—Si usted lo ordena, padre…
El prior dio unos pasos hacia el fondo sombrío de la celda v dijo desde allí:
—Naturalmente. Lo he ordenado ya.
El padre Ossorio hizo ademán de marchar.
—Está bien. Ya me señalará la misa que debo decir y en qué altar.
—¡Espere! ¡No se vaya todavía! Aún no hemos empezado. Se acercó lentamente a la mesa y levantó un poco el quinqué. El padre Ossorio quedó enteramente iluminado.
—He estado haciendo la distribución del trabajo en el colegio que vamos a abrir este año, en septiembre. Usted será el director de estudios y, además, enseñará francés, literatura, filosofía y latín.
—¿Y mis versiones?
—A partir de octubre no serán necesarias.
El padre Ossorio dijo titubeante:
—También… hago algunos artículos. De teología, claro —miró al prior de soslayo y agregó con tono especialmente convincente—: Puedo publicarlos, si los termino y si vuestra paternidad lo autoriza, en revistas alemanas. Los pagan bien.
El prior le escuchaba con sonrisa esbozada y mirar burlón. El padre Ossorio hizo un esfuerzo por seguir hablando.
—No son gran cosa. Me faltan libros y me falta, sobre todo…
Se detuvo y alzó las manos implorantes.
—¿Qué más le falta, padre?
—Las cartas del padre Hugo. Si pudiera tenerlas tres meses, dos meses nada más… Mientras no abrimos el colegio. Tengo tiempo de sobra. Y no abandonaré las versiones, créame.
El padre prior meneó la cabeza.
—No, padre Ossorio. Lo siento.
—¿Por qué?
—No tengo que darle explicaciones. Puede retirarse. Vaya con Dios.
El padre Ossorio inclinó la cabeza y se encaminó a la puerta. Dio unos pasos, posó la mano sobre el picaporte, lo levantó: con la puerta entreabierta, se volvió bruscamente.
—¿Se da cuenta, padre prior, de que así se frustra mi carrera?
El padre prior dio unas zancadas, casi saltos, hasta acorralarlo en el hueco de la puerta donde había permanecido.
—¿Su carrera? ¿Es que tiene usted otra carrera que la de fraile?
Se cruzó de brazos ante él. Le clavó —otra vez— la mirada en las pupilas. El padre Ossorio parpadeó.
—Responda.
—Me he expresado mal —la voz del padre Ossorio era apenas un hilo tembloroso—. Quería decir mis aptitudes. La Regla dice duramente que cada fraile, dentro de la vida común, debe ser utilizado según sus aptitudes.
—Y las de usted, ¿cuáles son? ¿Teólogo?
—Eso creo. Eso han creído también… mis maestros.
—Está usted equivocado, y ellos también lo estaban. Usted no sirve para nada más que para perturbar el buen orden del monasterio. Usted es un fraile díscolo, ya se lo dije antes. Un soñador, ya se lo dije más veces. Un verdadero estorbo, le añado ahora. Pero eso se acabó. Hará usted lo que le mande sólo porque yo lo mando, sin levantar la cabeza, sin rechistar, sin comentarlo con otros frailes.
Obedientia perinde ac cadaver
. Entendido?
—Yo no soy jesuita.
—¿Y qué? ¡Es usted fraile y ha hecho voto de obediencia!
—Efectivamente: a mis superiores en cuanto interpretan la Regla. Hay una ley a la que deben acomodarse todas las voluntades, incluso la de usted. Yo obedezco a la ley a través de las órdenes de mis superiores, no a la voluntad individual, acaso caprichosa, de nadie.
Iba a responder el prior, pero el padre Ossorio le pisó las palabras.
—Por esta causa, cuando su paternidad reúna el capítulo para tratar lo del colegio, me opondré. Va contra la Regla.
El prior fue hacia su mesa con pasos tranquilos, se sentó, extendió los brazos y las manos sobre el tapete.
—Acérquese, padre Ossorio. Más. Lléguese hasta aquí.
El padre Ossorio quedó, de pie, al otro extremo de la mesa. Erguía la cabeza, pero no miraba a los ojos del prior.
—¿Sabe usted que puedo expulsarle del monasterio por lo que acaba de decir?
—Sí.
—¿Y sabe usted por qué no lo hago?
—No.
—No le expulso del monasterio, padre Ossorio, porque, fuera de él, se moriría usted de hambre. Pero le castigaré. Públicamente. Relataré esta escena en el capítulo.
El padre Ossorio se inclinó, apoyó en el borde de la mesa las manos crispadas.
—No, padre prior. No es por piedad por lo que no me expulsa, sino por gozarse en el castigo. Usted es un fanático de su autoridad. Usted cree que es bueno todo lo que se le ocurre, y malo lo que se les ocurre a los demás y no se le ocurre a usted. Usted es un hombre listo y llegará a obispo, pero es muy poco inteligente, y no concibe que la fe, y la vida en un monasterio, incluso la vida cristiana en general, puedan ser distintas de como usted las imagina, Usted envidia el recuerdo del padre Hugo, y detesta su memoria, y guarda sus cartas encerradas porque usted jamás las hubiera pensado ni las hubiera escrito: le faltan el saber, la humanidad y la caridad. Usted, por último, no imagina que pueda marcharme del monasterio, aunque usted no me expulse.
—Y usted es un soberbio, padre Ossorio. Le perderá su soberbia.
Se aflojaron los músculos del padre Ossorio. Retiró las manos de la mesa y las cruzó sobre el pecho. Vaciló tinos instantes y se arrodilló.
Antes de que pudiera hablar, el prior le gritó, descompuesto:
—¡Levántese! ¡Yo no le he mandado arrodillarse!
El padre Ossorio obedeció. Ya de pie, con los brazos cruzados, miró al prior.
—Hable ahora.
—Es posible que sea un soberbio, pero soy capaz de humillarme: usted acaba de verlo. Le pediré perdón por haberle insultado. Me acusaré delante de la Comunidad. Cumpliré el castigo que usted me imponga a condición de…
—¿De qué?
—De que me devuelva las cartas del padre Hugo.
El prior se rió. Se irguió de un salto, fue a una alacena y la abrió. Revolvió entre unos legajos y sacó un paquete.
—¡Las famosas cartas del padre Hugo!
El padre Ossorio corrió hacia él con las manos tendidas.
—¿Me las dará? ¿Me las prestará siquiera?
—Apártese.
Se sentó nuevamente.
—Aquí están las cartas. Le prohíbo tocarlas. Las destruiré, pero antes quiero decirle lo que pienso de ellas. Escúcheme bien. Las cartas del padre Hugo serán su perdición. Le han envanecido a usted. No se da cuenta de que usted, más que su destinatario, ha sido el pretexto para escribirlas. Desde que las recibió se cree usted un cristiano dé excepción y está equivocado. Es usted un mal cristiano, un pecador público, un extravagante, un imbécil. Le he tolerado sus ocurrencias, sus desobediencias, durante más de dos años, con la esperanza de que se desengañase o de que, a fuerza de paciencia, pudiese hacer algo bueno de usted. Pero usted ha sido como una muralla opuesta a mi voluntad. Usted ha sido el escollo en que he tropezado constantemente. Usted ha arrastrado a su bando a ese ingenuo padre Eugenio y se ha valido de su antigüedad para perturbar la disciplina del convento. Lo he aguantado mientras he podido, pero ya se acabó.
Hizo una pausa breve y cubrió con las manos el paquete de cartas.
—En cuanto a esto…, Roma lo prohibirá, porque es dañino. Yo no soy un teólogo, como usted, pero tengo sentido común y comprendo el mal que harían estas cartas. Son teología subversiva. Son puro protestantismo. Propugnan una Iglesia mística en la que la jerarquía se convierte en algo puramente fantasmal y donde la autoridad desaparece. ¿Qué es un obispo para el padre Hugo? El que puede ordenar sacerdotes. ¿Qué es el Obispo de Roma? Poco más que un obispo distinguido. En la Iglesia soñada por el padre Hugo no hay curia, ni cánones, ni congregaciones. No hay más que amor y liturgia.
—En el Evangelio, padre prior, no hay otra cosa.
El prior golpeó la mesa furiosamente.
—Pero ¡la Iglesia se defendió a fuerza de cañones! ¡La Iglesia existe porque supo crear un derecho inflexible y una moral invariable! ¡La Iglesia existe porque es, ante todo, Autoridad efectiva, Autoridad operante!
—La Iglesia existe porque el Señor le prometió que el infierno no prevalecería contra ella.
—Y, en vista de eso, ¿qué quiere usted? ¿Que nos echemos a la bartola? ¿Que sea la Iglesia como este monasterio, un barco a la deriva?
El padre Ossorio se encogió de hombros.
—Yo no voy a arreglar…
—¡Cállese! La Iglesia está en pie y marcha porque, ante todo, ha sabido desentenderse de los tipos como usted, que todos son iguales y todos dicen lo mismo. En grande o en pequeño, esta escena se repite cada año o cada decenio. Sólo se diferencia en la decisión final. Unos se someten; otros no quieren someterse. Entonces, la Iglesia los arroja de su seno.
Se puso solemnemente de pie.
—Dígame, padre Ossorio: usted, ¿a cuál de los grupos pertenece? Le anticiparé cuál va a ser su castigo: cinco años en una cartuja, el silencio y el trabajo hasta que hayan domado su soberbia.
Al padre Ossorio le tembló la voz.
—Padre prior…
—Ni un día menos, padre Ossorio.
—Entonces… —el padre Ossorio se detuvo, miró a todas partes, se limpió una lágrima—, me marcharé.
Se miraron unos instantes. El padre Ossorio parpadeaba. Cerró los puños y los movió en el aire.
—¡Bueno! ¡No me mire más! ¡Usted no es Jesucristo! ¡Y no olvide que juntos seremos juzgados!
El prior, tranquilo, cogió un libro pequeño, antiguo, encuadernado en pellejo de carnero, y lo hojeó.
—Escuche. La Regla dice: cuando un fraile quiera salirse del monasterio, el prior le entregará, como viático, una cantidad prudencial, suficiente para que no carezca de alimentos al menos durante una semana.
Cerró el libro de golpe.
—Puedo darle treinta duros.
—No los quiero.
El padre Ossorio corrió hacia la puerta, salió y cerró de golpe. El portazo resonó en los claustros vacíos; el viento apagó el ruido de sus pisadas. Entró en su celda, recogió algunas cosas, las metió en un pañuelo, hizo un atadijo. Se movía de prisa, con furia, con miedo. Levantaba la vista a cada paso y miraba la puerta. Otra vez en el claustro, corrió hacia la salida, abrió el postigo y se halló en el atrio solitario, barrido del viento. Una racha le sacudió violentamente contra la pared. Caminó contra el vendaval, inclinado, hasta torcer la esquina; le empujó, entonces, por la espalda, hacia la carretera desnuda y solitaria. Sentía teclear en la capa las gruesas gotas de la lluvia, se sentía impelido, arrojado por el viento. El mar bramaba a su izquierda, rebasaba la playa: los salseros mojaban sus sandalias. Frente a él se alzaba el monte oscuro. Corrió hasta alejarse del mar, coronó un repecho. El viento bruaba en las copas de los pinos. Buscó, jadeante, el tronco hueco de un castaño, donde, jugando de muchacho, se había escondido muchas veces, y se refugió en él.
—¿Sabe usted que fray Ossorio se ha marchado?
El prior no le miraba. Espetó la pregunta a fray Eugenio como sin darle importancia, mientras ordenaba unos papeles. Había encendido la lámpara de carburo pendiente del techo: la llama se movía, crecía, menguaba y hacía un ruidito sibilante, un ruidito tenue corno un soplido. La calva del prior, justo debajo de la lámpara, brillaba más o menos; llegaba, en algunos momentos, a ser resplandeciente como un halo.
—Sí, lo sabía. Es decir…
—Es decir, ¿qué?
—Lo he supuesto.
—¿Le ha visto antes de marchar? ¿Han hablado?
El viento batía las ventanas, silbaba en los aleros. La mole enorme del convento parecía temblar y conmoverse al empuje estruendoso del huracán. Por alguna rendija se colaba un cuchillo de aire que agitaba los papeles.
—Le busqué en su celda. No estaba. Por algo que vi…
—¿Qué vio?
—Desorden. Y también eché en falta algunas cosas.
El prior se desinteresó repentinamente de los papeles y encaró a fray Eugenio. El resplandor del carburo se reflejó entonces en su frente, en la punta de la nariz.
—Se ha marchado. Ha abandonado el convento.
—¿Por qué?
—¡Vaya usted a saber por qué hacen las cosas estos tipos! De todos modos, si alguien puede saberlo, es usted.
—Yo no sé nada.
—Pero no le extraña. Bien, Tampoco me extraña a mí.
Se levantó, se acercó a fray Eugenio y le puso una mano en el hombro. Su cara quedó en la sombra.
—Si quiere que sea sincero, añadiré que me alegro. Me alegra que se haya marchado y me alegra que lo haya hecho así, sin escándalo. Tiene a su favor, al menos, el no haber dado mal ejemplo.
Dejó caer el brazo, buscó la mirada esquiva, avergonzada, de fray Eugenio.
—¿Qué le parece?
—No sé lo que ha pasado. No puedo opinar.
—Yo le diré lo que pasó. Se rebeló, aquí mismo, contra mí. Le castigué. Marchó por no cumplir el castigo. Un acto de soberbia.
Señaló con la mano los billetes, aún encima del tapete.
—Le ofrecí un viático, y lo rechazó. Ha marchado sin un céntimo.
Rodeó la mesa y volvió a sentarse. En aquel momento osciló la llama, pareció que iba a apagarse. El prior se incorporó, dio un golpe enérgico a la lámpara, y la llama volvió a brillar.
—Tiene usted que buscarle y llevarle ese dinero. Quizá le dé unos duros más. Sí, unas pesetas más. Doscientas en total. Con doscientas pesetas tiene para gobernarse unos días y procurarse acomodo.
—¿Buscarlo? ¿Sabe dónde está?
El prior rió con una muequecilla forzada.
—Los locos se buscan entre sí. ¿Adónde iría usted si se le ocurriese escaparse? Pues al mismo sitio habrá ido él. Coja ese dinero y vaya ahora mismo. Espere. Ahí van cincuenta pesetas más.
Abrió el cajón y sacó otro billete.
—¡Cuarenta duros! ¡Está el convento para perder cuarenta duros por el capricho de un mequetrefe!
Fray Eugenio recogió el dinero sin guardarlo y no se movió.
—¿Espera usted algo? Ya sabe adónde ir: a casa de don Carlos.
—Quería preguntarle si…
Vaciló.
—… si puedo invitarle a regresar al convento… En el caso de que vuestra paternidad esté dispuesto a admitirlo.
—¡Ah! Eso como usted quiera. No es cosa mía. Yo no le expulsé, ¿comprende?
—Pero ¿y el castigo?
—¿El castigo?
—Sí. En aquel momento quizá fuese indispensable como amenaza. Pero ha pasado algún tiempo. Vuestra paternidad está más tranquila, y él se habrá arrepentido. Puedo decirle que vuestra paternidad le perdona. O que le perdonará con ciertas condiciones.