en las farmacias!». «Lo tienes que hacer. Estoy harta de un mundo falocéntrico.» «¿Pero

sí vas a querer
mi
pene?» «¿Tu pene chiquito normal?», Brenda bajó la mano hasta mi bragueta, pero no me tocó. «¿Qué quieres que haga?», le pregunté.

Ella tenía un plan. Siempre tiene un plan. Yo saldría en otra película, una crítica feroz al mundo de las celebridades, y haría un desnudo frontal. Mi público tendría una versión descarnada y auténtica de mí mismo. Cuando pregunté quién dirigía la película, me llevé otra sorpresa. «Yo», respondió Brenda: «Se llama
Guadalajara
».

Tampoco ella me dio a leer el guión completo. Las escenas en las que aparezco son raras, pero eso no quiere decir nada: el cine que me parece raro gana premios. Una tarde, en un descanso del rodaje, entré a su tráiler y le pregunté: «¿Qué crees que pase conmigo después de
Guadalajara
?» «¿Te importa mucho?», respondió.

Brenda se había esforzado como nadie para estar conmigo. Si la abrazaba en ese momento me soltaría a llorar. Me dio miedo ser débil al tocarla pero me dio más miedo que ella no quisiera tocarme nunca. Algo había aprendido de Cata: el cuerpo tiene partes que no son platónicas.

BOOK: Los culpables
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