Se apoyó en las palmas de las manos y sonrió.
—¡Y yo que había pensado que usted, con su trabajo, salvaría al convento! Lo pensé con esperanza, se lo aseguro, y con satisfacción. Me gustaban de veras sus pinturas. Pero hay que contar con la gente, que es muy bruta…
Empujó la copa hacia el padre Eugenio.
—Termínela y acuéstese. Y tenga confianza. Lo que decida, me lo dice francamente. No voy a abandonarlo. Y cuente conmigo como un amigo.
El padre Eugenio apuró la copa.
—Gracias, padre prior.
—Vaya en paz.
Levantó la mano y trazó una cruz en el aire.
Los guardias municipales —seis en total—, uniformados de azul y con sable al cinto, no formaban parte de la procesión, como en otros tiempos, pero se habían distribuido a lo largo de las filas. También la Guardia Civil, sin tercerolas, andaba por allí, simuladamente curiosa. Menos visibles, pero atentos, los directivos de la UGT local vigilaban. La procesión había salido con retraso a causa de ciertas alarmas de última hora. Los curas miraban recelosos a un lado y otro, inquietos al menor grito, al más natural movimiento de la gente. Habían invitado a doña Angustias a presidir la ceremonia, y doña Angustias actuaba de pararrayos. Sola, respetable, caminaba con pasos lentos por el centro de la calle, con una palma en la mano, metida en sí, quizá rezando. «¡Pues sí que es valiente!», pensaban los curas, y se sentían protegidos por su valentía; pero seis hombres armados se cuidaban de ella con instrucciones precisas: ampararla con los cuerpos y defenderla disparando. Iban disimulados entre el público, tres en las filas, tres fuera de ellas; a cada minuto, cambiaban miradas; a cada temor, se juntaban de a dos.
La procesión recorrió su itinerario normal sin incidentes; los niños cantaron sus canciones y los curas sus latines. La procesión se recogió en la iglesia parroquial; los fieles, primero, con sus palmas y sus ramos; después, el paso de Nuestro Señor, jinete de una burra gris de rostro casi humano; por fin, el clero. Los notables entraron en la sacristía y comentaron. El cura dio las gracias a doña Angustias, y ella le respondió que había que dárselas a su hijo Cayetano y al Señor, que le había inspirado. El cura estuvo de acuerdo y prometió escribir una esquela de gratitud. Preguntó también si podrían salir las demás procesiones, y doña Angustias no supo qué contestar. Se armó una discusión cortés entre el señor Mariño y la señora de Carreira: el señor Mariño opinaba que ya estaba bien, y que no convenía provocar a elementos que podrían desmandarse, y que habiendo ardido Santa María de la Plata la noche anterior, era un verdadero milagro que hubiesen respetado la procesión; a lo que arguyó la señora de Carreira que Dios y su Santa Madre estaban cota los verdaderos cristianos, y que desconfiar de su ayuda era pecado mortal. «Pues como en este caso el verdadero intermediario entre nosotros y la voluntad de Dios ha sido Cayetano, yo no sacaría la procesión del Santo Entierro sin contar antes con él.» La señora de Carreira, entonces, le miró de una manera especial y le dijo: « ¿Sabe, Mariño, que me está usted resultando un poco volteriano?». «¿Un poco qué?» «¡Volteriano!» «Y eso, ¿qué es?» «Pues eso quiere decir…» La llegada de Julita, con su palma, con su esbelta cintura, dejó al señor Mariño sin explicación. Julita venía a contar que en la plaza se estaban formando grupos y que quizá los muchachos de derechas se pegasen con los de izquierdas. Entonces, la señora de Carreira recordó que su hijo mayor andaba suelto aquella mañana y salió pitando: al cruzar la puerta de la sacristía se metió el Cristo que llevaba al cuello por dentro del escote.
Los muchachos de izquierdas se habían guarecido bajo los soportales de la plaza. Los de derechas formaban corros delante de Santa María. Los de izquierdas permanecían mudos; los de derechas vociferaban. Los de izquierdas pateaban las losas como caballos frenados; los de derechas manoteaban, daban carreritas, llegaban hasta el medio de la plaza en sus expediciones provocantes. Uno de izquierdas dijo: «¡A ese tío le como los hígados!», y pretendió salir al ruedo; pero una mano le detuvo, y una voz le advirtió: «Si te mueves, te parto un hueso». «¡Es que se están metiendo con nosotros!» «Pues aguantar y dar muestras de que somos buenos ciudadanos.» El mozo se mordió la lengua, pero cuando se vio libre dijo a uno de al lado: «¡Y todo porque a la madre del jefe se le ocurrió ser beata!» Desde el Ayuntamiento, disimulado tras la vidriera del balcón principal, el alcalde contemplaba los grupos, y su mirada iba de uno a otro temblorosa. Cada vez que sonaba el teléfono se volvía y preguntaba: «¿Es el gobernador?».
El primer alarido se escuchó a la una menos cuarto. Un poco lejano todavía, pero preciso. Los que lo oyeron se preguntaban a quién habrían apuñalado, pero nadie se movió. El segundo alarido sonó un minuto después y algo más cerca: el alcalde se volvió al secretario y dijo: «¿Ha oído usted?», y el secretario le respondió que no. «Pues alguien grita como si lo matasen.» Entreabrió la cristalera y escuchó. Del grupo de derechas y del de izquierdas se habían destacado observadores, que miraban hacia la parte alta de la calle. Se oyó el tercer alarido; el alcalde abrió de un golpe y se asomó; los observadores de derechas —tres— hablaron entre sí y señalaron algo, pero sin inquietarse; de los de izquierdas, uno, de pronto, se echó a reír. Individuos de uno y otro bando se unieron a las avanzadillas, y el secretario salió al balcón, requerido del alcalde.
—¡Mire quién es!
Paquito el
Relojero
venía por el medio de la calle: empuñaba el bastón por la contera, como una maza, y su mano izquierda se crispaba sobre el pecho. Traía la pajilla desfondada y hundida hasta el cogote, y la flauta le arrastraba al cabo de una guita ornada aún con restos marchitos de flores. Le caía el cabello gris encima de las orejas, le salía la corbata por la abertura del chaleco, y la chaqueta y los pantalones parecían haber recogido todo el fango del camino.
Le llamaron los de un grupo; después, los del otro. Le preguntaron por la novia, le ofrecieron aguardiente. Paquito no les miraba. Al llegar frente al Ayuntamiento, se detuvo y gritó otra vez: un grito agudo, lúgubre, largo. Siguió la calle abajo. Mozos de las derechas y mozos de las izquierdas fueron tras él: primero, distanciados; después, a la misma altura; por último, en mescolanza ruidosa. Unos y otros decían, gritaban, ofrecían lo mismo.
El Relojero
volvió a quejarse frente al casino: un quejido modulado, desde las notas más bajas a las más agudas, con gorgoritos intermedios y calderón final. Se asomaron a la ventana Cubeiro y Carreira, con tacos de billar en las manos. «¿Te pusieron los cuernos, Paquito?» El loco atravesó la calle, se acercó a la ventana y miró al interior. Cubero y Carreira recularon y adelantaron los tacos contra el loco a guisa de garrochas. Pero Paquito buscaba algo o alguien en el fondo del salón; lo buscó con mirada terriblemente fija. Luego les volvió la espalda y siguió adelante. Al llegar a la playa, unos chiquillos le apedrearon. Repitió el alarido. Los mozos de derechas y los de izquierdas hablaban entre sí y reían juntos. Las últimas pedradas fueron lanzadas al mismo tiempo por los simpatizantes del Frente Popular y por los afiliados al Frente Nacional. En la primera taberna donde entraron se había concertado tácitamente una tregua, que sólo se rompió momentos antes de marcharse a comer, cuando unos y otros ya estaban borrachos. Entonces hubo bofetadas, aunque apolíticas.
Paquito salió del pueblo, subió la carretera empinada y sólo gritó al encontrarse con gente. La flauta daba saltitos sobre las guijas del suelo y producía un grato sonido de madera. Una brisa suave le movía la corbata y los cabellos. Se metió por la carretera del pazo, entró en el jardín y llegó al postigo. Allí se detuvo y gritó: el más largo, el más complejo, el más tremendo de todos sus alaridos. Permaneció quieto, con la diestra un poco retrasada y el bastón trémulo. Carlos le oyó y bajó corriendo. Le vio contra la luz, se le acercó, le sacudió los hombros.
—¿Qué te sucede?
—Metieron a mi novia en el manicomio. ¡Aaaaaaay…!
De pronto, se aflojó, se arrugó, se dejó caer al suelo y empezó a llorar: hipidos menudos, agudos, rápidos, que a veces parecían carcajadas; y le temblaba todo el cuerpo.
Carlos le ayudó a levantarse, le llevó al chiscón, le sentó en el camastro: la flauta había quedado delante de la puerta, pero Paquito empuñaba aún el bastón. Lo alzó al aire, por encima de la cabeza, y lo tremoló.
—Voy a matar a Cayetano.
—No digas disparates. Cayetano no tiene nada que ver con eso. ¡Pues buenas están aquí las cosas!
—Cayetano es el culpable de todo, y yo voy a matarlo. Es lo justo.
—Te prohíbo que te muevas de aquí.
—Habíamos quedado en que soy libre, ¿no?
Carlos se sentó a su lado.
—Me he expresado mal. No te lo prohíbo, te lo ruego. La culpa de Cayetano ya la discutiremos.
—No va a convencerme.
—No, si tienes razón. Pero si no la tienes, espero que me escuches.
—Cayetano es culpable.
—¿Sabes que anoche quemaron la iglesia de Santa María?
—Razón de más para matarlo.
—De eso, al menos, te puedo asegurar que no tiene la culpa. Y si de eso no la tiene, no deja de ser posible que en lo de tu novia no haya tenido arte ni parte.
—Yo sé lo que sé.
—En nombre de nuestra amistad te pido una tregua.
—Se la concedo.
—Cuando estés más tranquilo hablaremos.
—Y le convenceré, ya lo verá.
—Sosiégate ahora y dame tu palabra…
El
Relojero
tendió la mano.
—Esto, don Carlos, sólo usted puede hacerlo conmigo. Váyase tranquilo. Pero hágase a la idea de que, tarde o temprano, el culpable ha de pagar su culpa. Así lo manda la Ley de Dios.
Cuando quedó solo se despojó de la pajilla, la contempló y lloriqueó un poco; luego la arrojó lejos. El bastón había caído a sus pies: lo recogió y empezó a desatornillar sus partes, a vaciar sus depósitos. Colocó encima de la cama los pedazos, uno junto a otro, y abrió los cajones de su mesa de trabajo. En el último había trozos de metal, tornillos, tuercas, restos de bisagras, espirales de acero —grandes y pequeñas—, clavos… Con los ojos muy abiertos lo contempló todo. Se inclinó y sus dedos ágiles hurgaron, escogieron…
Las campanas sonaron a las diez en punto y despertaron a Carlos. Entraba el sol por la ventana y el polvo brillaba en el aire. Sacó los brazos, los estiró. El roto del sobaco le llegaba hasta el codo, y en la abertura del pijama faltaban dos botones. Sacó las piernas, se sentó en el borde de la cama, restregó los ojos deslumbrados. También los pantalones habían roto por las rodillas, de puro gastados. Se calzó las zapatillas, se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a estirar los brazos. En el aire, allá abajo, las campanas repicaban, se pisaban, se perseguían, se mezclaban, se apartaban: las gordas y las finas, como en una competencia: ahora de acuerdo, tan pronto desacordadas. Carlos se asomó a la ventana y el campaneo se le metió por los oídos. Sonrió.
—Cristo ha resucitado.
También parecía haber resucitado la mañana, de luminosa, de gloriosa. Abrió la boca y sorbió el aire. El sol le calentaba el rostro y el pecho abierto; las manos se refrescaban en el rocío del antepecho. En las hojas de los árboles, el sol se quebraba en mil soles.
—Cristo ha resucitado, y lo celebran las campanas, con permiso de don Lino, a quien habrán despertado como a mí.
Se asomó y quiso alcanzar con la mano una rama temblona. Agarró la punta de una hoja, tiró hacia sí y retuvo la rama.
—Veremos lo que dura.
Rompió la hoja; la rama quedó cimbreándose y el rocío saltó a la cara de Carlos. Del fondo de la ría llegó el pitido de una sirena, seguido de otro más largo. Carlos miró y contó cuatro pesqueros, cuatro penachos de humo negro. Se apartó de la ventana y salió de la habitación. Entró en la de Juan.
—¡Eh, tú, despierta!
Juan se incorporó sobresaltado. Las guedejas cobrizas le ocultaban la frente y parte de la cara, y la nariz emergía de la pelambrera como un promontorio.
—¿Sucede algo?
—Los barcos.
Juan se dejó caer en la almohada.
—¡Ah, los barcos! Bueno.
—Pienso que podríamos aprovechar la ocasión de que estén aquí los pescadores. Hoy es el día de llevar a don Lino a la taberna.
—Mejor mañana, domingo.
—Mañana el diputado regresará a Madrid. El día señalado es hoy.
Juan volvió a incorporarse.
—¿Piensas que servirá de algo?
—Si les habla y le aplauden, marchará contento.
Juan hundió los dedos en el cabello y descubrió la cara y la frente.
—Estoy convencido de que ese tipo es un memo.
—Puede resultarnos un memo útil. En cualquier caso, es nuestro clavo ardiente. ¿O te sientes dispuesto a cantar la palinodia? —Carlos buscó una silla y se sentó—. Por mí, no hay inconveniente. Que se quede Cayetano con los barcos, que pague las deudas y dé trabajo a la gente. Después, congregaremos al pueblo en la plaza, proclamamos la derrota final de los últimos Churruchaos y nos vacuos de viaje. Australia es un buen sitio. ;No has pensado nunca en la cría del cordero? Mis aptitudes para ese oficio son excelentes, y espero que las tuyas también. Podemos llevar a Clara con nosotros, para que haga las cuentas.
Alzó los brazos, abrió las manos.
—Venderé esta casa. Poco darán por ella, pero quizá saquemos para el viaje. Hay en el pueblo un indiano recién llegado, un tal don Rosendo, que la alabó varias veces; quizá la pague bien.
—Cállate y dame un pitillo.
Carlos salió y regresó en seguida con tabaco.
—¿Has decidido algo?
—Hablaré al
Cubano
para que junte esta tarde a los pescadores. Tú encárgate del diputado.
—Eres inteligente, Juan.
Le palmoteó la espalda; después le acercó una cerilla encendida. —El secreto de vivir es no perder la esperanza; pero como las esperanzas suelen morir de la muerte que llevan dentro, hay que inventar otras, y otras, y otras, hasta el final. Los pescadores están desesperados, pero esta noche podrán soñar, si la oratoria de don Lino acierta a crearles una nueva ilusión.
—¿Y después?
Carlos se encogió de hombros.
—Cuando yo era niño y estudiaba latín, traduje una fábula en que las ranas clamaban a los dioses.