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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (41 page)

BOOK: Los días de gloria
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A todo esto, Emilio comía y bebía sin dar excesiva importancia ni a lo que exponía su presidente, ni a la presencia de Abelló y Conde en el comedor del Bilbao. Emilio es bilbaíno y seguramente se le notaba en exceso tal condición, unida a la adicional de pertenecer a Neguri. Pensaría que la deferencia de explicarnos algo colmaba con creces nuestro ego, de forma que, expusiéramos lo que expusiéramos, dijéramos lo que dijéramos o pensáramos lo que pensáramos, la operación se llevaría a cabo. Punto y final. Con Conde y Abelló o sin Abelló y Conde. El Bilbao y el Gobierno juntos constituían un dúo invencible, sobre todo frente al octogenario Banesto y a dos
parvenus
financieros, que, encima, no habían nacido en Bilbao ni en sus alrededores, lo que para determinadas personas constituye un algo imperdonable de toda imperdonabilidad.

Que nadie se enfade demasiado, pero este escenario no se correspondía ni de lejos con lo que hubiera proyectado como un almuerzo de grandes banqueros y financieros de éxito en la España de la modernidad. En realidad tenía la escena perfiles de cierta comicidad, derivados, precisamente, del tinte de tragedia material y formal que encerraba. Porque estábamos hablando del intento de un banco de hacerse con otro mayor por seguir los dictados de un Gobierno socialista que no deseaba que dos indocumentados vinieran a interponerse en sus planes de dominio del sistema financiero español. Ese era el asunto. Lo demás, juegos florales y cánticos regionales. Y a la importancia, a la trascendencia de ese fondo le correspondía mal, bastante mal, el modelo de relación que se ejecutaba ante mi atónita mirada. Atónita al comienzo porque al cabo de un rato, cuando me familiaricé con el lenguaje corporal y gestual, aquello me pareció hasta divertido. Cuando le pierdes el miedo a la fiera, es agradable jugar con ella. Eso sí, atento a los zarpazos, que incluso te pueden caer encima derivados de una simple muestra de afecto. La noche comenzó a llenarme de confianza en nosotros. Un detalle adicional la acabó de fortalecer.

Un camarero se acercó a Sánchez Asiaín con un trozo de papel blanco, con la leyenda de «Secretaría del señor presidente», depositado en una bandeja de plata. La tomó con cuidado procurando de modo ostensible que mi mirada se dirigiera al papel con el fin de que leyera el contenido del mismo. En efecto, no dominando mi curiosidad, leí el texto. Decía: «Le llama el señor presidente del Gobierno». Una vez convencido de que yo había dado lectura de la misiva, se dirigió a nosotros:

—Perdonadme. Tengo que atender una llamada urgente y muy importante.

Sonreí para mis adentros. Trataba de intimidarnos, de demostrarnos que el Gobierno le respaldaba. No necesitaba explicitar lo obvio. Ese comportamiento es un síntoma inequívoco de debilidad. Aquello se estaba convirtiendo para mí en una universidad de curso acelerado en el mundo de las negociaciones político-financieras. Algo verdaderamente insólito e impagable.

De regreso a nuestra mesa, José Ángel expresaba con total claridad que la reunión no caminaba por los derroteros diseñados de antemano. No dijo nada acerca del contenido de esa llamada urgente e importante. Seguramente dedicaron algunos momentos a confeccionar cábalas acerca de nuestro comportamiento. Generalmente la mente funciona con estereotipos, de modo que el nuestro, el de Juan y mío, sería el de dos aventureros que sí, que habrían ganado mucho dinero, pero eso tiene muy poco que ver con las grandes alturas financieras. Ricos, lo que se dice ricos, habría muchos en España. Pero presidente y vicepresidente y consejero delegado del Bilbao solo dos. Y eso imprime carácter. Sin la menor duda estarían convencidos de que ese carácter actuaría sobre nosotros como una especie de losa que nos llevaría, quizá con algún forcejeo, a aceptar sus tesis. Pues parecía que no. Ni nos plegábamos a su discurso en el terreno intelectual ni nuestro semblante, palabras y gestos permitían concluir que estábamos dispuestos a comenzar a hablar de números, del valor de nuestras acciones. Percibí que se acentuaba su nerviosismo, como si ante una situación nueva no dispusiera de reflejos suficientes para abordar el tratamiento adecuado. Suele suceder: cuando has confiado tanto en los estereotipos, cuando has calibrado las conclusiones con una firmeza rotunda, el desvío de tu modelo suele traducirse en inseguridad y hasta en parálisis ante la acción. Pidió nuevamente disculpas, se levantó y volvió al cabo de unos minutos. Su cara parecía algo desencajada. Concentró la mirada en su plato y con gesto mecánico comenzó a comer porque hasta ese instante apenas si había consumido bocado.

Pasaron unos minutos de esos que, digan lo que digan y cuenten lo que cuenten, tienen más de sesenta segundos cada uno, en los que el silencio invadió el comedor del Bilbao, solo roto por los sonidos de algunos cubiertos al rozar los platos de la vajilla de lujo con la que quisieron honrarnos. De nuevo el ujier. De nuevo el papel. Esta vez lo tomó apresuradamente en las manos, leyó su contenido y se dirigió a nosotros:

—Os llama el gobernador del Banco de España.

Era evidente que tal llamada no se encontraba en el guión inicial y que había nacido como fruto de nuestra actitud distante respecto de sus pretensiones. Asiaín había comprobado que conocer su relación con el presidente del Gobierno no había alterado nuestro comportamiento. Tenía que pedir ayuda. Que alguien le meciera la silla a estos dos individuos. Nadie mejor que Mariano.

—¿Cómo sabe Mariano que estamos cenando aquí? —pregunté con una cara de ingenuidad que no se la habría creído nadie.

—No lo sé, la verdad —contestó José Ángel mientras Emilio, levantando los ojos del plato, se tornó hacia él en un gesto de profunda incredulidad por lo que le tocaba vivir en una noche ya totalmente desprogramada.

—Si queréis os llevo a un sitio donde podáis hablar solos.

—Como quieras, a nosotros nos da lo mismo.

Sin esperar nuestra respuesta se levantó, le seguimos, atravesamos el pasillo y finalmente nos topamos con una cabina de teléfono. Sí, una cabina, no un despacho en el que sobre una mesa se encontrara un terminal telefónico. No. Una cabina, con puerta incluida.

Juan y yo penetramos en ella. Tomé el teléfono en mi mano derecha y lo situé de forma tal que Juan pudiera escuchar la conversación.

—Buenas noches, gobernador.

Casi se me cae el teléfono al suelo cuando la voz del gobernador Rubio comenzó a sonar al otro lado de la línea.

—¡Ya os lo advertí en mi despacho! ¡Os dije que no os metierais en un asunto de Estado! ¡Ahora ya sabéis lo que tenéis que hacer! En el Consejo de Banesto no hay más que un hatajo de delincuentes, y el Bilbao tiene la gente necesaria, ellos saben gestionar, los de Banesto, solo arruinar el banco...

Gritaba, aullaba, enfatizaba, exageraba. Claramente se percibía que, odios africanos aparte, algo de licor de pera en su cuerpo le ayudaba en aquel trance de sabor agridulce que estaba viviendo. No se detenía, seguía con sus improperios, insultos, descalificaciones, amenazas, en fin, un repertorio completo de su modo y manera de manejar el poder del Banco de España.

—Os repito que nada de esto habría pasado si me hubieseis escuchado en mi despacho, pero sois un par de insensatos. Ahora obedeced y haced lo que os mando.

Cualquier intento de mantener una conversación con aquel individuo en tal momento resultaba un imposible metafísico. En pleno ataque nadie consigue sujetar en la lógica un brote de esquizofrenia político-financiera. En realidad lo que arrojaba fuera de sí era alguna dosis del inmenso cabreo que le había ocasionado tener que aguantar a aquellos dos idiotas en su despacho oficial, que, encima, no paraban de contradecirle debido a su ignorancia, porque si supieran lo que es un gobernador... Así que opté por una solución de urgencia.

—Mariano, Mariano..., ¿me oyes? Juan, parece que le he perdido, no oigo nada.

Claro que oía, y perfectamente. Sentía a Mariano gritar al otro lado, cada vez más fuerte, más afónica la voz, pero gritando:

—¿Cómo que no me oyes? ¿Cómo que no me oyes? —aullaba Mariano con una voz que llegaba nítida al altavoz del teléfono.

—Juan, creo que le hemos perdido. ¿Mariano, Mariano, Mariano? Nada, se ha cortado la comunicación.

Colgué y antes de depositar el teléfono en su cuna seguían llegando los gritos histéricos de Mariano.

Le guiñé el ojo. Juan me miró aterrado, bueno, entre aterrado y complacido. Regresamos al comedor, en donde Asiaín e Ybarra comenzaban a ser conscientes de que su paseo militar podía transformarse en algo grave, aunque solo fuera por lo inesperado.

—¿Qué tal el gobernador?

—Bien, el hombre, claro, está preocupado porque como se ha hecho oficial lo de la amenaza de OPA, si ahora no conseguimos un acuerdo, el Bilbao puede sufrir mucho... Y somos empresas cotizadas en Bolsa...

Dejé caer la frase mientras de reojo observaba la palidez progresiva que se apoderaba de sus rostros. Esto, claro, no formaba parte del guión que les habían confeccionado cuando les impulsaron a una operación como aquella. No, no formaba parte del cuadro de mandos. Pero no dio mucho más de sí la conversación. Nos retiramos sin llegar a ningún acuerdo, como no podía ser de otra manera.

Cuando descendimos en aquel ascensor y llegamos de nuevo a nuestros coches, le pregunté a Juan:

—¿Por qué Emilio Ybarra se mete en esto?

—¿Qué quieres decir?

—Pues hombre, que lo de Asiaín lo entiendo, pero lo de Emilio... No sé... Esas cosas que decís vosotros de que es un Ybarra y cosas así... Está claro que cada día consumimos más eufemismos.

Juan guardó silencio. Esas cosas —como las llamaba yo— le afectaban en doble dirección, así que lo mejor era no pronunciarse, aunque solo fuera porque era perfectamente consciente de que tenía toda la razón del mundo.

El Consejo de Banesto se encontraba anonadado por la actuación del Bilbao. La capacidad de respuesta se mermó de manera sensible. No se disponía de un manual en el que consultar cómo moverse en tales aguas pantanosas, así que la improvisación, la intuición aparecían como armas imprescindibles en la batalla. Decidí que teníamos que poner tierra de por medio y largarme a La Salceda. Como habíamos quedado en la conversación telefónica interrumpida, me decidí a llamar al gobernador. Me encontré con otro hombre. Comprendía el lío en el que todos estaban metidos. Ya no valía con amenazas ni insultos. La técnica debía ser otra. Sus gritos de la noche anterior se tornaron en susurros. Sus insultos, en solicitud de favores.

—Por favor, Mario, el asunto es muy grave. Trata por todos los medios de ponerte de acuerdo con el Bilbao.

—Haré lo que podamos, gobernador, pero de momento me voy al campo porque tengo gente invitada y no lo puedo cancelar.

Naturalmente que las luces de Mariano le daban para darse cuenta de que me iba porque me daba la gana, porque por muy importantes que pudieran ser mis invitados y trascendente el asunto que fuéramos a tratar, nada comparable con una OPA de un gran banco español sobre otro superior en tamaño, con un Gobierno volcado en favor de uno y en perjuicio de otro, y un Banco de España dirigido como acorazado mayor contra un par de individuos despreciables a los ojos de su comandante en jefe, Mariano, el gobernador.

Pero no podía moverse de manera distinta. Ya lo había intentado. No le quedaba más remedio que suplicar, mientras perfilaban la nueva estrategia. Estaba convencido de que durante la noche de la cena del Bilbao nos vendríamos al suelo y comenzaríamos a hablar del dinero que queríamos por nuestras acciones. Fallaba por segunda vez. La primera sucedió en su despacho. Nuevamente nuestro comportamiento se alejaba del patrón oficial.

Cuando Sánchez Asiaín entra en escena con su amenaza a Banesto con la presentación de una OPA, acabo de llegar al Consejo del banco, no tengo vínculos especiales con aquella casa, no me interesa demasiado el mundo de las finanzas y, sin embargo, me toca defender a Banesto. Es una cierta ironía, pero así fue.

La carta del Bilbao se presentó un jueves y, como digo, al día siguiente me fui al campo, a La Salceda, adonde acudieron algunos de nuestros amigos, entre ellos Juan y Ana para tratar de decidir la estrategia a seguir. La prensa de aquel día daba por descontado que nos echaban de Banesto, sobre todo el diario económico Expansión, controlado por el propio Banco de Bilbao, que publicó una especie de chiste en el que se veía a Mariano Rubio caracterizado de Dios, y a nosotros, a Juan y a mí, vestidos como Adán y Eva, con una leyenda en su parte inferior en la que se decía: «Expulsados del paraíso». La verdad es que el chistecito me cabreó bastante, pero no hasta el extremo de llevarme a plantear una guerra por una coña de este estilo. Sin embargo, todo el mundo destilaba intensa excitación, en parte por los acontecimientos y en parte por el consumo de alcohol. Lourdes tomó la palabra y dijo:

—Yo creo que todos estáis un poco locos y no queréis daros cuenta de que es una operación del Gobierno y en España contra el Estado no se puede luchar. Además, ni Juan ni tú tenéis ningún tipo de vínculo con Banesto, por lo que yo creo que lo que tenéis que hacer es vender al Bilbao y dedicaros a otra cosa. Me voy a montar a caballo.

Las palabras de Lourdes rezumaban sensatez. Los ojos de Juan, tristeza. Los de Ana brillaban con fuego. En realidad Lourdes no era consciente de que detrás de nuestra llegada al banco no se localizaba en exclusiva un problema financiero, un montante de dinero, sino que, al menos para Juan, la operación traspasaba tales límites para enmarcarse en un proyecto vital, compartido, de modo singular, por Ana. Cuando le plantamos cara al gobernador del Banco de España en su despacho éramos conscientes, al menos en parte, del poder del grupo que capitaneaban Mariano y Solchaga. Pero la realidad distaba millas de nuestro nivel de creencia. La OPA del Bilbao sobre Banesto constituía una manifestación de tal poder. Manifestación excesiva, abusiva, obscena si se quiere, pero nada más. El Sistema actuaba así. La cuestión era si esos factores llamémoslos sentimentales se impondrían sobre la sensatez política, personal y financiera que expresaban las palabras de mi mujer.

No conseguía apartar de mí la tristeza de la mirada de Juan. El silencio después de que Lourdes concluyó su parlamento nos invadió en el pequeño salón de la casa del Cortijo viejo de La Salceda. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. Todos éramos conscientes de que Lourdes había hablado con cordura y, al mismo tiempo, el mundo de promisión, la vida en Banesto, los planes concebidos, el éxito acumulado por nuestra llegada al banco, todo ello se disipaba en medio de nuestro abatimiento. Algo sacudió mi interior. Todavía ignoro qué sucedió pero rompí el silencio:

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