—¿Queda muy lejos la casa de la
Galana
?
—¿Por qué lo preguntas?
—Prometí ir allá, y había pensado hacerlo hoy. Doña Mariana sonrió.
—Si vas en el carricoche, cosa de diez minutos.
—Mejor a pie.
—Hay una cuesta.
Carlos siguió leyendo los pronósticos del año próximo, los juicios del que iba a terminar.
—¿Qué podría llevarles de regalo?
—¿A quién? ¿A la
Galana
?
—A sus padres. Encuentro correcto corresponder al que me han hecho.
—¿Te refieres al pollo y a los huevos? Eso, hijo, forma parte de la renta. No tienes que corresponder, y, si lo haces, no te los quitarás de encima en toda tu vida.
—Quiero darles a entender que no soy un señor feudal. No están obligados a regalarme nada.
—Entonces, pensarán que eres tonto.
—No me importa.
Doña Mariana se encogió de hombros.
—Allá tú. Compra un pañuelo de la cabeza para la
Galana
vieja. Allí mismo, frente al Ayuntamiento, los verás en los puestos del mercado.
Carlos bajó al jardín, enganchó el carricoche y salió por la puerta trasera de la tapia. Estaban las calles llenas de gente que iba al mercado o regresaba de él. Se detuvo ante el Ayuntamiento y encomendó a un rapaz mirón el cuidado del carruaje. Iba a subir, pero lo pensó mejor:
—Iré a la vuelta.
Tenía prisa. Justificaba la prisa pensando que la casa de Rosario estaba lejos, y que si tardaba, ella se habría marchado ya a llevar la comida a su padre. No es que fuera a verla a ella, sino que la necesitaba de intérprete, porque la
Galana
vieja no hablaba castellano.
Compró el pañuelo, sin fijarse en el asombro que causaba a la vendedora y a sus parroquianas; y, después de pagarlo y guardarlo, compró otro, éste de encaje y para el bolsillo. Dio unas gordas al chico que le había guardado el coche, arreó el penco y salió del pueblo, hacia la carretera. Sólo cuando se hubo alejado, preguntó a unas mujeres por la casa de Rosario. Le indicaron el camino —una carretera lateral, con muchos baches; la casa que estaba pasada la primera vuelta, junto al río, ahí al lado.
Era una casa de dos plantas, de techos rojos, encalada, con un huerto cercado y el hórreo sobre el cancel. Ató a un árbol las riendas gritó:
—¡Eh! ¿Hay alguien?
Se abrió la vidriera del piso alto, medio se asomó una cabeza y la ventana se cerró en seguida. Pasaron unos instantes. Rosario apareció en la puerta de la casa, atravesó el corral esquivando las gallinas: tranquila y seria.
—Buenos días, señor. ¿Cómo no mandó recado de que iba a venir? —abrió el cancel y quedó a un lado, mientras Carlos pasaba.
—¿No están tus padres?
—Mi madre está, sí, señor. Mi padre, a estas horas, trabaja.
—¿Puedo ver a tu madre?
—Sí, señor. Entre.
Alejó a las gallinas, de un grito. Carlos se dejó llevar. Entraron en la cocina y ella le ofreció una banqueta de pino.
—Siéntese. Ahora vendrá mi madre. Tomará una taza de caldo, ¿verdad?
Olía a caldo y a heno. Rosario se sentó junto a la piedra del llar, en una silla baja, y tomó, de un cesto de mimbres, una pieza de ropa blanca. Miróla Carlos, y se inclinó sobre la labor.
—Con permiso.
Empezó a coser justamente detrás de su cabeza, la olla humeaba. Una vaca y un becerrito asomaban por la media puerta de la cuadra. Todo estaba limpio: la mesa de pino, el vasar, las banquetas, el suelo de tierra apisonada. Del techo colgaban mazorcas de maíz y una zaranda con un queso y tocino. Carlos no la había visto nunca.
—¿Qué es eso?
—La zaranda, señor.
Añadió, explicando:
—Es para que los ratones no se coman el queso.
Volvió a bajar la cabeza. Se oyeron pasos en la escalera, pasos difíciles y pesados de reumático impedido.
—¿Por qué baja tu madre? Puedo subir si está enferma; o volver otro día.
—No, señor, no está enferma. Es ella así.
La vieja
Galana
apareció, y saludó en su media lengua, amilagrada de que el señor hubiera venido. Carlos se acercó para ayudarla a bajar, y la vieja
Galana
no lo consintió.
—¡No faltaba más, señor! Si me hace falta, tengo a mi hija.
—Déjela. Lo hace sola a todas horas.
La vieja
Galana
, sentada al otro lado de la mesa, inició una larga serie de consideraciones sobre los tiempos, sobre las lluvias, sobre el trabajo, sobre el campo que no da nada, sobre las rentas y los consumos, sobre las enfermedades y la muerte. Rosario, en silencio, puso una servilleta blanca sobre la mesa, una cuchara de boj y un pedazo de borona.
—También tomará vino, ¿verdad?
Vino tinto, que sacó de una jarra; y, después, una gran taza de caldo, humeante y compacto. Carlos protestó por la cantidad.
—¡Tómelo, señor, no nos haga desprecio! El caldo es la raíz del cuerpo.
Las patatas, el maíz, las habichuelas. Los cerdos van baratos. Los huevos no se pagan…
—No se lamente más, mi madre, que de hambre no moriremos.
—Por lo que tu padre y tus hermanos ganan en el astillero, gracias a Dios, no por lo que saquemos de la tierra con nuestro trabajo.
—No se lamente más, mi madre.
Parecía disgustada y, al mismo tiempo, resignada. Se desentendió de la conversación y empezó a preparar la comida del padre y de los hermanos.
—Quería decirles —Carlos aprovechó un resquicio en la charla de la vieja
Galana
— que agradecí mucho el presente de Navidad, y que les traigo el mío de Año Nuevo.
Puso sobre la mesa los paquetes de los pañuelos.
—Pensé que a usted…
Rosario se volvió rápidamente, enérgica.
—¿Por qué lo hizo? El señor no tiene por qué hacernos ningún presente.
—Este pañuelo para tu madre y este otro para ti.
—No tiene por qué hacerlo.
—Déjalo mujer. Si es su voluntad…
La vieja había cogido ya su pañuelo, lo manoseaba, elogiaba su calidad.
Rosario alargó la mano hacia el suyo.
—Gracias, señor.
La vieja preguntaba si el señor tenía ropas inservibles, porque los hombres gastan mucho en el trabajo, y, después, en la tierra, y que Rosario se había cansado de remendar, y ahora tenía que hacerlo ella.
No entendía la retahíla, ni le importaba. Rosario, arrodillada, cubría con un pañizuelo el canastillo de las comidas. Recordó palabras de doña Mariana: «Grande y rubia como una francesa»; si no grande, al menos fuerte, equilibrada, armónica y pausada en el moverse. La ropa le ceñía los pechos y las caderas; arrodillada, le salían, de las zuecas de madera, unos talones y unos tobillos finos.
—Si quieres, te llevo en el coche.
Rosario volvió la cabeza, sorprendida.
—¿A mí?
—Si quieres… Voy para el pueblo.
Rosario había enrojecido y escondía la cabeza. Su madre respondió por ella:
—Está aquí, a un paso. Llega en seguida.
—Bueno…
Se levantó.
—Y, dígame, señor; la renta, ahora, ¿se la pagaremos al señor o a la señora?
Carlos hizo un gesto vago.
—¿La renta? Yo qué sé dónde estaré…
Rosario se irguió y colocó el cestillo sobre la mesa.
—Ya me voy, madre.
Pasó junto a Carlos y abrió una puerta que Carlos no había visto. Volvió en seguida, con el mantón sobre los hombros. La vio de frente, y advirtió que, por el escote, asomaba la punta del pañuelo que le había regalado.
—Buenos días. ¿Quiere algo del mercado, mi madre?
Con el canastillo bajo el brazo, salió. Desde la puerta, miró a Carlos y sonrió.
—Otro día me llevará, señor.
Evidentemente, la vieja
Galana
no quería que Carlos la alcanzase. Se empeñó en enseñarle la casa.
—Aquí, en esta habitación del bajo, duerme Rosario.
Entarimada de madera, con una cama nueva —casi le olía el barniz—, un armario de luna, mesas de noche, la Virgen del Carmen en la pared y otros cuadros de santos, más pequeños.
—Aquí duerme ella.
Por la ventana —pensó Carlos— entrará Cayetano cuando la visite. Los muebles de la habitación, la colcha amarilla —portuguesa—, las alfombritas coloradas, son regalo de Cayetano.
Pudo marchar. Fustigó al penco con rabia. Pero a la vuelta del camino, fuera de vista de la casa, Rosario esperaba.
—A mi madre no le parecía bien que viniese en el coche. Mi madre… ¿sabe?
Titubeó, sin alzar los ojos.
—No tienes que explicarme.
—Sí, señor. Es que mi madre tiene miedo a que…
Volvió a callar.
—… no sé si el señor sabe.
Anda. Sube, si quieres.
—No, señor. Pero quiero decirle…
Se arrimó a la vara del carricoche.
—¿Es cierto que el señor va a emplearse de médico en el astillero?
—No. Añadió estúpidamente:
—¿Quién te lo dijo?
—Él.
—No es cierto. Le miró con ojos alegres.
—Yo ya lo sabía. Gracias por el pañuelo.
Se apartó. Carlos llevó la mano a la gorra.
Había olvidado el Ayuntamiento y su propósito de pasearse por allí al regreso. Dejó el carricoche en la cochera y subió silbando. Doña Mariana no estaba en su gabinete; se sentó a esperarla, con el periódico en la mano, pero sin leerlo. Llegó ella en seguida.
—Te sentí subir las escaleras. ¿Vienes muy contento?
—Normal.
—No has ido al Ayuntamiento.
—Lo he olvidado. Se levantó.
—Voy ahora mismo.
—No. No vayas. Ya no es necesario.
Señaló un sobrecillo azul, abultado de papeles.
—¿Contribuciones? —preguntó Carlos.
—No. Se sentó frente a él, con el sobre en la mano.
—Hablemos de tu padre.
Lo dijo con un tono nuevo, que borró el contento de la cara de Carlos.
—¿Está vivo? —y sin esperar respuesta—: Deme usted el sobre.
—No. No está vivo. Pero lo ha estado hasta hace poco tiempo. Puedes leer. El cónsul de Santiago de Chile comunica su muerte. Murió como un emigrante oscuro y pobre. Carlos leía rápidamente el traslado que el Alcalde le hacía, para su conocimiento, del oficio recibido de Chile.
—El siete de octubre, poco más de dos meses. La miró con angustia.
—Es absurdo.
—¿Es eso, verdaderamente, lo único que se te ocurre?
—Nada más, al menos de momento.
Se levantó, dio unos pasos con las manos en los bolsillos, volvió sobre sí mismo: el pliego oficial había caído sobre la alfombra.
—¿Qué quiere usted? ¿Que llore? No puedo llorar por la muerte de una persona que ahora empieza a existir para mí, pero como un muerto. Todo lo que hemos hablado estos días, el amor hacia su memoria que indiscutiblemente nació en mí, la solidaridad que empiezo a sentir con él y con sus pecados, el peso de su destino sobre el mío, todo esto suponía su muerte, no reciente, no como un hecho inmediato del que deba dolerme como buen hijo. Una vez más le pido que me entienda.
—Tampoco yo he llorado.
—¿Entonces?
—¿Qué sé yo? Me pareció incomprensible, como a ti. No absurdo, incomprensible. Debe haber una diferencia.
—La hay. Y creo entenderla. Para usted, el modo de morir, y la vida que ha llevado hasta ahora, treinta y tres años de vida silenciosa, le parecen incomprensibles. A mí me parece absurda la muerte de un muerto. Eso es todo. Y, sin embargo…
—¿Qué?
—Algo más hay que ahora no acierto a ver, porque el cerebro se me ha cerrado, pero que siento; algo oscuro…
Se sentó junto a doña Mariana; en el brazo de la butaca. Atrajo hacia sí la cabeza gris de la dama.
—Usted y yo le hemos amado, cada uno a su modo, y no sabemos llorarle.
—Quizá él no haya querido que le lloremos.
—¿Puede usted adivinar lo que realmente ha querido, si de verdad ha querido algo? He intentado comprender su desaparición, y estos días, después de haberla oído a usted, creí entenderla. Pero mi entendimiento suponía su muerte, su muerte antigua, su muerte casi inmediata a la huida. No entiendo este largo silencio, y esto me hace temer que todo lo demás de su vida tampoco lo haya entendido.
—¿Tan necesario es que entiendas?
—Sí, Mariana. Usted me pidió una vez que juzgase; amar es ya un juicio. Ahora, más que nunca, quiero de verdad saber qué amo y por qué.
Paseó de nuevo, en silencio; se detuvo delante de la ventana, contempló el haz de la mar, de un verde oscuro y revuelto. Volaban, sobre las menudas olas, bandadas de gaviotas.
—Mi propia vida, de pronto, cambia de sentido. Yo podía haberle buscado y encontrado, haberle devuelto a sus cosas, rescatarle para nosotros. No hice nada de eso, no sospeché jamás que fuese mi deber, quizá también mi necesidad. Si mi padre se hubiera cuidado de mí, mi vida no sería esta gran equivocación.
—¿Es un reproche que le haces?
—No. No a él, sino a mí. No sabré jamás los verdaderos motivos de su huida y de su silencio, pero, en cualquier caso, los respeto. Gracias a usted, estoy convencido de que era honrado.
Hundió los dedos en el pelo; dejó luego caer los brazos desalentadamente.
—¿Cómo compaginar esta seguridad de su honradez; más aún, de su sacrificio, con su silencio? ¿Cómo entender que su manera de ser honrado consistió en eso, en huir y callar, en morir sin morirse, en morir para mí, en dejarme vivir como si realmente hubiese muerto? Es lo que necesito comprender, y lo que me temo que no comprenderé nunca.
Cogió del suelo el papel y lo releyó.
—«Fernando Deza Montenegro, enfermo del Hospital General, muerto a los 72 años de edad; no deja más que sus ropas personales.» Oscuridad, humildad, pobreza y una aterradora soledad.
Dobló el papel y lo guardó.
—El 7 de octubre. Hasta el 7 de octubre, yo tenía padre, pero vivía como si no lo tuviese. El 7 de octubre, Zarah y yo habíamos ido a pasar en una playa unas vacaciones de quince días. Me había arrastrado contra mi voluntad, con el pretexto de que el aire de la mar me era necesario, pero, en realidad, por apartarme de Múnich, a donde yo quería ir porque tenía allí un amigo poeta. Quince días de tedio higiénico junto al mar Báltico. ¡Oh, Mariana! ¿Sabe usted qué atroz tormento es hacerlo todo por higiene, por higiene física y mental? ¿Dormir por higiene y acostarse con una mujer por higiene? Cuando tomábamos el sol yo cerraba los ojos y me fingía dormido; pero, en realidad, imaginaba largas conversaciones con mi amigo, el poeta muniqués. O, simplemente, soñaba. Ya entonces mi alma se escapaba de Zarah, aunque todavía la puerta de la torre no se me había recordado.