Aquellos mil millones de dólares en gratificaciones fueron muy bien recibidos por parte de quienes arañaron algo, pero en realidad sólo suponían una pequeña cantidad. La Corporación Pórtico fue fundada con ánimo de lucro. Los exploradores habían acudido al asteroide por la misma razón, y los grandes beneficios no se obtenían efectuando observaciones de algo situado a millones de kilómetros de distancia. El dinero se conseguía descubriendo un planeta, aterrizando en él... y llevando a la Tierra algo que diese dinero.
Ni la Corporación Pórtico ni los exploradores tenían mucha elección. El lucro era la regla básica de la supervivencia, y ni los exploradores ni la Corporación habían inventado las reglas. Las reglas formaban parte intrínseca del mundo del cual procedían.
El homo sapiens evolucionó en el planeta Tierra, y el proceso evolutivo dejó claro que todos los rasgos humanos encajaban en las condiciones de la Tierra como anillo al dedo. Después de tres mil millones de años de selección darwiniana, que acabó de pulir la evolución, la vida en la Tierra debería haber sido algo muy parecido al paraíso para sus habitantes humanos.
Pero no lo era, porque la Tierra, pese a tanta riqueza, estaba a punto de declararse en bancarrota. Había malgastado su fortuna.
Es cierto que había muchos millonarios en la Tierra, y también multimillonarios, gente con más dinero del que podía gastar, con fortuna suficiente para contratar cien criados, para tener todo un país como patio trasero, para pagar un Certificado Médico Completo y así, durante toda su larga vida, tener a mano la octava maravilla de las técnicas médicas, farmacéuticas y quirúrgicas para mantenerse en forma y alargar aún más sus vidas.
Había cientos de miles de personas muy ricas y muchos millones de individuos más o menos acomodados...
Aparte de los diez mil millones restantes.
Unos subsistían a duras penas cultivando las llanuras asiáticas o las sabanas africanas; podían contar con la cosecha siempre que llegasen las lluvias, que las guerras no los afectasen y que las plagas de insectos no devorasen los campos, y cuando se quedaban sin cosecha morían. Otros vivían en las chabolas enquistadas en las grandes ciudades (la palabra «gheto» ya no era una metáfora), en los barrios de las afueras de las metrópolis de Sudamérica o en los ingentes cuchitriles de las zonas urbanas de Oriente. Aquella gente trabajaba cuando podía. Vivían de la caridad cuando alguien se la ofrecía. Se alimentaban de lo más bajo de la cadena alimenticia: arroz y judías, ñame y cebada; o, si podían pagarlas, de proteínas unicelulares de los derivados del carbón procedentes de las minas de alimentos. Tenían muchas probabilidades de pasar hambre hasta la última hora de cada día de sus vidas. Cortas. Los pobres no se podían permitir un Certificado Médico Completo. Si tenían mucha suerte tal vez encontrasen un hospital gratuito o un médico barato que les diese unas pastillas o les extirpase el apéndice. Sin embargo, cuando uno de sus órganos dejaba de funcionar, sólo tenían dos opciones: ir tirando sin él o morir. Los pobres no estaban en condiciones de pagarse un transplante de órgano. Podían considerarse afortunados si no los pillaban una noche cualquiera en un callejón oscuro y acababan convertidos en el transplante de alguien más rico, o de alguien más desesperado.
De modo que había dos clases de seres humanos en la Tierra. Si uno poseía unos cuantos miles de acciones de petroalimentos o Chemways no le faltaba casi de nada, ni siquiera salud, porque entonces podía pagar el Certificado Médico Completo; pero si no...
Si no, lo mejor era tener un trabajo. Cualquier trabajo.
Trabajar era una utopía para los miles de millones de personas que no tenían acceso al mismo. Para los que trabajaban, el empleo era una especie de esclavitud denigrante que asfixiaba el espíritu y acababa con la salud. Las minas de alimento proporcionaban mucho trabajo. Había que extraer el carbón de la tierra y criar seres unicelulares comestibles, ricos en proteínas, en sus hidrocarburos. Sin embargo, cuando uno trabajaba en una mina de alimentos respiraba aquellos mismos hidrocarburos cada día (era como vivir en un garaje cerrado, con los motores en marcha todo el tiempo) y probablemente muriese joven. Los que trabajaban en fábricas tenían más suerte, no mucha, porque las máquinas solían encargarse de las tareas más seguras e interesantes por razones económicas: eran más caras de adquirir y reemplazar que las personas. Existía incluso la posibilidad de trabajar en el servicio doméstico, pero ser un sirviente en casa de los ricos suponía convertirse en un esclavo, convivir con el lujo y la abundancia en condiciones de opresión y sumirse en la desesperación creciente por conseguir aquellas cosas para uno mismo.
Aun así, incluso los que tenían esos trabajos podían considerarse afortunados pues la agricultura familiar sólo constituía un modo de retrasar la muerte por inanición, y en el mundo desarrollado el paro era altísimo. Sobre todo en las ciudades, y especialmente entre los jóvenes. Si uno formaba parte del grupo de los muy ricos, o sencillamente de los acomodados, y se daba el lujo de hacer un viaje a Nueva York, París o Beijing, normalmente sólo veía a los pobres cuando salía del hotel y se metía en el taxi, entre las barricadas de la policía.
No era necesario proceder así. Las barricadas de la policía estaban dispuestas en un solo sentido. Si uno prefería cruzarlas, allá él. Tal vez un poli canoso y bonachón le advirtiese que era una mala idea internarse en la muchedumbre, si por casualidad se compadecía, pero nadie lo detendría si se empeñaba en hacerlo.
A partir de aquel momento, se las arreglaba por su cuenta. De inmediato se veía sumido en una especie de zoo sin barrotes, ruidoso, apestoso y sucio, donde lo asaltaba una multitud de vendedores vociferantes. De todo tipo: vendedores de drogas, de reproducciones en plástico de la Gran Muralla, de la torre Eiffel, de la burbuja de Nueva York, de amuletos de la suerte y todo tipo de baratijas, de servicios de guía o de cupones de descuento para las discotecas y, muy a menudo, de sí mismos. Muchos miembros de la clase privilegiada se morían de miedo al ver aquello por primera vez. Sin embargo, no siempre era peligroso. La policía no iba a dejar que te asesinasen ni que te robasen la cartera, a menos que te perdieran de vista.
Bastante a menudo, aquellas hordas de pobres ni siquiera te hacían daño cuando conseguían alejarte de los cordones policiales, sobre todo si les ofrecías algún modo menos arriesgado de sacarte la pasta. Claro que nada te lo garantizaba. La mayor parte de esa gente estaba desesperada.
Para los ricos, el mundo era totalmente distinto, desde luego. Siempre lo es. Los ricos llevaban vidas largas y saludables gracias a que los órganos de otras personas remplazaban los suyos cuando éstos dejaban de funcionar. Pasaban la mayor parte del tiempo en los climas templados que proporcionaban las cúpulas de las principales ciudades, si así lo querían, o navegando por los cálidos mares del Sur, aún sin contaminar. Cuando había guerras (y las había a menudo, no muy importantes, salvo para la gente que moría en ellas), los ricos se largaban a otra parte hasta que el conflicto había terminado. Pensaban que estaban en su derecho. Al fin y al cabo eran ellos los que pagaban los impuestos, al menos mientras no pudieran evitarlo.
El problema principal de ser rico era que no todos los pobres se resignaban a su condición. Unos pocos se esforzaban por medrar a toda costa, y a veces empleaban sistemas muy violentos.
El secuestro volvió a convertirse en un negocio próspero en Estados Unidos, al igual que la extorsión. Si no pagabas lo que pedían, aparecía alguien de improviso y te pegaba un tiro en las piernas (o prendía fuego a tu casa, te ponía una bomba en el autovolante o envenenaba a tu perro). Pocos miembros de la clase pudiente mandaban a sus hijos al colegio sin guardaespaldas. La situación produjo un beneficioso efecto secundario: ayudó a reducir la tasa de desempleo, aunque sólo un poco, puesto que unos cuantos millones de extorsionadores se vistieron de uniforme y empezaron a ganarse la vida protegiendo a sus patronos de la extorsión.
Además, como es de suponer, resurgió el terror político. Prosperó en el mismo terreno que había avivado el secuestro y la extorsión, y era aún más abundante. Entre la apática mayoría de los sin tierra y los hambrientos, había siempre unos cuantos que se aliaban para vengarse de los ricos. Tomaban rehenes, tendían emboscadas a los funcionarios y les disparaban, hacían estallar a los aviones en pleno vuelo, envenenaban las presas, contaminaban los almacenes de comida... En fin, a los terroristas se les ocurrían un millar de trampas ingeniosas y nocivas, todas ellas demoledoras; al menos para aquellos que, en principio, tenían algo que perder. No obstante, pese al temor y a los inconvenientes, los ricos lo tenían todo hecho. En cuanto al resto, que era la gran mayoría, ni siquiera les quedaba esperanza.
Entonces, en la vida de aquel planeta superpoblado y conflictivo, apareció Pórtico.
Para la práctica totalidad de los diez mil millones de personas que habitaban el deteriorado planeta Tierra, Pórtico constituía la esperanza inesperada de un paraíso. Como los buscadores de oro del 49, como los irlandeses famélicos que escapaban de la hambruna de la patata en las bodegas de los barcos, como los pioneros del Oeste americano y los emigrantes de cualquier parte a lo largo de toda la historia, los miles de millones de seres humanos azotados por la pobreza estaban dispuestos a correr cualquier riesgo a cambio de... bueno, de hacerse ricos si era posible, o como mínimo a cambio de la oportunidad de dar de comer a sus hijos, vestirlos y proporcionarles un hogar.
Incluso los magnates comprendieron que aquel inesperado acontecimiento les brindaba una buena oportunidad de hacerse aún más ricos. Los gobiernos de las naciones que habían fabricado los cohetes espaciales para viajar a otros planetas, y que por supuesto apoyaron la operación Pórtico, pensaron que tenían todo el derecho del mundo a quedarse los beneficios que los descubrimientos del asteroide pudieran reportar. Los magnates propietarios del gobierno se mostraron de acuerdo. Sin embargo, habría que repartirlo de algún modo.
Así que hubo cierto tira y afloja (y también ciertos trapicheos feroces, dada la importancia de las apuestas) y al final se llegó a un acuerdo. Se cerraron los tratos, y de las codicias en conflicto de todos los pretendientes a la riqueza ilimitada que prometía la galaxia surgió la imparcial (o más o menos imparcial) Corporación Pórtico.
¿Sacarían algún provecho los pobres de la Tierra del asteroide Pórtico?
Al principio, no mucho. Les otorgó una pequeña esperanza, la misma que proporciona un billete de lotería, aunque pocos de ellos podrían reunir siquiera el dinero para comprar el billete de ida a Pórtico que les diera derecho a jugar. Sin embargo, pasaría mucho tiempo antes de que un sencillo campesino o un habitante de los barrios bajos se hiciera un céntimo o una comida más rica gracias a algún artilugio Heechee.
De hecho, la idea de la existencia de planetas ricos y deshabitados resultaba más seductora que práctica para los miles de millones de personas que atestaban el planeta Tierra. Los planetas habitables estaban demasiado lejos. Sólo se podía llegar a ellos viajando por el hiperespacio. Aunque los seres humanos consiguieron mejorar algunas técnicas Heechees del viaje interestelar (usando los bucles Lofstrom para entrar en órbita en lugar de los módulos de aterrizaje Heechee, por ejemplo, con lo que se evitaban mayores daños a la capa de ozono y a los lagos afectados de lluvia ácida), nadie tenía la menor idea de cómo construir una nave Heechee. Por desgracia, las naves Heechees eran demasiado escasas y pequeñas para transportar una población considerable a otros planetas.
De modo que unos pocos exploradores se hicieron ricos, y en cambio otros murieron. Algunas personas acaudaladas vieron aumentar sus riquezas rápidamente. No obstante, la mísera mayoría se quedó en la Tierra.
En las ciudades como Calcuta, con sus doscientos millones de indigentes, y en las míseras granjas y arrozales de África y Oriente, el hambre siguió formando parte de la vida cotidiana, y el terrorismo y la pobreza fueron a peor en lugar de a mejor.
Como los maestros no se cansan de repetirnos, hasta el viaje más largo empieza con el primer paso. En lo concerniente al asteroide Pórtico, el primer paso (el primer viaje de exploración emprendido por un ser humano en una nave Heechee) no estaba planeado, ni siquiera autorizado, y, desde luego, adoleció de imprudencia.
El hombre que realizó aquel primer viaje a lo desconocido fue un teniente llamado Ernest T. Kaplan. Era un oficial del crucero
Roanoke
de la armada espacial de Estados Unidos. Kaplan no era un científico. Sabía tan poco de temas científicos que le ordenaron que no tocase nada, absolutamente nada, del asteroide Pórtico. En principio, sólo estaba allí para montar guardia e impedir que se acercase alguien mientras los científicos que habían acudido a toda prisa intentaban averiguar qué demonios había en aquel lugar.
Sin embargo, Kaplan era curioso por naturaleza, y además tenía acceso a las naves aparcadas. Un día, a falta de algo mejor que hacer, se sentó en una nave que resultó estar provista de armarios con comida y depósitos de aire y agua, por si alguien se quedaba encerrado dentro. Kaplan estuvo pensando un rato en el viejo Sylvester Macklin. Sólo por entretenerse, abrió y cerró las escotillas unas cuantas veces. A continuación jugueteó por unos instantes con aquellas ruedas retorcidas, observando cómo cambiaban de color.
Después apretó el extraño cachivache que había en la base.
Aquel objeto era lo que pilotos más expertos llamarían después «la palanca de lanzamiento». En cuanto la pulsó el teniente Kaplan fue convirtiéndose en el segundo ser humano que había pilotado una nave Heechee.
Noventa y siete días después regresó al asteroide Pórtico.
Fue un milagro que consiguiese volver, y un prodigio aún mayor que llegase vivo. La nave llevaba provisiones para unos días, no para varios meses. En cuanto al agua, se había limitado a recoger las gotas de su sudor y las emanaciones que se condensaban en la escotilla del módulo. No había comido absolutamente nada durante las últimas cinco semanas. Estaba en los huesos, hecho un asco y medio desquiciado...