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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (128 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Vendrá el boticario.

Antes de don Baldomero llegaron dos o tres habituales. Ya sabían que Cayetano había hablado a sus obreros y lo que les había dicho.

—De todas maneras no hay que confiarse. Cualquier día nos encontramos con el astillero cerrado.

—¡No sea gafe, hombre!

Don Baldomero no pareció interesarse demasiado por la noticia. Se sentó y pidió un tinto.

—¿No van esta noche a la iglesia?

—¿A la iglesia? ¿A qué?

—Pues, como si dijéramos, a la inauguración.

Cubeiro rió a carcajadas.

—Va para veinte años que no la piso, desde que me casé. Ya no me acuerdo ni de cómo se santigua uno.

—Pues el que quiera ver a la francesa, allí tendrá que ir. Me t consta que asistirá.

—Lo dice usted como si fuéramos a verla en traje de baño.

A Cubeiro le entró otra vez la risa. Apretó los ojos y dio unos chilliditos agudos.

—¡En traje de baño y con las nalgas bien marcadas! Pero ¿no ve que estamos en diciembre? ¡Aún si fuera por San Juan…!

Don Baldomero repartía cartas.

—Ríanse. La francesa es lo que se dice toda una dama. El que quiera verla, o tendrá que ir a la iglesia, o fijarse bien cuando pase en coche por alguna calle. Si es que va despacio.

—Tengo entendido que en el extranjero las mujeres salen más que aquí. En esos países hay más libertad de costumbres.

—En el extranjero, sí. Pero en Pueblanueva, ¿a qué va a salir a la calle una mujer como ésta?

—Por mí, que se encierre. Juego.

El juez venía de suerte. Ganó.

—Además, ya saben que el padre Quiroga pintó la iglesia. Son pinturas de mucho mérito y valdrá la pena verlas.

—Siempre serán pinturas de un chiflado.

—Todos los artistas están un poco locos, eso ya lo habrá oído usted.

—Sí, pero no lo creí nunca.

—Pues yo —dijo el juez— oí el otro día al cura que esas pinturas son una mamarrachada y que vendrá un obispo para mandar que las borren.

—Razón de más para verlas. Aunque no creo que se atrevan. El obispo no manda en esa iglesia.

—Mire, don Baldomero: le confieso que esta noche no me importa ir a la iglesia. Pero ¿qué pensará mi mujer? Nunca creerá que voy por las pinturas, sino por la francesa.

—¡Como si a usted le hubiera importado nunca la opinión de su mujer!

—También es cierto, caray. Pero no sé si me atreveré a entrar. Uno tiene su reputación, y aquí luego le cuelgan a uno que se hizo de la juventud Antoniana.

—¡Qué más quisiera usted que pertenecer a cualquier juventud!

—Podíamos ir juntos.

—¡No se me había ocurrido!

—Sí, juntos, con don Baldomero al frente. Don Baldomero podía llevar ese estandarte que saca el día del Corpus. ¿No le parece, don Baldomero?

—Ríanse. Pero les digo que esta noche irá mucha gente a la iglesia, y ustedes también. Unos, por ver a la francesa; otros, por las pinturas, y muchos, por ver a los que van.

Entraba don Lino: enfático en el andar y en el mover las manos. Se quitó el impermeable con parsimonia. Cubeiro le preguntó si pensaba ir a la iglesia aquella noche.

—Sí, señores, pienso ir allá, pero por razones estrictamente artísticas, sépanlo bien. Muchas veces me han oído decir que la iglesia de Santa María, esa joya del románico tardío, debería restaurarse. Es lo que han hecho, y a su debido tiempo les dije que estaba de acuerdo con la parte arquitectónica, y por qué considero una obligación de ciudadano ver por mis propios ojos si ahora la han pintado bien o si la han estropeado. En este último caso, escribiré un artículo denunciando el destrozo. No olviden que no desespero de que aun día la iglesia sea secularizada y convertida en lo que debe ser: propiedad del pueblo y lugar de solaz intelectual y físico, ateneo y casa de deportes. Pero eso no sucederá hasta que hayamos barrido las tabernas, hasta que se destine a la cultura popular lo que ahora se gasta en curas y militares. En una palabra, hasta que hayamos cambiado a España de raíz.

Don Baldomero interrumpió una jugada.

—Pues ya me dirá usted si España seguirá siendo España sin curas y militares.

—Y sin toreros, y sin flamencos, y sin señoritos. No será esa cochambre tradicional que usted defiende, sino una verdadera República de trabajadores.

—De todas clases —corrigió Cubeiro—. No olvide eso, don Lino: de todas clases. Porque si no son de todas clases, ¿qué pito vamos a tocar nosotros en la República? Digo yo, porque supongo que a ustedes les gustará seguir viviendo.

—Desde mi punto de vista —dijo don Baldomero, sin alzar la cabeza—, sobran algunos miles de españoles, y no movería un dedo por salvarles la pelleja, sobre todo a los maestros.

—Y desde el mío, bastantes miles más, sobre todo…

Se miraron con ira. Don Baldomero se levantó, como si fuera a medir con la de don Lino su barriga eminente.

El juez extendió una mano pacificadora.

—En una palabra: que gane uno o gane otro, a los demás nos cortarán el gañote. Pues miren, si va a ser así, prefiero que siga gobernando Portela Valladares. Ése, al menos, nos deja vivir a todos.

—A todos los que se acomodan. Ya vio usted el año pasado la represión de Asturias.

Don Baldomero volvió a sentarse.

—Total —resumió Cubeiro—: que esta noche, en la iglesia, don Baldomero pensará en matar a don Lino; don Lino, en cargarse a don Baldomero, y el juez, en ver cómo escapa de uno y otro. ¿Saben qué les digo? Que perderán el tiempo, porque yo, si por fin me decido a ir, procuraré colocarme cerca de la francesa, a ver si es esa mujer pistonuda que aseguran o si es como otra cualquiera. Y no olviden lo que decía el otro: en España no habrá paz mientras la gente no fornique lo suficiente. La única política razonable aquí tendrá un lema: pan y prostitución. Porque si usted, don Lino, y usted, don Baldomero, pudieran acostarse con quien les diera la gana, incluida la francesa, no pensarían en matar ni en reformar a España. España está bien como está, ¡qué caray!, pero con amor libre o, al menos, con más putas.

—Es decir, suprimiendo la Iglesia, porque quien se opone a que la gente fornique a su albedrío son los curas.

—De acuerdo.

—Pues ya ve usted como volvemos al punto de partida. Santa María de la Plata, nuestra joya románica tardía, será secularizada después de arrojar a los curas, y entonces, en vez de servir de antro a ceremonias ridículas y de escondrijo a un Dios vengativo y alcahuete, será el centro de recreo de unas juventudes educadas en el culto a la verdad, con salud de cuerpo y de espíritu; unas juventudes a las que se habrá inculcado el desprecio a los prejuicios ancestrales y el culto a la fraternidad. Y cuando llegue ese momento, señores, ¿qué habrá quedado del problema sexual que tiene a los españoles acoquinados de miedo ante la venganza de un Dios enemigo de la vida? Entonces, como todos los pueblos civilizados desean y están a punto de alcanzar, las relaciones entre hombre. y mujer se habrán convertido en algo natural y hermoso, sin drama y sin pecado. Créanmelo, señores: Santa María de la Plata habrá alcanzado su más noble destino cuando sirva de cobijo al amor espontáneo y fecundo de las generaciones futuras.

—Ya entiendo —dijo Cubeiro, muy serio—. Lo que usted pretende es convertir la iglesia en una casa de putas. Estoy de acuerdo.

Carlos fue a buscar al fraile a eso de las siete. Le encontró atareado, dando órdenes a dos frailes jóvenes que habían venido a ayudarle.

La iglesia estaba limpia, los altares revestidos, los bancos en su sitio. Resonaban carreras rápidas en las losas desnudas, y las voces de fray Eugenio, agudas, urgentes, rebotaban en las bóvedas y se multiplicaban en el ámbito vacío.

—Me alegro de que haya venido. Hay un problema de iluminación. ¿Quiere venir a acompañarme?

Le arrastró hasta debajo del coro.

—Fíjese bien, porque se hará lo que usted diga.

Gritó:

—¡Atención, fray Pedro! ¡Todas las luces!

La iglesia quedó enteramente iluminada. Las bombillas, escondidas en las aristas de los capiteles, en los ángulos de las pilastras, alumbraban las bóvedas encaladas. Las cimbras de los arcos quedaban en penumbra; se creaban rincones de sombra y rincones de luz, zonas brillantes y zonas opacas, y las estructuras de piedra parecían surgir de la oscuridad esponjosa.

—¿Qué le parece, don Carlos?

—Bien. Está bien logrado. Parece algo fantástico.

—¡Deje sólo las luces de los ábsides, fray Pedro!

Se oscurecieron las naves.

—¿Y ahora?

Las pinturas de los ábsides recibían la luz de focos instalados detrás de los altares. Figuras y colores resaltaban, violentos, al fondo de un bosque de sombras.

—Mejor. Doy la razón al prior, al menos por una vez. Así tiene más misterio.

—Pues así quedará, aunque sea del gusto del prior. ¡Fray Pedro!

Fray Pedro se acercaba por el pasillo central. Era un fraile joven, casi adolescente.

—Usted quedará al cuidado de las luces. Ya lo sabe: se encenderán sólo los ábsides.

—Pero la gente tropezará, si esto queda tan oscuro.

—Ponga velas en los laterales. Y encienda también las luces del pórtico, las de fuera. A las nueve en punto.

—¿Los ábsides también a esa hora?

—¡No, fray Pedro, por todos los santos! ¡Los ábsides inmediatamente antes de empezar la misa, cuando yo le haga la señal! Y ahora váyase con su compañero al convento y recuerden que deben estar aquí a las doce menos cuarto.

Se volvió a Carlos:

—Me he tomado la libertad de alquilar un autobús para que puedan ir y venir. No le había dicho que la misa la cantarán los frailes. Pensé que sería más solemne… y mejor cantada.

—Lo sabía ya. Me lo dijo el prior.

—¿Le ha visto usted?

—Le he invitado a cenar con nosotros. Por eso vengo a buscarle. Quiero que usted esté ya en casa cuando él llegue.

—A cenar, ¿con quién?

—No se asuste, padre. A cenar con nosotros, y con Germaine, y con su padre. Es lo natural, y el prior lo estimó así. No tenga escrúpulos: la cena será de vigilia.

—Mis escrúpulos no van por ese lado. No puedo ir, compréndalo.

—Pero, padre Eugenio, ¿qué dirá su antiguo amigo don Gonzalo, que está deseando verle? Le recuerda con admiración y afecto: «¡Un gran artista Eugenio Quiroga, sí!». Y Germaine… quiere darle las gracias por el retrato de su madre. Póngase la capa y vámonos. Está ahí el coche.

Al fraile le tembló la voz.

—Don Carlos, ¿por qué me ha armado esa trampa?

—Padre Eugenio, porque dos personas llevan todo el día preguntándome por usted; dos personas que desean abrazarle y quizá valerse de usted contra mí. Ande: le esperan con impaciencia.

—Tengo derecho a pasar la Nochebuena en paz.

—¿Quién se lo discute? Y a cenar bien, una cena mejor que la conventual. Y a escuchar quizá la bellísima voz de nuestra Adelina Patti. Lo que se dice una Nochebuena en familia.

Buscó la capa del fraile y. se la echó por los hombros. El fraile se dejó llevar hasta el coche. Al subir dijo:

—Podré estar poco tiempo. No confío en que esos muchachos recuerden mis instrucciones. Y cuando vengan los curas…

El portal de doña Mariana estaba iluminado y la puerta abierta. El padre Eugenio se detuvo al pie de la escalera.

—Don Carlos, se lo ruego…

—No sea niño. ¿Quién se acuerda de lo pasado hace veinte años?

—Yo lo recuerdo y basta.

—Olvídese.

Subieron. Se oía, apagado, el piano.

—¿Ve usted? Le reciben con música. Nuestra querida Germaine toca a Debussy, acaso para sentirse esta noche más francesa. ¿Quiere que la sorprendamos tocando? Podrá usted aplaudirla antes de saludarla, y eso ayuda mucho a romper el hielo.

—No se burle, por Dios.

El padre Eugenio quedó en el cuarto de estar, frente a la chimenea. Trajeron luces.

—Espere un momento, padre, y caliéntese. Aquí, al menos, no pasará frío.

Carlos salió. Cesó repentinamente la música del piano y se oyó por el pasillo un taconeo rápido.

—¡Padre Eugenio! ¡Qué alegría!

Germaine se detuvo a la mitad de la habitación. El fraile se había vuelto bruscamente y la miraba.

—¿Puedo darle un abrazo o sólo la mano?

Silencioso, petrificado, el padre Eugenio le tendió los brazos.

—Que Dios te bendiga.

Germaine, sin embarazo, sólo retuvo las manos del padre Eugenio. Seinclinó y le besó la derecha. Él la retiró inmediatamente.

—O, que je suis heureuse de vous voir! Asseyez-vous près de moi, parlez-moi, je vous en prie!

Arrastró al fraile hasta el sillón y se sentó muy cerca de él. La actitud del padre Eugenio se había dulcificado. Empezaba a sonreír.


Dites-moi: est- ce-que je ressemble á maman
?

El padre Eugenio silabeó:

—Non. Mais tu es aussi belle.

Carlos había quedado junto a la puerta, había mirado, había sonreído y, de pronto, se sintió excluido del coloquio. Vaciló y marchó a la cocina.

—Vendrá por aquí Paquito, el
Relojero
. Denle ustedes de cenar.

Germaine sentó al prior a su derecha y al padre Eugenio a la izquierda; mientras duró la cena habló con él preferentemente. Don Gonzalo Sarmiento se sentó al lado del prior, tosió mucho e interrumpió varias veces la conversación para recordar hechos de veinte años atrás y personas que nadie conocía. Carlos, entre don Gonzalo y el padre Eugenio, apenas dijo nada. Escuchaba: unas veces mirando al plato y otras a la puerta por donde entraba y salía la
Rucha
. Observó que Germaine comía con gran delicadeza; que las manos de don Gonzalo, hinchadas de la arterioesclerosis, se movían torpemente; que el padre Eugenio procuraba esconder las suyas, y que las del prior eran largas y duras, largas y escuetas, y que las movía con energía y seguridad. La charla de Germaine era voluble; la del padre Eugenio, precavida. Don Gonzalo se equivocaba y nunca terminaba las frases, y el prior sólo intervenía con palabras suavemente burlonas. Germaine vestía de negro, un traje escotado, y se había puesto las esmeraldas de doña Mariana. Estaba muy bonita y había elogiado la elegancia de la mesa, la calidad del servicio y hasta se había dignado reconocer la nacionalidad francesa del cristal y la vajilla. La
Rucha
comenzaba a servir dirigida por Carlos, pero insensiblemente la dirección había recaído en Germaine. Al preguntar dónde servía el café, la
Rucha
consultó a Germaine.

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