—Lo siento, Clara.
Luego recibió un golpe, le dolió horriblemente el encaje de las mandíbulas y cayó sin sentido.
Cayetano empezó a besarla enfurecido, mientras sus manos desgarraban el camisón de arriba abajo.
—No se habrá vuelto atrás el diputado.
—Te llamará para los últimos detalles.
—Pero ¿por qué en el casino?
—No olvides que empieza a emborracharse de multitud. Ya necesita público para todo.
El caballejo caminaba al trote. Carlos se inclinaba sobre las riendas, y Juan, un poco recostado, fumaba un cigarrillo. Se oyó la voz de una sirena y el ruido de un motor. En la mar verdosa bailaba el reflejo de las luces.
—Vendrás conmigo, ano?
—Realmente sólo tú fuiste el llamado.
—Pero no vas a dejarme solo en el casino. Es un antro que no he pisado nunca.
—¿Te dan miedo los viejos raposos?
—Me molestan.
—Yo estoy acostumbrado a ellos y te aseguro que me divierten. Son buenos tipos para un estudio.
—Unos malvados, eso es lo que son.
—No más que otros y acaso menos. Me atrevería a decir que en el fondo no son malas personas. Pero sus condiciones morales de momento no me importan. Lo interesante sería estudiarlos y perseguir en cada uno de ellos el proceso de deformación operado por el ambiente.
Aquí el ambiente se llama Cayetano.
—¿Qué más da? Admito que todas las retorceduras de estas almas, todos sus recovecos, y hasta me atrevería a decir que sus misterios, sean creación de Cayetano. Pero eso no los hace menos interesantes. Ahí tienes a don Baldomero, que es el que conozco más de cerca. No creo que sea el que haya sufrido menos a causa de Cayetano, pero es el que le odia más ostensiblemente.
—No más que don Lino.
—Pero de otra manera. Don Lino no acepta la realidad como es, sino que la convierte en un sistema de abstracciones. Transfigura a Salgado en el «tirano» y lo combate con retórica igualmente abstracta. Todos los tiranos del mundo se resumen en Cayetano, y todos los discursos de oposición, en las soflamas de don Lino. Y quizá él mismo se sienta resumen de todos los libertadores. Pero un resumen que perora resúmenes no puede hacer nada práctico contra otro resumen. A don Lino se le va la fuerza por la boca y no aspira a otra cosa. Su mayor gloria sería pronunciar una catilinaria ante el senado estupefacto de los socios del casino. «¿Hasta cuándo, Cayetano, abusarás de la paciencia nuestra?» Don Baldomero, en cambio, si las circunstancias le favoreciesen, lo mataría. Pero como las circunstancias no le ayudan (para él la única circunstancia favorable sería una guerra carlista), se contenta con soñar en el asesinato, un asesinato diferido a fecha incierta y puesto quizá en las manos de Dios.
—No hay nadie en Pueblanueva que no quiera matar a Cayetano, que no haya imaginado alguna vez matarlo.
—Yo me contentaría con manejarlo a mi antojo. ¡Ah, eso me permitiría hacer experiencias con él y con don Baldomero!
—Tampoco lo harías, Carlos. Porque sería jugar con hombres, y tú no eres capaz de convertir a nadie en pieza de un juego intelectual.
Arrojó la colilla y echó el brazo por el hombro de Carlos. El coche enfilaba el Arco de Santa María.
—En el fondo, y aunque te pese, todos somos humanos para ti y no objetos de estudio. Hombres a los que tienes afecto, a los que compadeces, a los que ayudas si puedes. Te he calado hace tiempo. La ciencia te importa un pito. Si sigues hablando de ella es para defenderte de tu buen corazón. No sabes odiar y hasta por Cayetano sientes amistad. Todos hemos pensado alguna vez en matarlo, menos tú. Y no soy yo solo el que lo sabe. El otro día me hablaba de ti el
Cubano
en términos parecidos. Eres un hombre blando o eres al menos incapaz de maldad. Has ayudado a los pescadores más de lo que podías. No habrá sido por hacer una experiencia.
—¿Cómo que no? Una experiencia colectiva que me dio buen resultado, aunque al fin haya acabado complicándose.
Tiró de las riendas, y el coche se detuvo.
—Lo dejaremos aquí. Y procura ser breve con el diputado. Me estoy cayendo de sueño.
Carlos abrió la puerta, entró el primero, dejó pasar a Juan y cerró. Quince rostros se volvieron hacia ellos; quince rostros asustados de pronto, en seguida sonrientes. Cubeiro corrió al encuentro de Carlos con los brazos tendidos. Don Lino llamaba a Juan.
—¡Señor Aldán, por fin llega usted! Siéntese aquí, conmigo. ¡Chico, al señor Aldán lo que quiera! ¿Quiere tomar una copita?
El tono de la voz del diputado tenía resonancias de ansiedad, si bien disimuladas, y se movía nerviosamente. Sentó a Juan a su lado y empezó a hablarle. Cubeiro se había llevado a Carlos a la barra del bar. Don Lino se interrumpía, se dirigía a cualquiera de los presentes, reanudaba con Juan una conversación incoherente, hecha de exclamaciones. Cubeiro contaba a Carlos comidillas locales referentes a las procesiones y a la destitución del alcalde por el gobernador civil.
—¡Ah! Y se dice por ahí que don Baldomero fue el que puso fuego a la iglesia. Hay quien le vio salir pegando tumbos de borracho que estaba y con un paquete bajo el brazo. Momentos después se vieron llamas.
—¡No me diga!
—Pues a mí no me costaría gran trabajo creerlo. Las pinturas no le gustaban, y con el aguardiente… ¿No le parece que tiene gracia la cosa?
Don Lino manoteaba, braceaba. Carlos veía sus movimientos por encima del hombro de Cubeiro. Veía también los cuchicheos, las miradas furtivas a la puerta, los paseos nerviosos. Y todo le parecía extraño, forzado.
—Oiga, Cubeiro: ¿qué pasa aquí?
—¿Pasar? Nada que yo sepa. Que hay más gente que otras veces. Y como don Lino estuvo discurseando, no hubo manera de arreglar una partida. ¿Ha visto usted a don Lino? ¡Está que no le cabe una paja por el culo! Pero, claro, le ha visto y le ha traído en su coche. Usted está bien enterado.
También don Lino miraba a la puerta de vez en cuando y consultaba el reloj. Alguien dijo a su lado: «¡Ya van tres cuartos de hora!», y al que lo dijo lo arrastraron hasta un rincón. «¡Pues le habrá dado mucho trabajo!» El chico del bar aprovechó un silencio de Cubeiro para recordarle la promesa de dos pesetas, y Cubeiro con mirada asesina las arrojó encima del mostrador.
—Lo que me ha dicho usted del boticario no deja de ser interesante. ¿Quiénes lo lean visto?
—Unas mujeres que volvían del velatorio de un pariente. Salió por la puerta de la iglesia, por la pequeña, y se marchó a su casa dando un rodeo. A ellas les extrañó que a aquellas horas estuviera la iglesia abierta.
—¿Y lo sabe esa gente?
—Como se dicen esas cosas. Que si Fulana oyó decir a Zutana que Perengana había visto… Pero lo taparán, ya verá usted cómo lo tapan. Al cura de Santa María después de todo le dio el trabajo hecho.
Se abrió la puerta con estrépito, y entró Cayetano. Todos se volvieron hacia él y recularon suspendidos, paralizados los movimientos y los gestos. Juan estaba de espaldas, y desde la barra del bar la puerta no se veía. Carlos preguntó:
—¿Qué sucede?
Y Cubeiro intentó sujetarlo.
—Calle. No va con usted.
Cayetano atravesó el salón pisando fuerte. Roto, arañado, despeinado. Se detuvo delante de don Lino, levantó el brazo con calma y echó sobre la mesa de mármol un camisón destrozado, con manchas. Juan entonces volvió la cabeza. Cayetano le vio. Dio un paso atrás. Juan se puso de pie, le miró, se volvió a medias hacia la mesa, cogió el camisón.
—Quién te ha traído aquí? —le gritó Cayetano—. ¡No te metas en esto!
Juan dio, una patada a la silla, se quitó la chaqueta rápidamente. El juez corrió a sujetarle; Cubeiro abandonó a Carlos y se acercó a Cayetano de un brinco.
—¡Señores, nada de peleas en el casino! ¡Las cuestiones, a la calle!
Cayetano lo apartó de un manotazo. Todos chillaban:
—¡A la calle, a la calle! ¡Peleas, a la calle!
Juan pugnaba por desasirse del juez. Y el juez gritaba cerca del oído de Juan:
—¡A la calle! ¡Soy el juez y les prohíbo que peleen aquí dentro!
Recibió una sacudida y salió despedido contra el suelo. Juan corrió a la puerta.
—¡Ven a la calle a que te mate!
Esperaba en la acera, con los brazos contraídos, con los puños cerrados. Cayetano se acercó calmosamente, y unos pasos detrás, los socios del casino. Al poner Cayetano los pies en la acera, Juan saltó encima, y cayeron al suelo.
Carlos había quedado solo en la barra del bar. Se acercó a la mesa donde Juan y don Lino habían estado sentados, recogió el camisón, lo examinó y lo guardó. Luego se dirigió a la puerta. Habían abierto la ventana, y desde ella los socios del casino contemplaban la pelea. Carlos quedó en el umbral con las manos en los bolsillos. Ensangrentados, contraídos, Cayetano y Juan se golpeaban en medio de la calle. Se rechazaban y se volvían a juntar, caían y se levantaban. Al ruido de los golpes se mezclaban los gritos sordos, los insultos en voz baja. Cubeiro se acercó a la puerta y preguntó a Carlos:
—Usted, ¿por quién apuesta?
—Y usted, ¿quién prefiere que gane?
Salía gente a las ventanas. Chillaron unas mujeres, y una voz de hombre clamó desde un mirador:
—¡Sepárenlos! ¿Qué hacen que no los separan?
Juan cayó y tardó en levantarse. Cayetano retrocedió unos pasos, respiró fuerte. Juan estaba de rodillas y se apoyaba en el suelo vacilante. Cayetano se aproximó, levantó el brazo, dio impulso a la mano y descargó un puñetazo en las narices de Juan. Inclinado y en guardia, vio cómo Juan caía, cómo se retorcía, cómo quedaba quieto. Le dio una patada, y el cuerpo de Juan saltó, se estremeció y no volvió a moverse. Entonces Carlos se quitó la chaqueta, atravesó la calle, agarró a Cayetano de un hombro y lo zarandeó.
—Ahora, conmigo.
Cayetano se pasó la mano por los ojos, miró a Carlos y se echó a reír.
—¿Contigo? ¡No tengo ni para empezar!
Carlos le descargó un revés y dejó el pecho al descubierto. Recibió un puñetazo en el estómago, se inclinó, y esta vez fueron las narices las golpeadas. Perdió el equilibrio, dio un tropezón y quedó en el suelo, atravesado. Se retorció, intentó levantarse, recibió un puntapié en el trasero y dio con la cara en las losas del pavimento.
Cayetano en mitad de la calle alzó los brazos.
—¡Se acabaron los Churruchaos!
Cubeiro acudía con un vaso de agua. Cayetano bebió la mitad de un trago y la otra mitad la arrojó a la cara de Cubeiro. Se dirigió a la puerta del casino. Los que habían contemplado la pelea saltaron rápidamente por la ventana. De unos balcones a otros hablaban las mujeres, preguntaban quiénes se habían peleado, reflexionaban que no hay cosa peor para los hombres que el vino. Los socios del casino se separaron calladamente, mientras Cayetano bebía a morro el coñac de una botella ante la mirada del muchacho del bar.
—Vete al patio, sácame un cubo de agua y échamelo por encima.
Se sentó en una silla y esperó. El muchacho, sin dejar de mirarlo, salió al patio.
—Pero ¿nadie recoge a esos hombres?
—Déjelos, que muertos no estarán.
—Es un pecado dejarlos ahí tirados.
—Dicen que son los Churruchaos…
—Pues si son los Churruchaos que se arreglen…
Las ventanas empezaban a cerrarse. Una colilla encendida vino volando y cayó junto a la cara de Juan. Carlos se incorporó y miró alrededor: le dolían la cara y el pecho; la sangre le resbalaba por la barba y el cuello. Se acercó como pudo a la puerta del casino, recogió su chaqueta y buscó el pañuelo. Con él arrimado a las narices llegó hasta Juan, lo cargó a hombros y lo condujo al carricoche. Asió las riendas y tiró calle arriba. Llamó a la puerta de don Baldomero, la golpeó con los dos puños, gritó el nombre del boticario. Se oyó el ruido de un mainel al abrirse.
—¿Quién es? ¿Qué sucede?
—Ábrame. Soy Carlos Deza.
Tardó en bajar don Baldomero, vestido de cualquier modo, con cara de susto.
—¡Don Carlos! ¿Qué le ha pasado?
—Acérquese y ayúdeme.
Entró en el carricoche y echó en brazos del boticario el cuerpo inerte de Juan.
—Pero ¿quién es? ¿Está muerto?
—Es Aldán. Métalo en la botica y hágale la cura. A mí deme agua para lavar esta sangre.
—Mejor aguardiente. Un buen trago primero y después agua. Coja a Aldán por los pies. La puerta la abriré yo.
Juan se quejaba débilmente, y su cuerpo pesaba como el de un muerto. Lo dejaron en el suelo mientras encendían las luces. Don Baldomero cerró la puerta. La atrancó y fue en busca del aguardiente. Pasó la botella a Carlos, destapada.
—Beba lo que apetezca. Luego vaya al patio y lávese. Yo me encargo de Aldán. La luz del patio está encendida.
Carlos se sintió reanimado. Don Baldomero arrastraba a Juan hacia la rebotica. Le ayudó a sentarlo y le aguantó, mientras don Baldomero con algodones empapados en agua oxigenada le lavaba las heridas.
—Vaya a mojarse, don Carlos. Yo me basto.
Carlos salió al patio. Metió la cabeza en el cubo y la mantuvo sumergida unos instantes. Escurrió el agua de los cabellos, y así, mojado, entró.
—¿Tiene una toalla para secarme?
—Sí, tome. Y venga aquí, que le taponaré las narices. Hay que cortar esa hemorragia.
Se sentó y esperó. Juan estaba herido en la frente, en los labios, en una mejilla, y tenía hematomas en todas partes. Don Baldomero le aplicaba ungüentos, gasas y esparadrapos.
—Cómo lo han dejado, ¿eh? Parece un Ecce-Homo. Y usted tampoco está mal.
—Lo mío es menos importante.
—¿Quién ha sido?
—Cayetano.
Don Baldomero suspendió un instante la cura. Miró a Juan y a Carlos e hizo un gesto indefinido.
—A ver. Ahora, usted.
La cabeza de Juan reposaba encima de sus brazos, sobre la mesa camilla. Respiraba fuerte y gemía.
—Debe tener el cuerpo magullado. Le daré un mejunje para que lo friccione.
Carlos inclinaba la cabeza hacia atrás, mientras el boticario le manoseaba en las narices. La sangre contenida afluyó a la garganta. Tosió.
—Cosa de un minuto. Luego se echa boca arriba.
—No puedo. Hay otra víctima.
—¿Otra…?
Carlos se levantó.
—Dé a Juan un poco de aguardiente y espere aquí con él, hágame el favor.
Don Baldomero le preguntó asustado:
—¿Adónde va?
—No pase cuidado y espere. Vendré en seguida.