—¡Lu… cí… a…!
A poco llegó la criada, acabando de vestirse.
—¡Vaya, señora, vaya! ¡A ver, que le doy algo!
*****
Don Baldomero subió la cuesta. del Penedo con el pecho doblado, las manos cruzadas a la espalda. Miraba, sin verla, a la tierra. Recibía la lluvia sin sentirla. El cerebro le daba vueltas alrededor de una sola idea, de una sola frase, cada vez más grande, cada vez más recia. La leía en las piedras del camino, la escuchaba en el ruido del aire.
Empujó la verja, recorrió la vereda, llegó ante el portón abierto. Antes de entrar levantó al cielo los ojos enrojecidos.
—No lo merezco, Señor —dijo en voz alta; e inmediatamente se corrigió—.
Sí, lo merezco. Soy un pecador furioso, impenitente. Soy malo.
Carlos estaba afeitándose. Mandó a Paquito que llevase al boticario al cuarto de la torre, y que cargase la cafetera con agua para dos. Se dio prisa en terminar. Halló a don Baldomero derribado en el sofá, con la cabeza entre las manos.
—¿Qué le sucede?
Don Baldomero, puesto de pie, alzó una mano.
—Si no lo sabe, es que el cielo aún no me ha castigado bastante. Pero si sospecha lo que me pueda pasar, dígamelo, don Carlos.
Carlos negó con la cabeza.
—Entonces —respondió don Baldomero, con voz abrumada—, me falta todavía la parte más dolorosa de mi tragedia, la vergüenza pública.
Se dejó caer en el sofá.
—Mi mujer me ha engañado.
—¿Cómo?
—Ella misma me lo confesó no hace todavía un par de horas.
Espontáneamente, creyendo que iba a morir.
Hizo una pausa y tendió hacia Carlos las manos implorantes.
—¡Con Cayetano! ¡Con mi peor enemigo!
—No.
—¿Cómo que no? ¿Es que puede dudarse de las palabras de un moribundo?
Carlos se sentó, sonriente.
—No puedo creerlo, don Baldomero. Aunque lo haya jurado por todos los santos celestiales. Su mujer no le ha engañado.
El boticario le puso una mano en el hombro.
—Don Carlos, si esas palabras las dicta una intención de amigo, se las agradezco. Pero es inútil que siga por ese camino, Mi mujer no mintió. Esperaba que la matase, y hasta no sé si me pidió que lo hiciera. No lo recuerdo bien. Pero decía la verdad.
Volvió a interrumpirse. Juntó las manos y las alzó crispadas.
—¿Se da usted cuenta, don Carlos, de mi situación? Cómo usted habrá adivinado, no fui capaz de matarla.
Volvió a ponerse de pie, dio unos pasos sobre la alfombra, echó aliento a las puntas de los dedos v se frotó las manos.
—No fui capaz, don Carlos. Ella tosía. Soy ¡in cobarde, un puñetero sentimental. Me dio pena, ¿comprende? Pudo la pena más que mi honor mancillado. Además, lloré.
En silencio miró a Carlos.
—¿No le da risa?
—¿El qué?
—El que haya llorado.
—Es lo natural. Usted, en el fondo, quiere a su. esposa. No tia dejado de quererla.
—Y, aunque eso sea así, llorar es una cobardía, y yo, un ridículo cabrón. ¡No me mire de ese modo, don Carlos! ¡Soy un cabrón! ¡Yo, un carlista de Vázquez de Mella! ¡Soy tan cabrón como cualquiera, como don Lino, como Martínez Couto, como cualquiera de los «joíos» padres y maridos de las mujeres seducidas por Cayetano! ¡Ya tengo por derecho propio un puesto de honor en la popular cofradía del Cuerno!
Su mano abierta trazó en el aire una raya tajante.
—Se acabó la cabeza erguida, se acabó el mirar cara a cara a Cayetano, se acabó el orgullo. ¡Si al menos la hubiera matado! Pero no la maté, no. El Cielo se cebó en mí. Dios no me ha permitido cumplir con mi obligación. Detuvo mi mano, como la mano de Abraham, y me hizo llorar como un nene. ¿Y sabe usted por qué? Porque entre Dios y yo están pendientes muchas cuestiones, porque llevo varios años haciéndole jugadas gordas y porque hasta ahora logré permanecer impune. Pero el Señor esperaba. El Señor conocía el corazón de mi mujer y podía esperar. Quería castigarme con lo que más me había de doler.
Carlos le interrumpió.
—¿Por qué complica a Dios en estas cosas?
—Dios está en todo. No se mueve una hoja sin su Santa Voluntad. Por otra parte, el cornudo es siempre un personaje con derecho a hacerse oír del Cielo, y en todo adulterio anda metido directamente Dios. El matrimonio es un sacramento. Violarlo es herir a Dios en su corazón.
—Supongo que ese principio se lo puede aplicar, ante todo, a usted mismo.
—¿Quién lo duda? Mis adulterios personales son una de las cuestiones a que acabo de referirme, son la causa de que Dios esperase su ocasión. Pero el caso es más complicado de lo que parece a primera vista. Anda por el medio la reputación personal, y, entre nosotros, un hombre vale, como usted sabe, en razón directa del número de mujeres con las que se ha acostado, y deja de valer en razón directa de los cuernos que le han puesto. Esto es así y no hay quien lo mueva. De modo que, o renuncia usted a su buen nombre, o fornica a calzón quitado y tiñe los cuernos de sangre, si se los ponen. Unos cuernos sangrientos pueden llegar a ser timbre de gloria.
Carlos, escuchándole, sonreía. Sonriendo, le animó a que siguiera.
—Sangre, ante todo, de la adúltera. Hay en esto, al parecer injusto, cierta justicia oculta. Un hombre está siempre dispuesto a acostarse con la mujer de otro y, a ser posible, que se sepa. Es, en cierto modo, un acto heroico, puesto que se juega la vida por la reputación; y aunque el marido burlado insulte al burlador, reconoce en el fondo que él, en su caso, hubiera hecho lo mismo. Por eso no es esencial matar al seductor, sino a la adúltera. Claro está que el que mata a los dos queda enteramente reivindicado; pero la muerte de ella se considera suficiente para vengar el deshonor. En todo adulterio, la pecadora fundamental es ella. Y ahí está lo terrible de mi caso. Yo no me siento capaz de hacérsela pagar a mi mujer. Si estuviera sana y fuerte, la habría estrangulado; pero ¿cómo voy a poner la mano encima a una mujer que tose y escupe sangre?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y contuvo un sollozo.
—Siéntese —le dijo Carlos—. Tome un café conmigo. Coñac también, si quiere.
—No —fue hacia la ventana y se mantuvo de espaldas a Carlos durante un rato—. Café, sí lo quiero. Se le agradece.
Se enjugó las lágrimas con los dedos y cogió la taza que Carlos, sin mirarle, le tendía.
—Don Carlos, hay que hacer algo. No he venido junto a usted sólo a desahogarme, sino a pedir consejo.
—Vuelva á su casa, tranquilícese y piense que doña Lucía, por lo que sea, le mintió.
—Eso no puedo pensarlo. Y tampoco volver a casa y vivir bajo el mismo techo. ¿No lo comprende? Ya está decidido. No puedo permitir que nadie se ría de mí.
—Nadie se reirá de usted, porque de este asunto nadie sabe una sola palabra.
—Esto habrá que averiguarlo.
—¿En Pueblanueva?
—En cualquier caso, hay alguien que lo sabe, y para ese alguien tengo que hacer algo. Mi vida, desde ahora, está pendiente de ese alguien. Para él, soy cabrón.
Dejó sobre una mesa la tacilla vacía y se sentó.
—Por lo pronto, de aquí marcharé a cualquier parte. A Santiago, a Vigo. Estaré algún tiempo fuera. Y usted me hará el favor de visitar a Lucia y pedirle que se vaya. Hace días que está todo arreglado, y sólo esperábamos una ligera mejoría para mandarla a la montaña. Que alquile un coche y que se lleve a la criada. El dinero, lo tiene, y yo le mandaré más tarde lo que haga falta. En cuanto a Cayetano…
Lanzó al aire los puños amenazantes.
—¡Cayetano! ¡Ésa es otra! ¡La Providencia se ha burlado de mí hasta el punto de arrebatarme la única justificación moral de mi venganza! Porque, si no la mato a ella, ¿cómo voy a matarlo a él, aunque los niños me apedreen por la calle y me llamen boticario cabrón?
Le sudaba la frente. Pasó por ella la mano diestra. Quizá sin darse cuenta, se tentó las sienes.
—El Señor es implacable. No me deja una sola salida. Estoy hundido, deshonrado para siempre.
Hacía frío en la iglesia. las piedras rezumaban humedad, v la cal de las bóvedas verdeaba en las aristas y en los ángulos. El viento que entraba por la rotura de un rosetón helaba el aire del coro. Bajo las capas, los frailes tiritaban. Alguno se había embozado, y sólo destapaba la boca para el canto, cuando le correspondía.
No lo hacían muy bien. Entre los jóvenes, había dos o tres rebeldes a la disciplina gregoriana. Tenían buena voz y no renunciaban a lucirla. En cualquier momento sacaban de la garganta un chorro de gorgoritos y estropeaban la limpieza melódica. Fray Ossorio se lo había hecho ver, varias veces, al prior. «¡Déjelos, padre, que canten a su modo! Pasan hambre, pasan frío. Si les quita usted el gusto de cantar, ¿qué les queda?» Así no se podía organizar un coro. Así…
El viento apagó una vela del altar. El sacristán se cuidó de encenderla: cansino, parando a cada paso para soplarse los dedos. El organista se los soplaba también, una mano después de otra, para no interrumpirse. Faltaba poco para terminar las vísperas. El himno «Magnae Deus potentiae» había salido desastroso, a causa de los gorgoritos.
Sonó, seco, sobre la madera, el martillo del prior, y los frailes fueron saliendo de dos en dos, inclinados y silenciosos. El prior, de pie, esperaba. Al paso del padre Ossorio le hizo señal de que se detuviese.
—Aguárdeme, padre, en mi celda.
—¿Ahora mismo?
—Ahora.
Al romperse las filas, fray Ossorio cruzó los claustros. El viento racheado azotaba las columnas, silbaba en las esquinas de las pilastras, arremolinaba el hábito y la capa hasta embarazarle el paso. Llegó a la celda del prior y llamó, quedamente. No le respondieron. Abrió y asomó la cabeza. Estaba, todavía, a oscuras. Volvió a cerrar y esperó, paseando apurado, desde la puerta del prior hasta la esquina más próxima. Golpeaba los pies contra las losas mojadas, daba grandes zancadas, pero las piernas y los brazos seguían ateridos. En el fondo de su corazón, sin atreverse a confesárselo, añoraba unas medias de lana.
Se oyeron, pronto, los pasos del prior: menudos, quedos, rápidos. Solía poner a las sandalias suelas de goma. Gustaba de acercarse sin ser oído, pero todos los frailes sabían descubrir, en el silencio o entre los rumores de la noche, el suave, cauteloso caminar, el roce alternado de la goma al despegar del suelo o los crujidos rítmicos de la madera.
—Hace frío, ¿eh? ¡Vaya mes de marzo que se nos echa encima!
Abrió la puerta.
—Pasaré yo delante para encender. Cierre en seguida. Aquí dentro también hace frío, pero no está helado, como el claustro.
Frotó una cerilla y encendió un quinqué de carburo.
—¡Ah, la luz eléctrica, la luz eléctrica! ¿Cuándo la lograremos, padre Ossorio? Tengo, hace más de un año, el presupuesto del tendido y de la instalación como quien tiene una esperanza. A ver si ahora, con eso del colegio, nos libramos del carburo y del petróleo —encaró al padre Ossorio—. Le supongo enterado de que vamos a poner un colegio. Ya sé que necesito autorización del capítulo, pero cuento con ella por anticipado. No creo que haya discrepantes. Todo lo más, uno.
Le miró a las pupilas.
—¿Usted qué piensa?
—Obedezco, padre.
—¡Ah! Eso está bien. Y me gusta oírselo, mire. No esperaba de usted tan rápida, tan absoluta sumisión. Es una pena que haya sido aquí, en privado.
El padre Ossorio desvió la mirada.
—Porque usted es un fraile díscolo —continuó el prior—. Un verdadero revoltoso. Si no fuera por usted, hace tiempo que el monasterio sería otra cosa.
El padre Ossorio levantó la cabeza lentamente. Hizo ademán de replicar, pero el prior le detuvo con un gesto.
—Después. Usted hablará después. Ahora me toca a mí. Y de lo que vamos a hablar no es del colegio, sino de la famosa misa de la cripta, de esa que llaman en el pueblo la misa republicana. ¿Se ha dado cuenta de que, desde hace algunos días, sólo viene a oírla una persona?
—Sí.
—¿La conoce?
—No.
—Es la señorita Inés Aldán. Viene acompañada de su hermana, pero su hermana no desciende a la cripta. Queda en la iglesia o pasea junto al pretil, según llueva o no.
—No conozco a ninguna de las dos.
—La señorita Inés Aldán goza de excelente reputación. Dicen que piensa meterse monja.
—También lo ignoro.
—Entonces, ignorará usted la causa por la que, desde el domingo de Carnaval, se ha quedado usted sin clientela.
—Totalmente, padre prior. He advertido la disminución de las fieles, he visto a una sola, me ha sorprendido, pero nada le pregunté, porque usted me tiene prohibido todo trato directo con ellas, y en todo momento he obedecido la prohibición.
El prior acercó las manos a la lámpara y las frotó luego.
—Seguramente, padre Ossorio, que ignora. también la verdadera razón por la que doce o catorce señoritas de la buena sociedad local, y una señora, se pegaban todos los días el madrugón y venían al monasterio, con viento o con lluvia, sin faltar un solo día. Usted pensará que eran adeptas a ese catolicismo aristocrático que importó usted de Alemania. Por mi parte, bien creí que lo hacían por prurito de distinción o por llevar la contraria a alguien. Pues bien: estábamos los dos equivocados. Esas señoritas venían a su
misa
, padre Ossorio, porque la señora que ¡as acompañaba las había convencido de que, asistiendo a ella, estaban mágicamente a cubierto de las acechanzas de cierto conquistador local. Sabía usted algo de esto?
El padre Ossorio tenía los ojos abiertos, asombrados.
—No.
—Pues se ha descubierto, y ninguna de sus catecúmenas volverá, salvo esa señorita Aldán, que, si insiste, será por sus razones. Quizá siga teniendo miedo a la acechanza del tenorio, y quizá crea que una misa dicha del revés, como en las catacumbas, es el
meigallo
adecuado para no caer en la tentación:
Se puso en pie, metió las manos debajo del escapulario y miró al padre Ossorio duramente.
—En fin: que ha perdido usted el tiempo,que ha predicado a los vientos su catolicismo aristocrático, que nos ha puesto en ridículo. En dos años, lo más que ha conseguido usted fue congregar a doce o catorce locas, a un grupo de beatas, tan beatas como las decualquier otra Congregación. ¡Ni un solo hombre, padre Ossorio, le hizo caso! Ni siquiera su amigo el doctor Deza, que es otro tal. Y usted sabe, como yo, que la Iglesia puede resignarse a tener una clientela de mujeres, pero que sólo cuando los hombres acuden a escuchar la palabra de Dios habrá esperanzas de un Renacimiento. Y usted sabe también que, por esto, ha fracasado. No necesito añadirle que mañana no se abrirá la cripta.