Ras, ras, ras. La mano zigzagueante dibujó en el aire la silueta de un rayo y descargó un puñetazo en la mesa. Se oyeron «¡Bravos!». Don Lino se limpió el sudor de la frente, mientras la gente aplaudía.
—Vuestro líder Aldán ha visto claramente la cuestión. La única manera posible de liberarse de la tiranía es alcanzar la independencia económica. Por eso habéis luchado, para crear este reducto autónomo, este negocio colectivo que obtiene sus ingresos de fuentes no controladas, de fuentes libres, porque nada hay más libre que la mar e incluso podemos conceptuarla como el paradigma de la libertad. ¡Generoso, glorioso esfuerzo! Pero no venturoso. Son muchas y muy potentes las fuerzas contra las que lucháis, y no es extraño que en las primeras escaramuzas hayáis quedado vencidos ni lo es tampoco que para seguir luchando necesitéis el socorro de la ayuda pública. Y aquí, ciudadanos, es donde empieza a intervenir este modesto diputado, este representante elegido por vuestros votos, es decir, por la voluntad de todos, y que está aquí sumiso a vuestro mandato, para convertirse en algo tan impersonal como debe ser un representante. Porque el representante no es nada por sí mismo, no es más que el portavoz de la voluntad representada. La vuestra es el deseo de vivir, la lucha por la vida, que es la suprema ley. Pues bien, os aseguro, os prometo, os garantizo, os juraría si hubiese algo bastante sublime por quien jurar, que llevaré vuestra voz ante el supremo tribunal de la Patria y que la Patria no permanecerá sorda ante vuestras necesidades. Porque vosotros sois su carne y su sangre, sus fundamentos y sus defensores, los que trabajan para sostenerla y le aseguran la existencia de futuros ciudadanos. Proletarios quiere decir ante todo padres de prole, como explicaba cierta vez el gran repúblico Unamuno. Proletarios, padres de las proles patrias, patria vosotros mismos. Y si sois patria, si sois la Patria, ¿cómo no van a atenderos los que la representan? Esta humilde voz que ahora escucháis resonará dentro de pocos días en los ámbitos augustos del Parlamento, y estoy seguro de que como un solo hombre todos los diputados republicanos votarán esa ayuda suplicada. Estoy seguro, y por eso, porque conozco la limpieza de sus conciencias y la honradez de su gestión, me constituyo en garantía de que esta misión que me habéis encomendado será coronada por el éxito.
Bebió un sorbo de vino y se pasó la lengua por los labios. Le caía el sudor por las mejillas, y los hombros se le habían hundido. Aldán le susurró: «¡Déjelo ya!». Pero don Lino se irguió de nuevo y respiró profundamente.
—Porque, ciudadanos, en caso contrario no me atrevería a presentarme delante de vosotros y tendríais derecho a insultarme en la calle y a llevarme ante vuestros hijos como traidor a la más sagrada obligación. Os emplazo, pues, para dentro de ocho días, en que os daré cuenta aquí mismo de mis gestiones. A cambio de eso sólo os pido que me asistáis con vuestra presencia, con vuestro aliento y, si hace falta, con vuestra acción legal en mi lucha contra la tiranía. El día que la hayamos destruido será fiesta en Pueblanueva. Esperemos ese día confiados. Hasta entonces gritad todos conmigo: «¡Viva la República española! ¡Viva la libertad!».
Se dejó caer en el asiento. El
Cubano
acudió con una gaseosa. Los marineros dentro y fuera de la taberna vitoreaban a la libertad y a la República. Apoyado en Aldán, don Lino se levantó a dar las gracias. Los aplausos se prolongaban. Su estruendo salía de la taberna y volaba por encima de las aguas tranquilas.
—Le acompañaremos hasta su casa.
El público había salido, y don Lino se abanicaba con un periódico doblado.
—Gracias, gracias; pero esa gente… ¿No se les ocurrirá venir detrás? Mi modestia no me permite presidir mi propia apoteosis…
—Basta que usted lo desee…
—No es que me guste contrariar las naturales expansiones populares, pero me daría reparo llegar a mi casa en compañía de la multitud.
—No son más que cincuenta o sesenta.
—La multitud no la hace el número, sino la unidad de voluntades.
Miraba alternativamente a Juan y a Carlos.
—En fin, ustedes dirán.
—Lo que usted quiera, don Lino.
—¡Lo que yo quiera…! Yo no puedo oponerme al deseo del pueblo. Pero, repito, las glorificaciones me abruman.
Salieron. Juan advirtió al
Cubano
que él y Carlos volverían probablemente a cenar allí y que la Directiva esperase. Los marineros habían abierto calle y saludaban. Uno gritó:
—¡Viva nuestro diputado!
Se repitieron los aplausos. Un grupo empezó a cantar El
himno de Riego
y todos lo corearon. Don Lino, subido al carricoche de Carlos, con el sombrero en la mano, saludaba. Carlos maniobró con las riendas, y el coche arrancó lentamente, al paso tranquilo del caballo. Los marineros los rodearon. Seguían cantando, y al canto se mezclaban «vivas» y «mueras». La gente se paraba, y algunos se sumaban al cortejo. Una caterva de chiquillos lo precedía. Al pasar frente al casino varias cabezas se asomaron: miraban sin comprender y al comprender rieron. Sólo Cayetano permaneció serio y pronunció un «¡Mamarrachos!» que oyeron todos. La mujer de don Lino salió a la puerta llorando: le había llevado aviso el novio de su hija. Don Lino la abrazó, y enlazados entraron en la casa.
—¡Es el pueblo que me aplaude, María! ¡Es el pueblo que me ama! ¡Y yo tengo que hacer algo por el pueblo…! ¡Tengo que corresponder a su fe y a su esperanza!
Cubeiro llegó al casino antes que nadie: permanecía el salón a media luz, y el chico del bar dormitaba. Cubeiro encendió la lámpara central y los apliques de las paredes como las noches de baile, puso un disco en la gramola y se acercó al mostrador. El chico, sobresaltado, se restregaba los ojos.
—Ponme café.
—Sí, señor.
—¿No ha venido nadie? —No, señor.
—Pues hoy vendrá mucha gente. —¡Como es sábado…!
—No por eso, pero vendrán. Lo extraño es que no hayan llegado.
—Acaban de dar las diez y media.
Manipulaba el chico en la cafetera. Un chorrito de vapor negruzco salió por el pitorro, y colocó debajo una tacita.
—¿Muy concentrado?
—Más bien sí.
—¿Y copa?
—Bueno. Un día es un día. —Lo apunto todo, ¿no?
—Como siempre.
Cubeiro sacó del bolsillo una moneda de dos pesetas y la hizo bailar encima del mostrador.
—Esto es para ti.
—¿Para mí? —se le abrieron los ojos.
—Pero tienes que hacerme un favor.
El chico alargó la mano, pero Cubeiro retenía la moneda.
—Después, cuando me lo hagas.
—Bueno.
El chico retiró la mano decepcionado y colocó la tacita en su plato, con el paquete de azúcar y una cucharilla amarillenta. Cubeiro deshizo el paquete, disolvió el azúcar con meneo fuerte.
—Más tarde vendrá don Lino.
—Sí.
—Cuando venga, y lleve un ratito aquí, y veas que habla con todos, coges el teléfono y pides que te pongan con don Cayetano.
El chico puso cara de asombro.
—¿Yo?
—Sí, tú. Sin preguntarme nada y sin que nadie se dé cuenta. Pides que te pongan con don Cayetano y le dices: « Ya puede usted venir».
—¿Nada más?
—Ni una palabra más.
—Pero ¿no pregunto por él?
—No hace falta. Él estará al cuidado.
El chico cerró los ojos y repitió:
—Ya puede usted venir.
—Eso. Después te daré las dos pesetas, si lo haces bien.
—Sí, señor.
Cubeiro cogió la taza de café y pasó al salón. El disco había terminado. Le dio la vuelta y se sentó. De la gramola salió la música de un blues. Cubeiro se echó atrás en la mecedora.
—¿Tienes tabaco, chico?
—Sí, señor.
—Tráeme un paquete.
Se puso a fumar con los ojos entornados. Balanceaba un pie lentamente, al compás de la música. Cuando se abrió la puerta de la calle, se enderezó, miró al que llegaba y siguió balanceándose.
—Buenas noches.
—Buenas.
—¿No vino nadie aún?
—¿Yo no soy nadie?
—Quería decir…
En la gramola disminuía el estrépito del jazz, y la voz dulce de un negro cantó:
Just Molly and me
and Baby makes three.
My blue heaven!
Tararararararararararará,
tararararararararararará.
Just Molly and me…
—Bonito, ¿eh?
—¡Bah! Yo no entiendo estas músicas de ahora.
—¡Cómo se ve que no estuvo usted en La Habana!
Se abrió otra vez la puerta, y entró el juez. Casi en seguida llegó Carreira, con tres o cuatro más. Venían discutiendo a voces.
—¡Pues yo le digo que lo sacaron en hombros!
—¡Pues le aseguro que no, porque yo estaba a la puerta del cine y los vi pasar con mis propios ojos!
—¡Pues el que me lo contó no tenía por qué mentirme!
—Pues habrá hablado por referencias.
Cubeiro echó las piernas por alto y las interpuso entre los recién llegados. Luego se levantó.
—Se acabó la disputa. Iba en carroza abierta.
—¿Lo ve usted? En el carricoche que fue de la Vieja y que ahora usa don Carlos Deza.
Dos más, uno más, otros dos: silenciosos o disputantes. El señor Mariño y el señor Couto, que no venían nunca; don Rosendo, el indiano, que ya acostumbraba a venir, pero que se retiraba temprano; dos concejales, que se habían hecho socios del Casino después de ser nombrados.
—Pero ¿qué sucede esta noche? ¿Es que hay junta general extraordinaria?
Cubeiro paseaba con la chaqueta desabrochada, las manos en las sisas del chaleco y el pitillo en la boca. Sonreía cazurramente, daba palmaditas en los hombros.
—¡Quién había de decirlo cuando aquí no éramos más que cuatro gatos! Los grandes
kulaks
, decía yo. Pero está visto que todo cambia. Ahora todo el mundo es socio del Casino.
—¿Usted cree que vendrá don Lino? —preguntaba Carreira.
—Si no viene, faltará a su obligación. Pero no creo que se largue a la francesa: mañana es domingo, y parte para los Madriles, como buen diputado.
—Habría que aplaudirle.
—Por mí, echen ustedes cohetes.
—Lo digo como broma.
—Pues excusa gastarle bromas, porque las tomará en serio.
La peña de chamelistas se había instalado en su rincón. Hacían castillos con las fichas del dominó, hablaban en voz baja, tomaban sus cafés. Dos candidatos a mirones completaban el grupo.
Cubeiro rebuscó en un montón de discos de gramófono.
—Mire, Carreira: me ha dado usted una idea… Cuando entre don Lino le tocamos
El himno de Riego
; con eso irán mejor los aplausos.
—Pues es una buena idea. ¡
El himno de Riego
! ¿Y por qué no
La marcha real
? Eso seria más broma todavía.
—No sea imbécil, Carreira. Tocar
La marcha real
sería como insultarle. Mejor
El himno de Riego
.
—Mirándolo bien, señores —intervino el juez—, es el himno nacional y no debe tomarse a chacota. Aquí todos somos republicanos.
Cubeiro, con el disco entre los dedos, miró al juez con sorna.
—Nunca más propiamente tocado que en esta ocasión.
Allá ustedes. Yo me lavo las manos.
—Siéntese y espere, y si la cosa sale bien ya se reirá.
Se habían agrupado por afinidades políticas, pero cerca unos de otros. Cubeiro recorría los grupos y prometía risa y grandes sorpresas. «Pero ¿vendrá?» «¡Claro, hombre! ¿Cómo no va a venir, si es el día más grande de su vida? Un día así no se pasa en familia.»
Don Lino bajaba por la calle con las manos a la espalda, el sombrero encasquetado y el recuerdo obsesivo de los aplausos sonándole en los oídos. Abrió la puerta del casino y entró. La gramola empezó a tocar; los presentes aplaudieron. Don Lino quedó junto a la puerta parpadeando. Por un instante, sólo por un instante, se creyó en el hemiciclo. Pero Cubeiro, que se acercaba batiendo palmas, no le recordaba a ningún diputado, menos todavía a algún ministro. Don Lino se quitó el sombrero.
—¡Caballeros, caballeros! ¡Es excesivo! ¡Gracias, gracias, mil gracias!
Le rodeaban. Las manos palmoteantes formaban corona alrededor de sus orejas. Avanzó como pudo, hasta que el corro se deshizo y cesaron los aplausos y sólo se oía en la gramola
El himno de Riego
:
Tatachí, tatachín, tatachinta
tatachí, tatachín, tatachíiiin…
—Retiren ese disco, se lo suplico. Sólo debe tocarse en las grandes ocasiones.
—¿Es que le parece poco la de hoy?
—Están exagerando. No ha sucedido nada extraordinario. Pero el pueblo, ya se. sabe, exterioriza ruidosamente sus afectos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los pobres? Aplaudir no les cuesta dinero.
Se había sentado y procuraba esconder a las miradas traviesas dos lágrimas que le salían.
—Pues nosotros, además de aplaudir, le convidamos. ¡Hay que celebrarlo, don Lino! ¡Chico, café para el señor diputado y lo que quiera!
—Nada más que café, y cuando nos hayamos tranquilizado, un ratito de tresillo.
De las dos lágrimas, una le resbaló por la mejilla, se enredó en el bigote y allí quedó, temblorosa y brillante como una estrella.
—Pero, ¡hombre!, ¿quién piensa en el tresillo en este día de gloria?
—¿Lo dice usted por la festividad de hoy? —preguntó insidioso el juez.
Cubeiro dio media vuelta y le hizo frente. Su mano advirtió al chico del bar, que le miraba. El chico cogió el teléfono y se escondió con él en la trastienda.
—Aquí ya no hay más gloria que la de nuestro diputado. Las demás están muertas y enterradas. Sin embargo… —pasó la mirada alrededor—, no hay dicha sin amargura, ni rosas sin espinas. Echo de menos entre los presentes a ciertas personas que debieran estar aquí. En primer lugar, al boticario, pero de éste se explica, porque el berrenchín le habrá dado dolor de tripas y lo estará curando con aguardiente. Don Carlos Deza, en cambio, no tiene disculpa. Don Carlos Deza tenía que estar aquí y ser él, precisamente él, quien hiciera el discurso de saludo a nuestro diputado. Los demás no sabemos hablar. En cuanto a Cayetano…
Don Lino alzó bruscamente la cabeza, y la lágrima perdió el asidero del bigote y se hundió en la oscuridad de la chaqueta.
—¿Don Cayetano?
—Sí, también don Cayetano. El triunfo de usted es su propio triunfo. ¿No es él quien le ha sacado diputado? ¡Pues tiene que alegrarse, como se alegra un padre del éxito del hijo!
La mano abierta de don Lino describió un tranquilo semicírculo. Los demás se habían acomodado y formaban corro; sentados los más; de pie Cubeiro y el juez; todos con sus cafés o anises en la mano.
—Vamos por partes. Sería ingrato que negase la intervención del señor Salgado en el origen de mi carrera política. Soy un sacerdote de la Verdad, y la verdad es ésta: propuso mi candidatura a la coalición republicanosocialista y fue aceptada. Pero yo salí diputado por los votos del pueblo. Los de aquí y los de fuera de aquí, los de mis amigos y los de millares de desconocidos. El pueblo me hizo, y al pueblo me debo. Y si algún día el señor Salgado, cosa que no deseo, llegara a convertirse en enemigo del pueblo, me encontraría enfrente, dispuesto a combatir y a morir si fuese necesario. Inútil advertirles, caballeros, que lo que entiendo por pueblo no coincide precisamente con sus capas inferiores, con lo que injustamente llaman algunos populacho. Para mí, pueblo es el conjunto de ciudadanos de la nación, sin excluir de ese cuerpo sagrado más que a aquellos que voluntariamente o por su conducta indigna han dado motivos de exclusión.
—Entonces, los que le aplaudieron esta mañana y le llevaron en hombros, ¿eran pueblo o populacho?
—Llamado también plebe —corrigió el juez.
Don Lino se levantó.
—En primer lugar, no fui llevado en hombros, como un vulgar torero, sino acompañado hasta mi domicilio por un grupo de trabajadores a los que había dirigido la palabra. En segundo lugar, no eran plebe ni populacho, sino legítima representación de aquella parte del pueblo que labora y sufre, esa que algunos pretenden apartar de nosotros y convertir en enemigos nuestros. Me refiero, . como es obvio, al proletariado. Pero ¿quién tiene la culpa de que tan terrible escisión esté a punto de producirse? ¿Quién es el responsable de que el proletariado sea de hecho enemigo de nuestra sociedad?
—Cayetano —dijo Cubeiro tranquilamente.
Don Lino se sobresaltó.
—¡Yo no he dicho eso, caballero, o al menos no lo he dicho todavía!
—Tampoco yo quería decirlo. Fue una coincidencia. Es que acabo de oír su coche y me parece que está a punto de llegar.
El dedo de Cubeiro señaló la puerta de la calle. Todos miraron; don Lino, con altivez, con resolución. Hubo un instante de silencio, de temblor. Cubeiro y el juez cambiaron miradas. Se abrió la puerta, y entró Cayetano.
—Buenas noches, señores.
Avanzó con calma, en diagonal, hacia el rincón donde el corro se había formado y ahora se ensanchaba, hacia don Lino, constituido en su centro. Quince rostros se habían petrificado; quince corazones latían anhelantes, como en expectación de una gran faena.
—¿Qué? ¿Se discurseaba? Siento haberles interrumpido.
Buscó un asiento con la mirada. Varias manos le ofrecieron sillas. Agarró una, dio las gracias y se sentó. Don Lino permanecía inmóvil, hinchado el pecho y las manos en los bolsillos del pantalón, arrogante.
—Continúe, don Lino. Si he venido esta noche ha sido exclusivamente por escucharle. Supuse que tendríamos sesión extraordinaria —echó hacia atrás la silla, hasta apoyarla en la pared, y cruzó las piernas—. Por cierto que no le he felicitado todavía. Ya le he visto esta tarde recorrer en triunfo las calles de la villa. Enhorabuena.
—Gracias.
—No puedo menos de enorgullecerme de sus éxitos. Políticamente es usted hijo mío.
Don Lino irguió tanto el busto que resultaba combado por la espalda.
—Soy hijo de la voluntad popular. Cabalmente lo explicaba a estos señores.
Cayetano se echó a reír.
—¿La voluntad popular? Pero ¿qué es eso?
Don Lino adelantó una pierna ligeramente flexionada y un brazo recto, cuya mano apuntó con vigor a las narices de Cayetano: como el espada que busca el morrillo para matar a volapié.
—Así hablan los fascistas.
—No sé qué es eso, don Lino.
—Pues se lo voy a explicar —rectificó la postura; el toro no estaba cuadrado—. Fascista es todo aquel que se opone a la voluntad del pueblo y quiere sustituirla por la suya propia. Fascista es el que ejerce un mando personal apoyado en su fuerza o en su riqueza —se detuvo, vaciló, venció al temor—. Fascista es usted.
Se paró en seco y miró alrededor: rostros estupefactos y rostros que le animaban. Cubeiro le guiñó un ojo y susurró: «Adelante». El propio Cayetano no parecía ofendido, seguía sonriendo. «Evidentemente, no comprende la gravedad de la acusación.» Volvió a extender la mano. El toro había aquietado los remos, pero balanceaba la cabeza.
—¿Usted cree que mando tanto? —preguntó Cayetano con voz tranquila.
—¿Y aún lo pregunta? —don Lino se atrevió a sonreír también un poco desde arriba, y su barbilla señaló a los tendidos—. Interrogue a estos ciudadanos. Salga a la calle, detenga a los transeúntes, lleve usted la interrogación a la sagrada intimidad de los hogares. ¡Oh, no le dirán que sí, no lo ignoro! Le responderán con miedo y evasivas. Pero el miedo patente, la respuesta escurridiza, serán la mejor prueba. Usted manda en esta villa porque le temen, y le temen porque es usted el amo del pan. Por eso puede permitirse el lujo de pisotear las leyes de la República y obligar a ciudadanos conscientes a que toleren, a que soporten sin chistar, el espectáculo retrógrado, degradante, supersticioso y anticuado de unas procesiones. ¡Usted, que no cree en Dios ni ha creído nunca! ¡Usted, para quien no existe ley moral, ni respetabilidad, ni dignidad, si no es para pisotearlas! Como en los tiempos ominosos del feudalismo …
Cubeiro se había acercado al bar y pedía una gaseosa. La ofreció en un vaso a don Lino, y el diputado refrescó el gaznate, que empezaba a resecarse. Cayetano seguía balanceando la cabeza y fumaba un cigarrillo. Los socios del casino se juntaban, se hablaban en voz baja, miraban a hurtadillas al matador.
—¿Por qué los viejos señores pudieron ejercer la tiranía? Porque eran dueños de la tierra. Tenían en sus manos el pan y lo otorgaban al que les obedecía ciegamente,
Perinde ac cadaver
, vivos y muertos. ¡Duro pan, triste pan, el que se obtiene renunciando a la propia dignidad, sacrificando la libertad personal! Pan que sabe a ceniza, pan de dolor y de miseria. El que lo otorga es dueño de la vida y del honor. Tiene derecho sobre mi cuerpo y el cuerpo de los míos. Está en sus manos esclavizarme v deshonrarme. Y me coloca ante el dilema de someterme o rebelarme.