Los gozos y las sombras (106 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Es que si nosotros perdemos eso, estamos arruinados.

—La idea de Aldán era, si no recuerdo mal, que los barcos, explotados con un criterio moderno, no darían pérdida, sino ganancia. Pero no inmediatamente, supongo.

—Sí. Eso pensaba Aldán, y todos con él.

Carlos se inclinó sobre la mesa.

—¿Era una buena idea o un disparate? ¿Cree usted honradamente que es una buena idea o una quimera?

El
Cubano
se levantó, apoyó las manos en la mesa y aguantó la mirada de Carlos.

—Le doy mi palabra de hombre honrado de que la creo una buena idea, una idea salvadora. Si no lo creyera así, no aceptaría…

Carlos se levantó también y le palmoteó el hombro.

—Entonces, no hay más que hablar. Yo no puedo dar mi opinión porque no entiendo, pero confío en usted… En ustedes, en todos los pescadores. Prácticamente son ya propietarios de los barcos.

—Pero…, ¿nos abandonará?

—¿Qué quiere decir?

El
Cubano
parecía embarazado y le temblaba algo en la mirada. Sacó un pañuelo y se limpió las narices.

—Don Carlos, usted sabe que desde que empezó este asunto mi preocupación fue no estorbarle. Pero ahora…

Le echó las manos a los hombros y le apretó fuertemente.

—… comprendo que nos hará usted falta. Al principio… No sé… Tendrá que echarnos una mano. Ya sé que usted quiere irse de Pueblanueva. Pero ¿no podría esperar un poco, al menos hasta que esto marche?

Bajó los ojos y, lentamente, dejó caer los brazos.

—Yo soy un analfabeto. Y usted tiene que darse cuenta de que esto no lo ha hecho nadie ni sabe cómo se hace. Y habrá que equivocarse hasta dar con el quid… Y si Cayetano se mete por medio y nos lo estorba…

Carlos volvió a sentarse. El
Cubano
, de pie, un poco doblado hacia delante, le tendió una mano. Carlos no le miraba. Dijo:

—Algún tiempo, no mucho… Sí, el que haga falta. Pero yo…

Levantó la mirada. El
Cubano
sonreía.

IX

El
Relojero
esperaba en el cuarto de estar: sentado, metido en sí, con las manos cruzadas sobre el cayado de su bastón y la vista clavada en las sortijas. Se levantó cuando llegó Carlos y se quitó la pajilla.

—Ya estoy de vuelta —dijo—. Las
Ruchas
son unas putas: me tratan mal.

Carlos le ofreció la mano; el
Relojero
dejó el bastón y la pajilla en el suelo y, antes de tomar la mano que Carlos le ofrecía, restregó la suya contra la chaqueta.

—Me alegra verte otra vez por aquí. Lo de las
Ruchas lo
arreglaremos.

—Si a usted no le importa puedo seguir en el zaguán del pazo. Nuestro trato no fue de que yo viviera aquí.

—Hemos quedado en que eres libre.

—Gracias.

—Y ahora, si no lo tienes a mal, desayuna conmigo.

El Relojero
echó un vistazo a la mesa puesta. Se acercó y acarició la cafetera. Retiró la mano rápidamente y se sopló los dedos.

—¿Es de plata esto?

—Sí.

—¡Rediós!

Carlos se había sentado y le señalaba un sillón.

—Usted hace mal, don Carlos. Usted no debe acostumbrarse a esta vida de rico. En el pazo ya no queda plata. Después cuesta caro acomodarse a la pobreza.

Se sentó y colocó sobre el regazo el bastón y la pajilla.

—Toma el café y cuéntame cómo te fue con tu novia.

—Se lo digo por su bien, y porque viviendo pobre le tengo más respeto. Me recuerda a su padre.

Carlos quedó en silencio. Desvió la mirada del
Relojero
a la ventana. Estaba claro el día y se veía un cuadro de cielo azul ligeramente velado.

—¿Sabes que voy a marcharme?

—¿Quién? ¿Usted? —al
Relojero
le dio la risa—. ¿Marcharse de Pueblanueva?

—Sí. Voy a marcharme, quizá pronto, pero no pienso por eso desahuciarte. Podrás vivir en el pazo hasta que te mueras.

El
Relojero
hizo una higa y en sus ojillos apareció una sombra de terror.

—¡Fuera brujas! De la muerte, ni hablar. Pero usted no se irá.

—Lo tengo todo preparado. No falta más que…

Interrumpió el
Relojero
:

—De la cuestión de mi novia le diré que allá quedó. A las mujeres no hay quién las entienda. Lo pasábamos tan bien, y de pronto, una mañana, cuando me desperté, no estaba. La esperé todo el día y toda la noche y no volvió. Entonces fue cuestión de coger mis bártulos y venirme. Pienso si ya se estará cansando.

—¿Por eso te emborrachaste ayer, a la llegada?

Paquito negó con la cabeza, seria, solemnemente, y apoyó la negativa con movimientos pausados del bastón.

—Unos me invitaron y me pusieron el aguardiente a tiro. Estaban muy contentos de verme y querían tirarme de la lengua, ¿sabe? Que les contara lo que hice con mi novia —cerró los ojos y frunció el ceño—. Las
Ruchas
son unas zorras. No me dejaron entrar.

Cogió con remilgos la taza de café, bebió un sorbo y la dejó sobre la mesa.

—A mí, esto del café con leche… Donde esté un pedazo de pan con ajo y una copa de aguardiente.

Se oyó el ruido de un automóvil. El
Relojero
abrió mucho los ojos. Se le movieron las orejas y las aletas de la nariz.

—Ése es el coche de Cayetano —dijo—. Lo conozco a un kilómetro.

Corrió a la ventana y fisgó.

—Viene aquí, viene a visitarle.

—En estos últimos tiempos lo ha hecho con frecuencia.

—¿Ya son amigos?

—No.

—Si no le importa, prefiero que no me vea.

Carlos se levantó. De pie, vació la taza y mordió un trozo de pan.

—Toma tranquilo tu café. Le recibiré en otra parte.

—Marcharé en seguida.

—Cuando quieras.

—Iré a dormir al pazo.

—Eres libre.

—Gracias:

Le sonrió. Carlos salió. Se encontró a Cayetano en el pasillo, con la
Rucha
. Le invitó a pasar al salón. Cayetano venía de tiros largos.

—No. No me siento. Tenemos prisa.

—¿Tenemos?

—Vengo a buscarte para que me acompañes a Vigo —Carlos alzó las cejas y arrugó la frente—. Sí. A Vigo. Quiero que arreglemos eso de las acciones.

—Ya te dije que no hay prisa.

—Puedo tenerla yo.

—Pero éste es un asunto entre dos.

—Te equivocas. Es un asunto entre tres, y precisamente por eso te pido que me acompañes. Fíjate bien: te lo pido. Y, como estoy dispuesto a jugar limpio, puedo decirte que alguien tiene el proyecto de visitarte mañana, para comprarlas, y yo quiero adelantarme.

Carlos se arrimó a la pared. No miraba a Cayetano, sino a la alfombra, las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros derribados.

—¿No has pensado en que quizá yo tenga interés en escuchar al visitante?

Justamente es a él a quien vamos a ver.

—¿Para qué?

—Para ganarle por la mano.

Rió.

—Las cosas pueden plantearse de muchas maneras, cada cual tiene su estilo, y yo tengo el mío, que es ir al toro. Debo recordarte, por si lo has olvidado, que me asiste el derecho de retracto sobre tus acciones, que puedo comprarlas al precio que te ofrezcan. De lo que ahora se trata es de evitar que alguien haga el imbécil.

Metió los pulgares en la sisa del suéter y miró a Carlos de frente.

—Y si me apuras, de cuidar tus intereses. Voy a pagarte por las acciones lo que valen y un poco más, pero no demasiado, sino lo razonable. La intervención de un tercero podría complicar las cosas.

—¿Temes que me ofrezcan más de lo que valen?

—Eso no lo harán nunca. Son gente estrecha, ¿comprendes? Lo haría yo si estuviera en su lugar, y a la larga no perdería dinero.

—Entonces, no te entiendo.

—Pueden engañarte, o intentarlo al menos.

—Supongo que habrá un modo de conocer el valor real de esos papeles.

—Sí. Yo te lo diría honradamente. Pero no es ésa la clase de engaño que preparan. Conozco aproximadamente su propuesta: una cantidad muy inferior a la que te daré yo, o quizá igual, y un regalo particular de cierta importancia a condición de que aceptes firmar un falso contrato de venta estipulado en una cifra que, según calculan, yo no podría pagar. ¿Te das cuenta? Hacer un buen negocio y eliminarme a mí. Una maniobra muy burda. Piensan que somos enemigos y que te prestarás.

—¿Y si me presto?

Cayetano dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

—¿Es una amenaza?

—Sólo una hipótesis.

—En ese caso, no hay que tomarla en consideración.

—¿Por qué?

—Porque entre nosotros cierta clase de armas sucias no se han usado nunca y no te creo capaz de faltar a ese… pacto —sonrió—. Advierte, además, que el que impuso las armas fuiste tú y que yo lo acepté. Si ahora te metieses en una maniobra asquerosa y pueril por unas pesetas, te despreciaría.

Carlos no respondió. Empezó a buscar el tabaco en los bolsillos. Cayetano sacó rápidamente la petaca y le ofreció el suyo. Carlos lo tomó y fue a encenderlo junto a la ventana. Cayetano, después de una vacilación, le siguió.

—No todo el mundo puede hacerlo todo, e incluso yo, que tengo fama de inmoral, sé dónde debo detenerme. Tú pudiste haberme birlado una mujer, pero una cerdada de esta clase no la harás nunca. Aquello, después de todo, tenía una explicación. La chica se te dio y era mi querida. Soplármela era algo así como imponerte a mí mismo y a los demás, como decir a la gente que no me tenías miedo. En el fondo, si lo miramos bien, era mía la culpa, aunque no te niego que me dolió y que la primera vez que fui a tu casa iba dispuesto a matarte. Pero ya pasó. Ninguno de los dos la quería. Me hiciste que te respetase, porque me habías ganado en un terreno en que creí que nadie podría ganarme. Y no te portaste mal, no fuiste por ahí alabándote de tu conquista. Por eso, probablemente, estoy ahora aquí, una vez más con las cartas boca arriba. Y no podrás quejarte de mí. Si lo haces, eres injusto.

Mostró las palmas de las manos. Carlos bajó la vista.

—Bueno. Vámonos a Vigo.

Habían almorzado en un restaurante de lujo. Al terminar, Cayetano sacó una petaca grande y de ella puros con su nombre en la sortija: Hoyos de Monterrey, cortos, de color pálido.

—No se fuma nada mejor en España.

Le dio uno a Carlos, cortado ya. Como Carlos fuera a encenderlo con una cerilla, se lo arrebató de las manos.

—Eso le estropeará el gusto. Espera.

Pidió una lámpara de alcohol y encendieron en ella los cigarros: Carlos, torpemente; Cayetano, con calma, con cuidado, casi con regodeo. Después dio una chupada.

—¡Qué aroma!

Acercó las narices al humo azulado, denso, y lo sorbió. Cerró los ojos.

—¡Qué aroma! ¿No notas la diferencia?

Carlos cogió el puro sin garbo, con torpeza.

—Si vamos a ver a esos señores, ¿no será incorrecto presentarse fumando? —le preguntó Carlos.

—Quizá, pero no es gente con la que haya que gastar cumplidos.

—Entiendo que el cumplido es, ante todo, respeto a uno mismo.

—Y la falta de cumplido, desprecio a los demás —se puso en pie, riendo—. Recordarás que siempre te he tratado con toda clase de cumplidos.

—¿Vamos?

Lo llevó en su coche hasta una calle no muy apartada que bajaba en cuesta hasta el muelle. La mirada se detenía, allá abajo, en la mole negruzca de un barco cuyas grúas se movían cargadas de fardos. ejaron el coche allí mismo, arrimado al bordillo, bien echados los frenos.

La casa era grande, de piedra gris. La escalera, ancha. Llegaron ante una puerta pintada de oscuro, con un Corazón de jesús estampado en hojalata. Una doncella de cofia les mandó pasar. Muchos cuadros en el vestíbulo y en el pasillo oscuro. En el salón, cortinajes de terciopelo, tresillo tapizado de cuero rojo, jarrones de cristal, alfombra gruesa, paisajes regionales en las paredes. En un rincón, un gato negro inmóvil. La doncella abrió las maderas.

—Los señores vendrán en seguida.

Se sentaron. La doncella salió. Carlos miró al gato. Distraídamente, primero; después, intencionada, fijamente.

—Bonito bicho.

—Capital sólido —dijo Cayetano—, pero sin porvenir. Cuando gobernemos nosotros, los barreremos.

—¿Vosotros?

—Sí. Los socialistas.

La ceniza gris, blanquecina, se mantenía al cabo del puro. Cayetano la sacudió en el cenicero.

—Pero si se retrasa, los barreré yo solo.

Se oyeron pasos. El gato seguía inmóvil, los ojos brillantes, dorados, clavados en Carlos. Alguien abrió la puerta. El gato no se movió. Entró el dueño de la casa con un señor bajo, rechoncho, y un joven alto, estirado. Sonreían los tres, a Cayetano, a Carlos, al aire. Sonreían e inclinaban las cabezas, uno tras otro.

Cayetano les presentó a Carlos.

—El doctor Deza. Y estos señores son el Estado Mayor de Astilleros Masquelet: don Jorge Masquelet, don Francisco Baró, su cuñado, y Alejandro Baró, su sobrino. Alejandro es a los Astilleros Masquelet lo que yo a los míos. ¿No es así, Alejandro?

Mientras Carlos les daba la mano, Cayetano aclaró:

—Gente importante, gente seria, muchos millones detrás.

—Es usted muy amable —le respondió Masquelet, y señaló los asientos—. Nos traerán café.

Todavía se demoraron unos segundos: el joven Baró alargaba el cuello y la cabeza de pájaro mojado: parecía empeñado en que los demás se sentaran antes que él, y el señor Masquelet insistía en ser el último en sentarse. Carlos, sonriente, dudaba. Se dejó empujar por el joven Baró, que, inmediatamente, se sentó a su lado. Cayetano se había dejado caer en un sillón y contemplaba a los demás a través del humo del cigarro. Don Jorge Masquelet se estiraba la chaqueta a cuadros, ribeteada de cordoncillo; don Francisco Baró componía el gesto de su cabeza enérgica: sacaba y metía la mandíbula inferior, como ensayando. Llevaba bigote recortado y dentadura postiza.

—¿Ustedes fuman? —preguntó Cayetano—. He traído conmigo unos vegueros.

Los repartió. Baró, el joven, no fumaba.

—Gracias, gracias. Cuido mucho mis pulmones.

—Es tu cabeza lo que tienes que cuidar, Alejandro. El porvenir de la industria naval está encerrado en ella.

Alejandro Baró sonreía y daba las gracias con gesto tímido.

—No tanto, no tanto. El verdadero talento, como todo el mundo sabe…

La bandeja en que trajeron el café era grande, ancha, pesada, de plata oscura. La cubría un mantelillo de encaje. El coñac venía en un frasco de cristal blanco, tallado, irisado en las aristas. La doncella, silenciosa, encendió una lamparilla y calentó unas copas. Mientras, Alejandro sirvió el café. Tenía manos largas, cuidadas, llevaba una alianza y, en el mismo dedo, una sortija de brillantes. Cada vez que centelleaban, Carlos cerraba los ojos. También centelleaban los ojos del gato, como si estuviese iluminado por una luz interior, una luz cambiante: dorada, verdosa, gris. Carlos apartó la mirada de los brillantes y la fijó en los ojos del gato.

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