—Si te empeñas en que no dure, es posible.
—¿Yo? ¿Empeñarme yo? ¿Para qué? El pandero va a estar en manos de toda garantía.
—¿Y es para decirme esto para lo que has venido?
—No. No valdría la pena. La visita de hoy estaba prevista. El notario estuvo aquí esta mañana…
—Sí.
Cayetano puso las manos en los hombros de Carlos y le miró a los ojos.
—En este momento, Carlos, eres para mí la persona más importante del mundo. Vengo a tratar contigo en la mejor disposición. No quiero que riñamos, y estoy dispuesto a esforzarme por comprender tus puntos de vista. ¿Entendido?
—Menos mal.
Carlos se sentó. Cayetano se arrimó a la chimenea, cogió una figurita de porcelana y la examinó atentamente.
—Es bonito esto, ¿eh? Ya ves. En mi casa tenemos alguna de estas chucherías, pero metidas en una vitrina, para que se puedan ver sin romperlas. Vosotros, en cambio, las usáis a diario.
—Quizá eso sólo baste para establecer una diferencia.
—Ya lo creo —replicó Cayetano vivamente—. La diferencia que hay entre los que destruyen lo que no les costó ningún trabajo adquirir, porque lo han heredado, y los que sabemos el valor de las cosas porque las hemos ganado con nuestro trabajo.
—Mejor dirías el precio.
—Y el valor. No sé lo que se puede pagar por esto, pero sé lo que vale. Y sé también que un día cualquiera, al limpiarlo, se le caerá a la criada y se hará mil pedazos. Pero si yo tengo hijos algún día, les enseñaré a respetar lo que tiene valor y a conservarlo.
—En una palabra: si algún día tienes hijos, los educarás de manera que no puedan hacer un disparate equivalente a la cesión de los barcos al Sindicato.
Cayetano se encogió de hombros.
—Eso no lo harán jamás mis hijos, aunque no los eduque. Eso no lo hace nadie con sentido de la responsabilidad, Carlos. Yo tengo un negocio, un gran negocio. Me da dinero, me da la satisfacción de ser el amo del pueblo; pero eso mismo, ser el amo, me hace sentirme responsable. Sé que una mala dirección, una mala administración, me arruinarían a mí y arruinarían a todos. En Pueblanueva se come porque yo trabajo más que nadie. Eso lo saben mis amigos y mis enemigos, y ya tenías tiempo de haberte enterado.
Carlos se irguió en el asiento.
—¿Quieres hacerme creer que eres un filántropo?
Cayetano dio un paso en silencio, con las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Luego dijo:
—Hay muchas cosas que no entenderás jamás. Y, sin embargo, el único que podía entenderlas eres tú —sacó la pipa y jugueteó con ella—. No sé si una vez te conté que, cuando niños, cuando yo ya era quien soy y vosotros os acercabais a la ruina, cuando yo tenía un balandro mío y vosotros andabais detrás de mí para que os dejase tripularlo, una vez se nos ocurrió subir a las ruinas del castillo, y no me dejasteis ir porque yo no era un Churruchao. ¿Lo recuerdas? Pues bien: ahora ya os he vencido, y el único a quien no vencí está muerto, y puedo, si quiero, ir a bailar encima de su sepultura. Hace dos días que he comprado el pazo de Aldán, ya lo sabes. No me hace falta ninguna. Lo voy a derribar y a construir allí un sanatorio antituberculoso para mis obreros.
Dio una fuerte patada en el suelo.
—Y esta casa, y estas chucherías, y todo lo que fue de la Vieja, también será mío. Inevitablemente —silabeó—. Ya no queda nadie que me haga frente.
—¿Piensas casarte con Germaine? —dijo Carlos, riendo.
—No —Cayetano apretó los puños y miró al aire con dureza—. Eso, no.
La
Rucha
entró con el café. Dejó la bandeja en la mesa y salió silenciosa; Carlos sirvió las tazas.
—¿Echas azúcar? ¿Quieres también un poco de coñac?
—Sí. Azúcar y coñac.
Cayetano se sentó. Estuvo silencioso y hosco mientras Carlos buscaba en el armario botella y copas. Tomó un sorbo de café; cogió el coñac, pero no bebió. Balanceaba la copa hasta hacer que el líquido llegase al borde. Una de las veces se derramaron unas gotas sobre la alfombra.
—Perdona.
—No importa.
Dejó la copa encima de la mesa y se alisó el cabello.
—Me gustaría que esa muchacha no viniese nunca a Pueblanueva. Te lo digo francamente. Será difícil que no haya líos por su causa, y yo no los deseo.
—Líos, ¿con quién? Porque yo, ya lo sabes, no estaré aquí. O estaré sólo el tiempo indispensable para liquidar la herencia de la Vieja.
Cayetano respondió distraído:
—No pensaba ahora en ti, ni siquiera en la francesa.
Calló un instante, miró después a Carlos fijamente. De pronto, sin transiciones, se le había dulcificado la expresión.
—Si no te hubieras puesto de parte de la Vieja, hubiéramos podido ser buenos amigos. Pero, te lo aseguro, tu conducta, al llegar, me sorprendió. Te suponía otra clase de hombre, un hombre moderno.
—Lo soy… fuera de Pueblanueva. Intento volver a serlo. Por eso marcharé.
—De todos modos, a ti no te odio. He aprendido a respetar a los hombres como tú. Sé que sois necesarios para cambiar el mundo. Ya ves: si, cuando viniste, hubieras aceptado mi ofrecimiento…
Carlos intentó interrumpirle, pero Cayetano alzó la mano y le detuvo.
—No digas nada. No pretendía comprarte, como quizá hayas pensado. Después, sí. Pero al principio, no. Quería que comprendieses lo que hice por el pueblo y que me ayudaras.
—¿Te refieres a las muchachas con las que te has acostado?
Cayetano golpeó la mesa con el puño. Tambalearon las copas de coñac.
—¡No seas imbécil, Carlos! ¡Si alguien puede entender por qué lo hice, eres tú!
Se levantó y se acercó a la ventana.
—Doña Mariana tuvo la culpa, pero ya está muerta. Estoy dispuesto a hacer las paces contigo.
Carlos sonrió fríamente.
—¿No influye para nada en tu actitud el hecho de que yo tenga que vender unas acciones que te interesan?
—Es lógico que pretenda que mi negocio sea sólo mío.
—¿Nada más que por eso? ¿No existe, además, cierta firma importante que quiere comprar esas acciones?
—Te pagaré el diez por ciento más que ellos. Y te prometo, por mi madre, no estorbar el asunto de los barcos ni ocuparme para nada de tu prima, cuando venga.
—Acabas de decir que por nada del mundo te casarías con ella.
—Casarme, no. Pero ¿te imaginas con qué gusto la metería en mi cama? Os he ido destruyendo, y ése sería el final de la destrucción. Pero renuncio, porque mis astilleros me importan mucho más. Necesito ser su dueño absoluto.
Carlos volvió a reír.
—Esas palabras cuadran muy mal a un socialista.
—Estoy dispuesto a aceptarlo enteramente cuando el socialismo sea una realidad; pero, mientras tanto, mientras los bienes de producción sean de propiedad privada, ¿por qué no he de sentirme dueño de lo mío, de lo que yo he engrandecido con mi esfuerzo?
Se sentó y bebió un poco de coñac. Parecía cansado y abatido.
—Es algo que nunca podrás comprender, porque no tienes nada verdaderamente tuyo, que hayas creado tú, que sostengas con tu esfuerzo diario.
—Tengo una casa que amo. No sabes cómo. Una casa destartalada que me retiene aquí contra mi voluntad; tengo el recuerdo de mi padre, qué me sujeta y, al mismo tiempo, me empuja a marcharme. Y Pueblanueva. También quiero a Pueblanueva, tanto como puedas quererla tú, aunque de otra manera. Porque a mí me gustaría que estos hombres fuesen libres.
Cayetano movió las manos con ademán de desesperación.
—Eres un soñador. Los dejarías ser libres, aunque se muriesen de hambre. Cuando hablas así, cuánto te pareces a Aldán…
—¿Me odias también?
—Te compadezco, porque te empeñas en aferrarte a un mundo que ya no existe. La libertad se ha terminado. La gente quiere vivir mejor, y para eso tiene que renunciar a hacer su real gana, tiene que obedecer. Lenin ya dijo que la libertad era un mito burgués.
Apuró el coñac y se levantó. Carlos jugueteaba con la cucharilla y miraba su copa, intacta.
—Lo dicho, Carlos. El diez por ciento más que esa gente, y la paz entre nosotros. Vete a Vigo y háblales, y elige. Pero no olvides que la ley me da derecho preferente en igualdad de condiciones.
—Entonces, ese diez por ciento, ¿es un regalo?
—No, porque sé que no te lo guardarás, y a los otros no tengo por qué regalarles nada.
Carlos soltó una carcajada.
—¿Has olvidado ya que, según tú, uno de los que van a beneficiarse de ese dinero es tu hermano?
Cayetano frunció los ojos y apretó los puños contra los muslos.
—Sabes que no lo es; y yo también lo sé; pero el secreto quedará entre nosotros. Es, óyeme bien, la condición de nuestra paz.
Por la ventana abierta entraba un olor acre de gambas a la plancha, rumor de conversaciones, voces agrias de vendedores y pregoneros. Un sol caliente, crudo, iluminaba las filas de baldosines, rojos y amarillentos, hasta el pie mismo de la casa.
Juan acabó de afeitarse, se puso la corbata y se asomó. Ante las ventanillas de la reventa se habían formado largas colas. Los carteles anunciadores de la primera novillada rompían con sus colores calientes la monotonía ocre de las fachadas.
—¡Tendidos bajos, barreras, andanadas!
Entre la masa oscura brillaban algunos sombreros de paja, prematuros.
—¡Un trece mil!
Juan cerró la ventana, se puso la chaqueta y salió. La criada de la pensión barría el pasillo. Le preguntó por Inés.
—La señorita se ha marchado a eso de las diez.
En el descansillo, Juan sacó tabaco y encendió. La portera, sentada junto a la calle, zurcía un calcetín. A su lado, en el suelo, un crío sucio jugaba con una caja de cartón. La portera, sin levantarse, le dijo:
—Tiene usted carta.
Revolvió en el bolsillo del mandil. Juan recogió el sobre y dio unas perras a la portera.
—También hubo para su hermana. Se la di cuando marchó.
Tuvo que abrirse paso, calle abajo, entre el gentío. Bajó por la carrera de San Jerónimo, por la calle de Sevilla, hasta Alcalá. Llevaba el sobre en la mano, doblado. Compró un periódico en la esquina y lo fue leyendo. Más abajo entró en el café; casi vacío a aquellas horas, dulcemente penumbroso. El camarero estaba a la puerta. Saludó a Juan.
—¿Lo de siempre?
—Sí.
Juan se sentó junto a una ventana y rasgó el sobre. La carta era de Carlos. La leyó, la releyó, la guardó en el bolsillo, quedó pensativo. El camarero trajo un café con leche y media tostada.
—¿Ha visto usted el discurso de Gil Robles?
—Todavía no.
—Esto va a durar poco. Tienen los días contados.
El café estaba oscuro. Por la puerta del fondo se veía, reluciente, el patio. Venían del piso alto ruido de billares, voces de jugadores. En la calle, frente al café, grupos de gente que discutía y gesticulaba, paseantes estacionados en el borde de la acera, de espaldas a la calzada, prestos al piropo y a la mirada procaz. Una gitana con el churumbel a la cintura vendía décimos de lotería. Por el medio de la calle, entre los automóviles, pasaba un coche de caballos con auriga
à la grande daumont
. Un tranvía renqueante pedía paso con timbrazos fuertes.
—Lo que le digo. Tienen los días contados. Ayer, en el turno de la noche, don Perengano decía…
Don Perengano era un escritor recientemente ingresado en el Partido Comunista. Presidía una peña nocturna en el patio, a la derecha. Juan prefería el café por la mañana, cuando no había gente conocida, cuando se podía entrar y ocupar una mesa sin que, en veinte lugares, veinte personas se preguntasen quién era el pelirrojo de la nariz larga.
—No me importa lo que diga —respondió Juan—. Su solución no nos sirve. La nuestra es el anarquismo.
El camarero movió la cabeza.
—No lo crea. Un socialismo bien administrado sería lo mejor. Yo soy de la UGT.
—Ya.
El camarero se refirió a Prieto y a Largo Caballero, repitió frases y consignas, y empezaba a trazar las líneas generales de su personal utopía, cuando entró Paco Gay en el café. Hizo con la mano visera de los ojos y miró hacia el lugar donde Juan se había sentado. Paco Gay era también gallego y profesor auxiliar de la Universidad.
—¿Qué hay, Juan?
—Lo de siempre.
Gay se acercó y se sentó.
—Un café, Pedro. Con leche, en vaso.
Traía una cartera de cuero, usaba gafas de concha oscura, se cortaba el pelo al rape. Tenía la cabeza grande, dolicocéfala, y los pómulos anchos. Tampoco se atrevía a venir de noche al café, aunque le hubiera gustado que todos le conocieran y poder sentarse aquí y allá, y escuchar a don Fulano y a don Zutano, y contarlo al día siguiente a los chicos, en clase.
—La Universidad anda otra vez revuelta. Hoy no entraron.
—¿Y vosotros?
—Los chicos tienen razón, y el día está excelente. En la Universidad hace frío, ¿comprendes? Hemos marchado todos.
Paco Gay llevaba tiempo en Madrid y se había acostumbrado a usar el pretérito perfecto en vez del indefinido.
—¿Sabes algo de la tierra?
—También allí hace buen tiempo.
—No me faltan ganas de ir; pero hasta el verano… Y quizá tampoco en el verano. Si me dan esa Lectoría en Francfort, me marcharé.
—Yo podría irme en seguida. Me ofrecen un cargo interesante. Algo que, hace tres meses, me hubiera hecho feliz.
—¿Ahora no?
—No sé.
Contó a Gay lo que le proponía Deza. Describió la situación en Pueblanueva y, por encima, su propia actuación.
—¿Quién es ese Deza?
—Uno de allá. Algo pariente mío Juan engoló la voz y dio gravedad al movimiento de sus manos—. Es psiquiatra y estudió en Viena con Freud. Un tipo estupendo, ¿sabes? Entiende de literatura y de filosofía, lo que se dice un hombre culto y agudo.
Gay le escuchaba estupefacto.
—¡Con Freud! ¿Y está en Pueblanueva?
—Ya ves. Lleva unos meses y sin trazas de marcharse. Quizá haya tenido un lío sentimental.
—A nosotros, si nos coge la tierra, nos deshace. ¡Y esas mujeres! Con una mujer por medio no hay quien arranque.
—Por eso me da miedo aceptar. Lo de los barcos fue cosa mía. Eran de una vieja rica que no entendía el negocio. La gente pasa hambre. Se me ocurrió hacer una experiencia de explotación sindical.
—¿Y has tenido que marchar?
—Sí.
—En esta situación, la Guardia Civil estaría de parte del capital.