Para crear aquel inmenso escondite, los Heechees habían unido 9.733 estrellas individuales, además de su escolta planetaria y otros objetos en órbita, lo que les proporcionaba, entre otras cosas, unos cielos nocturnos realmente espectaculares. Desde la superficie de la Tierra, los seres humanos alcanzan a ver a simple vista, como máximo, unas cuatro mil estrellas, que van desde la ardiente Sirio, de un color blanco azulado, hasta las de sexta magnitud, que se encuentran justo en el límite de la visión directa. Los Heechees podían contemplar el doble de estrellas, y más fácilmente, porque estaban infinitamente más cerca: azules mucho más ardientes que la famosa Sirio, rojas casi tan brillantes como el satélite de la Tierra, asterismos de cien estrellas en un conglomerado, todas extraordinariamente luminosas.
Como es natural, la misma densidad de población estelar impedía a los Heechees disfrutar de noches propiamente dichas. Salvo cuando las nubes eran espesas, no estaban acostumbrados a demasiada oscuridad. En sus planetas, ubicados en el interior del núcleo, apenas había un momento en que la refulgencia estelar no les proporcionase luz suficiente para leer.
Con tantas estrellas, tenían un montón de planetas en los que vivir. Los Heechees sólo ocupaban una pequeña parte de los planetas disponibles, pero en los escogidos reinaba un ambiente muy hogareño. Como es natural, habitaban planetas con una temperatura tirando a cálida, una atmósfera agradable y del tamaño adecuado para el gradiente de gravedad que preferían los Heechees (en realidad muy parecido al de la Tierra). Claro que todo aquello no era casual. Habían escogido la flor y nata de la cosecha para instalar la colonia del núcleo, pues tenían pensado habitarla durante una buena temporada. Allí construyeron sus ciudades y sus fábricas, montaron sus granjas e instalaron sus viveros oceánicos de peces. Ninguna de aquellas cosas era idéntica a sus equivalentes humanos, pero funcionaban igual de bien. Por lo general, incluso mucho mejor. Llevaban a cabo todos aquellos trabajos de construcción, fabricación y cultivo de un modo tan limpio y económico que no tenían que enfrentarse a problemas de contaminación ni de afeamiento del paisaje. Estaban en la gloria.
No todo era perfecto. Claro que nada lo es. Jamaica padece huracanes, el sur de California soporta los vientos de Santa Ana, e incluso Tahití tiene que aguantar las estaciones de lluvias. Los climas más próximos al ideal poseen generalmente unos cuantos fenómenos atmosféricos desagradables. Los Heechees también tenían un problema climático en su escondrijo. El suyo no era la lluvia ni el viento sino la porquería intrínseca de cualquier agujero negro. Los agujeros negros atraen hacia sí todo lo que anda cerca, con mucha fuerza, lo que provoca turbulencias a altas velocidades que se expresan en forma de radiación. Gracias a esa radiación los astrónomos humanos habían podido detectar los primeros agujeros negros, y se trata de una emisión ionizante y mortal.
Todo aquel núcleo sufría por tanto una ducha permanente de partículas cargadas muy perjudiciales, por lo que los Heechees se veían obligados normalmente a cubrir sus mundos. Las esferas de cristal que rodeaban los planetas impedían el paso de las radiaciones más peligrosas procedentes de aquellas fuentes tan repugnantes. Al mismo tiempo, el radio Schwarzchild de su inmenso agujero negro los protegía de algo que temían aún más.
Por eso se habían retirado de la circulación de un modo tan repentino. Después, se habían quedado esperando.
Los Heechees precisaban un sistema para entrar y salir de su gran agujero negro y, como es de suponer, lo tenían. Los seres humanos también lo habían encontrado en algunas de aquellas naves abandonadas, pero no supieron utilizarlo porque ni siquiera conocían su existencia. Ése era el problema de la tecnología Heechee. Cuando los seres humanos daban con algún fragmento de la misma se sumían en una gran confusión. Los Heechees no habían tenido el detalle de dejar manuales de instrucciones para que los humanos los consultasen. Ni siquiera habían puesto etiquetas en las máquinas, al menos que los humanos pudieran leer. El mejor modo que los terrestres conocían de investigar todos aquellos cachivaches era lo que llamaban ingeniería invertida, lo cual consistía, básicamente, en desmontarlos para ver cómo funcionaban.
Pero cuando los ingenieros intentaban desmontarlo, el artilugio Heechee solía explotar. Así que acostumbraban a tratar la maquinaria con mucho tiento y si no sabían para qué servía algo y tampoco se les ocurría un modo de averiguarlo, lo dejaban en paz. Tomemos por ejemplo esa especie de espiral de cristal que constituía un accesorio de algunas naves Heechees, aunque no de todas. Sabían que tenía alguna utilidad pero ignoraban cuál.
Si algún terrestre hubiera sabido dónde vivían los Heechees, antes o después habrían adivinado la función de aquel artilugio... pero nadie lo sabía. La raza humana tuvo en sus manos un instrumento para penetrar en los agujeros negros antes de imaginar siquiera que fuera posible hacer algo así.
En realidad pasó algún tiempo antes de que algún ser humano supiese cuál era el aspecto exacto de un Heechee. No obstante, son fáciles de describir.
La estatura media de un macho Heechee es de un metro cincuenta aproximadamente. La forma de su cabeza coincide con el ideal ario de la cabeza cuadrada nórdica, aunque algo más exagerada. El color del Heechee, sin embargo, no tiene nada de nórdico. Si es un macho, seguramente será de un marrón corteza de roble; si es hembra, de un tono algo más pálido. La piel de los Heechees parece un molde de plástico brillante. Una pelambrera fina y espesa cubre su cráneo, o lo cubriría si no lo llevaran muy corto. A los humanos les parecería que huelen a amoníaco, aunque los propios Heechees no lo advierten. No tienen iris en los ojos, ni siquiera una verdadera pupila, sólo un borrón oscuro que recuerda a una X en medio de un globo ocular rosado. Su lengua es bífida. En cuanto a su complexión...
Bueno, la sensación que da la estructura corporal de un Heechee depende de si se lo mira de frente o de perfil.
Si se agarrara a un ser humano y se lo aplanara quedaría más o menos como un Heechee. Visto de frente, el Heechee tendría un aspecto imponente; de perfil (salvo por una panza rotunda), bastante frágil. A lo que más recordaría (aunque no tan exagerado) sería a los esqueletos de cartón que recortan los niños para decorar las aulas en Halloween. Sobre todo en la zona de la cadera y las articulaciones de las piernas, porque la estructura pélvica de los Heechees es bastante distinta de la humana. Las piernas salen de los lados de la pelvis, como las del cocodrilo, de modo que cuando un Heechee se pone de pie hay un espacio considerable entre sus piernas.
Los Heechees aprovechaban aquel espacio. Les parecía el lugar más cómodo para transportar cosas, de modo que la carga que un humano llevaría en los brazos o a la espalda, el Heechee la transportaba colgada entre las piernas. De hecho, todo Heechee civilizado llevaba allí un morral grande y ahusado. En el mismo guardaban dos objetos fundamentales: los generadores de microondas que precisaban para su comodidad y los dispositivos de conservación de sus «ancianos», cuyas mentes llevaban siempre con ellos igual que un humano llevaría una calculadora de bolsillo, aparte de sus equivalentes a plumas, tarjetas de crédito y fotografías de sus seres queridos. Cuando el Heechee se sentaba, lo hacía encima del morral.
(Esta explicación puso fin de golpe a medio siglo de especulaciones sobre la razón por la cual los asientos de las naves espaciales Heechees eran tan incómodos para los usuarios humanos.)
Aunque dura y brillante, la piel del Heechee no era gruesa. Se veían los movimientos de los huesos a través de la misma; incluso el funcionamiento de los músculos y los tendones, sobre todo cuando estaban nerviosos (era una especie de lenguaje corporal, algo así como un humano haciendo rechinar los dientes). El habla Heechee era algo sibilante y los gestos totalmente distintos de los terrestres. No sacudían la cabeza para negar; sino que agitaban las muñecas.
Los Heechees descendían de una raza de zapadores como los perros de la pradera, más que de arbóreos adaptados a las llanuras, como la personas.
Por eso los Heechees poseían varias características que les había brindado su herencia. Ningún Heechee sufría de claustrofobia. Les gustaba estar en espacios cerrados. (Quizá por eso fuesen tan aficionados a los túneles y sin duda por esa razón preferían dormir en una especie de sacos rellenos de virutas de madera.)
Las familias Heechees no eran idénticas a las humanas, como tampoco sus ocupaciones, ni sus equivalentes a política, moda y religión. Tenían dos sexos, como las personas, y a veces se obsesionaban con el tema (igual que les sucede a las personas), pero podían pasar largos períodos sin apenas prestar atención al asunto (al contrario que la mayoría de los humanos). Aunque parezca raro, no habían desarrollado el equivalente a instituciones propias del hombre como la burocracia gubernamental (ni siquiera tenían un gobierno propiamente dicho) o la economía financiera (tampoco usaban el dinero como principal instrumento de intercambio). Los humanos no comprendían cómo podían funcionar sin esas cosas, pero los Heechees pensaban que los humanos, en lo concerniente a eso, eran mezquinos. Dado que cuando los seres humanos se adentraron tanto en el espacio como para tener alguna oportunidad de encontrar a los Heechees, la mayoría de las personas trabajadoras ocupaban un puesto en el sector administrativo, les sorprendió descubrir que casi todos los Heechees eran, desde el punto de vista terrestre, desempleados.
A los profesores humanos de ciencias políticas y sociología les extrañaba que los Heechees hubieran salido adelante sin reyes, presidentes ni dirigentes. También en la Tierra varias generaciones de anarquistas, libertarios y filósofos minimalistas habían afirmado que los seres humanos no necesitaban de tales líderes. El gran enigma era cómo se las habían arreglado para escapar de ellos.
Un grupo de antropólogos y conductistas culturales dedicó mucho tiempo a elaborar una teoría aclaratoria. Aquel fenómeno también parecía radicar en la evolución. Los preheechees no sapiens —las especies primitivas que se denominaron Heecheeides— habían amadrigado en el campo como el perro de la pradera o la araña nemesia. No formaban tribus. Marcaban sus territorios. En consecuencia, los Heecheeides no padecían guerras tribales ni luchaban por la sucesión al trono; no había ningún trono que disputar. Ningún Heechee había sentido nunca necesidad de enfrentarse a otro, a menos que invadiese su territorio.
Como es lógico, no se puede construir una civilización de alto desarrollo tecnológico y capaz de viajar al espacio a partir de individuos solitarios que no interfieren entre sí. Cuando los Heechees primitivos alcanzaron el grado de desarrollo necesario para plantearse proyectos ambiciosos que requerían la cooperación de varios individuos, los hábitats ya estaban definidos. No habían desarrollado sentimientos patrióticos. No tenían naciones que pudieran impulsarlo. Poseían un código de comportamiento (leyes) e instituciones que lo fomentaban y lo defendían (consejos, tribunales y policía), pero eso era todo. Los gobiernos de la Tierra gastaban casi todas sus energías en defenderse de los ataques de los gobiernos de otras naciones (o en atacarlos ellos). Cuando la amenaza recíproca era física, intervenía el ejército. Cuando era económica, la campaña se manifestaba en forma de subvenciones, aranceles y embargos. Los Heechees no precisaban aquellas iniciativas gubernamentales, porque al no existir naciones no se daba la competencia nacional.
De modo que los Heechees vivían en su atestado núcleo, muy satisfechos, esperando a que los descubrieran.
No se podría decir sin embargo que los Heechees llevaran una vida muy normal allí dentro, visto desde el punto de vista humano. Divergían de la normalidad en un aspecto muy significativo. Los Heechees llevaban medio millón de años viviendo allí —desde poco después de su visita a la Tierra en la que se llevaron unos cuantos australopitecos para ver si aquellos animalillos estúpidos sabían aprovechar la oportunidad que se les brindaba—, pero a ellos no les había parecido tanto tiempo.
Albert Einstein lo habría comprendido de inmediato. De hecho, había hablado de algo parecido. Los Heechees estaban en el interior de un agujero negro. En consecuencia, obedecían a las reglas cosmológicas que gobiernan los agujeros negros, incluido el fenómeno de la dilatación del tiempo. El tiempo que volaba en la galaxia exterior transcurría con una lentitud glacial en el interior del núcleo; la proporción era aproximadamente de 40.000 a 1. Aquello suponía una diferencia tan grande que muchos de los Heechees que dejaron sus naves en Pórtico seguían vivos en el núcleo. Bueno, sí, se habían hecho un poco viejos. El tiempo no se había detenido. No obstante, para ellos sólo habían pasado unas cuantas décadas, no medio millón de años.
Además, cuando los Heechees escaparon y se ocultaron, dejaron centinelas tras de sí. Tenían un plan.
Su plan contaba con un lamentable factor de riesgo. Los Heechees no podían impedir que alguna otra raza inteligente que hubiese desarrollado tecnología espacial encontrase las naves y las utilizase; si aquello sucedía, el plan se iría al garete. Sin embargo, tenían que arriesgarse. En realidad contaban con ello. De modo que los Heechees habían dejado robots centinelas ocultos por la galaxia para descubrir a aquellas nuevas razas en cuanto asomasen la cabeza.
Así, cuando la raza humana empezó a hacer ruido, los vigías Heechees lo oyeron.
Entonces emplearon aquella barra retorcida de cristal y ébano que llamaban el equivalente Heechee a «abrelatas» para salir, comprobar sus «cepos» y ver qué se había cocido en la galaxia durante los últimos siglos (o, desde su punto de vista, durante los últimos días). Como medida rutinaria de precaución, los Heechees enviaron al exterior a una patrulla para investigar...
Pero esa sí que de verdad es otra historia.
FIN