Los exploradores de Pórtico

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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Hace mucho tiempo, quinientos mil años o así, unos nuevos vecinos se instalaron en las cercanías del sistema solar terrestre. Deseaban agradar a toda costa, en el caso de que lograran encontrar a alguien a quien agradar. De modo que un día se dejaron caer por el tercer planeta del sistema, el que actualmente conocemos como la Tierra, para ver si había alguien en casa.

No escogieron el momento más oportuno para hacer una visita. Bueno, en la Tierra había vida por doquier, de eso no cabe duda. El planeta rebosaba de vida.

Lo que no encontraron por ninguna parte fue inteligencia, aún no había hecho su aparición, sencillamente.

Frederik Pohl

Los exploradores de Pórtico

(Saga de los Heechee - 5)

ePUB v1.0

Rov
 
25.10.11

Título original:
The Gateway Trip

Saga de los Heechee - 5

Traducción de Victoria Simó

© 1990 by Frederik Pohl

© 2000 Ediciones B S.A.

Bailen 84 - Barcelona

ISBN: 84-406-9552-7

Edición digital: Carlos Palazón

Revisión: Sadrac

Versión en ePub: Rov, Octubre 2011

PRIMERA PARTE
LA VISITA

Hace mucho tiempo, quinientos mil años o así, unos nuevos vecinos se instalaron en las cercanías del sistema solar terrestre. Deseaban agradar a toda costa, en el caso de que lograran encontrar a alguien a quien agradar. De modo que un día se dejaron caer por el tercer planeta del sistema, el que actualmente conocemos como la Tierra, para ver si había alguien en casa.

No escogieron el momento más oportuno para hacer una visita. Bueno, en la Tierra había vida por doquier, de eso no cabe duda. El planeta rebosaba vida. Había osos cavernícolas y tigres dientes de sable, animales parecidos a elefantes y otros similares a ciervos. Había serpientes, peces, pájaros y cocodrilos, así como gérmenes nocivos y carroñeros. También encontraron bosques, sabanas y todo tipo de vegetación. Sin embargo, saltaba a la vista que algo faltaba en aquel catálogo de vida terrestre; una auténtica lástima, pues era la única cualidad que los visitantes deseaban hallar a toda costa.

Lo que no encontraron por ninguna parte fue inteligencia. Aún no había hecho su aparición, sencillamente.

La buscaron a conciencia. Lo más semejante a un ser dotado de aquel tesoro singular fue un animalillo peludo que no conocía el lenguaje, el fuego ni las instituciones sociales, pero que al menos poseía algunas habilidades prometedoras. (Por ejemplo, se las ingeniaba para fabricar herramientas machacando una piedra cualquiera.) Cuando aparecieron los seres humanos modernos y la evolución empezó a enraizar, aquel género humano fue bautizado como
Australopithecus.
Los visitantes no lo llamaron de ninguna forma, sino que se limitaron a considerarlo un nuevo fracaso de su exploración espacial en busca de compañía civilizada.

Los animalillos no eran muy altos (más o menos del tamaño de un niño de seis años actual), pero los visitantes no se lo echaron en cara. No tenían seres humanos modernos para comparar, y de todas formas, ellos tampoco destacaban por su estatura.

Corría el incierto Pleistoceno, la época en que el hielo avanzaba y se retiraba en zonas de Europa y Norteamérica, los ciclos lluviosos sucedían a las sequías en África, y la capacidad de adaptación era crucial para la supervivencia de las especies. En el momento de la visita, el paraje donde encontraron aquella tribu de animalillos era una sabana ondulada y árida, cubierta de hierbajos y alguna que otra flor silvestre. Los australopitecos habían acampado en un prado, a orillas de una corriente tranquila y pequeña que desembocaba en un enorme lago salado situado a pocos kilómetros de allí. Al oeste se extendía una cordillera hasta perderse de vista en el horizonte. Las montañas más cercanas despedían un ligero vapor. Todos los montes eran volcanes, aunque, lógicamente, los australopitecos no tenían ni idea de lo que era un volcán. Conocían el fuego, eso sí, habían alcanzado ese grado de sofisticación tecnológica, o como mínimo contaban con él la mayor parte del tiempo, cuando los rayos prendían la hierba (o incluso cuando algo de lava procedente de una erupción incendiaba algún objeto cercano, aunque, afortunadamente para la tranquilidad de aquellos hombrecillos, la cosa no sucedía a menudo). El fuego no les servía de mucho. Por ejemplo, aún no habían considerado la posibilidad de usarlo para cocinar. Les parecía útil para mantener alejados a los grandes depredadores nocturnos, lo que lograban de vez en cuando.

De día se las arreglaban bastante bien. Empuñaban «hachas de mano» de piedra (no muy trabajadas, apenas unas piedras desbastadas que recordaban a una almeja gorda) y unos garrotes de aspecto aún menos imponente: eran los huesos de la pata trasera de los venados parecidos a ciervos que solían comer. Aquellas armas jamás detendrían a un tigre dientes de sable. Sin embargo, unas cuantas, blandidas por un puñado de aquellos hombres mono chillones, normalmente lograban ahuyentar a las hienas, el depredador más feroz de la sabana, sobre todo si primero los hombrecillos habían espantado a la manada arrojándole piedras a cierta distancia. Por lo general no conseguían matar a las hienas, pero la mayor parte de las veces lograban convencer a los animales de que aprovecharían mejor el tiempo atacando a presas más indefensas.

Los hombrecillos se habían resignado a que un carnívoro les arrebatase un bebé de vez en cuando, claro, o algún que otro anciano, cuya vida de todos modos empezaba a peligrar por falta de dientes. Podían permitírselo. Casi nunca perdían a nadie importante para el bienestar de la tribu, excepto cuando salían de caza, como es natural. Pero no les quedaba más remedio que aceptar los riesgos de la cacería. Tenían que cazar para comer.

Aunque los australopitecos eran pequeños, poseían una fuerza considerable. Solían tener buenas panzas, pero sus glúteos no alcanzaban grandes proporciones. Ni siquiera las hembras exhibían unas caderas dignas de mención. Sus caras no recordaban mucho al rostro humano: barbilla insignificante, nariz ancha, orejas diminutas medio ocultas por el pelaje de la cabeza (aún no se podía hablar de pelo). En el cráneo de un australopiteco medio no había espacio para mucho cerebro. Si se hubieran vertido en una jarra de cerveza de medio litro los sesos que contenía aquel cráneo exiguo, seguramente apenas la habrían desbordado.

Por supuesto, ningún bebedor de cerveza actual haría algo así, pero uno de aquellos hombrecillos peludos lo habría hecho encantado. En su dieta, los sesos constituían una exquisitez. Incluso los del prójimo.

Los visitantes no prestaron mucha atención a los hábitos alimentarios de aquellos seres peludos. Sin embargo, las criaturas poseían una característica anatómica que les pareció muy singular, una cosa muy graciosa con connotaciones sexuales. Al igual que los visitantes, los australopitecos eran bípedos, pero a diferencia de los visitantes tenían las piernas tan juntas que literalmente se frotaban los muslos al caminar. Los visitantes pensaron que, al menos para los machos, aquello debía de suponer un auténtico problema, pues los órganos sexuales masculinos colgaban entre los muslos.

(Algunos cientos de miles de años más tarde, los habitantes más importantes de la Tierra, los humanos, se harían preguntas parecidas acerca de aquellos remotos visitantes... y tampoco ellos sabrían responderlas.)

Así que los visitantes del espacio dedicaron un tiempo a observar a las criaturillas peludas. Después se chirriaron su desilusión mutuamente, regresaron a sus naves espaciales y se alejaron desanimados.

La visita no había sido del todo inútil. Cualquier planeta que albergara alguna clase de vida constituía una joya singular en la galaxia. No obstante, confiaban en encontrar algo más sofisticado: alguien a quien conocer y con quien entablar amistad, gente para charlar e intercambiar puntos de vista. Estaba claro que aquellos animalillos peludos no reunían las condiciones necesarias. Sin embargo, no se limitaron a dejarlos tal cual. Los visitantes habían aprendido, por amarga experiencia, que las especies mínimamente prometedoras podían extinguirse con mucha facilidad, o tomar un giro equivocado en algún momento del proceso evolutivo y malograr las esperanzas. Por si las moscas, tenían la costumbre de instalar una especie de... llamémoslo «zoológico». De modo que al marchar se llevaron unos cuantos australopitecos en las naves espaciales. Dejaron a los animalillos en un lugar seguro con la esperanza de que finalmente llegaran a algo. A continuación partieron.

Pasó el tiempo... mucho tiempo.

Los australopitecos no prosperaron en la Tierra. Después aparecieron sus parientes cercanos: el género
Homo
, más conocido como tú y yo y todos nuestros amigos. Las gentes del género
Homo
se desenvolvieron mucho mejor. De hecho, en el transcurso de unos quinientos mil años hicieron realidad casi todas las esperanzas que los visitantes habían depositado en los australopitecos.

A aquellos «humanos», como se autodenominaban, se les daba muy bien el inventar. Con el paso de las eras crearon un montón de cosas ingeniosas: la rueda, la agricultura, los animales de tiro, las ciudades, la palanca, los veleros y el motor de combustión interna, las tarjetas de crédito, el radar y las naves espaciales. No lo inventaron todo a la vez, claro está. Además, no todos sus inventos jugaron enteramente a su favor, porque durante el proceso crearon también porras y espadas, arcos y catapultas, cañones y misiles nucleares. Aquellos humanos eran especialistas en ponerlo todo patas arriba. Por ejemplo, muchos de sus inventos, que en principio parecían de gran utilidad, a la hora de la verdad actuaban de un modo muy distinto. Tal era el caso de los chismes «para mantener la paz», ninguno de los cuales mantenía paz alguna. En cuanto a la «medicina», tres cuartos de lo mismo. Aquello que llamaban medicina hizo su aparición bastante pronto, pero en realidad lo que inventaron fue la práctica de hacer todo tipo de atrocidades a la gente que tenía la mala suerte de ponerse enferma. Al parecer, hacían todo aquello para que el enfermo mejorase, pero muy a menudo lograban el efecto contrario. En el mejor de los casos, no servía de nada. El hombre que se estaba muriendo de malaria tal vez agradeciese que el médico de la zona se pusiera una máscara diabólica y bailase alrededor de la cama, pero moría de todas formas. Para cuando la medicina humana progresó tanto como para que las posibilidades de curación de un enfermo fueran mayores con un médico que sin él —lo que requirió 499.900 de esos 500.000 años—, los humanos se las habían ingeniado para encontrar sistemas más eficaces de fastidiar las cosas. Habían inventado el dinero. La medicina humana se convirtió en un buen método para curar muchas enfermedades, pero a la raza humana le resultaba cada vez más difícil conseguir el dinero para costeársela.

Casi al mismo tiempo, los humanos que vivían en aquel planeta pequeño y verde llamado Tierra alcanzaron tal grado de desarrollo que por primera vez les fue posible largarse del mismo. Había empezado la era de la exploración espacial humana.

En cierto sentido fue una coincidencia afortunada. Por fin los seres humanos podían lanzar naves al espacio, y quizás hubiese llegado el momento de plantearse en serio la idea de abandonar el planeta. La Tierra era un lugar fantástico para vivir si se era rico, pero horroroso si se era pobre.

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