Los gozos y las sombras (165 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Paquito fue a buscar al boticario. La criada le dijo que había ido a misa y que le esperase. Paquito situó el coche delante de la iglesia parroquial, jugó con el bastón y piropeó a las chicas que pasaban. A las doce y media empezó a salir la gente. Vio a don Baldomero, lo llamó y le dio el recado. «Espérame a la puerta de la botica. Voy en un santiamén.» Don Baldomero acompañaba al señor Mariño, y el señor Mariño, aquella mañana de Resurrección, compartía con otros catorce privilegiados la atracción popular. La compartía de mala gana, porque le hubiera gustado ser testigo único, exclusivo juglar de los hechos; y no por ansias que hubiera de monopolio épico, sino por respeto a la pura verdad, que los otros catorce deformaban sin escrúpulos de conciencia. Había narrado veinte veces la misma historia, en síntesis y en todos sus detalles; en versión literal y escabrosa para varones, metafórica e insinuante para mujeres. Don Baldomero había interrogado antes a Cubeiro y ahora cotejaba los relatos: coincidían las líneas generales, variaban los detalles y el enfoque del conjunto. Cubeiro no sólo había visto las manchas del camisón, sino que las había contado, las había palpado, y estaban frescas; Mariño podía dar fe, sí, de que la tela aparecía oscurecida en algunos lugares, pero nada más; lo mismo podían ser manchas que roturas, y en cualquier caso no aseguraba que fuese sangre. En cuanto al número de golpes dados y recibidos, por ahí se andaban las cuentas de uno y otro: muchos, de todas maneras.

—¿Y don Carlos? ¿Por qué se metió don Carlos?

—¡Vaya usted a saber! No iba nada contra él. Y me cogió de sorpresa, se lo aseguro. Yo creo que pensó que Cayetano estaría cansado y que podría zumbarle a gusto y quedar bien. De otra manera no se explica.

—Claro, claro. Fue por quedar bien. Pero, volviendo al camisón, ¿usted vio las manchas?

El señor Mariño se detuvo y acercó los labios al oído del boticario.

—De usted para mí: lo del camisón y todo lo demás es un puro paripé. A mí no hay quien me quite de la cabeza que aquí hay amaño.

—Un amaño con sopapos como galernas. Me río yo del paripé.

—Mire, don Baldomero: la cosa fue bien pensada por esa zorrupia de Clara con la complicidad de Cayetano, que andaba muy mosca porque la gente hablaba de ella, y que va detrás de ella como un corderito, él sabrá por qué. Se aprovecharon de ese imbécil de don Lino como pudieron haber aprovechado cualquier otra ocasión. En ésta, Cubeiro actuó de mamporrero: él llevaba anoche la batuta. Y como Juanito Aldán no se hablaba con su hermana desde que era novia de Cayetano, lo atrajeron al casino para zurrarle fuerte y sacárselo de en medio: eso lo vimos todos. Personalmente estoy convencido de que esta es la pura verdad y de que todo el belén lo movió Clara para convencer al pueblo de su honradez. Si no, ya verá cómo dentro de poco anda otra vez con Cayetano, como si nada.

—Pero él pegó a Clara.

—¿Usted lo ha visto? Nadie lo vio. Sangrando venía él, ¿y quién nos dice que no se limpió las narices con el camisón? Demasiado fácil, don Baldomero, créame. Pero inútil. Ninguna de las personas con quienes he hablado se tragó lo de que Clara Aldán fuese virgen ni que Cayetano la haya violado. Porque ¿cómo entró en la casa si ella no abrió la puerta? Es otro punto que nadie se explica.

Palmoteó la espalda del boticario.

—Un paripé, don Baldomero, desengáñese; ganas de tomarnos el pelo a las personas decentes y hacernos comulgar con ruedas de molino. ¡Clara Aldán virgo! ¿No le da risa?

—¿Cómo no va a dármela? —rió forzadamente—. ¡Clara Aldán virgo!

Don Baldomero abrió la puerta de la botica y mandó pasar al
Relojero
. Sin decir palabra, lo empujó a la trastienda, le puso delante el aguardiente y una copa.

—Echa un trago mientras preparo el botiquín. ¿Cómo están allá arriba?

—Cuestión de ir tirando. El anarquista, mal.

El
Relojero
tomaba el aguardiente a sorbitos y se relamía los labios. Don Baldomero entró y salió dos o tres veces. «En seguida estoy. Echa otra copa.» El
Relojero
tomó tres y pidió tabaco. «Llevo ahí tres cajetillas, pero son para ellos.» «¿Hay tres que fuman?» «Una me la darán a mí por el recado, pero no quiero adelantarme.» «Eso está bien, ya ves. Es de gente bien criada.» «Es que le tengo respeto a don Carlos.» El boticario apareció con el botiquín. «¿Nos vamos ya?»; preguntó el
Relojero
. «Me gustaría echar un trago, que allá arriba no tendrán.» «Don Carlos usa coñac.» «Pues yo prefiero caña. ¿Y tú?» «Yo también, pero a falta de caña…» Don Baldomero se sentó y se sirvió una copita. Antes de probarla la acarició, la remiró. «Desde que se murió aquella santa bebo menos, pero los domingos y las fiestas de guardar hago una excepción.» Al
Relojero
le dio la risa.

Y tú, ¿qué opinas de lo de anoche?

—Si me dice qué pasó le daré mi opinión.

—¿Es que no lo sabes?

—Que hubo palos nada más.

—¿Y lo de Clara?

—Me gustaría saber qué fue lo de Clara.

—Pues dicen que Cayetano…

El
Relojero
escuchó. Se le juntaban los ojos, sus manos se cerraban sobre el bastón, lo agarraba con fuerza, decía que sí o que no con la cabeza.

—Y ahora, ¿qué?

—Vámonos al coche, que es tarde. Como el camino es cuesta arriba, hay tiempo de hablar.

Sin embargo, no dijeron palabra hasta salir del pueblo. El
Relojero
tan pronto ponía el caballo al trote como al paso. Al llegar a la cuesta lo dejó a su aire.

—Usted estudió para cura, ¿verdad?

Allá en mi juventud, gracias a Dios.

—¿Y piensa que hay que matar a Cayetano?

—Claro.

—Pero ¿de quién es la obligación? ¿De Aldán, de don Carlos o de Clara?

—Examinándolo bien, es Clara la ofendida, pero por ser hembra puede delegar en un varón. Parece a primera vista que el obligado es Aldán, por hermano y por más ofendido. Aldán reúne razones propias, que en este caso serían suficientes, y las que reciba por delegación. En otros tiempos sería él quien retase públicamente a Cayetano.

—Aldán tiene una pierna rota, me juego la cabeza.

—En ese caso, no está en condiciones de vengarse. El enfermo, el impedido, el inútil y los menores de edad no tienen obligación.

—Queda don Carlos.

—Don Carlos no es hermano ni pariente próximo de la ofendida, aunque él también tenga particulares ofensas que vengar; pero las suyas no son de muerte. Sin embargo, se han dado casos en que un varón honrado toma a su cargo la causa de una mujer indefensa. Aquí los autores no están de acuerdo. Pero me inclino a creer que para que la acción sea legítima tiene antes don Carlos que perdonar ofensas recibidas en su honor y persona o darlas por zanjadas de alguna otra manera. Porque la muerte como respuesta a una paliza es a todas luces desproporcionada.

—A mí no se me alcanzan esos galimatías.

—A mí a veces tampoco.

—Pero usted, en el caso de don Carlos, ¿qué haría?

—Matar, desde luego.

—¿A traición o cara a cara?

—Eso depende. Pero yo no diría a traición, sino con precauciones. Antes esas cosas se arreglaban con un duelo, pero lo prohibió la Iglesia.

—Lo del duelo era bonito.

El caballo arrastraba cansadamente el cochecillo, se detenía, tomaba aliento, continuaba.

—Lo honrado es matar, estoy de acuerdo —continuó el
Relojero
—. Si no matan a Cayetano, ¿adónde vamos a parar?

—Eso digo yo: ¿adónde vamos a parar?

—Porque Cayetano es culpable.

—Eso no lo discute nadie.

—Y esa clase de culpas no las castiga la justicia.

—¡La justicia! ¿Hay quién se atreva con Cayetano? ¡Si hubiera justicia en el mundo, ya estaría ahorcado hace años!

—Y si hubiera pelotas, también. Pero la gente ya no tiene pelotas.

—Tú piensas que don Carlos se atreverá?

—En esa cuestión no pienso.

—Pues quedaría como un hombre.

Así es. Pero ¿y si no lo mata?

—En ese caso, Cayetano seguirá haciendo de las suyas, y don Carlos quedará mal.

—Pero Cayetano es culpable.

—En eso ya estábamos de acuerdo.

—Y Dios no deja que los culpables campen por sus respetos mucho tiempo.

—Claro… Lo que sucede es que a veces Dios se retrasa.

—¡Ahí le duele! Se retrasa porque no encuentra el tío con agallas que le sirva; pero cuando lo encuentra…

—¡Ah! Cuando lo encuentra, entonces…

Habían llegado al camino del pazo. El caballo por su cuenta se puso al trote.

—Suponga usted, don Baldomero, que hiciéramos con todo el pueblo un jurado. ¿Qué votarían? ¿Inocente o culpable?

—¡Pues vaya usted a saber! Porque seguramente Cayetano compraría los votos uno a uno. No hay que fiarse del pueblo.

—No hay que fiarse de nadie. —Ni de uno mismo, Paquito, desengáñate. Porque uno mismo a veces… —Yo de mí sí me fío. Lo dijo con voz redonda, solemne, definitiva. Don Baldomero le miró de reojo e hizo una mueca de incomprensión. Habían llegado a la plazoleta. Carlos esperaba en la puerta del zaguán. —De prisa, don Baldomero. Aldán está febril. —Pues tendrá que aguantarse o tomar aspirina, que otro remedio no hay.

Paquito traía el botiquín, don Baldomero se lo arrebató de la mano y salió corriendo. A Juan le había subido la fiebre, y el dolor de la pierna le hacía retorcerse. Don Baldomero examinó la hinchazón.

—Yo no soy médico, pero, a lo que se me alcanza, aquí hay fractura.

El
Relojero
, arrimado a los pies de la cama, echó su cuarto a espadas:

—Nunca vi que una patada en la espinilla rompiera el hueso.

—Eso según la patada —susurró Juan entre gemidos.

Don Baldomero se volvía hacia Carlos.

—Mi opinión es que hay que ver esto por rayos y escayolar. Pero que venga el médico. Juan interrumpió las quejas. —¿Escayolar? ¿Cuarenta días en el hospital? No tengo dinero para eso. Jadeaba. Intentó cambiar de postura. Don Baldomero le ayudó. —Yo en su caso me iría hoy mismo a Santiago. Primero, porque aquí no hay rayos X y nuestro médico no ha compuesto en su vida una fractura sin que le saliera al revés; segundo, porque, en el peor de los casos, en el Hospital de Santiago hay camas gratuitas.

—En mi estado no puedo viajar en autobús.

Don Baldomero alzó la vista y miró a Carlos.

—Hay coches de alquiler.

—Baje usted al pueblo, don Baldomero —dijo Carlos—, arregle por teléfono lo del hospital y venga con un automóvil. Tengo mis razones para no salir del pazo, pero usted me hará el favor de acompañara Aldán a Santiago.

—¡Hombre! Si usted me lo pide…

Le llevó el
Relojero
. Cuesta abajo, con el caballo al trote, resucitó la cuestión de matar a Cayetano. El
Relojero
no veía las cosas claras, y el boticario, tampoco. Estaban conformes en lo esencial; el resto quedaba muy entre niebla. En la botica, mientras esperaban la conferencia telefónica, acabaron el aguardiente.

—Pues yo le digo a usted que matar, en este caso, es lo justo y lo necesario.

—Sí, pero no hace falta chillar para decirlo; sobre todo si consideras que estoy de acuerdo.

Carlos vistió a Juan, le renovó los apósitos de algunas heridas y metió en dos maletas la ropa y los objetos que Juan le fue diciendo. Sentado en la cama, con dos almohadones para apoyar la espalda, indicaba: «Esto sí; esto no».

—Son lo menos cuarenta días, y en tanto tiempo uno no sabe… Los libros me harán falta para entretenerme.

Carlos salió y volvió con unos billetes.

—Toma. No tengo en casa más ni quizá en otra parte. Pero ya procuraré más adelante…

—¡Yo no puedo admitirlo! Ya está bien que me pagues el coche.

—No te preocupes: arreglaré cuentas con Clara. Ella tendrá seguramente dinero.

Juan sonrió con amargura.

—Más que yo, desde luego, y también más que tú. Y en cierto modo es justo que pague los desperfectos.

Hizo una mueca y estiró la pierna.

—Porque todo esto me sucede por su culpa. Si no fuera por ella, no me hubiera peleado con Cayetano.

—Estoy seguro de que Clara te pagará los gastos con la mejor voluntad.

—Pero hazle comprender que no es una limosna, ¿eh?, sino una obligación. Además del dinero de la casa, ella se quedó con la parte de mi madre, de sus ganancias, la mitad es de mi madre. Y mi madre me hubiera ayudado, estoy seguro.

—Le haré ver que no hace más que devolverte lo tuyo.

¿Hablaba en serio? Juan le miró con disgusto. Carlos se inclinó a cerrar las maletas.

—¿Dónde está Clara? Me gustaría…

—Duerme y dormirá algún tiempo aún. Le he dado dos comprimidos.

Carlos se levantó. Llevaba en la mano una cajetilla. La dejó encima de la cama, cerca de la mano libre de Juan.

—No te acompaño a Santiago porque ella no debe quedar sola, ¿me entiendes? Atraviesa una crisis de la que puede resultar cualquier cosa, y me siento responsable.

Se sentó al lado de Juan.

—Lo tuyo se arregla con dinero y paciencia; lo de ella, con tacto y cariño.

—Y sobre todo conmigo lejos, ¿verdad?

—Probablemente tu presencia no le sería favorable, porque te falta justamente lo que ella necesita.

Juan alargó la mano y cogió un cigarrillo.

—Tú en el fondo me desprecias.

—No, Juan. Te estimo dolorosamente.

—Pero siempre has querido más a Clara.

—No todo lo que ella se merece.

—Enciéndeme una cerilla. Yo no puedo con una mano sola.

Carlos encendió, y Juan se volvió hacia él con el pitillo en los labios. Se miraron. Juan, agarrado a los hierros de la cama, hizo un esfuerzo y se levantó.

—Me hubiera gustado que te casaras con Inés. No es que Gay sea mal chico, pero tengo el presentimiento de que no volveré a verlos. Casado con Inés, estarías más cerca de mí y me hubieras conocido mejor. Y todo habría sido distinto. Yo necesitaba que alguien tuviese fe en mí, alguien precisamente a quien yo admirase…

Dio una chupada al cigarrillo, después otra. Seguía mirando a Carlos. El ojo izquierdo, lacrimoso, la pupila verde sobre la esclerótica sanguinolenta, apenas se veía; y abría el derecho desmesuradamente.

—Pero tú nunca me has tomado en serio. Sin embargo, te equivocaste. No soy lo que parezco ni lo que tú crees adivinar. Atravieso una crisis demasiado larga, lo reconozco, pero no estoy vencido.

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