Arrojó el cigarrillo y encendió otro. Se le recordaron, de repente, las palabras de su madre, palabras que le ataban como cadenas las piernas, las manos y la voluntad. Pero, al otro lado de la puerta, la respiración queda, anhelante, de Julia, le empujaba, le atraía; podía más que el amor a doña Angustias; o, al menos, podía tanto, y le hacía tambalearse entre el deseo de entrar y el de volver al Casino tranquilamente.
—Le voy a dar un buen par de bofetadas a la mocosa esta. Va a saber lo que es andar provocando a los hombres. Y a su padre también le diré unas palabras en cuanto le eche la vista encima.
Todavía esperó, y pensó que le gustaría que Carlos estuviese allí y pudiera escuchar, como él, la respiración de Julia, y verle entrar y oír cómo la mandaba acostarse.
Empujó la puerta y se oyó un gritito ahogado. Entró a tiempo de asir a Julia por la muñeca. La atrajo de un tirón.
—¡Mira! ¡O te vas a la cama o te hago un hijo aquí mismo! ¡Largo!
Julia Mariño no se movió. Dejó caer la capa y levantó el rostro. Sonreía.
Todas las puertas estaban cerradas, nadie esperaba en ellas. La de Julia, la de Pepa Ferreiro, la de Sarita Couto. Inés cerró el paraguas y siguió sola. Estaban las calles desiertas, era de noche todavía.
Arriba, en el barrio que trepaba por la ladera del monte, algunas ventanas se veían iluminadas. Una de las últimas puertas del pueblo se abrió y se cerró en seguida. Más allá, todo oscuro. Se había levantado viento…
Se detuvo a la salida del pueblo. La carretera clareaba suavemente entre murallas de sombras; la mar batía en alguna parte, batía fuerte, y las gaviotas empezaban a graznar.
Era así todas las mañanas, y ella iba también sola, otra clase de soledad. Iba sola porque no escuchaba la charla inacabable de doña Lucía, ni los cuchicheos de Julita y Rula, ni risas, ni comentarios, ni advertencias. Iba sola; pero delante y detrás de ella caminaban sus compañeras. Nunca se le había ocurrido tener miedo, nunca las sombras y los ruidos del camino la habían hecho temblar. Ahora temblaba. Se le encogía el corazón y una cosa le subía a la garganta.
Volvió sobre sus pasos, atravesó el pueblo casi corriendo. Oyó voces dentro de alguna casa; unos marineros pasaron cargados de redes. Una taberna estaba abierta. Pero la oscuridad envolvía al pueblo, lo tragaba. Llegó corriendo a su casa, jadeante.
Clara estaba en la cocina.
—¿Y tú? ¿Te pasa algo?
—Tengo miedo.
—¿A qué?
—No sé. No me atrevo a ir sola.
—¿Sola?
Clara dejó la vela encima de la mesa y empezó a prender una piña.
—Las demás ya no van.
La piña empezó a arder. Clara la llevó al fogón y puso encima unos leños.
—Como la boticaria está enferma…
—Pues el fraile se queda sin clientes.
—Tengo que ir.
Lo dijo con pasión. Clara se la quedó mirando.
—¿Por qué no vienes conmigo? —añadió en seguida Inés.
—¿Al monasterio? Y la casa, ¿quién la hace?
Volveremos temprano.
—Supón que a Juan le da por madrugar… Y mamá, que hay que lavarla.
Inés tendió las manos.
—Te lo ruego. Diré a Juan que espere. Yo no puedo faltar, ¿no lo comprendes?
—¿Y mañana?
—Vendrás también… Hasta que busque otras amigas. No puedo faltar un solo día. Sería terrible.
—No creo que vaya a morirse el fraile.
—Pero ¿no te das cuenta de que si no va nadie dejarán de decir esa misa? ¿No te das cuenta?
Clara se acercó al llar y empezó a apagar los tizones ardientes.
—Avisa a Juan. Terminaré en seguida.
—Gracias. Gracias de veras.
Inés salió:
—Tráeme el abrigo de paso que vienes.
Todavía no clareaba cuando salieron, pero, pasado el pueblo, alboreaba por encima de los montes. Venía el viento del oeste y el cielo estaba hosco.
—Va a llover para mañana —comentó Clara.
—¿Y qué?
—Es martes de Carnaval. Y por la tarde empieza la misión. Tendrán que hacerla dentro de la iglesia.
—¿Es que vas a ir?
—¿Qué se me pierde a mí? Además, si voy contigo cada mañana…
Inés se había cogido del brazo de Clara. No respondió. Se fue ensimismando. Clara la miró un par de veces y dejó de preocuparse de ella. Al llegar al monasterio era de día. La iglesia estaba abierta.
—Si quieres puedes esperarme ahí dentro. Hay bancos para sentarse. Abajo…
—Sí… Esperaré, no te preocupes.
—Puedes oír misa en la iglesia. Es un misa corriente. La que se dice abajo…
—Ya sé. Es especial para santas…
—Claro que si quieres venir…
Clara empujó a su hermana hacia la puerta de la cripta.
—Yo no soy santa, Inés. Ya veré lo que hago.
Inés bajó las escaleras apresuradamente. Al entrar en la capilla salía el padre Ossorio, revestido, y saludaba ante el altar. Inés se arrodilló, y sólo entonces se dio cuenta de que la cripta estaba solitaria, de que faltaban sus compañeras, de que nadie bisbiseaba detrás, de que sólo ella cantaría. Juntó las manos e inclinó la cabeza.
—Te doy gracias, Señor, por haberme escogido entre todas y por haberme preservado de la cobardía. Señor, tu sierva Inés está presente en el sacrificio. Señor…
Los latines del oficiante la interrumpieron. Respondió en voz baja, pero distinta. El diálogo resonaba, creaba pequeños ecos… El oficiante se interrumpió, hizo una seña al acólito y le preguntó algo. Volvió la cabeza y miró a Inés un instante. Inés se sintió colmada de alegría, no pudo evitar que le temblase la voz.
Cuando el padre Ossorio dio la vuelta al altar y quedó frente a ella, Inés alzó el rostro y lo miró. Estaba en la penumbra, casi no podía leer en el misal, pero sabía que, entre las sombras, el oficiante oiría su voz, no una voz entre otras o un conjunto de voces. Y cuando hablase, le hablaría a ella.
Cantó quedamente el ofertorio, el gradual… Se levantó para el evangelio; se sentó para la plática. Pero el padre Ossorio no interrumpió la misa, no se apoyó en el cuerno del altar, como todos los días, pata decir: «El evangelio de hoy…». Inés sintió romperse el encanto creado por la soledad. Se preguntó por qué no le hablaba a ella sola, se metió en un barullo de preguntas, de conjeturas. Cantó mecánicamente las respuestas… Continuaba sentada o de rodillas, pero su alma no participaba en la misa. Su alma quería averiguar por qué el padre Ossorio no había comprendido la razón por la que ella estaba sola en la misa y por la que seguiría viniendo sola.
No podía ser el rumor de las mujeres que iban al mercado. Era todavía de noche, y por la rendija de una cortina entreabierta entraba luz tenue del alumbrado público, no resplandores de aurora. El rumor venía de lejos y se acercaba. Doña Lucía se tapó la cabeza e intentó seguir durmiendo. Quiso hacer del rumor canción que la ayudase a dormir, v acomodó a él el ritmo de su espíritu, porque el rumor era rítmico. Hasta que, súbitamente, comprendió: ¡El rosario de la aurora! Quedó, de pronto, espabilada. Se sentó en el borde de la cama y escuchó. Era rumor de rezos, alternados con cánticos.
Se envolvió en una bata y salió al mirador. Por la ventana del costado pudo ver, bajo la lluvia fina, dos largas filas de velas encendidas, dos largas filas de fieles cobijados bajo paraguas abiertos. Estaban ya cerca. Por el medio de la calle, la sobrepelliz de un sacerdote iba y venía, dirigiendo el rezo, ordenando las filas. Llevaba en la mano un cirio apagado que le servía de batuta y bastón de mando: lo movía con furia, con energía, con autoridad. Decía a voz en grito el «Ave María», y los fieles respondían sordamente.
Las primeras de las filas alcanzaron la altura de su casa. Intentó reconocerlas: gentes de poco pelo, viejas envueltas en mantones, algún varón perdido entre mujeres. Unas protegían del aire la llama de la vela con cucuruchos de papel; otras, con la mano ahuecada. Algunas las llevaban apagadas. Y todas parecían cansadas, forzadas.
El cura empezó a cantar, con voz desgañitada:
¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé, avé María!
Le respondieron las más cercanas, pero las de atrás río cantaban, o lo hacían en voz tan baja que no se les oía. El cura retrocedió a grandes pasos y alzó los brazos.
—¡Vamos, canten todas! ¡No rompan las filas! ¡Más de prisa, señoras! «Avé, avé, avé María.»
Se aproximó a una acera y arregló una disputa entre dos mujeres. Corrió hacia delante. «¡No tan de prisa, señoras, no tan de prisa!» Las que iban al principio se detuvieron para que la fila, rota en alguna parte, se reintegrase. El cura movía las manos, frenaba, animaba, cantaba. Se veía ahora, al final, otro cura, bajito, que llevaba la vela encendida y no parecía moverse.
Doña Lucía sonrió en la sombra y siguió mirando las que pasaban cerca. Fulana, Zutana, Perengana. Rula Doval, con su madre: se le sobresaltó el corazón. Y un poco más atrás, Pepa Ferreiro, Sara Couto y todas, todas sus ovejitas, soñolientas, aburridas, con sus velas y con sus madres. Cruzó las manos sobre el pecho y sintió que dos lagrimones resbalaban por su cara.
—¡Dios, mi fracaso, mi castigo!
Alzó hacia el cielo oscuro los ojos húmedos; por encima de las nubes resplandecía el alba, pero su luz no llegaba a la calle. Las velas, temblando en el aire azul, no desvanecían la oscuridad. Los faroles del alumbrado se habían apagado. Era una procesión de sombras; rezaban, cantaban como sombras, sin entusiasmo, sin piedad. ¿Podía aquello compararse con lo que ella había hecho, con lo que había creado? Se sumió en los recuerdos más hermosos y vio la cripta del monasterio y oyó el cantar sereno, tranquilo, de sus ovejitas y la voz grave, pastosa, del padre Ossorio, entonando el prefacio. ¡Aquello sí que era hermoso, y no el desmayo de estas voces arrastradas y los gritos metálicos del cura en medio de la calle!
¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé, avé María!
—¡Vamos, señoras, vamos! ¡Dense prisa y canten más alto!
¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé!
Sintió de pronto necesidad de gritar, de decir que no estaba conforme; pero frenó el impulso, pensando en su reputación. Después de todo, ¿para qué? Estaba a punto de marcharse; quizá ya no volviera más. Y su obra estaba destruida… De todos modos, tenía que hacer algo, enterar a la gente de que ella no iba en la procesión, de que ella no arrastraba avemarías y piernas por las calles mojadas de Pueblanueva, al compás marcado por el cirio de un sacerdote gritón. Abrió la ventana de golpe y se asomó. El cura se volvió al ruido y miró hacia arriba, Dejó, de pronto, de cantar. La apuntó con el cirio, y gritó:
—¡Un padrenuestro por el alma de esa pecadora! «Padrenuestro, que estás en los cielos…»
Veinte, treinta, cien caras se levantaron y la miraron. Le temblaron las piernas, le subió la sangre al rostro. Cerró la ventana y retrocedió. Tuvo que apoyarse en la pared, respirar hondo. En la calle se terminaba el padrenuestro y el cura invitaba a continuar, como si nada. «¡Vamos, a cantar todas! ¡Avé, avé…!» Doña Lucía avanzó en las sombras, pero las piernas se le doblaron. Dio una gran voz.
—¡Baldomero!
Y cayó en la alfombra.
El boticario llegó en seguida, en camiseta y calzoncillos. Encendió la luz.
—¿Qué sucede?
Vio a su esposa en el suelo, vio revueltas las ropas del lecho. Se arrodilló.
—¡Lucía, Lucía! ¡Óyeme, Lucía!
Ella no respondió. Don Baldomero corrió al armario, buscó algo entre las medicinas, no lo halló, y salió corriendo a la escalera. Volvió sobre sus pasos, cogió una llave y descendió de nuevo. En el anaquel de la rebotica alcanzó un frasco y subió, sin cuidarse de la puerta abierta ni de la luz encendida.
—¡Lucía, Lucía! ¡Vamos, Lucía!
La incorporó y le hizo tragar un poco de aguardiente. Ella tosió y abrió los ojos.
—Déjame, voy a morir.
Dio un suspiro profundo y quedó mirando a su marido con ojos espantados.
—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Por qué estás en el suelo?
Doña Lucía indicó la calle con un gesto vago.
—¿No los oyes? ¡Me acaban de insultar!
—¿Cómo?
—Me han llamado… ¡pecadora!
Don Baldomero corrió al mirador y vio las filas de orantes perderse por la. calle abajo. La luz de la mañana hacía ya palidecer las velas, y allá abajo, la brisa marina las apagaba.
—Llévame a la cama.
La cogió en brazos y la acostó. Ella permaneció un momento con los ojos cerrados. Los abrió de repente, como asustada.
—¡Baldomero! ¡El Señor me ha abandonado! ¡No me abandones tú! ¡Baldomero!
Él se sentó a su lado.
—Vaya, vaya. No te pongas así.
—Voy a morir.
Hizo un esfuerzo para incorporarse. Él la ayudó.
—Voy a morir, pero antes quiero hacerte una confesión. El perdón de Dios no me basta. Necesito también el tuyo. ¡Baldomero!
Le agarró las manos y le miró fijamente.
—Soy una mujer infame.
Se desplomó en las almohadas y empezó a sollozar.
—¡Infame, infame! —decía entre jipidos—. ¡Te he deshonrado, esposo mío, te he engañado con otro!
Don Baldomero la escuchaba nervioso. Por la abertura de la camiseta asomaba la pelambrera hirsuta y cana, agitada por la respiración trémula. Movía las manos torpemente; las tendía hacia el cuello de su mujer, las retiraba.
—¿Con quién? ¡Dilo en seguida! ¿Con quién? —estalló su voz.
Ella hundió el rostro en la almohada.
—Con tu peor enemigo, con Cayetano. ¡Perdóname, esposo mío! ¡Perdóname, aunque me mates!
Empezó a toser furiosamente; una tos honda, recia. Manchó de rosa la almohada y el embozo de la sábana. Sentada en la cama, siguió tosiendo, tensas las cuerdas de la garganta, los músculos de la cara. Y las manos, agarradas a las rodillas, crispadas sobre la colcha. Don Baldomero mantenía los puños cerrados, en el aire. Se le había petrificado el rostro, se le había fijado en un gesto de dolor. Los calzoncillos, medio caídos, dejaban ver una franja del vientre, una franja estrecha de carne velluda.
—¡Lucía! —dijo con voz desgarrada, y tendió nuevamente hacia el cuello traslúcido las manos engarabitadas.
De pronto se aflojó y empezó a llorar. Le dio un hipo agudo, que le convulsionaba el tórax, que le estremecía las piernas desnudas, y del hipo salía algo así como un silbido ronco, rematado en estertor.
Salió corriendo. Quedó abierta la puerta del corredor. Un ruido de toses llenó la casa.