Los gozos y las sombras (3 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Sarmiento vivía en Montmartre. Tenía apuntada la dirección en alguna parte. «¿Si la habré perdido?» Buscó en los bolsillos, y se olvidó de la ciencia alemana y de la claridad francesa. ¿Cómo es que don Gonzalo Sarmiento vivía en Montmartre? En Montmartre ya no vivía
nadie
. Preguntó a un guardia dónde estaba la calle; el guardia señaló hacia arriba. Cerca de la Basílica, al lado de la plaza. «Junto a la casa del pintor Utrillo», añadió el guardia. Carlos comenzó la ascensión, sin prisa, consultando el reloj. Quería llegar a las once. Quizá no fuese buena hora, pero, en cualquier caso, alguien le diría cuándo estaba en casa don Gonzalo. Tenía que ser conocido. Vivía en París desde principios de siglo. A principios de siglo, todavía los artistas vivían en Montmartre. Fue don Gonzalo, seguramente, de los que no emigraron.

«Te pido que si pasas por París vayas a ver a mi primo Gonzalo. No será una visita agradable, porque Gonzalo es una calamidad, tiene que estar muy viejo y nunca fue inteligente. Gonzalo me importa un bledo, pero quiero que me traigas una impresión personal de su hija. Creo que está en un colegio, a pesar de sus veinte años, pero, si es posible, me gustaría que la vieses y hablases.» Esto decía la carta de doña Mariana.

Dio con la casa, colgada sobre la vertiente, cara a París. Era un bonito lugar, y, desde allí, se veía la ciudad, borrosa en medio de la niebla rojiza. Antes de llamar, estuvo un rato contemplando. Quizá tuviese explicación que todo el mundo hubiera emigrado a Momparnasse. Desde aquellas alturas, el aire imponía un modo de pintar.

—Bueno. ¿Y a mí qué me importa todo esto?

Sin embargo, permaneció todavía unos minutos cara a París; y como fuese temprano, se entró en la plaza. Estaba llena de americanos curiosos, sentados en las terrazas del centro. Un viejo barbudo tocaba en un violín el vals de
La viuda alegre
. Carlos sonrió. Años antes, la primera vez que había estado allí, le explicaron que aquel violinista viejo, que mendigaba de mesa en mesa sobre notas de vals vienés, no era más que un mendigo aparente: «Forma parte de la decoración. La Comuna libre de Montmartre le paga un sueldo, le da un piso y le deja ejercer la mendicidad mientras conserve su figura. Si perdiera la barba, sería despedido». Montmartre pagaba sus tipos raros y conservaba su singularidad revolucionaria y romántica. Los americanos seguían viniendo en grandes autocares, y se conmovían con los falsos bohemios, las falsas prostitutas y los falsos mendigos. «En el fondo es admirable», pensó Carlos. Y buscó, otra vez, la casa de don Gonzalo Sarmiento.

Se llegaba a la puerta por unas escaleritas exteriores y un patinillo. La casa, pequeña y vieja, pintoresca, demasiado pintoresca, como cultivada en su pintoresquismo. De la puerta colgaba una anilla de hierro. Tiró, y en algún lugar remoto sonó una campanilla. Por la ventana de la portería, encima de la puerta, un poco más arriba de su cabeza, asomó una mujer morena, de pómulos anchos. Carlos dio el nombre de don Gonzalo Sarmiento.

—Segunda puerta, a la izquierda.

La escalerilla de piedra continuaba más allá de la entrada, ascendía oscura, y, allá arriba, se clareaba misteriosamente.

—Segunda puerta, a la izquierda.

«¿Qué clase de tipo será?» Las gentes que se había tropezado por la calle tiraban a menestrales. Gonzalo podía ser un artista fracasado, fiel a su tiempo. ¡Vaya usted a saber! Alguna gente quedó en Montmartre y él había oído hablar de alguien, pintor, de Pueblanueva, que había estado en París. Pero no le sonaba que fuese un Sarmiento.

La segunda puerta, a la izquierda, no tenía aldaba. Golpeó con los nudillos, y pasado el tiempo hubo de golpear de nuevo. Por los resquicios salía un olor fuerte de verduras cocidas. Olor a col, a lombarda. Alguien se movía dentro. Una voz dijo, en francés: «Pase, si gusta».

Pasó. Un pasillito y una gran habitación iluminada. Al cabo del pasillo, contra la luz, había un hombre con un mandil de cocina atado a la cintura y recogido por una punta. No preguntó nada. Miró y dijo, simplemente, alegremente: «¡Oh!», y se hizo a un lado.

Carlos, sin embargo, permaneció junto a la puerta.

—Busco a don Gonzalo Sarmiento —dijo en español.

—¡Claro, claro! Yo soy Sarmiento. ¡Pase, pase, por favor! ¡Pase!

Un temblor de voz, como trasluciendo sorpresa y satisfacción. Carlos entró en la habitación iluminada. No tan grande como parecía desde el pasillo, pero grande, con dos ventanas sobre la niebla de París.

Gonzalo Sarmiento se había arrimado a un lado, le tendía una mano y sonreía.

—No me diga usted quién es. Usted es Quiroga, el hermano de Eugenio, o su primo, quizá. Pero Quiroga.

Carlos le estrechó la mano y movió la cabeza.

—No. No soy Quiroga. Soy Deza, Carlos Deza.

Sarmiento dejó de sonreír.

—Pero ¿es usted de Pueblanueva?

—Eso sí.

—Tenía que ser.

Le empujó hacia un sillón tapizado de terciopelo verde, muy deslucido.

—Me pareció usted un Quiroga. ¿No le conoce? Tiene que conocerle. Él está en Pueblanueva.

—Lo siento, pero no le conozco ni sé quién es. Falto de Pueblanueva hace más de quince años.

—Entonces, ¿cómo viene usted a verme? Si no le manda Eugenio, ¿quién le envía?

Carlos explicó por qué venía, y quién le mandaba.

Evidentemente, a Sarmiento el nombre de su prima le alegraba menos que el de Eugenio Quiroga.

—Sí, sí, Mariana. No puedo preguntarle cómo está, porque usted no viene de Pueblanueva. Además, hubo carta de ella hace pocos días. Todos los meses escribe, y yo le mando las cartas a mi hija.

Empezó a explicar que Germaine estaba en un colegio de monjas en Normandía; un buen colegio, pero algo más barato que los de París. Sin embargo, no quedaba muy lejos. Él iba todas las semanas y pasaba las tardes del domingo con su hija.

Carlos no prestaba mucha atención a sus palabras. Si Germaine no estaba, había desaparecido el interés de la visita. Examinó la habitación. Muebles gastados; la mesa, con tapete de croché; en las paredes, retratos de divos, recortados de revistas y con marcos de fabricación casera. Caruso, Anselmi, Tita Ruffo y Conchita Supervía, vestidos a la moda de años atrás; recortes de revistas antiguas, bastante polvorientos, deslucidos los
passe-partout
. Como centrando los cuadros de un testero, había un retrato al óleo: no podía verlo bien desde su asiento. Y también un cromo antiguo del Sagrado Corazón y otra estampa religiosa, muy moderna. Por una de las puertas, entornada, venía el olor a lombarda.

Sarmiento se había sentado sin quitarse el mandil. Seguía hablando de su hija, del colegio: Germaine permanecería en él hasta cumplir veintiún años. Carlos le examinó distraídamente, pero también profesionalmente. El examen no fue muy favorable.

De repente, Gonzalo dejó de hablar de su hija y del colegio.

—¿Sabe usted que me dio una gran alegría al verle? Eugenio Quiroga fue nuestro amigo. Le queríamos mucho y él fue siempre muy bueno con nosotros. Pensé que sería su hermano, porque hijo no puede ser. Eugenio marchó hace veinte años y estaba soltero. Era un buen pintor.

Se levantó, como quien va a hacer algo, pero se sentó en seguida.

—Usted también es un Churruchao, ¿verdad?

Carlos asintió sin gran convencimiento.

—Le hubiera reconocido en cualquier parte, como reconocí a Quiroga hace veinticinco años. ¡Gran cosa, pertenecer a nuestra familia!

Su voz sonaba a falso. Decía aquello como si pretendiese halagar a Carlos, asegurando algo de lo que Carlos debía estar previamente convencido.

—Una gran familia. Ya no somos parientes, pero nos reconocemos. Hace veinticinco años Eugenio era como usted, así de alto, así de rubio y pecoso, con ese cabello de zanahoria.

Rió.

—Yo también era así, y en París me tomaban por escocés. Y un día, en un café, encontré a Eugenio. Nos miramos. Yo le dije: «¿Usted es un Churruchao?». Y él se echó a reír. «¡Pues claro, hombre, que lo soy!» Desde entonces fuimos amigos. Asistió a mi boda como testigo y pintó un retrato de mi mujer.

Hizo una pausa, mirando a Carlos.

—¿Quiere usted verlo?

Corrió a la pared y trajo el óleo. Carlos lo tomó de sus manos y se torció un poco para que la luz iluminase la pintura. Buena mano, estilo dubitante. Un impresionismo que quiere dejar de serlo, pero que no sabe lo que ser.

—No pudo haberme hecho mejor regalo de boda. Suzanne murió pronto, y no tenemos otro retrato suyo.

Recogió el cuadro, le quitó el polvo con el revés del mandil y lo colgó de nuevo.

—Eugenio era un buen pintor. Me extraña no haber sabido de él. Se marchó empezada la guerra, me prometió volver, pero ni escribió siquiera. ¿No se habrá muerto?

Carlos dijo que, en su niñez, recordaba haber oído hablar de alguien que era pintor y que había venido a París. Sí. Probablemente al empezar la guerra.

Gonzalo siguió hablando, de Eugenio, de los Churruchaos, de su mujer y de cosas pasadas. De vez en cuando consultaba el reloj. Y Carlos, por hacer algo, le examinaba el rostro, las manos, la figura. Primero, con criterio biológico; más tarde, psicológico, y aun moral y social. Era un hombre prematuramente senil y no había sido nunca fuerte; tampoco lo era su carácter. Parecía miedoso, inseguro. Sus rasgos eran delicados, distinguidos. Tenía raza. Valía más lo que significaba que lo que era.

—¿Y su hija? Doña Mariana me encargó que la visitara en el colegio. ¿Puedo hacerlo?

Don Gonzalo retrocedió en el asiento, como si aquellas palabras le hubieran asustado.

—¡No, no es posible! Está en Normandía. Tendría usted que retrasar mucho el regreso. Claro que.Germaine se alegraría de conocerle, pero la visita no sería fácil. El reglamento del colegio es muy estricto, y sólo a los padres, o a alguien acompañado de los padres se les permiten las visitas, y yo no podría acompañarle hasta el sábado.

Se levantó otra vez y fue a un escritorio. Volvió con una fotografía en la mano.

—Pensaba enviar a Mariana este retrato. ¿Quiere llevárselo usted?

¡Qué modo extraño de mirar, tan temeroso! Como si un no de Carlos pudiera provocar una catástrofe.

—Claro que lo llevaré. Con mucho gusto.

—Es reciente. Se lo hizo en el colegio hace un par de semanas. Véalo usted. Es Germaine.

No había duda. También alta, asténica, un poco huesuda. Se adivinaba el rojo de los cabellos. Tendría veinte años, vestía pantalones de montar, y llevaba en la mano una fusta. Pero el retrato estaba hecho en París, 24,
rue de la Sorbonne
, por E Millet. Gonzalo no lo había advertido.

—Mariana se cuida mucho de nosotros, de mi hija. Le paga los estudios, y quiere, naturalmente, que vayamos a vivir con ella. Iremos, claro. Ya no duraré mucho.

Miró otra vez el reloj, disimuladamente, y se le alteró la mirada.

—Tengo que salir. ¿Quiere usted que lo hagamos juntos? Espéreme un momento. Dar una vuelta por la cocina, y cambiarme.

Mientras esperaba, Carlos paseó por la habitación y curioseó. Allí vivían dos personas. Había huellas de dos vidas muy distintas. Se acercó al piano y recorrió las teclas. En el portamúsica, piezas para cantar con acompañamiento de piano, piezas de estudiante. Se sentó, abrió una de ellas, y la tarareó, con muy mala voz, acompañándole. Entró Gonzalo, ya vestido, el abrigo al brazo, y un capacho en la mano.

—¿Toca usted el piano? Es natural. Nosotros tenemos sensibilidad. Eugenio era pintor, y yo quise ser escritor. Es natural que sea usted músico.

Había dicho
nosotros
con énfasis falso, y, sin embargo, satisfecho.

—No soy músico. Soy médico.

—¡Ah! Pero toca usted muy bien.

—Me gusta.

Gonzalo señaló las piezas para piano y canto.

—Pertenecieron a mi mujer. Era soprano, ¿sabe?, o más bien lo hubiera sido, pero enfermó de la garganta…

Hizo un gesto como diciendo: «y se acabó». Carlos no pudo saber si se refería a la voz de Suzanne o a la entrevista. Salieron juntos. Al cabo de la escalera, Gonzalo gritó en francés, mirando al ventanillo de la portera:

—¡Volveré en seguida,
madame
!

Había empezado a llover.

—¿Se marchará usted pronto?

—Mañana.

—¡Ah! En ese caso, no me atrevo a rogarle que vuelva por aquí. Tendrá que hacer en París.

—¡Oh, sí! Tengo algo que hacer.

—Le ruego que me escriba. Si otra vez vuelve a París no deje de verme. Traeré a Germaine unos días, para que usted la conozca.

—No será fácil que vuelva.

Gonzalo iba de compras. Se despidieron pronto. Recuerdos a Mariana, y todo eso; Germaine queda muy bien, y está muy bonita. Es una chica muy distinguida. Le gustará a Mariana.

Carlos le vio bajar por una calleja y vio también que, cuando se había alejado, se encasquetó el sombrero y se puso el abrigo. ¡Un hongo gris y un macferlán de varias esclavinas, un macferlán auténtico, de tela a cuadros! No pudo reprimir la sonrisa, ni casi las ganas de seguirle y comprobar, de cerca, la realidad de su disfraz. Iba a hacerlo, siguiendo un impulso cruel. Pero, en la plaza, el violín seguía tocando el vals para los norteamericanos, y el vals le trajo una luz, como una revelación: don Gonzalo Sarmiento
era
también un tipo curioso de Montmartre; recibía probablemente de la Comuna libre un sueldo y la autorización de habitar en aquel piso extrañamente luminoso, colgado sobre París. A cambio, había de salir a la calle disfrazado con hongo y macferlán. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué había mentido tanto, y qué ocultaba? ¿Tenía acaso una amante joven, para la que guisaba, por la que hacía el payaso por las calles, y no quería ser descubierto? Y si no era esto, ¿qué era? Sintió por don Gonzalo una ternura triste.

Echó a andar, cuesta abajo, metido en sí, recordando las palabras de Sarmiento, el color de su casa, los cromos, las piezas para piano y canto, el olor a lombarda, el temor, las mentiras, el disfraz, como intentando dar a todo sentido y coherencia. No se dio cuenta de que, al final de la cuesta, se cruzaba con él una muchacha pelirroja, cuya figura larga y delgada podía muy bien pertenecer a una Churruchao. Llevaba, bajo el brazo, un cartapacio grande.

Comió tarde ya, en un restaurante de los muelles, en la
Rive gauche
, y después fue caminando, por el
Pont Neuf
, hacia el
Palais Royal
. Se había olvidado de Gonzalo, de sus mentiras, y de Germaine, pero algo sucedido en la casita de Montmartre se lo recordaba, aunque abstraído de la ocasión y de la persona que lo había provocado. Había llegado a ciertas conclusiones coherentes con su profesión, pero había ido más allá: «Sus rasgos eran delicados, distinguidos. Tenía raza. Valía más lo que significaba que lo que era».

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