Al fin se reconoció que los Oh tenían derecho a otros doscientos mil dólares, pues se había confirmado que habían encontrado vida, pero no los cobraron. Ya no estaban en posición de recibir más recompensas, porque no habían regresado de su última misión.
No obstante, la recompensa por el hallazgo de inteligencia extraterrestre no desapareció totalmente. De hecho, otros dos grupos de exploradores cobraron diez millones por cabeza. Encontraron algo que la Corporación, con cierta condescendencia, accedió a considerar extraterrestres inteligentes.
Todo el mundo reconoció que la Corporación había actuado con manga ancha en aquel caso. Incluso los afortunados exploradores lo admitieron, aunque no por ello renunciaron al dinero. Los «cerdos hechizados» parecían osos hormigueros de piel azul y, como los cerdos domésticos de la Tierra, se revolcaban en la mugre. Los consideraron inteligentes porque habían desarrollado una forma de arte: hacían estatuillas tallándolas con los dientes (bueno, las cosas que hacían las veces de dientes), y aquello era más de lo que ningún animal terrestre había hecho nunca. Así que la Corporación se lo tomó con filosofía y pagó.
Después aparecieron los Quancis. Habitaban el mar de un planeta remoto. No poseían unas manos de verdad sino unas aletas minúsculas, así que no eran muy hábiles manufacturando y no se les podía considerar industrializados. Sin embargo, sí poseían un lenguaje, más o menos traducible. Sin duda eran más inteligentes que los delfines, las ballenas o cualquier otro ser terrestre, a excepción del hombre. En aquel caso, la Corporación pagó la recompensa. (A esas alturas se había hecho tan rica que se estaba volviendo generosa.)
Hasta aquí, todas las formas vivas.
Se encontraron, eso sí, restos de otras «civilizaciones» desaparecidas. De vez en cuando aparecía un planeta con estructuras metálicas pulidas y no del todo destruidas por el óxido; otros mostraban que alguien, en alguna época, había evolucionado tanto como para contaminar el medio ambiente con sustancias radiactivas.
Nada más.
Y cuantas más cosas encontraban, más crecía la perplejidad de los seres humanos. ¿Dónde estaban las antiguas civilizaciones? ¿Dónde estaban las que habían alcanzado el nivel de desarrollo de la Tierra actual hacía un millón o mil millones de años? ¿Por qué no habían sobrevivido?
Era como si los primeros exploradores de la selva amazónica hubieran encontrado chozas, granjas, pueblos, pero en lugar de habitantes vivos sólo hubieran hallado cadáveres. Los exploradores se habrían preguntado sin duda qué había provocado aquel exterminio.
Lo mismo se preguntaban los rastreadores de Pórtico. Si no hubieran encontrado restos de ninguna otra inteligencia (descontando a los propios Heechees, claro), se habrían resignado. Las personas que se interesaban por esa clase de cosas lo habían aceptado hacía tiempo: los proyectos SETI y los cálculos cosmológicos los habían preparado para enfrentarse a un universo solitario. No obstante, en otro tiempo habían existido seres con una tecnología y unos conocimientos equiparables a los de la raza humana. Aparecieron y desaparecieron.
¿Qué había pasado? Transcurrió mucho tiempo antes de que la raza humana conociese la respuesta a esta pregunta, y cuando al fin la averiguaron, no les hizo ninguna gracia.
Mientras los seres humanos se abrían paso por la inmensidad de la galaxia, el mundo que habían dejado atrás empezaba a cambiar. Hizo falta mucho tiempo, pero al fin las maravillas Heechees que los exploradores de Pórtico habían llevado a casa estaban mejorando realmente las condiciones de vida de los habitantes de la Tierra, incluso las de los más pobres.
Habían dado con la clave que les abriría las puertas a todo el conocimiento Heechee: aprendieron a leer su lengua. Lo más difícil fue encontrar una lengua que interpretar, porque los Heechees no parecían familiarizados con cosas como lápices, papeles o imprentas. Todos los que estaban interesados en el tema compartían la opinión de que debían de tener algún sistema para registrar el conocimiento, pero ¿cuál?
Cuando la duda quedó aclarada, la respuesta pareció obvia: los famosos molinillos de oración, tan misteriosos, en realidad eran «libros» Heechees. A posteriori resultaba evidente, claro está. La trampa radicaba en que aquellos objetos no se podían leer sin ayuda de cierto tipo de alta tecnología. Una vez que los documentos escritos fueron identificados como tales, el resto dependía de los lingüistas. No les costó mucho descifrarlos. Desde luego, no más que la interpretación del Lineal B, llevada a cabo mucho tiempo atrás. Además, el hecho de que en algunos lugares, como
Paraíso Heechee
y otros, aparecieran textos paralelos en ambos lenguajes facilitó las cosas.
En cuanto fue posible interpretar los molinillos de oración, algunos de los misterios Heechees más inextricables se volvieron claros como el agua. Uno de los mayores enigmas era cómo reproducir el viaje Heechee por el hiperespacio. Resuelto aquel interrogante, la colonización espacial podía comenzar realmente. La gran nave bautizada como
Paraíso Heechee
fue la primera que utilizaron con este propósito, porque ya la tenían. En un solo viaje transportó a miles de emigrantes sumidos en la miseria a sus nuevos hogares en lugares como el Planeta de Peggy, y aquello sólo fue el principio. En el transcurso de cinco años, otras naves, ahora fabricadas por los humanos, se unieron a la primera, igual de rápidas y aún más grandes.
En cuanto al planeta natal...
En el planeta natal aparecieron las factorías alimentarias CHON, que supusieron la primera gran diferencia.
Dicho sin rodeos, acabaron con el hambre humana de una vez por todas. Los factorías alimentarias CHON de los Heechees giraban en órbita por un espacio cometario; de ahí la desconcertante fascinación Heechee por las nubes de Oort, al fin aclarada. Las copias humanas de aquellas factorías podían ubicarse en cualquier parte, esto es, en cualquier parte donde hubiera suministro de los cuatro elementos básicos. Bastaba añadir un buen aderezo de contaminantes y las necesidades dietéticas quedaban cubiertas.
Al poco tiempo se pudieron ver factorías alimentarias CHON a orillas de los Grandes Lagos de Norteamérica, del lago Victoria de África y en todos aquellos lugares donde el agua y los cuatro elementos estuvieran presentes y la gente quisiera comer. Se erguían a lo largo de todas las playas. Nadie volvió a pasar hambre.
En realidad ya nadie moría por falta de alimentación y al cabo de poco tiempo los seres humanos prácticamente dejaron de morir, una utopía hecha realidad gracias a dos avances fundamentales. El primero tenía que ver con la cirugía y, aunque parezca extraño, también con las mismas factorías alimentarias CHON.
Durante mucho tiempo los humanos se las habían ingeniado para sustituir los órganos que ya no funcionaban con un trasplante. A partir de cierto momento ya no fue necesario despedazar un cadáver para conseguir órganos nuevos. Del sistema empleado para producir alimentos CHON se indujo el método para fabricar órganos humanos a medida, bastante perfeccionado. (Toda una infame industria de asesinatos para la compraventa de órganos se fue al garete de la noche a la mañana.) Ya nadie tenía que morir por mal funcionamiento del corazón, el pulmón, el riñón, los intestinos o la vejiga. Bastaba con que se detallasen sus características a la división de repuestos de la factoría alimentaria CHON, y cuando éstos extraían los órganos nuevos del caldo amniótico, los cirujanos los colocaban en su lugar en un santiamén.
De hecho, las ciencias de la vida estaban prosperando como nunca. Las factorías alimentarías Heechees hicieron posible la identificación —y más tarde la reproducción e incluso la creación— de un millar de agentes biológicos nuevos: antiantígenos, antivirales, enzimas selectivos, sustitución celular. Las enfermedades pasaron de moda, simplemente. Incluso molestias como la caries, el parto o el resfriado pasaron a la historia. (¿Por qué iba a sufrir una mujer durante el parto cuando era posible convencer a otro aparato reproductor —por ejemplo, el de una vaca— de que aceptase el óvulo fertilizado, lo madurase en su interior y lo entregase sano y berreante?)
Sin embargo, aún había otro avance. Si a pesar de todo una persona acababa muriendo de puro deterioro general, no tenía que morir del todo. O, como mínimo, existía otro invento Heechee —fue hallado por primera vez en la nave llamada
ParaísoHeechee
— que hacía la muerte algo menos desgarradora. Las técnicas Heechees para almacenar mecánicamente la mente de una persona muerta dio lugar a «los Difuntos» en
Paraíso Heechee.
Más tarde, en la Tierra, se fundó una empresa llamada Vida Nueva, Inc., la cadena mundial de operadores que metía la memoria de tu difunta madre, tu esposa o tu amigo, en un programa informático y te permitía charlar con ella o con él siempre que quisieras, por toda la eternidad. Eso sí, sólo mientras alguien pagase los gastos de almacenaje de su archivo de datos.
Al principio, aquello no era exactamente igual que estar vivo de verdad —aunque sí mucho mejor que estar irremediablemente muerto—, pero conforme la técnica se fue desarrollando —y evolucionó muy rápidamente—, el almacenamiento informático de la inteligencia humana se hizo más sencillo y seguro.
Cuando alcanzó un grado óptimo empezaron a surgir los problemas, y para extrañeza de todos fueron de índole teológica. Las promesas de vida eterna se estaban haciendo realidad por una vía muy distinta de la que siempre habían prometido los líderes religiosos. Por primera vez se podía afirmar que la vida sólo era una especie de entreacto, y que de hecho la muerte constituía el primer paso en el camino de la dicha eterna.
Los moribundos que despertaban convertidos en una serie de bits almacenados en los programas de inmensas redes informáticas, muchas veces se extrañaban de haberse empeñado en mantener sus cuerpos con vida tanto tiempo, pues la máquina posvida era todo ventajas. Al morir, las personas no perdían nada. Aún podían «sentir». Los archivados comían tanto como querían, sin que el precio ni los condimentos influyesen en la elección del menú, y podían excretar si así lo deseaban. (No importaba que la «comida» que consumían los difuntos sólo fuese simbólica, representada por bits de datos, porque ellos también lo eran. No apreciaban la diferencia.) Podían realizar cualquier función biológica; no se privaban de ninguno de los placeres de la carne. Incluso podían hacer el amor con la persona querida, siempre y cuando estuviera almacenada en la misma red, o con tantas personas como quisieran, reales e imaginarias, si les apetecía. Si deseaban la compañía de los amigos que habían dejado atrás al morir, nada les impedía aparecer ante ellos (como un holograma generado por ordenador) para charlar o echar una amistosa partida de cartas.
También podían viajar e incluso dedicarse al trabajo, el entretenimiento que quizá gozase de mayor aceptación entre los difuntos.
Al fin y al cabo, el trabajo humano consiste básicamente en una especie de procesamiento de datos. Los humanos no cavan los cimientos de los rascacielos; son las máquinas las que se encargan de eso. Las personas se limitan a manejar las máquinas, y eso se puede hacer tan bien desde un programa informático como mediante la intervención física directa.
Todos aquellos libros que los difuntos se habían propuesto leer, las obras, las óperas, los ballets, los conciertos... al fin tenían tiempo para disfrutar. Tanto tiempo como quisieran. Cuando quisieran.
Aquello era el Cielo, realmente. La persona muerta podía escoger el estilo de vida que más le gustase. No tenía que preocuparse por si una cosa «estaba bien» o por si algo «le sentaría mal». No existía ningún límite más allá de sus deseos. Si deseaba hacer un crucero por el Egeo o tomar combinados de ron frío en una playa tropical, le bastaba con pedirlo. Los archivos de datos le facilitarían el escenario escogido, tan detallado como pudiera serlo cualquier realidad e igual de gratificante. Era casi como vivir en un videojuego perfecto. La palabra clave es «perfecto», porque las simulaciones no tenían nada que envidiar a la realidad; de hecho, eran mejores. Tahití sin mosquitos, cocina francesa sin riesgo a engordar, el placer del riesgo de la escalada sin el peligro de morir accidentalmente. Los difuntos podían esquiar, nadar, atracarse de comida, darse cualquier gusto... y nunca tenían resaca.
Algunos seres humanos nunca están contentos. Había unos cuantos «muertos» eternamente insatisfechos. Cuando tomaban un aperitivo en el Café de la Paix o bajaban por los rápidos del río Colorado, se fijaban en el sabor del Campari y en la espuma del agua y después preguntaban: «Pero ¿es real?»
Bueno, ¿qué es «real»? Si un hombre susurra palabras de amor a su amada por teléfono, ¿qué oye ella «realmente»? Desde luego, no la voz de su amado, que por otra parte es una mera oscilación de la atmósfera, la cual ha sido analizada, codificada y convertida en una serie de dígitos; lo que el teléfono reconstruye y ella oye es una oscilación de la atmósfera totalmente distinta: una simulación.
En realidad ¿qué oiría ella aunque los labios de su amado se encontrasen a un palmo de su oreja? No es el oído el que percibe las palabras. El oído se limita a registrar cambios de presión que actúan sobre el estribo y los huesos del yunque, igual que el ojo se limita a responder a las variaciones de sus elementos químicos fotosensibles. Los nervios se encargan de informar al cerebro de esos cambios, pero sólo transmiten símbolos codificados de las cosas, no las cosas en sí, pues los nervios no pueden transportar el sonido de una voz ni la imagen del Mont Blanc; se limitan a transmitir impulsos. No son más reales que la voz digitalizada de una persona al teléfono.
La mente se encarga de convertir esos impulsos codificados en información, placer o belleza. Y la mente puede hacerlo igual de bien en el cerebro que en un programa informático.
Así que el placer, cualquier placer, era tan real como siempre lo había sido, y si la mera búsqueda del placer se hacía aburrida, tras un par de milenios (subjetivos), siempre quedaba el recurso del trabajo. Algunas de las obras musicales más importantes de la época fueron compuestas por «fantasmas», y fueron éstos los autores de los mayores avances de la teoría científica.
Resultaba sorprendente que, pese a todo, la gente siguiera aferrándose a su vida orgánica.
Todo aquello dio lugar a una situación muy curiosa, aunque pasó bastante tiempo antes de que alguien reparase en ella.