Los gozos y las sombras (2 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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La Rucha andaba de emisaria entre la casa y la calle. Cómo se preparó la habitación y se eligieron sábanas finas y colchas de damasco; cómo se encargaron vinos a La Coruña, vinos de mesa, embotellados y coñac bueno; cómo la vieja andaba endemoniada porque el piano desafinaba y no había a mano quien lo afinase, ya que ella no se fiaba de Paquito el Relojero, que es quien afina los dos o tres pianos que hay en el pueblo: estoy muchos detalles más los contó la Rucha. Y todo el que tenía dos dedos de frente se preguntaba a qué venían tantos preparativos y tanto amor a Carlos, al que doña Mariana, si le conocía, no debía recordar. Carlos marchó de Pueblanueva hace quince años, para estudiar en la Universidad. Estuvo en Santiago, después en Madrid. Finalmente marchó al extranjero. En este tiempo, doña Matilde fue a verle alguna vez, pero doña Mariana no le vio nunca, ni se sabe que se hayan escrito hasta la muerte de doña Matilde.

Hay un misterio en todo esto, y cuantos llevan la cabeza sobre los hombros se echaron a conjeturar. Porque es notorio que doña Matilde odiaba a doña Mariana, y que en los últimos treinta años se vieron dos o tres veces nada más, y discutieron, y pelearon. ¿Por qué se marchó Carlos y no volvió? Pase que no haya venido desde Viena, que está lejos y el viaje debe de ser caro; pero Santiago está ahí al lado, y Madrid no mucho más allá. Iba su madre a verle, que le costaba igual. Carlos podía haber venido a pasar las vacaciones en su casa y con su madre. Cualquier buen hijo lo hace. Alguna vez hablaron de esto a doña Matilde, y ella se revolvió, diciendo que Carlos no vendría hasta que hubiese terminado la carrera, y que ella no quería que viniese. Pero acabó la carrera, y marchó a Viena sin venir. Algo cambió, sin embargo, porque desde entonces, doña Matilde comenzó sus predicciones y sus amenazas. «Ya verán todos cuando. Carlos venga.»

«Cosas de Churruchaos.» Es lo que suele decirse como recurso fácil, como si se dijese: cosas de locos. Pero los Churruchaos no están locos ni lo estuvieron. Doña Matilde fue en todo una mujer razonable, aunque orgullosa; se sacrificó hasta morir para que Carlos tuviera estudios, y si en su mano estuviera, le hubiera dejado una fortuna, y no el pazo y las cuatro tierras desperdigadas que le quedaron. Tampoco doña Mariana está loca. ¡No, ésta no! Pero doña Matilde impidió que su hijo viniese a Pueblanueva, y doña Mariana, que no debe recordar ni la cara que tiene, hace preparativos para recibirlo como si fuera un hijo o un marido. Sábanas de hilo, colcha de damasco, y el piano desafinado. En el Casino daríamos cualquier cosa por estar en el ajo.

—¿Usted recuerda a Carlos, don Cayetano?

—¡Claro que lo recuerdo! Es de mi edad, meses más, meses menos. Y hemos jugado juntos muchas veces.

—Entonces son ustedes amigos.

—Amigos, lo que se dice amigos…

—Cayetano sonrió y encendió su pitillo.

—Mire usted, Carlos y yo, y ese muerto de hambre de Juanito Aldán, jugábamos de niños. Eran unos insoportables presumidos. Muchas veces subíamos a las ruinas del castillo, y entonces, Aldán y Carlos comenzaban a llamar al espíritu del conde don Fernando, el que ajusticiaron en la plaza por mandato de los Reyes Católicos. Hacían como que se les aparecía el conde, se ponían a hablar con él, y a mí no me dejaban escuchar la conversación porque yo era un siervo.

—Un siervo? ¿Usted un siervo?

¡Un siervo! ¡Don Cayetano un siervo! ¡El más rico, el amo de Pueblanueva!

Cayetano Sálgado sabe más que nadie de los Churruchaos. A veces deja escapar un detalle, como sin darse cuenta.

Cuando Carlos Deza marchó a la Universidad, su madre intentó vender las tierras de su marido a don Jaime Salgado, el padre de Cayetano. Doña Mariana se metió por medio e impidió la venta.

Lo cierto es que Cayetano no lo contó nunca así. Hubiera tenido que confesar que su padre obedece a doña Mariana, y esto Cayetano no lo reconocerá jamás.

Doña Matilde no pudo vender sus tierras, y hasta pasados algunos años no volvieron a verse doña Mariana y ella. ¿De dónde sacó doña Matilde el dinero que Carlos necesitaba? Y si se lo dio doña Mariana, ¿por qué lo hizo?

No, no. Carlos no es el hijo de doña Mariana. El hijo de doña Mariana está en América. Carlos es hijo de doña Matilde y de don Fernando Deza: lo hemos visto nacer, y crecer, hasta que acabó el bachillerato y lo enviaron a la Universidad. Paquito el Relojero, que aunque está loco, tiene la mejor memoria del pueblo, quizá por loco, recuerda con precisión de horas todas las fechas exactas: cuándo vino de Madrid y cuándo volvió a marchar doña Mariana, cuándo se casó don Fernando Deza y cuándo doña Matilde parió a Carlos.

Doña Mariana y don Fernando Deza eran amigos, pero don Fernando no fue el amante de doña Mariana. El amante de doña Mariana fue don Jaime Salgado. El hijo de doña Mariana es medio hermano de Cayetano.

Esto lo sabe todo el mundo, y no es levantar calumnias, aunque Paquito el Relojero, razonando sobre fechas, no esté de acuerdo. Sucedió hace muchos años, y el hijo nació con el siglo. Nació en el extranjero, fue criado en Astorga por unos maragatos que le dieron el nombre. Su madre le pagó estudios, le hizo ingeniero, y lo despachó a la Argentina.

Nadie podrá explicar por qué se supo, ni cómo. La gente, entonces, era bastante más tonta que ahora, pero ya empezaban algunos a espabilarse. No había motivos para sospechar. Doña Mariana había vivido siempre en Madrid, y sólo vino a Pueblanueva a la muerte de su padre. Entonces la conoció don Jaime.

Ella se demoró en Pueblanueva cosa de cuatro meses, y regresó a la Corte. Pasó un año. Un día apareció en Pueblanueva y preparó la casa para quedarse. El hijo ya había nacido. No traía con ella criada que estuviera en el secreto y pudiera irse de la lengua, ni ella, naturalmente, lo dijo a nadie. Se sospechó, pero ¿por qué? Quizá alguna mujer. Las mujeres adivinan lo que a los hombres nos pasa inadvertido. Se sospechó. Corrieron las sospechas. Fue un silencioso escándalo. Hasta entonces, los Churruchaos solían tener hijos bastardos de muchachas labriegas, pero ninguna de sus mujeres había dado que hablar. Nadie se atrevía a murmurar de doña Mariana por falta de hábito o quizá por cobardía. Por aquellos años, decir Churruchao todavía era decir algo. Los Churruchaos se venían abajo, no tenían dinero, vendían las tierras, y don Enrique Quiroga bebía en las tabernas. Sin embargo, aunque no fuesen respetables, había la costumbre de respetarlos. Los nativos de Pueblanueva eran todavía un poco siervos. Ya no necesitaban de los Churruchaos para sacar un hijo de quintas, ya daban sus votos a quien les pagase más, ya sabían que un lío con la justicia se arreglaba directamente con la justicia, y no por intermediarios; pero los Churruchaos eran aún los señores. El escándalo de doña. Mariana fue un escándalo en voz baja; lo contaban los maridos a sus mujeres en la cama y las mujeres a sus hijas en la cocina y las muchachas a los novios en el portal. Hasta que Peix, el comerciante de paños, catalán, se atrevió a contarlo en voz alta.

Doña Mariana enviaba dinero a Astorga y de Astorga se recibían cartas. Un giro al mes y una carta al mes. Fue difícil convencer al cartero de que descubriese el nombre de los destinatarios de aquellos giros mensuales. Fue necesario prometerle un empleo en el Ayuntamiento, que por fin se le dio. Cuando Peix tuvo el nombre, un viajante, amigo suyo, que trabajaba la plaza de Astorga, se encargó de averiguar detalles y circunstancias. Peix fue durante una semana el hombre más importante de Pueblanueva. Poseía los datos del secreto y no los contaba a nadie.

¡Qué crueldad la suya, o qué talento! Su tienda parecía un jubileo. Vendió más en quince días que había vendido en un año. Se hicieron amigos suyos quienes jamás lo habían deseado. Por congraciarle, se improvisó una Junta general extraordinaria en el Casino y le eligieron secretario. Por adularle, las Hijas de María nombraron tesorera a la señora de Peix. Tenía un lío con el Ayuntamiento por el reparto de las contribuciones, y se le arregló a su gusto. Su vecino, el maragato tendero de ultramarinos, no queriendo desatender la tienda, enviaba por delante a su mujer, para que sonsacase al catalán, ,y dicen que el catalán puso los cuernos al maragato en la trastienda, pero sin que el adulterio sirviera para que contase nada. «Pero, señores míos, ¿por qué suponen ustedes que sé algo de nuevo? ,Mi palabra de honor que no sé más que ustedes!» Ya lo llevó Dios, al pobre, y en el otro mundo estará pagando las que hizo en éste, si hay justicia; pero en aquella ocasión Pueblanueva pagó con su pelleja la curiosidad y comprendió tardíamente que Peix era un pájaro de cuidado. «E un bon peixe, este Peix.» El cuento de doña Mariana fue base de la fortuna de los Peix, un capitalito muy seguro que sus hijos se encargan ahora de dilapidar. Porque no podía más, o porque ya había conseguido cuanto le apetecía, por fin Peix reventó. Se supo que un matrimonio de Astorga criaba un niño al que había dado nombre, y que a ese matrimonio iban los cuartos mensuales de doña Mariana. Faltaba sólo averiguar quién era el padre.

Se descartó en seguida a don Fernando Deza. Se había casado ya, y esperaba a Carlos, cuando nació el hijo de doña Mariana. Y antes de que ésta regresase a Pueblanueva, don Fernando se fue y no volvió. No es que fuera imposible que en el matrimonio y en la desaparición de don Fernando hubiera tenido que ver doña Mariana, pero que hubieran sido amantes no lo creía nadie. Era muy brava ella, y muy apocado él. Podía ser, pero nadie lo creía. Nadie —además— deseaba creerlo. El escándalo no habría sido lo bastante morrocotudo. Un lío entre Churruchaos se quedaba entre ellos, comido con su pan.

Don Jaime Salgado la visitaba con frecuencia. Se habían hecho amigos a la muerte de dora Pedro Sarmiento, cuando doña Mariana vino a hacerse cargo de la herencia. Los Salgado ya tenían su astillero montado, que era un buen negocio. Don Jaime frecuentaba la casa de doña Mariana. Don Jaime estaba ya casado y era padre de Cayetano. Frecuentaba la casa. Fue entonces cuando entró Manuela de cocinera: aún no había tenido la hija del Rucho. Manuela contaba, como era su obligación, lo que veía. Don Jaime llegaba a la casa, merendaba con doña Mariana, hablaban mucho. ¿Nada más? Manuela, por la salvación de su alma, juraba que nada más.

En casa de don Jaime había mucho disgusto. No es que a doña Angustias le faltase nada, pero su marido no había vuelto a dormir con ella desde el nacimiento de Cayetano. Doña Angustias, que había sido bonita, engordaba, se pasaba las tardes en la iglesia, y andaba siempre triste. Los domingos iba a la misa de nueve, y don Jaime a la de once: a la salida, acompañaba a doña Mariana, haciéndole homenaje. Y si se encontraban, cualquier tarde o mañana, por la playa o por el muelle, a donde ella iba a pasear, la acompañaba también, siempre respetuoso y amable, más respetuoso y más amable de lo que fuera menester. Las criadas de doña Angustias contaban de las disputas. Una vez, doña Angustias, fuera de sí, gritó a su marido: «¡Me tienes abandonarla por esa zorra!». Y don Jaime le pegó. Las criadas dicen que le pegó. No lo vieron, pero oyeron llorar a su señora. La oyeron llorar y la sintieron encerrarse en su cuarto con Cayetano, que también lloraba. «¡Me tienes abandonada por esa zorra.»

Era el dato que faltaba. En el Casino, en las tiendas, en los hogares, la gente respiró. Ni entonces ni después se pudo comprobar, por detalles fidedignos, que don Jaime fuese amante de doña Mariana, que fuese el padre de su hijo; pero seguridad moral, ésa la tenía todo el mundo. Seguridad y alegría. Hubiera sido un Churruchao o un sujeto foráneo y desconocido, y las cosas habrían variado. Pero don Jaime Salgado nos pertenecía. Todavía su abuelo había andado a la mar, y de su padre le venía el origen de la fortuna, por unos pocos cuartos traídos de Cuba. Y aun ahora, enriquecido, trataba a la gente con mucho comedimiento, y procuraba no ofender a nadie con la riqueza, lo que se ve pocas veces en los que medran.

Que don Jaime Salgado se acostase con doña Mariana valía tanto como si se acostasen todos los hombres honrados de Pueblanueva. Que hubiera tenido un hijo de ella, valía como si todos lo hubiéramos tenido. La justicia de este mundo llega tarde, pero llega. Durante cientos de años, los Churruchaos hicieron hijos a quienes les pareció. Durante diez o doce, cada vez que don Jaime hacía su visita, pensábamos: se va a acostar con ella. ¡Cuántas tardes, en el corrillo del Casino, nos echábamos a imaginar: ahora don Jaime hará esto, hará lo otro! Y era como si nosotros mismos anduviésemos en ello. Pero el bien de Dios dura poco, y ahora, de todo aquello nos quedan los recuerdos.

La historia de doña Mariana se sigue contando. Es como esas piezas de música que aparecen en todos los programas: como «La Comparsita». Todo el mundo debe saberla. Doña Mariana continúa paseándose, tan tiesa, todos los atardeceres de bonanza, con sus perros, y la Rucha detrás; se pasea como si fuese la señora, y lo es en apariencia. La saludamos: «Buenas tardes, señora», y aún hay quien dice: «Buenas tardes nos dé Dios». Pero todos lo decimos con una sonrisa debajo de los labios, como si quisiéramos llamarle ¡zorra!, y el insulto nos quedase en la sonrisa.

I

El tren que traía a Carlos Deza de Alemania le dejó en la estación del Este, a las nueve de la mañana. Se informó. La salida más cómoda para España era a la misma hora, desde Austerlitz. Tenía por delante un día entero casi vacante, porque la visita a don Gonzalo Sarmiento le consumiría poco rato. Dejó consignado el equipaje, y con un maletín en la mano se metió en la ciudad. Calculó la distancia hasta un café donde otras veces acostumbraba a desayunar, y, por gastar el tiempo, marchó a pie. Mientras desayunaba pidió un periódico, y se enteró de lo que acontecía en Francia, en el mundo y también en España. Nada era nuevo. Pasó después por un hotel conocido, cerca de la Sorbona, y le dieron cama para una noche.

—Iré hacia las once.

Le quedaba tiempo. Entró en una librería, revolvió un poco, y compró dos libros profesionales. Le atrajo también un volumen de poesía, de faja muy llamativa, pero no se atrevió a hojearlo. Pensó, sin embargo, que no estaba muy informado de la poesía francesa en los últimos dos años, pero también era cierto que desconocía lo que la ciencia francesa había dicho durante el mismo tiempo. Por imperativo moral adquirió un tercer libro, sobre localizaciones cerebrales, y salió. En el metro empezó a leer. Era ciencia alemana explicada en francés; casi todas las cosas estaban más claras que en alemán. Pensó que si hubiera estudiado con aquellos textos, ahora sería un buen psicoanalista.

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