POZAS E HIJOS
Sastrería eclesiástica y civil
—Anda. Vete a casa y póntelo. Tengo ya ganas de verte con él. Yo, mientras, cerraré esto. Ve a buscarme a la lonja.
Carlos se sintió alegre. Corrió, calle abajo, con el paquete bajo el brazo. A la puerta del Casino estaba don Baldomero.
—Don Carlos, ¡que no se le ve el pelo hace unos días! Ya creí que se había marchado sin despedirse.
—Luego vendré por aquí.
—Tenemos que hablar, don Carlos. No deje de venir.
El portal de la casa de doña Mariana estaba oscuro; pero Carlos advirtió en un rincón el bulto de alguien sentado, quizá dormido. Se acercó y reconoció a Paquito el
Relojero
. Le alzó la cabeza. El
Relojero
entreabrió lo ojos y los volvió a cerrar. Olía a aguardiente.
La
Rucha
, hija, le explicó:
—Llegó nada más marcharse usted. Quería entrar en la casa, pero yo no lo permití sin permiso del señor. Entonces se fue a la taberna y no volvió hasta que tuvo la mona cogida.
—Llevadlo a una cama y acostadlo.
La
Rucha
hizo aspavientos.
—¡Ay, señor! ¿Cómo vamos a acostarlo nosotras? Ni mi madre ni yo podemos con su cuerpo.
—Buscad quien os ayude. No vamos a dejarlo ahí toda la noche.
Subió a su cuarto y se cambió. Halló, en el espejo, su facha transformada, casi atractiva. Hizo un esfuerzo por no mirarse, sino sólo por mirar a aquel sujeto que aparecía en el espejo; dictaminó que la figura, así vestida, y con camisa y corbata nueva, tenía clase, aquello mismo que había descubierto en la de doña Mariana, nada más verla, el día de su llegada.
—Le hubiera gustado así, tan elegante.
Se quitó la chaqueta, pero cambió de opinión y volvió a ponérsela. En el fondo de la casa se oían voces agudas, chillonas: los insultos de las
Ruchas
al cuerpo inerte del
Relojero
. Con la gabardina al hombro Carlos se echó a la calle. Encontró a Clara junto a la lonja. Traía en la mano un paquete pequeño.
—A ver, quítate la gabardina. ¡Pareces otro!
Acarició la pana de la chaqueta.
—Ya verás cómo la
Galana
presume más de padrino que de marido. Y a propósito: acaban de decirme en la lonja que has regalado a la
Galana
la casa donde vive.
Carlos miró hacia el fondo de la ría.
—Sí.
—Pues sí que pagas bien a tus queridas, hijo. Ni Cayetano es tan rumboso.
—Las mujeres no entenderéis jamás por qué los hombres hacemos esas cosas.
—Ya.
De pronto, Clara echó a correr, sin decir adiós, sin volver la cabeza. Se perdió, calle arriba, en la sombra. Carlos quedó quieto, sorprendido. La siguió con la mirada, y cuando ella desapareció, siguió mirando.
El jolgorio de la lonja se apagaba. Las últimas pescadoras recogían sus cestos. Empezó a rugir un motor, y un camión colorado pasó, con los faros encendidos, por su lado. Carlos se apartó y, sin prisa, se dirigió al Casino. Entró sin quitarse la gabardina. El salón estaba vacío, pero se oían voces en la sala de juego.
Dejó la gabardina en el perchero y se acercó a la mesa del tresillo. Don Baldomero y el juez discutían a gritos una jugada. Carlos dijo: «Buenas noches», y nadie le contestó. Sólo Cubeiro, que acababa de ganar gracias a la torpeza del juez, le hizo señal de saludo con una mano y le sonrió.
Buscó un asiento y esperó a que se calmase la trifulca.
—Pues si está dormido, váyase a la cama.
El rostro de don Baldomero se había puesto colorado. El juez recogía cartas y seguía disculpándose.
—Como usted comprenderá, nadie puede averiguar…
—Con la disputa —dijo Cubeiro— no han echado de ver que don Carlos se ha hecho un traje.
Se volvieron hacia él.
—¡Hombre, don Carlos, ya iba siendo hora! ¡A ver, póngase en pie!
Fue examinado a conciencia. Tuvo que enseñar el marbete del sastre. Don Baldomero garantizó que era el mejor de Santiago y, probablemente, de Galicia.
—Lo que yo no me explico —dijo Cubeiro— es cómo se ha gastado los cuartos en una chaqueta de pana. Son ganas de llamar la atención, ¿eh?
—Es el traje de los sabios —explicó, zumbón, el juez.
—Se equivoca —dijo Carlos—. La pana dura; por eso la prefiero. Tengan en cuenta que lo menos en tres años no podré hacerme otra.
—¿Tau mal anda de cuartos?
—Ahora tendrá de sobra quien le preste: Los bienes de doña Mariana son buena garantía.
—Los bienes de doña Mariana tienen dueño.
Cubeiro le palmoteó la espalda.
—¡Que todo se sabe, don Carlos! El verdadero dueño es usted.
—¿No saben que marcharé dentro de unos días?
—Unos dicen que sí, otros dicen que no. Anteayer se hicieron apuestas.
—Pues ganarán los que apostaron que sí.
Don Baldomero dio un brinco.
—¡No me deje perder, don Carlos! ¡Puse diez duros a que no se iría!
Había acabado la partida cuando llegó Cayetano.
—¡Ahí tiene a don Carlos, que se nos va! ¡Y se hizo un traje nuevo para el viaje!
—Pues sentiré que te vayas, Carlos, porque no podrás asistir a mi entierro.
Quedaron en silencio repentinamente, como sobrecogidos. Cubeiro se incorporó en el asiento y preguntó anhelante:
—¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
Cayetano sacó un papel del bolsillo.
—Desde hace algún tiempo vengo recibiendo anónimos, en que me pronostican la muerte; pero el de hoy dice que moriré asesinado. Será un gran día para Pueblanueva.
Arrojó el papel encima del tapete verde. Nadie alargó las manos para cogerlo.
—Léanlo, léanlo. Es para echarse a temblar.
El juez cogió el papel con manos vacilantes y empezó a leer: «Si tiene usted la Biblia, busque en el capítulo treinta y uno, versículo dos, de Isaías, y encontrará su condenación: “Se levantará contra la casa de los malvados, contra el socorro de los que obran en la iniquidad”. Y más adelante: “Asur caerá a la espada —que no es espada de hombre— herido por espada que no es de un mortal”». Levantó los ojos, extrañado:
—¿Qué quiere decir esto?
Cayetana recobró el papel y lo guardó. Acercó una silla a la mesa, hincó en ella una rodilla y apoyó los brazos en el respaldo. Quedaba un poco más alto que los jugadores, la cara en penumbra. Alargó hacia la luz una mano abierta, explícita.
—Está bien claro: que cualquier día de éstos bajará un ángel del cielo y me apuñalará por la espalda.
—Eso lo habrá escrito algún loco.
—O un protestante —dijo don Baldomero con tranquilidad—. Seguramente algún protestante que anda por ahí. Va habiendo muchos. Los protestantes leen siempre la Biblia.
—Ya lo sabe, juez, para cuando me maten. Entre mis papeles encontrará muchos como éste. Servirán de testimonio.
Hablaba Cayetano con voz burlescamente solemne, con fingido gesto de temor. El juez, oficioso, se le acercó.
—¿Por qué no me presenta una denuncia? Se harían averiguaciones.
—¿Para qué? Sé lo que tengo que saber, y entre esos papeles hay uno en que declaro el nombre de quien me manda los anónimos.
Don Baldomero jugaba con las cartas: las barajaba diestramente. De vez en cuando levantaba la vista, miraba de frente a Cayetano, escuchaba con atención.
—Claro que, a lo mejor, me lo cargo yo a él antes de que baje el ángel a asesinarme —continuó Cayetano—. No me costará trabajo.
—Yo no haría caso —intervino Cubeiro—. Esto de los anónimos, ya se sabe, viene por rachas. Hace años hubo una temporada en que los recibía todo el mundo, hasta que se descubrió el autor, aquella pobre loca, tía de Sarita Couto. Ya lo recordarán ustedes.
Cayetano se dirigió a Carlos:
—No te vayas, Carlos, si quieres acompañarme a la última morada. Y, por cierto, ¿cuándo vendrá Aldán? A ése tampoco le disgustaría verme con los pies para adelante.
—No vendrá.
—¿Has cambiado de opinión?
—Es él quien no quiere venir. No le interesa ya lo de los barcos. Le va muy bien en Madrid. ¿Saben ustedes? Escribe en la prensa.
—¿En la prensa… de Madrid? —Cubeiro ponía ojos de incredulidad—. ¿En periódicos de esos que se venden por la calle?
—En la
Solidaridad
de Barcelona.
—¡Bah! —dijo Cubeiro—. Yo, mientras no escriba en el ABC…
Cayetano dio la vuelta a la silla y se sentó.
—Para que te fíes de los amigos, Carlos. Ahora no encontrarás quien te saque del atolladero —ofreció tabaco al concurso—. ¡Acabarás teniendo que llevar personalmente un negocio del que no entiendes una palabra! Si no, al tiempo.
Sacó un mechero nuevo y lo pasó al más próximo.
—Encienda. Estos caballeros son testigos de que te ofrezco ayuda, si no tienes a mal recibirla. Y sin el menor interés. Ese negocio, como cualquier otro, sólo yo podría sacarlo adelante.
Todos miraban a Carlos. Parecían exigir, con sus miradas, una respuesta. Carlos se echó un poco atrás en el asiento, como si quisiera esconder la cabeza en la zona de sombra, y respondió:
—Ya veremos.
Acompañó al boticario hasta su casa y hubo de esperar un rato hasta escuchar el parte facultativo de la salud de doña Lucía: don Baldomero había tenido carta y, con ella, la enumeración y casi la descripción de fiebres, desmayos y hasta vómitos.
—Me escribe una vez por semana y siempre me dice que morirá al día siguiente. Y es lo que yo me pregunto: si está tan enferma, ¿de dónde saca las fuerzas para escribir tanto? Y si está tan arrepentida, ¿a qué viene eso de contarme sus males tan por lo menudo? ¡Como si uno no tuviese bastante penitencia con lo de aquí!
Le dio, de pronto, la risa.
—¿Se ha fijado en Cayetano? ¿Lo ha escuchado bien? ¡Mis cartas empiezan a hacer efecto!
—Yo dejaría de escribirlas.
—¿Tiene miedo de que me descubra? ¡Ni lo piense! Quizá sospeche, pero una sospecha no es una certidumbre. Nunca podrá probar que soy yo. Desfiguro la letra, y el papel no es del que se vende aquí. ¡Y, ya ve, las amenazas no caen en saco roto! Hace como que se burla, pero, en el fondo, está preocupado.
Quedaron para el día siguiente en el Casino. Carlos dio un rodeo y, por unas callejas, bajó al barrio de los pescadores. Era cerca de medianoche cuando llegó al muelle desierto. Olía a marea baja y a pescado puesto a secar. Antes de entrar en la casa del
Cubano
se acercó al pretil y estuvo un rato allí, acodado, mirando las aguas oscuras.
En la taberna, cuatro marineros jugaban al tute en un rincón. Respondieron al saludo de Carlos, le miraron unos instantes y cuchichearon. Carlos pidió a Carmiña que avisase a su padre, si no se había acostado.
—Pues no lo sé. Espere. Tome algo mientras.
Carlos se sentó y bebió un sorbo de tinto que le sirvió Carmiña. Los marineros habían vuelto al tute, pero con menos brío. No levantaban la voz ni arrojaban las cartas con ira, entre denuestos.
El
Cubano
tardó unos minutos: se apretaba el cinturón y traía los cabellos revueltos.
—Tiene que perdonarme. Ya me había acostado.
—Le dije a Carmiña que en ese caso…
—¡No faltaba más! Aunque fuesen las cuatro de la mañana.
Carlos sacó del bolsillo la carta de Juan.
—Vine para que lea esto. Ha llegado hoy.
El
Cubano
cogió la carta y miró, anhelante, a Carlos.
—¿Es de Aldán? ¿Acepta?
—Lea.
—En este caso… —señaló con un gesto a los jugadores de tute—, será mejor que entremos.
Se apartó y dejó paso a Carlos. Se metieron en un comedor chiquito, con sillas de rejilla. El
Cubano
esperó a que Carlos se sentase. Entonces sacó unas gafas, se las puso en medio de la nariz y empezó a leer. Dos o tres veces levantó la vista de la carta, miró a Carlos por encima de las gafas y siguió leyendo. Luego dobló el pliego, lo metió en el sobre, lo devolvió a Carlos y se sentó.
—Pensándolo bien —dijo—, cualquiera haría lo mismo. Pero yo lo siento, ¡qué caray!, le tengo ley a Aldán y hemos hablado mucho, aquí mismo, en este comedor, y hasta hemos arreglado el mundo en nuestras discusiones. Porque discutíamos, ¿sabe? Los dos somos anarquistas, pero cada cual a su manera. Yo no tengo tantas lecturas.
Indicó el breve anaquel en el que yacían unos cuantos libros desgualdramillados.
—El difunto Nakens y unos números de la
Revista Blanca
. Cosas que ahora ya no lee nadie. Lo demás lo aprendí por el mundo. Aldán sabía más, pero le faltaba experiencia. Aunque ya tiene mérito que un hombre como él se haya puesto de nuestro lado. Eso de escribir en los periódicos, claro, le irá mejor.
Quedó como pensativo. Después abrió las manos.
—¡Bueno! Pues usted dirá.
—Yo sigo el consejo de Aldán y le ofrezco el cargo de apoderado. Confieso que no se me había ocurrido antes, pero tengo en usted la misma confianza que en él.
Dejó caer el brazo, con la mano abierta, sobre el mantel de hule, floreado de rosa y azul. Abrió la mano, larga y estrecha, de dedos un poco torcidos.
—Supongo que el Sindicato no tendrá nada que oponer y que usted estará conforme.
El
Cubano
recogió los brazos y miró a Carlos con mirada franca, sincera.
—Yo lo comunicaré al Sindicato y me someteré al acuerdo de la mayoría.
—Podemos dar por sentado que aceptarán. Y, en ese caso, es conveniente que vaya prevenido. Los pescadores tienen que ser conscientes de lo que van a emprender y de las condiciones en que lo emprenden. Doña Mariana Sarmiento, según el testamento que ustedes conocen, cede sus barcos; pero para llevar adelante el negocio hace falta dinero, y ni ustedes lo tienen ni yo puedo disponer de él, al menos en la cantidad necesaria para constituir un fondo de reserva. Supongo que habrá que empezar por una hipoteca.
El
Cubano
abrió mucho los ojos.
—¿Una hipoteca?
—Un barco. Quizá dos. Además, la cesión habrá de hacerse de modo legal, mediante un documento. Corre de mi cuenta, pero es menester que lo sepan y que los responsables se dispongan a firmar. En cuanto a usted, el poder le dejará las manos libres para hacer y deshacer según lo necesite.
El
Cubano
se rascaba la cabeza y entornaba los ojos.
—Sí, sí… Pero una hipoteca… ¿No le parece que es un mal modo de empezar?
—Evidentemente; pero no conozco otro medio de allegar fondos. Como usted sabe, en los últimos tiempos doña Mariana perdía unas treinta mil pesetas anuales; pero ella podía perderlas.