—Son unos puros estupendos. Me los preparan especialmente.
Don Jorge Masquelet cortó con precisión la cabeza del cigarro.
—También este coñac me lo preparan especialmente. Ya lo verán ustedes: un verdadero coñac francés. Me aficioné a él cuando joven, y no puedo prescindir de una copita a la hora del café. Una copita nada más. Entona. Sin abusar, el coñac es muy sano para el organismo.
—El coñac bueno —le interrumpió Alejandro: las luces de sus brillantes cambiaron de orientación, pero Cayetano no paró mientes en ellas.
—Claro. El bueno, por supuesto. Por algo es bueno. También el café…
—El café no es bueno —dijo Cayetano, después de probarlo; y don Jorge Masquelet alzó violentamente la cabeza—. Es extraordinario.
Don Jorge sonrió y se tranquilizó su rostro, prematuramente alarmado.
—Excepcional. ¿Dónde lo compra, don Jorge? Yo no consigo un café así.
—Mi señora. Es un secreto de mi señora. Ella lo mezcla: caracolillo, Moka, Puerto Rico… Todo consiste en las proporciones. Y en el tueste, claro, o, más bien, en el retueste, según tengo entendido. Para tratar de negocios no hay como un buen coñac y un buen café. Lo facilita todo, creo yo. Si le gusta, tendré mucho gusto en obsequiarlo con un paquetito.
Cayetano acercó la taza a las narices.
—¡Qué aroma! —la apuró y la tendió a Alejandro, para que le sirviese otra.
Carlos dejó de mirar al gato: miraba a Cayetano; luego, a don Jorge, y otra vez a Cayetano.
—Sí, un buen café —dijo—. Pero —se dirigió a don Jorge— perdóneme la pregunta. Ese gato, ¿es de verdad?
Señaló el rincón, y todos volvieron la cabeza.
—Sí, claro, naturalmente. ¿Por qué lo pregunta?
—Es que… ¡está tan quieto! Desde aquí, parece de porcelana.
Alejandro alargó el brazo y acarició el lomo del bicho.
—¡Pobrecito! Es muy discreto. ¿Le molesta, señor Deza?
—¡No, no! Al contrario. Me gusta verlo. ¡Tan quieto ah(, como una porcelana…!
La doncella sirvió el coñac y marchó en silencio. El gato movió la cabeza, hacia arriba, hacia abajo. Don Jorge cogió su copa. La levantó.
—En fin… Para que nuestra conversación…
Alejandro alzó también la suya.
—Eso. Para que nuestra conversación sea amistosa y fructífera.
La copa de Cayetano permanecía junto a la taza del café. Don Francisco Baró, con la suya también alzada, le preguntó:
—Y usted, ¿no brinda?
—¿Yo? ¿Para qué? Si ustedes ganan, yo pierdo, y viceversa. No podemos brindar juntos.
—Siempre habrá una manera de acomodar intereses —don Jorge, sin esperar a los demás, bebió el coñac—. Después de todo, hasta ahora no somos precisamente enemigos.
Lentamente, disimuladamente, Carlos volvió la cabeza, y un poco los hombros, hacia el gato.
—Es usted muy amable, don Jorge. O quizá sea que considera tan alta su posición en la construcción naval que no se digna concederme categoría de enemigo…
—¡No, no, señor Salgado; eso, no! ¿Cómo vamos a ignorar que sus astilleros, dentro de poco tiempo, serán una empresa de importancia regional?
—Lo son ya —interrumpió, seco, Cayetano—. Mi próxima quilla será de un barco de quinientas toneladas. Y, en lo sucesivo, no los construiré menores.
La mirada de don Jorge se dirigió a su cuñado; luego, a su sobrino: dos miradas rotundas, como señales.
—Como nosotros —dijo Alejandro.
—De momento. El año que viene, más que ustedes.
Don Jorge dejó el coñac encima de la mesa y alzó las cejas.
—Bien. Razón de más, entonces, para que nos entendamos. Incluso… —vaciló— para que colaboremos.
Carlos, con la cabeza francamente vuelta, parecía atraído por el gato. Alejandro le enviaba miradas cortas, inquietas.
—Vamos a suponer que los Astilleros Baró y Masquelet, Sociedad Anónima, adquieren esas acciones… Y que ofrecemos a usted una participación en nuestro negocio por un capital equivalente.
—¿Para qué?
—Está claro. Puede ser el primer paso para una fusión posterior de Astilleros Salgado y…
Cayetano empezó a reír.
—Pero, don Jorge, ¿es que ha encontrado usted manera de mezclar el agua y el aceite?
Se levantó bruscamente. El gato dio un salto, asustado; quedó en medio del salón, arqueado el lomo, la cola en alto; en seguida, volvió a su sitio, bajó el rabo y recobró la postura inmóvil.
—A ustedes puede interesarles asociarse conmigo, pero a mí no me interesa la sociedad de nadie, ni siquiera la de ustedes, con todos los respetos.
—Es usted muy soberbio, Cayetano —advirtió, enérgicamente, el señor Baró, padre.
—Quizá, pero soy mejor hombre de negocios que ustedes. Mi astillero va viento en popa porque mis métodos son buenos. ¿Por qué voy a asociarme con ustedes, cuyos procedimientos están anticuados?
Alejandro se levantó también, con la cabeza erguida.
—No querrás decir con eso que soy un mal ingeniero.
Cayetano le empujó hacia el asiento.
—No pensaba en ti, Alejandro. Ya sé que eres un ingeniero estupendo. El primero de nuestra promoción y el asombro de los mejores de Southampton, cuando estuvimos allá. Pero yo me refería a otros métodos.
Bebió un poco de coñac y se sentó en el brazo de la butaca.
—Actualmente —sus manos se movieron con calma— puede calcularse qué el precio de coste por tonelada en mis astilleros es un doce setenta y cinco más barato que el de ustedes. El año próximo espero alcanzar el quince, y quizá pronto el veinte por ciento. En cuanto a la calidad técnica…, estás invitado, Alejandrito, a visitar mi factoría y a repasar mis barcos plancha por plancha y remache por remache. Puedes examinar lo que quieras, los libros inclusive.
—¿Para qué?
—Para comprobar que mis métodos son mejores.
Don Jorge extendió el brazo y la mano abierta.
—Aceptado. Por lo tanto, se explicará usted nuestro interés en una colaboración. Admitida en principio, discutiríamos más tarde las condiciones. Le adelanto que estamos dispuestos…
—¿A pagar a los obreros como yo les pago? —interrumpió Salgado—. ¿A darles los beneficios que les doy? ¿A construirles casas higiénicas y asegurarles una vida decente?
La mano de don Jorge descendió. Había cerrado el puño y ahora lo abría. Cayetano se dejó resbalar hasta el fondo de la butaca y rió.
—Creo que hemos llegado al fondo de la cuestión, señores. Por lo pronto, puedo asegurarles que no soy mejor ingeniero que Alejandro, pero sí que entiendo el negocio mejor que ustedes. Mis obreros trabajan ocho horas diarias; los de ustedes, no. Mis obreros trabajan contentos; los de ustedes, desesperados. En mi astillero se construye más pronto y más barato porque la gente trabaja con alegría. Ése es mi método.
—Su gente —dijo sordamente don Jorge— será una fuerza al servicio de la revolución.
—Es posible, pero no tengo la culpa. Por otra parte, no me perjudica.
—¡Usted es un socialista, Salgado! —gritó don Jorge, fuera de sí.
—Lo sabe todo el mundo y no lo he ocultado jamás. Con lo cual se prueba que tengo más vista que ustedes. El mundo será socialista, tarde o temprano, pero no tan tarde que nosotros no lo veamos. Y entonces, todo lo que depende de la propiedad privada se irá a paseo.
Don Francisco Baró se levantó, solemne.
—Está usted en un error, Salgado. Nadie podrá destruir las sagradas instituciones de la patria, de la familia, y, como usted sabe, la propiedad es la base de la familia y de la patria. Dios está con nosotros, el diablo con ustedes, y Dios vence siempre en la última batalla.
Don Francisco Baró había hablado con tranquilidad, con ponderación. Sus manos empezaron a moverse.
—¿Para qué meter a Dios en esto? —Cayetano rió—. Si Él no se mete, resulta sospechoso que lo metamos nosotros. En Europa hay ya países prácticamente socialistas, y Dios no parece haberse interpuesto en su camino. Ahí tienen ustedes a Rusia…
—Es usted joven, ha visto en el extranjero cosas que no son aplicables a nuestro país, cosas que nuestro país, gracias a Dios, rechaza, y, acaso, acaso, las malas lecturas le han llevado a esos errores. Pero es usted propietario como nosotros, y un día u otro tendrá que convencerse de que la razón está de nuestra parte. ¿Por qué no ha de ser hoy ese día? Me gustaría que me escuchase. Podría demostrarle el enorme daño que hace usted con esas innovaciones peligrosas. De momento, tiene usted éxito. ¿Y qué? ¿De qué le serviría eso que llama sus métodos si el día de mañana sus obreros se presentaran en la factoría y se apoderasen de ella pura y simplemente? Porque a eso es a lo que conducen sus procedimientos. El obrero es peligroso. No cree en Dios ni obedece a la autoridad legítima. De nada vale mimarle, porque se encarama en el hombro del que lo mima. Hay que tenerlo a raya, aunque sea con el látigo: Y el que se descuida paga su equivocación, como el domador distraído. Ya ve usted las cosas que hemos pasado en octubre del treinta y cuatro, y las que pasaremos, quizá, si Dios no nos ayuda. ¿Por qué? Porque una serie de gobernantes débiles han tolerado, han permitido e incluso han alentado las asociaciones obreras. ¿Habrá disparate mayor? Fue permitir al enemigo que se hiciera fuerte. Y ahora, nosotros, ante esa fuerza, ¿qué podemos hacer sino imitarlos? Contra la fuerza de los obreros desmandados no hay más que la de los patronos unidos. Pero usted se opone a esa unión, usted se porta como un muchacho díscolo, y, con sus originalidades, da alas a los trabajadores. Cuando nos hacen frente, le citan a usted como modelo de patronos progresistas. Y a usted le consta que sus excentricidades en materia de salarios fueron la causa de los últimos conflictos. Nos hemos visto precisados a subir los jornales por su culpa. ¡Mi querido señor Salgado, la situación de la industria no puede soportar jornales elevados! Usted lo sabe perfectamente.
—La mía los soporta, señor Baró.
—¿Por cuánto tiempo? ¿Piensa que esa alegría va a durar mucho?
—Por lo pronto, todo el que yo dure. No aspiro a cambiar de método, sino a perfeccionarlo. ¿Han pensado ustedes alguna vez en asociar a los obreros a su empresa? Pues yo los asociaré a la mía si las cosas marchan, que marcharán.
Don Francisco se santiguó solemnemente, El gato alargó la cabeza y se estiró.
—Es usted peligroso, Salgado. Es usted un aliado de los enemigos de la sociedad. Y nosotros lo comprenderíamos si hubiera usted surgido de la nada. Pero usted se crió en pañales muy finos, y fue alumno de los jesuitas, como mi hijo, y estudió con él la carrera… Entonces era usted otra clase de muchacho. ¿Qué le ha sucedido para dar ese cambiazo?
Cayetano respondió con toda seriedad:
—Que soy inteligente. Que las veo venir y me anticipo. Y, aunque ustedes no lo crean, que tengo cierto sentido de la justicia. En la cuestión social estoy de parte de los obreros.
—¿No será para tiranizarlos mejor, Salgado? Porque todo el mundo sabe que en Pueblanueva es usted una mezcla de señor feudal y de sultán —sonrió—. Sobre todo, sultán.
Cayetano sonrió también.
—¿Me tiene usted envidia? ¿O es su hijo el que me la tiene? Porque don Jorge ha pasado ya de esos calores…
Don Jorge Masquelet miró a su cuñado y a su sobrino; don Francisco Baró, a su cuñado y a su hijo; Alejandro Baró, a su padre y a su tío. El gato miraba al aire y Carlos miraba al gato.
—Supongo —a don Francisco le temblaba la voz— que bromea usted, ¿verdad? Porque ni mi cuñado, ni mi hijo, ni yo…
Cayetano alzó las manos con las palmas extendidas.
—Perdón. No siga. Hemos llegado a hablar claro en lo concerniente al negocio. ¿Tienen mucho interés en que hablemos claro también en este asunto? Personalmente, me da igual: no escondo a mis queridas. Las tengo a la luz del día, todo el mundo las conoce, y lo que gasto con ellas es mío.
Dejó caer las manos sobre los brazos del sofá.
—Pero como me gusta saber el terreno que piso procuro estar al tanto de los trapicheos ocultos de quien los tiene. Conozco la vida secreta de todos los miembros de la Patronal —pasó la mirada alrededor—. De todos.
Don Jorge Masquelet sacó el reloj y miró la hora. Don Francisco Baró cogió, con mano temblorosa, un terrón de azúcar y lo mojó en el coñac. Alejandrito se distrajo acariciando su copa, en cuyo interior curioseaba.
El gato dio un salto y atravesó la habitación. Fue un salto inesperado, sin preparación. A Carlos le cogió de sorpresa.
—¿Les parece, pues, que tratemos de lo que nos trae aquí? Una parte de las acciones de mi astillero están en venta. Ustedes quieren adquirirlas, no por interés que tengan en mi negocio, sino porque, poseyendo esas acciones, esperan poder controlarme. No está mal pensado. Ahora bien: las leyes me conceden un derecho preferente, si me avengo a pagar la misma cantidad que ustedes ofrezcan al vendedor.
Dio un golpe en la mesa.
—¡Por la madre de Dios, Carlos! ¿Quieres estar atento y dejar de mirar al gato?
Carlos se sobresaltó.
—Perdón. Me tiene obsesionado. ¿Han visto ustedes…?
Cayetano le interrumpió:
—Estos señores van a hacerte una oferta.
—Nosotros… —don Jorge hizo una seña a don Francisco.
—Nosotros preferiríamos tener antes una conversación privada con el señor Deza. Espero que no le parezca mal, Cayetano. Es incluso normal que así sea.
—De acuerdo. Me voy a esa habitación a donde ha entrado el gato. Pero les advierto, para que no pierdan el tiempo, que conozco sus intenciones, y el señor Deza conoce las mías, y entre él y yo todo está claro. El señor Deza no se avendrá a firmar ninguna supuesta venta por cantidades superiores a la real, ni tampoco aceptará el regalo personal que ustedes pretenden ofrecerle.
Don Jorge se levantó bruscamente.
—¿Cómo se atreve…?
Cayetano se levantó también, pero tranquilo.
—Cálmese. En la Patronal hay quien trabaja para mí y me tiene al tanto. Es lo lógico, ¿no les parece? Ustedes pretenden ganarme la partida, y yo me defiendo como puedo.
Dio unos pasos hacia el centro de la habitación y se volvió.
—Mi capital personal asciende a dos millones de pesetas. Las acciones pueden valer entre ochocientas mil y un millón. Sepan ustedes que estoy dispuesto a quedarme sin un céntimo para adquirirlas. De modo que ofrezcan de dos millones para arriba.
—¡Usted está loco, Cayetano! —la voz de don Jorge era un chillido.