—¿Has echado la cuenta?
Al céntimo. Pagadas las contribuciones, te quedan libres unos sesenta duros al mes.
—Me propongo, justamente, vivir con ese dinero. Llamémoslo… una experiencia.
—¿De miseria?
—De libertad.
—No lo entiendo.
—Si acomodo mi vida a esos ingresos, puedo hacer lo que me dé la gana, o no hacer nada.
—¿Y llamas a eso libertad?
—Lo es.
Cayetano bajó la cabeza, como si meditase.
—También tú eres un anarquista. Las gentes como tú están de más en el mundo. Pronto no quedarán ya ni como mal ejemplo.
—¿Y las que son como tú?
Cayetano le miró con furia orgullosa.
—Yo me levanto cada mañana a las siete, y a las ocho estoy en mi puesto. Hago funcionar mi empresa y doy de comer a varios cientos de familias. Después de ocho horas de trabajo soy libre, pero he conquistado mi libertad.
Carlos se encogió de hombros.
—No me interesa conquistar nada. Me basta con mantener lo que tengo.
—¿Tus propiedades?
—Hablábamos de la libertad.
—¿Es por eso por lo que el otro día rechazaste mi ofrecimiento?
—No. Entonces no sabía aún a qué atenerme sobre lo que iba a hacer. Ahora ya lo sé. Si repitieras la oferta, la rechazaría otra vez, porque, aceptándola, dejaría de ser libre.
—Según tú, los mendigos son libres.
—Indiscutiblemente.
—No os entiendo. Pero me alegro de que ya no mandéis en el mundo. Las gentes como yo haremos más felices a los hombres.
Sacudió la mano como para alejar ideas inoportunas.
—Pero no te he traído aquí para teorizar, sino para pedirte un favor. Creí que te agradaría hacérmelo, incluso que te complacería. Has podido comprobar mi buena disposición hacia ti. Y debo advertirte que no suelo pedir favores, pero que cualquiera de ésos saltaría de alegría si yo, yo, le pidiese algo.
Se levantó.
—Creo que te pesará.
—Escucha un momento.
Carlos se levantó también.
—Quiero que sepas que no deseo verme mezclado en vuestros líos. O, si prefieres que te lo diga de otra manera, no estoy dispuesto a que me consideres como uno de ésos, algo así como súbdito tuyo, ni tampoco como enemigo. Deseo permanecer al margen; ya lo sabes. Acabo de hablarte de mi libertad.
Cayetano rió.
—Eso no puede ser. Aquí no hay nadie libre; aquí no hay más que amigos o enemigos. Y el que quiere estar conmigo…, ya sabe.
—Tiene que obedecerte, ¿no?
—Llámalo como quieras. Pero el que no me obedece es mi enemigo.
—Bien. Habrás visto que no te obedezco.
—Quiero pensar que no te has dado cuenta de la realidad, o que te engaña tu amistad con doña Mariana. Quizá cambies de manera de ver las cosas. Salvo si te vas del pueblo, naturalmente.
—Me quedo porque me apetece.
—Estás un poco en Babia, Carlos.
Se sentó en el brazo del sillón, sonriente.
—He oído decir que todos los sabios están un poco en Babia. ¿No te has dado cuenta de que, si quiero, puedo hacerte la vida imposible? Sin ir más allá: ayer he comprado unas tierras que lindan con tu pazo. Esta mañana fui a verlas; tus árboles les dan sombra y no dejan crecer la mies. Te llevaré al juzgado y te haré cortar los árboles.
—No lo harás.
—¿Vas a impedírmelo por la fuerza?
—No pienso. Pero vendré al casino todas las tardes, después de comer, y explicaré a tus súbditos, con todo lujo de detalles, con todos los términos técnicos que hagan falta, que eres un pobre enfermo, un neurótico aquejado del complejo de Edipo.
—¿Qué?
—¿No sabes lo que es? Está muy de moda. Cualquier médico de La Coruña podrá explicártelo. Posiblemente tus súbditos, después de saberlo, no te obedezcan como ahora, y hasta es probable que te compadezcan.
Cayetano, de un movimiento rápido, le agarró por la muñeca; y los jugadores del
tresillo
, y los del chamelo, que observaban, dejaron de jugar, se incorporaron y se hizo el silencio.
—Vas a decirme ahora mismo qué es eso.
—No.
Los jugadores se habían levantado; don Baldomero, más arriesgado, avanzó unos pasos y se metió entre los dos.
—¿Sucede algo? —preguntó.
Cayetano soltó rápidamente a Carlos.
—¡Métase donde le llamen, coño! ¿Quién le da vela…?
—No pasa nada, don Baldomero.
Carlos miró tranquilamente a los tresillistas y a los chamelistas.
—No pasa nada, señores. No puede pasar nada. Unas tierras que no quiero vender.
Dijo «Buenas tardes», y salió. Se esperaba, quizá, de Cayetano que saltase sobre él y le aporrease las costillas, o que, vuelto a los testigos, les arrojase una tras otra las sillas del salón hasta aplastar su conato de independencia. Durante unos segundos, los tresillistas, los chamelistas, los mirones y don Baldomero se estremecieron de pavor ante lo inevitable, y al mismo tiempo se alegraron de que el choque se hubiese producido. Pero Cayetano se limitó a volverse. Fue hacia el bar.
—Coñac, chico.
Apoyada la espalda en el mostrador, bebió la copa en silencio, mirando a los jugadores; después sacó del bolsillo una tagarnina, la mordió en un extremo, la encendió con fría parsimonia, y les miraba: la mirada pareció obligarles. Permanecían levantados, y fueron sentándose uno a uno, y sin chistar, los tresillistas, los chamelistas, los mirones, don Baldomero. Se sentaban y dejaban de mirar a Cayetano. Don Lino barajó.
—Corte.
Dio cartas.
Juego.
—Más.
—Usted.
En la mesa del chamelo renacía el estrépito de las fichas al chocar contra el mármol sucio.
—El as.
—Me doblo.
Les temblaba la voz.
Cayetano arrojó la tagarnina que acababa de encender y salió. Sólo cuando se oyó el ruido de la puerta al cerrarse con estrépito, don Baldomero se atrevió a hablar:
—Bien mirado, señores, somos un hatajo de cabrones, ¿no les parece?
Carlos contó el suceso a doña Mariana, y cuando llegó a lo del complejo de Edipo hubo de explicarle, muy por encima, su consistencia. A doña Mariana le hizo gracia.
—¿Y tú crees en eso?
—Ni creo ni dejo de creer. Según mis maestros, es algo que está en el alma de todos. En el caso de Cayetano, lo cierto es que siente por su madre un amor morboso. Le hubiese gustado que fuese la mujer más respetada del pueblo, la más importante, quizá también la más buena; pero existe usted.
—¿Vas a decirme que tengo la culpa?
—Por lo menos, es usted la causa. Si usted no existiese, o si, por lo menos, el padre de Cayetano no hubiera sentido por usted ese amor que todo el mundo conoce, Cayetano habría amado a su madre de una manera natural, con más o menos pasión, pero sin que la sombra de la honestidad ajena manchase la idea que tiene de su madre. Acaso se hubiese ya casado. Pero él no acepta, ni siquiera como posibilidad, que otra mujer pueda ser virtuosa o respetable, ni aun su propia mujer. Es un hombre que, en vida de su madre, sólo se casará a condición de que su mujer se le entregue antes del matrimonio, de que vaya al matrimonio embarazada, de modo que tenga que entrar en su casa con la vista baja y como de favor. Esto, al menos, me parece.
—¿Y piensas que tu amenaza servirá de algo?
Carlos se encogió de hombros.
—No lo sé. Se me ocurrió como defensa en un momento en que la disputa podía acabar a golpes. Cayetano es más fuerte que yo, y yo no quería ser apaleado delante de aquella gente. Así, al menos, he traído las cosas a mi terreno.
—Aquí podría empezar la derrota de Cayetano y el fin de su imperio.
Eso mismo pensaba mucha gente en el pueblo, después de que los testigos fueron interrogados y exprimidos, y cada uno explicó a su manera el incidente. Los hogares más románticos se conmovieron con vagas esperanzas de libertad. En otros, más realistas, se pensó que Carlos no era rico, y que, por tanto, no podía ser poderoso, pues el poder que pudiera salir de la Ciencia no se les alcanzaba. Algunas mujeres lo sintieron de veras, porque Cayetano era más guapo que Carlos, y otras dieron por sentado que en lo sucesivo sería Carlos el seductor, aunque no barruntaban qué compensación podría dar a las seducidas. Doña Lucía pasó la noche en vela, y cuando, al fin, se durmió, soñó que el Tentador, tan parecido de cara a Cayetano, peleaba con un ángel de rostro feo, como el de Carlos, y que el ángel vencía y tomaba honesta posesión de su alma, y el ser entero de Lucía se inundaba de dicha.
Pero, de momento, no sucedió nada más. Se supo que Cayetano, la tarde misma del incidente, había ido en coche a Compostela; y que, de regreso, había llevado el coche personalmente, a velocidad rabiosa, por las carreteras frías y lunadas, y que se había metido en su cuarto sin hablar a nadie. Al día siguiente apareció en el astillero a la hora acostumbrada, algo ceñudo, pero nada más. Si su poder había sido derrotado, los indicios no aparecían por ninguna parte.
Carlos, muy de mañana, cogió el carricoche y fue al monasterio. Se cruzó por el camino con el grupo de devotas; pretendía pasar de largo, pero Lucía se empeñó en detenerle y en comentar el suceso del casino. Y aunque Carlos insistió en quitarle importancia, ella lo exaltaba como verdadera heroicidad y casi abraza a Carlos por su gallardía. Un poco en segundo término, Inés, silenciosa, les escuchaba.
—No veo a Juan hace días —le dijo Carlos—. ¿Quieres decirle que me busque?
—Ha estado en cama con catarro.
—En ese caso, mañana o pasado me llegaré a vuestra casa, y así, de paso, visitaré a tu madre.
Le esperaban, ya dispuestos, fray Eugenio y fray Ossorio. El pintor llevaba consigo un cartapacio grande. Dieron un rodeo para no atravesar el pueblo por las calles bajas, a aquellas horas llenas de gente, y llegaron a la iglesia cuando ya las misas habían concluido.
No había nadie en ella, sino el monago en la sacristía, que les abrió la puerta.
Fray Ossorio recorrió las naves, lo miró todo. Carlos y fray Eugenio esperaban en el crucero.
—Aquí hay dos cosas que hacer —dijo el monje joven—. Una, es de albañiles: derribar esa parte agrietada y reconstruirla sin cambiar de sitio una sola piedra. Es posible que también sea necesario reforzar las otras paredes: ellos lo sabrán. En cuanto a restaurar la pureza litúrgica y artística, lo primero que hace falta es suprimir todos los altares, absolutamente todos, que son puros pegotes, y librar las paredes de la cal, dejando al aire la piedra. Luego, en el presbiterio, pondremos un altar exento…
Se dirigió a fray Eugenio:
—¿Quiere usted hacer el dibujo, padre?
Pero fray Eugenio se había anticipado, y con mano rápida trazaba líneas, creaba sombras y volúmenes. Le dejaron con su menester. Fray Ossorio explicó a Carlos cómo debía ser el altar de una iglesia románica.
—Una simple mesa de piedra sobre cuatro columnitas, y el mantel blanco, sin retablo, ni floreros, ni requilorios de ninguna clase.
—¿Así? —preguntó fray Eugenio.
Les mostró el dibujo. Fray Ossorio se limitó a asentir, pero Carlos lo contempló con sorpresa. Las líneas de la iglesia eran las mismas, pero el conjunto ganaba en pureza, profundidad y misterio. Había, sin embargo, una novedad, a la que fray Ossorio no se había referido: las paredes del ábside aparecían cubiertas de pinturas: una figura de Cristo, una Virgen, ángeles y símbolos. El Cristo ocupaba la parte superior en toda su anchura, y los brazos parecían extenderse para abrazar. En su conjunto, el dibujo era algo más que un esquema o un anteproyecto. Valía por sí solo, y valía mucho. No parecía trazado por la mano que pintaba ciertas Vírgenes y ciertos Santos.
Fray Eugenio, sin esperar comentarios, se había vuelto de espaldas, y desde el presbiterio dibujaba lo largo de la nave; y después fue al fondo y siguió dibujando. Volvió con tres ó cuatro dibujos más, todos de la misma calidad, en los que Santa María de la Plata aparecía transfigurada.
—Lléveselos a doña Mariana. Así podrá hacerse una idea.
Les devolvió al monasterio y quedó en volver otro día, en cuanto desempaquetase los libros, a llevar algunos que a fray Ossorio parecían interesarle. No habían mencionado al padre Fulgencio, y Carlos refrenó sus deseos de preguntarles por el padre Hugo. Temía que sus preguntas pudieran lastimarles.
—Si lo prefiere, iré a su casa —dijo el fraile—; no será difícil que el padre prior me dé permiso.
—Mi casa está todavía inhabitable.
—Nunca peor que nuestro monasterio —intervino fray Eugenio—. Pero, personalmente, prefiero que venga usted por aquí. Con un poco de suerte, podremos charlar libremente. Le enseñaré algunas cosas.
«Sus dibujos secretos», pensó Carlos. Era indudable que los que llevaba para enseñar a doña Mariana querían decir: «No se deje usted engañar por lo que ha visto. Soy un artista, y ahí tiene la prueba».
Doña Mariana los contempló con gusto.
—Quedará muy bonita la iglesia; pero de esas pinturas no habíamos hablado.
—Tampoco fray Eugenio habló; se limitó a trazarlas.
—Quizá quiera pintarlas él.
—¿Qué sabe usted de fray Eugenio? —preguntó Carlos de sopetón.
—Casi nada. Estuvo algunos años fuera de Pueblanueva, y regresó al empezar la guerra europea. Se dijo entonces que venía de París. Habían muerto todos los de su familia, y él vivió solo en su casa durante unos meses; hacía una vida rara: salía a pintar, pasaba días en el campo o en el monte, volvía sucio y barbudo y se encerraba luego, sin relacionarse con nadie. Una vez quiso pintar a una moza desnuda, y se armó un escándalo. Yo no le hablé nunca, porque su familia y yo estábamos peleados, y él pareció ignorarme; pero me preocupaban sus andanzas. Empezó a vender las tierras que le quedaban, y unos predios que tenía cerca del monasterio se los compró el prior, no éste, el anterior, que era un hombre de otra clase, un caballero. Se hicieron amigos. Eugenio lo vendió, por fin, todo, y se fue al monasterio. Vivió allí una temporada, como huésped; de pronto se metió fraile, y dejé de verle durante unos años. Por fin, supe que había cantado misa. Un día vino a visitarme el prior; me pidió que influyese para que fray Eugenio predicase todos los domingos en la misa mayor. Hablé al cura, y así se hizo, pero fray Eugenio no me dirigió jamás la palabra, como si me tuviera miedo.
—¿Sabe usted que fue amigo, en París, de Gonzalo Sarmiento?
—No. No lo sabía.