Corrió a la ventana y entornó las maderas. El corral estaba oscuro. Se batía la puerta de la bodega y, en algún lugar remoto, algo que golpeaba un caldero le sacaba ruidos de campana. Negreaba el fango del corral, pero, a la entrada, clareaba la carretera. Fijó allí la mirada, donde empezaba el claro, y esperó. La sombra de Juan tardó unos minutos en pasar. Nada más que la sombra, delgada y rápida. Podía, quizá, llevar un bulto en la mano; pero acaso fuese sin equipaje.
La carretera se borraba en seguida. La sombra de Juan se perdió también en la oscuridad. Clara lloraba, hipaba fuerte, acongojada. Se arrojó en la cama, escondió el rostro en la almohada, hasta que el llanto le pasó. Entonces encendió la luz y salió de su habitación. Estaba helado el aire en los pasillos, y el viento penetraba por todas las rendijas. Fue a la habitación de Juan: la cama estaba sin deshacer, e1 armario abierto y vacío. Había en el suelo papeles rotos, colillas, unos zapatos viejos. Volvió a darle la congoja, pero se dominó. Cerró la puerta y abrió la del cuarto de su madre: oyó un ronquido, medio estertor. Alzó la vela, y vio a su madre dormida. La manta le había caído, las faldas se le habían remangado, un brazo le colgaba fuera del sillón.
Le salió una mueca como una sonrisa.
—Esto es lo que me queda, y, después de esto, nada.
Tapó a su madre y marchó. Volvió a acostarse, pero no apagó la luz. Se le había ido, definitivamente, el sueño.
«Y también podía vender los bártulos, meter a mamá en un asilo —en una habitación de pago, naturalmente— y largarme con ese dinero. Podía marcharme a la Argentina. Dicen que por allí las cosas no van bien, pero me da el corazón que encontraría trabajo, y quizá con quien casarme. No es imposible que llegue a gustarle a un buen hombre. No cometería el error de contarle nada. Fui una estúpida con Carlos…»
Pero el recuerdo de Carlos le hizo olvidar inmediatamente el proyecto de emigrar. Entonces pensó que no tenía por qué moverse de Pueblanueva, porque allí estaba todo lo que le apetecía en el mundo, y que lo mismo hallaría trabajo.
Imaginó una tiendecita pequeña, muy limpia, con los anaqueles muy ordenados y un felpudo en el umbral para que las aldeanas se limpiasen las zuecas y no le manchasen el piso. A lo mejor, su dinero y el de su madre, juntos, alcanzaban para comprarla.
—Tendré que consultarlo con Carlos.
Se oyó cantar a un gallo. El largo pabilo de la vela se dobló y chisporroteó en la esperma derretida.
Ahora Juan estará en el autobús. ¡Y no me ha pedido el dinero!
Saltó de la cama, se vistió sin lavarse, se puso un pañuelo a la cabeza y salió corriendo de la casa. Llevaba, en una mano, unos billetes bien apretados. El viento le daba de cara, frenaba su carrera. Dio una hora en el reloj de Santa María, pero no contó las campanadas. Entró en el pueblo, siguió hasta la plaza. Esperaba, todavía, el autobús, y los viajeros eran escasos. Buscó a Juan bajo los soportales; luego, en el interior del coche. La pareció adivinarlo en un rincón del fondo. Se acercó. Juan dormía, o se hacía el dormido, con la cara vuelta hacia la esquina oscura y apoyada en un brazo.
Juan, Juan.
Se sentó a su lado, jadeante. Juan levantó un poco la cabeza.
—¿Qué quieres? ¿A qué has venido?
—Sigue durmiendo. Te meto ese dinero en el bolsillo.
Carlos dejó el carricoche arrimado a la pared del monasterio, cerca de la puerta de la iglesia, donde no soplaba el viento. Un fraile que le había visto llegar llevó el recado al padre Eugenio. Tardaron con la respuesta: Carlos empezaba a helarse en el zaguán, y lo recorría de un ángulo a otro, se soplaba los dedos, pisaba fuerte. Por la puerta abierta llegaba el rumor del viento, orquestado por los arcos y las bóvedas. Apareció el fraile y le dijo que pasara; le precedió, por los claustros y las escaleras, hasta el estudio del padre Eugenio.
—Pase, haga el favor.
Fray Eugenio se hallaba sentado en un taburete alto, ante un tablero grande, de dibujo. Se volvió al oír la puerta.
—Pase, haga el favor, don Carlos.
El fraile quedó esperando. El padre Eugenio añadió:
—Advierta a Su Reverencia que está aquí el doctor Deza.
Saltó entonces del taburete y fue hacia Carlos, con las manos tendidas.
—Venga, venga. Me alegro de su visita. Pensaba mandarle recado dentro de un par de días.
Señaló un cartón que había encima del tablero.
—El padre prior me ha autorizado a empezar en serio el trabajo de Santa María de la Plata. Llevo con él cuatro días. ¿Quiere usted mirarlo?
Carlos se acercó y contempló los bocetos.
—Es de evidente inspiración bizantina, sobre todo en la concepción de las figuras y en la composición. No así en la ejecución, porque carezco de modelos próximos. Esto no lo he copiado de ninguna parte; he tenido que desenterrar mis recuerdos.
Le miró de soslayo:
—Le habré contado ya mi viaje a Sicilia, ¿verdad?
—No. No recuerdo.
—Creí habérselo contado —se le veló la voz un instante—. Algún día lo haré, porque es cuento largo. Y muy importante, créame. Se lo contaré algún día. Entonces descubrí el arte bizantino, y me impresionó. Pero los dibujos hechos durante el viaje Dios sabe dónde fueron a parar, y en nuestra biblioteca no tenemos nada que me sirva. Por eso…
Indicó unas partes del boceto.
—Vea. Ésa es la pintura del ábside. Un Pantocrátor, la Virgen y los Cuatro Evangelistas. No es lugar donde estos últimos acostumbraran a pintarse, pero, al no tener cúpula la iglesia, no dispongo de sitio adecuado. He tenido, pues, que variar en algo la composición, pero el estilo se conserva, ¿verdad? O, más bien, la inspiración.
Trazó un círculo con la mano, un círculo que abarcaba las figuras señaladas.
—Ahora estoy estudiando el color. Aquí las variaciones serán mayores. Al ser románica la iglesia me gustaría usar los colores acostumbrados por los fresquistas de Occidente. Diferían bastante de los bizantinos. ¡Si pudiera hacer un viaje a Cataluña…! Allí…
Carlos se había debruzado sobre el tablero y estudiaba las figuras de cerca, con aparente interés. Fray Eugenio dejó de hablar y le espió el rostro. Parpadeaba con inquietud.
—¿Le parece bien?
Carlos se enderezó.
—Sí. Me parece bien. Me gustan.
—El boceto no da más que una idea aproximada. Ya sabe usted que la magnitud es, en el arte bizantino, un elemento estético de gran fuerza. Según mis cálculos, el Pantocrátor medirá tres metros largos. No es mucho para una iglesia oriental; para la nuestra es suficiente. Está proporcionado.
Rebuscó un papel y se lo enseñó a Carlos.
—Éstas son las medidas exactas de la iglesia. El Pantocrátor guardará relación. ¿Sabe usted que se cumple en todas ellas la sección áurea? Lo he comprobado…
—Echará mucho de menos al padre Ossorio, ¿verdad? Le hubiera sido de gran ayuda.
Fray Eugenio guardó el papel de los cálculos y revolvió nerviosamente en un montón de lápices.
—Relativamente. Las ideas del padre Ossorio me han ayudado mucho en la concepción, pero ahora no me ayudarían en lo más mínimo. Me encuentro ya dentro de lo específicamente pictórico. Ahora todo consistirá en que recobre mi destreza y recuerde mi oficio. Tengo un gran entusiasmo. En cuanto termine los bocetos, en cuanto los aprueben el padre prior y doña Mariana, me ejercitaré unos días en la pintura al fresco. Tengo que buscar entre mis ayudantes un par de ellos que no sientan mareos de trabajar encaramados a un andamio, y les enseñaré la técnica. Bueno. Se la enseñaré y de paso recordaré lo olvidado.
Carlos se sentó en el taburete, de espaldas a la ventana y al tablero.
Ofreció un pitillo al padre Eugenio.
—He recibido carta del padre Ossorio.
—¿Usted?
—Sí. Ayer. No puedo dársela porque no la tengo ya, pero puedo contarle lo que decía.
Fray Eugenio había dejado de estar alegre. Le miraba con desencanto, con tristeza.
—No, no. ¿Para qué? Serán cosas de ustedes dos.
—No. Son cosas del padre Ossorio. Sólo suyas. Si me ha escrito ha sido por ciertas razones…
Se interrumpió para encender los cigarrillos.
—… y creo que usted debe saberlo. Se trata de Inés Aldán.
—¿Inés Aldán? ¿Cuál de ellas es Inés? ¿La más joven? —le temblaba la voz, sobresaltada; le temblaba el cigarrillo entre los dedos; preguntaba con rostro ansioso, con mirar de angustia.
—No. La otra. La que vino al monasterio durante dos años. Marchó al día siguiente del padre Ossorio. No dijo a dónde, pero suponíamos que tras él. Como la carta no es muy explícita, sólo puedo repetirle lo que dice: que quiso convencer al padre Ossorio de que regresase al monasterio, y que, al comprender que no lo haría nunca, le propuso que se fuesen juntos. El padre Ossorio la mandó a paseo.
El padre Eugenio sacudió la ceniza y quedó mirando al suelo.
—¿No le alegra? —preguntó Carlos.
Fray Eugenio levantó la mirada unos instantes.
—No lo sé.
—Evidentemente, ha triunfado la virtud.
—¿Está usted seguro?
Carlos soltó una carcajada.
—¡Claro que no, padre, claro que no lo estoy! Y me alegro que tampoco usted lo esté.
—… aunque quizá por distintos motivos.
—Es lo de menos.
Carlos había cogido un lápiz y trazaba rayas en una hoja suelta de papel.
—Le confieso que me fastidió el resultado de la aventura por lo que tiene de fracaso personal. No sólo había pensado que el padre Ossorio caería muy pronto en manos de una mujer, sino que, al saber que Inés le había seguido, supuse que sería ella.
Arrojó el lápiz con rabia.
—Pero el frailecico nos ha salido casto, ¿comprende? Y le dio con la puerta en las narices a Inés y me escribió diciéndome que estaba loca y que fueran a buscarla.
—Pero él no regresa al monasterio.
—Naturalmente que no. No lo hará nunca. Me dijo con toda franqueza que no lo haría. Al padre Ossorio le interesaba el monasterio en tanto que le sirviese de refugio para entregarse a una tarea intelectual. Al convencerse de que no sería así, marchó a buscar refugio en otra parte —sonrió desdeñosamente—. No me atrevo a apostar un real por su éxito: su carta es de una gran torpeza. El padre Ossorio no es un alma delicada.
—A mí me apena la situación por otras razones.
Levantó la cabeza rápidamente y clavó los ojos en los de Carlos.
—¿No lo comprende? El padre Ossorio ha desdeñado una ocasión de salvarse, ha dado un paso en su condenación.
—No lo entiendo, o no ha entendido usted lo que le dije. El padre Ossorio dice claramente que Inés le ofreció irse a vivir juntos…, como hombre y mujer; su frase fue «perdámonos juntos».
—Le había entendido perfectamente.
—¿Entonces?
Fray Eugenio sostuvo la mirada burlona de Carlos.
—Alguna vez me ha oído quejarme de no entender a la Providencia, pero no siempre Dios es ininteligible. Cuando un hombre como el padre Ossorio marcha derecho al pecado, la Providencia le da a elegir. Está claro que lo ha hecho en este caso; el padre Ossorio es un soberbio…
Se interrumpió, y añadió en seguida con voz medrosa:
—… todos los somos. Usted también, y yo. Pero al padre Ossorio la Providencia le ofreció la última oportunidad. Si se hubiera quedado con Inés, si hubieran vivido maritalmente, por mucho que intentase apagar la conciencia de pecado no lo conseguiría del todo, no lo conseguiría nunca. Un día se arrepentiría, acaso en el último minuto de su muerte.
Pero así…
Volvió a interrumpirse.
—¿Le canso? —preguntó.
—No. Siga.
—El soberbio carece de conciencia de culpa, porque suele tener razón y no reconoce que haya algo más alto que su razón. El padre Ossorio la tiene, y piensa que ha hecho bien. Y carece de humildad, y nada de lo que haga le llevará a ella. Nunca será un pobre pecador. Lo hubiera sido, en cambio, de la otra manera. Se avergonzaría de sí mismo, llegaría a sentirse humillado por su propia debilidad y acabaría siendo humilde. ¿No está de acuerdo?
Carlos se encogió de hombros y arrojó la colilla a un rincón alejado.
—No sé. Además, el padre Ossorio no me importa. Le he perdido toda simpatía.
Las oficinas del Ayuntamiento las abrían a las nueve y media. Clara se asomó a la ventanilla y llamó al oficial.
—Quiero vender mi casa —le dijo.
Le informaron de lo que debía hacer para que se anunciase la pública subasta, y, en resolverlo, consumió buena parte de la mañana. Fue piropeada. Un escribiente de mano larga recibió un sopapo y la advertencia de que la interesada no admitía bromas. Preguntó entonces si habían cambiado las cosas, y Clara respondió que sí.
—No será que vas a casarte con el médico nuevo.
—Será por lo que sea, pero las manos en los bolsillos.
—¿Y es por eso por lo que vendes la casa?
—La vendo porque me apetece.
—Te hará falta poder de tus hermanos y de tu madre.
—La casa es mía. En el Registro está a mi nombre y no necesito poder de nadie.
De todas suertes la cosa no era fácil. Tenía que sacar determinados papeles, pagar ciertas pólizas y derechos. No le alcanzaba el dinero para todo. Le dijeron que no había prisa, pero que los pagos tenían que hacerse antes de formalizar la subasta.
—Para anunciarla, basta con el timbre móvil.
No tenía nada a mano que vender. Le habían dado un papel con la cuenta de los gastos. No era mucho, y le concedían un plazo. Pero no se le ocurría de dónde podría sacar los cuartos.
Abrió el paraguas y marchó, calle abajo, hacia la lonja; recordó entonces que los barcos no salían a la mar, que los pescadores pasaban hambre, y volvió sobre sus pasos. Husmeó en el mercado, a ver si encontraba algo barato con que guisar un compango para ella y para su madre. Halló unos hígados de cerdo.
Después buscó al
Relojero
, que tenía el tenderete a medio cerrar y que desaparecía tras un montón de paquetes.
—¿Te vas de viaje?
El
Relojero
hizo un guiño.
—Fue cuestión de recibir
el aviso
. Me voy un día de éstos.
—¿Con este tiempo?
—Cuando pase. Lo peor aún no llegó. Es como en el diecisiete. Entonces fue cuestión de terminar en galerna y de ahogarse mucha gente. Cogió a los barcos en la mar:
—¿Sabes dónde anda don Carlos?