Se dejó caer en el asiento, repentina, inexplicablemente abrumado. Vio los ojos del padre Ossorio clavados en él y escondió la mirada. Su mano tentó la mesa hasta hallar la copa, bebió el último sorbo y la tendió a Carlos para que le sirviese más.
—¿Qué le ha pasado, padre?
—Nada. Creo que me he portado indiscretamente. Yo he venido aquí con un encargo. Una vez cumplido, ¿por qué he de quedarme? Y, sobre todo, ¿por qué no he de limitarme a obedecer? —se volvió al padre Ossorio—. Tengo que llevar sus hábitos. El prior piensa que debe usted ir de paisano y que los hábitos pueden servir para otro. Haré un paquete. ¡Don Carlos, no importa que esas prendas estén mojadas! En el monasterio secarán.
Las recogió, las envolvió, las ató. Carlos le ayudó a poner su propia capa.
—Padre Ossorio, le deseo suerte. Soy un viejo indiscreto, pero le tengo un gran afecto, le quiero como si fuera usted hijo de mi carne. Perdóneme si le hice algún daño.
Le tendió la mano. Se le habían tensado los músculos de la cara, sus ojos miraban a la pared.
—Voy con usted, padre Eugenio —dijo Carlos.
Salieron de la torre, recorrieron en silencio el pasillo. En el zaguán, Paquito abría el postigo del portón.
—Buenas noches, padre. No está la noche como para ir de viaje. Miraba a Carlos con un brillo burlón en las pupilas.
—Está bien. Retírate.
—La noche está como para morirse, ¿eh? Confesor no había de faltar.
—Retírate.
El padre Eugenio había requerido la mula. Carlos acudió a tenerle el estribo.
—Dígame, padre: ¿también hace un momento se sintió usted vacío de Dios? Ya sabe cuándo le digo.
Fray Eugenio no respondió. Palmoteó el cuello de la caballería y se hundió en las sombras del jardín. El viento, furioso, arremolinó los vuelos de la capa en el aire oscuro.
Carlos echó los cerrojos al postigo.
—Si viene Rosario, explícale —dijo al
Relojero
.
—Bueno.
—Y si ves que pasa tiempo y no viene, acuéstate.
Cuando llegó al cuarto de la torre, fray Ossorio se había casi vestido las ropas de paisano. Intentaba anudarse una corbata negra, arrugada.
—Eso se hace ante un espejo, padre. Cuando no se tiene práctica, claro.
—Antes sabía.
Fracasado, dejó la corbata en el brazo del sillón.
—Total, ahora no me hace falta.
Carlos le señaló la tonsura.
—Habrá que quitarse eso.
—Sí, claro… Con afeitarse la cabeza…
—¿Tiene usted boina? ¿O sombrero?
El padre Ossorio movió la cabeza.
—No. No se me había ocurrido.
—Yo le daré una que tengo por ahí. No me hace falta. Siéntese. Es temprano para acostarse.
—¿Le dijo algo… fray Eugenio?
—Nada.
Miró al aire y sonrió.
—Tiene gracia. De pronto, se dio cuenta de que estaba diciendo cosas en las que no creía. Y no pudo continuar. Es un buen hombre. Puede engañarse, pero no mentir. A mí me pareció terrible lo que estaba diciendo. Yo he tenido dudas, vacilaciones; me he sentido en pecado. Pero eso, ese vacío… Me hubiera gustado oírle hasta el final.
—¿Para qué? ¿Para vaciarse también?
—No. Yo…
—Ese vacío está dentro de todos, y lo hallará a poco que escarbe en su alma. Lo va a hallar, aunque no quiera, y, en la situación en que se encuentra, quizá sea mejor. Al menos no sufrirá.
—Pero ¿no comprende que si algo me sostiene ahora mismo es la fe?
No sé qué voy a hacer ni qué va a ser de mí. Pero confío en que Dios no me abandone.
Carlos se levantó, fue al anaquel, cogió un libro y volvió a dejarlo en su sitio.
—¿Está arrepentido de lo que hizo?
—No. Eso, no. Lo volvería a hacer. No podía aguantar más.
—Entonces, renuncie a la esperanza. Por lo menos, a esa clase de esperanza. No le digo que deje de creer, porque eso depende de algo que está por encima de la voluntad; pero, si puede, olvide también la fe, déjela dormir y apagarse. No le conviene nada meterse ahora en un conflicto espiritual, cuando tiene que buscarse el pan de cada día. Los dramas de conciencia requieren, para que resulten bonitos, tener la pitanza asegurada. Y a usted, esos cuarenta duros, después de pagar el viaje, le van a durar exactamente ocho días. Si tiene suerte, habrá de trabajar muchas horas diarias, y los dramas de conciencia son incompatibles con el trabajo. Son absorbentes, monopolizan el ser entero del hombre. Y, a la postre, no sirven de nada.
Fray Ossorio había inclinado la cabeza y dejaba que sus manos reposasen sobre las rodillas, pero movía los dedos nerviosamente y frotaba uno contra otro los pies desnudos.
—¿Por qué habla usted así, don Carlos? Me da la impresión de que no siente lo que dice. Es como si diera un consejo en el que no cree.
—Pero es razonable, ¿sí o no?
—No lo sé aún.
—Lo sabrá, y pronto. Y comprenderá en seguida que no hay nada más aniquilador que un drama excesivamente duradero. Entonces, tendrá que elegir entre volver a la Iglesia, al sacerdocio, con todas sus consecuencias, o darle la espalda y entregarse al mundo…
Hizo una pausa… Fray Ossorio seguía sin mirarle.
—… al demonio y a la carne. Incluso debe usted casarse.
Fray Ossorio pegó un salto en el asiento.
—¿Qué dice? ¿Casarme yo? ¡Siento la repugnancia más absoluta por las mujeres y considero su compañía incompatible con una vocación intelectual! No sé a qué extremos podré llegar, pero jamás tendré relaciones con mujeres, estoy seguro.
Miraba con una especie de temor y vergüenza mezclados, y como si Carlos, al suponerle capaz de casarse, le hubiera ofendido.
—Quiero vivir en paz —agregó.
Carlos rió.
—No se asuste. La paz, lo que se dice la paz, sólo se halla en Dios o en el demonio. El que fluctúa pierde el tiempo, se pierde a sí mismo y, a la postre, supongo que lo mandarán al limbo, que no es a donde van los inocentes, sino los imbéciles.
Sacó del bolsillo la pipa y empezó a cargarla.
—Créame a mí, que soy uno de ellos.
En el hogar crepitó un leño, y un haz de chispas salió disparado por la chimenea. Carlos estuvo a punto de decir: «¡Ahí va el diablo, chimenea arriba!». Pero no se atrevió. Fray Ossorio parecía absorto y, con el ceño fruncido, miraba sus pies, ahora quietos. Carlos esperó.
—¿Sabe qué estoy pensando, don Carlos? Que también tendrá usted que darme unos calcetines. El padre Eugenio olvidó ese detalle. O, a lo mejor, es que no los hay en el convento.
—Es orden del prior. La cripta no volverá a abrirse.
—Pero ¿y la misa?
El lego movió la cabeza.
—Orden del prior.
—Quiero hablar al padre Ossorio —dijo Inés con firmeza.
—El padre Ossorio se ha marchado.
—¿Se ha marchado? ¿Cómo? ¿Adónde?
El lego se encogió de hombros.
—No sé. No puedo decirle nada.
Clara había permanecido aparte, guarecida en la puerta de la iglesia.
Se acercó.
—¿Quiere usted llamar al padre Eugenio?
—Estará en el confesonario.
—No voy a ir yo a buscarlo…
El lego entró en la iglesia. Inés dijo:
—¿Le conoces?
—Alguna vez le hablé. Seguramente nos dirá lo que pasa.
—No entiendo…
El rostro de Inés se había contraído. Parecía mirar hacia dentro. Apretaba los dientes, y los dedos, morados del frío, se crispaban sobre el misal.
—No será nada, mujer. Habrá ido a predicar a alguna aldea.
—Al padre Ossorio no lo entienden en las aldeas.
—Ya sabes que ellos tienen que obedecer…
Cogió a Inés del brazo y la metió en el portal de la iglesia.
—Vamos a ponernos como sopas. ¡Qué tiempo!
Sacudió el paraguas. Inés, arrimada al postigo, no parecía verla ni oírla.
—No es posible.
Apareció el padre Eugenio. Se detuvo al verlas, sonrió, se acercó en seguida. Inés le miró anhelante. Clara le tendió la mano.
—Buenos días, padre. ¿Me recuerda?
—Sí, claro. Buenos días.
—Ésta es mi hermana Inés. Ya sabe. De las que venían a la cripta.
—Sí, sí. La he visto algunas veces. Con las otras, claro; con…
Inés le interrumpió.
—¿Qué sucede? ¿Por qué han cerrado la cripta? ¿Por qué no está el padre Ossorio?
Fray Eugenio la miró en silencio. Le puso luego la mano encima del brazo y movió la cabeza.
—Eso se acabó. El padre Ossorio se ha ido.
—Pero ¿adónde? ¿Cuándo volverá?
—No sé adónde ha ido ni creo que vuelva nunca.
—¡No! —la propia Inés se sorprendió de su grito. Cohibida, se tapó el rostro con la mano, como si pretendiera arreglar el velo—. Quiero decir que no es posible. El padre Ossorio no puede abandonarnos.
—Piense usted que antes él fue abandonado. Desde el domingo, sólo ustedes vienen a la misa de la cripta. Es decir, sólo usted, porque su hermana no suele bajar.
—¿Y qué? Yo no he faltado un solo día. Yo no podía faltar, ¿comprende?
Yo… —miró a fray Eugenio desesperada—. ¡Usted no puede comprenderme!
Clara intervino.
—Mi hermana quiere ser monja, y el padre Ossorio era algo así como su director espiritual. Tiene que sentirse abandonada.
—Al padre Ossorio le estaba prohibida toda dirección espiritual. Y no creo que haya desobedecido, ni aun en el caso de su hermana.
—No lo entiende usted. No lo entenderá nadie, pero necesito que el padre Ossorio lo entienda y lo sepa. ¡Ahora no puede abandonarme!
Clara y el padre Eugenio se miraron.
—Inés, ¿quiere usted que la escuche en confesión?
—¿Por qué? ¿Para qué? ¡Estoy en gracia de Dios; ayer, todavía ayer, he comulgado! Y no recuerdo haber pecado desde entonces.
Volvió el rostro hacia Clara, furtiva, rápidamente.
—No. No he pecado. Usted no entiende…
—En el confesonario, con sosiego, intentaría entenderla.
—No es un secreto, no es nada que tenga que ocultar. Yo he escuchado al padre Ossorio durante dos años. Él ha conducido mi alma hacia Dios, pero mi camino no ha terminado. Todavía necesito su ayuda. Dios está lejos.
Bajó la cabeza y añadió con voz tenue:
—Lo estará para siempre si él no vuelve.
—Si ha escuchado atentamente al padre Ossorio, habrá usted aprendido que no se llega a Dios por las palabras de un hombre, sitio por los sacramentos de la Iglesia. Seguramente era eso lo que usted necesitaba saber, y el Señor puso al padre Ossorio en su camino sólo por ser él, y no otro sacerdote, quien podía enseñárselo. Pero ahora que ya lo sabe, ahora que usted sola puede recorrer lo que le queda del camino, el Señor lo ha apartado de usted, acaso porque, en alguna otra parte, es necesario a alguna otra persona.
Inés le había escuchado moviendo suavemente la cabeza.
—No —dijo en seguida—; si fuera así, el Señor no mandaría a sus santos, porque sus santos serían innecesarios. Pero Dios manda a sus santos para. que en sus palabras se escuche la voz del Señor.
La mirada del padre Eugenio se retiró de las pupilas, se escondió en la hondura de los ojos.
—El padre Ossorio no es un santo —dijo con voz grave.
—¿Qué sabe usted?
—Señorita, no dudo que usted habrá escuchado la voz de Dios en las palabras del padre Ossorio; pero debe saber que ha marchado del convento después de un acto de rebeldía. Más exactamente, después de un acto de soberbia.
—¿Contra usted?
—¡Oh, no, de ninguna manera! No lo piense. El padre Ossorio fue siempre mi amigo y mi compañero; nunca fui su superior.
—Da igual contra quien sea. El padre Ossorio sólo puede haberse rebelado contra el demonio. Esto me tranquiliza.
Desapareció la tensión de su cara, le brillaron los ojos, sonrió.
—Me tranquiliza y empiezo a entenderlo. No es que me haya abandonado; es que… Usted se reirá, claro. Pero los actos de los santos a veces no se comprenden fácilmente. Tiene usted que haber leído muchas cosas semejantes.
—Sí, naturalmente. Santa Teresa…
—Perdóneme, pero lo único que me interesa ya es saber si escribirá a alguien, si le escribirá a usted. Necesito averiguar cuanto antes dónde está. Él no me conoce, no sabe de mí. Ignora hasta qué punto me ha dirigido a mí, exclusivamente a mí, por medio de las palabras que dirigía a las otras…
Se interrumpió; frunció levemente el ceño.
—A todas esas desertoras. Tengo que escribirle y hacérselo saber.
—Acaso don Carlos Deza…
—¿Deza? ¿Nuestro primo Deza? —interrumpió Clara—. ¿También anda metido en esto?
—El padre Ossorio pasó la noche en su casa. Don Carlos fue tan amable que le dio cobijo.
—Pues si el padre Ossorio tenía alguna pena o alguna dificultad, ya habrá encontrado ayuda en Carlos Deza. Una gran ayuda… Usted también es amigo de él, ¿verdad?
—Sí.
—Un gran tipo. Inteligente, valiente y, sobre todo, caritativo —se volvió a Inés. En su tono se mezclaban la burla y la indignación contenidas—. Podemos pasar por su casa. Si hay alguien que sepa adónde fue el padre Ossorio, tiene que ser Carlos. No hay otro como él para sacar a la gente lo que piensa… y dejarla luego en la estacada.
Tendió la mano al padre Eugenio.
—Muchas gracias, padre. Se acabaron las visitas al convento.
—¿No volverá usted?
—Por mí, no hubiera venido nunca. Si estoy aquí es porque ésta no venga sola, tan de mañana y con este tiempo.
Inés, serena, sonreía.
—Adiós, padre. Esté seguro de que el padre Ossorio se rebeló contra el diablo y que, donde esté, crecerá en santidad.
Fray Eugenio alzó la mano y la bendijo.
—Que Dios la oiga, hija mía.
Permaneció a la puerta de la iglesia hasta que Inés y Clara se hubieron alejado. Regresó luego al confesonario e hizo seña a una aldeana que esperaba.
—Este fraile es simpático y parece buena persona —dijo Clara a su hermana; pero Inés no le respondió—. Tiene que ser algo pariente nuestro. Hasta se parece un poco a Juan —insistió Clara.
—¿Cómo? ¿Decías algo?
—No. Nada. Sólo que el mal tiempo va a durar.
Caminaban cogidas del brazo. Clara llevaba el paraguas, pero Inés iba más de prisa, como tirando de su hermana. Le había caído el velo, y el viento le alborotaba los cabellos. «¡Qué bonita es!» —pensó Clara. Le dio un escalofrío de miedo por Inés. Le apretó el brazo. Inés volvió la cara suavemente.