Los gozos y las sombras (40 page)

Read Los gozos y las sombras Online

Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—También puedo afinarle el piano.

—¿Eres un loco o un perillán?

—Mire, señor: todavía puede mandarme que me vaya, y me iré; pero si me pregunta si estoy loco, ¿yo qué voy a decirle? Llevo cerca de cincuenta años oyendo: «Estás más loco que un chivo». Los locos siempre se creen cuerdos. Cuando estuve en el manicomio, el único que se tenía por loco era yo, y ¡cuidado que allí había tipos como cencerros! De esas cuestiones, no entiendo; pero, si estoy loco, no quiero dejar de estarlo, y, si no lo estoy, me encuentro bien así. Cuando lo pienso, me digo: Paco, estás loco. Ahora que, en lo que cabe, soy una persona decente. Si es por eso por lo que me lo pregunta.

Carlos le sonrió y le palmoteó la espalda.

Anda, sube y empieza a afinarme el piano. A ver cómo lo dejas.

Había olvidado la expedición al monasterio y la consulta teológica al padre Ossorio. Bajó al pueblo. Doña Mariana le preguntó por qué había tardado, y él dio una disculpa. No dijo nada de Paquito, pero preguntó, en cambio, noticias sobre los Aldán.

—¿Qué hacía su padre? ¿Cuál era su papel en el pueblo?

Doña Mariana le contó en pocas palabras lo que sabía de los matrimonios de Remigio Aldán y de la situación de sus hijos.

—Eso me aclara algunas cosas de Juan. Pero ¿y su madre?

—Cuando se volvió gorda, el marido no le hizo caso, y se divirtió con otras. Ella se dio a la bebida.

—¿Fue usted su amiga alguna vez?

—De Remigio, sí; llegó a hacerme el amor cuando estaba soltero, y, después de casado, su primera mujer me visitaba. Pero a la madre de Juan jamás la he visto. Cuando venían aquí, no salía de casa, como si tuviera vergüenza. A Juan no le hablé jamás, y a Clara no creo haberla visto nunca. A Inés, sí. Un día le hablé, pero no me fue simpática. Me fastidian las beatas.

—No creo que Inés sea una beata corriente.

Aquella tarde, cuando ya habían merendado, llegó un chiquillo con el recado de que la señorita Clara esperaba a don Carlos en la lonja. A doña Mariana le extrañó.

—Recuerde que le he prometido llevarla al cine el domingo, y que hoy es viernes. Querrá recordármelo.

Eso quería Clara, o, al menos, le sirvió de pretexto. Había hecho ya su compra de pescado, y esperaba arrimada a una columna, de espaldas a la luz y al griterío de las vendedoras.

—No se enojará la Vieja porque te haya mandado a buscar.

—¿Por qué había de enojarse?

—¡Hijo! Te tiene a su lado como si fueras un novio. En toda la semana no te he visto.

Parecía contenta. Pidió a Carlos que la acompañase hasta su casa, y durante el camino rió. Al despedirse, recordó el trato.

—Espérame a las cinco, en la plaza.

—¿Ya tienes tu traje nuevo?

—Un traje estupendo. No te avergonzarás de ir conmigo.

Marchó corriendo, sin darle la mano. De regreso, Carlos pasó por el Casino, y se acercó al rincón donde se jugaba al
tresillo
. Vio a Cayetano en la partida, y le saltó el corazón. Cayetano no le hizo mucho caso, ni los demás. Don Baldomero perdía doce duros, maldecía de las cartas, y se empeñaba en jugar todas las veces. Cubeiro, de mirón, bromeaba a su cuenta. Fue el único que, pasado un rato, atendió a Carlos. Lo llevó lejos de la partida, junto a la gramola, con el pretexto de que oyese unos discos recién comprados. Mientras sonaba el último tango, se sentó a su lado, y le preguntó qué tal le iba en el pueblo.

—Mire, aquí no hay más que dos soluciones: o conformarse, o hacer como si se estuviera conforme. Ahí tiene usted a don Baldomero: no puede ver a Cayetano, y por detrás lo pone verde, pero, cuando están juntos, parecen tan amigos, y se gastan bromas. A mí me pasa igual. Si ahora partiese un rayo al amo, bebería una buena copa a la salud de su alma; pero, entre tanto, hay que conformarse. El que se rebela es tonto o insensato. Esto aparte, le estoy agradecido, porque gracias a él, voy viviendo, y me sobra un duro para gastar en vino o en lo que se me antoje. Y, después de todo, nos quejamos de vicio. Cayetano exige lo que exigiría otro cualquiera en su lugar: que no se toque lo suyo y que se le obedezca, pero, fuera de eso, no se mete en nada. Si usted quiere robar, puede robar, con tal de que no le robe a él. Ahora, al que se mete en su vida, no se lo perdona.

—¿Me lo dice usted como consejo?

—Tómelo como quiera. Se lo digo porque, si es verdad que se queda aquí, como dicen, lo mejor será que sepa a qué atenerse. Pueden haberle engañado. Yo, que conozco el percal, le aseguro que, a Cayetano, el que se la hace, se la paga, tarde o temprano. Ahí donde lo ve tan campechano, tiene muy mala leche. Y uno piensa, con razón: ¿Qué se gana metiéndose con él? Cada uno a su vida. Tenga en cuenta, además, que no le molesta que hablen mal de él; casi le divierte. Nos da esa libertad, y no podemos quejarnos.

El tango había acabado. Cubeiro cambió el disco.

—Lo más difícil de aguantar es lo de las mujeres, lo comprendo; pero usted no tiene hermanas, ni esposa, ni hijas. ¿Qué más le da que se acueste con ésta o con la otra? Por otra parte, a un hombre como usted no pueden gustarle las mujeres del pueblo. Digo para casarse, porque para lo otro cualquiera es buena, y lo mismo da que haya pasado antes por Cayetano. Lo que dijo el otro día de Rosario la
Galana

Espió el rostro de Carlos con mirada de través, como distraída. Carlos no pestañeó.

—… era un poco exagerado. Siempre dice lo mismo, pero es cosa de tener paciencia, porque, a los seis meses de dejarla, puede usted acostarse con ella, y yo también. Ha pasado siempre. Él sabe que, cuando anda con una moza, nos apetece a todos, y si dice lo que dice es por hacernos un poco la puñeta; pero no se sabe de ninguna mujer que haya vuelto con él después de plantarla. En estas condiciones, ¿qué necesidad hay de meterse en cuestiones? Es cosa de esperar.

Dio unas palmadas en la pierna de Carlos.

—Ya verá usted. Allá por el verano, llevaremos a Rosario de merienda.

En la partida, después de un rato de silencio, renacía el griterío. Don Baldomero aseguraba a voces que el tercero no sabía jugar, y que debía haber arrastrado. Cayetano le dijo que no sabía perder y abandonó la partida. Carlos le llamó.

—Oye, Cayetano.

Cayetano atravesó el salón y se sentó al lado de Cubeiro.

—¿Qué sucede?

—Tengo que decirte que, desde ayer, Paquito el
Relojero
vive conmigo.

Cayetano encendía un cigarrillo, pero, al oírle, detuvo la mano y le miró, inmóvil.

—Iba yo para casa, en el coche de doña Mariana, y le encontré esperándome. Dijo que lo había pensado bien, y que quizá le conviniera curarse, pero que, antes, quería saber si yo le merecía confianza, y que, por eso, si no me importaba, se quedaría a vivir en mi casa. Me hizo gracia, y le dije que bueno. Esta mañana, muy temprano, salió y volvió con su tenderete y su equipaje.

Cayetano encendió el cigarrillo. La sonrisa había volado del rostro de Cubeiro, y, por un momento, había mirado a Carlos con terror.

—Bueno. No me importa —respondió Cayetano después de una bocanada—. Ya te cansarás de él.

—¿Y va usted a curarlo? —preguntó Cubeiro.

—Haré lo que pueda.

—¿Dices que esta noche ya durmió en tu casa?

—Creo que sí. Estuvo lo menos hasta la una liado con un reloj. Quiere arreglar todos los que tengo.

Cayetano se encogió de hombros.

—Si me lo permites, considéralo como un regalo. Supongo que un bufón puede también regalarse.

Cuando Carlos llegó a casa, halló al loco ante el piano destapado.

—Esto me va a dar trabajo —dijo—. Aún no he terminado de limpiarlo. ¡Y cómo suena! Debe de hacer veinte años que no lo tocan.

Carlos examinó el trabajo y felicitó a Paquito.

—Le he dicho a Cayetano —añadió, sin transición— que estás aquí desde ayer, y que vienes a que te cure. No me desmientas.

Paquito, de pie, quedó pensativo.

—¿Y si al pasar el tiempo ven que sigo tan loco?

—No te importe. No sabemos qué pasará, ni lo que convendrá entonces.

—Eso también es cierto. Lo hizo para que no sospeche, ¿verdad?

—Y también para evitarte la paliza de despedida. —Dio al loco un puñado de cigarrillos—. Voy a leer un poco. Hasta mañana.

Paquito volvió a su faena, y, durante un rato, limpió cuerdas y las hizo sonar. De pronto, lo dejó todo y bajó al zaguán; se puso la pajilla, cerró la puerta y guardó la llave en el bolsillo. Llovía, pero salió como si tal cosa, un poco apresurado, hasta que, fuera de la finca, miró la hora y sosegó el paso. Fue un trecho por el camino. Luego, saltó un seto y corrió por los sembrados, sabiendo donde ponía los pies, como por vereda familiar. Cerca de la casa de Rosario, volvió a la carretera, pero con precauciones, emboscándose en la oscuridad de los zarzales. Abrió la cancela y entró en el corral. Estaba franca la media puerta, y, en la cocina, la
Galana
vieja fregaba la loza. Paquito se metió en el hueco de un castaño: era su escondite habitual, sabía cómo colocarse allí para esperar cómodamente. Vino un perro, saltó, recibió unas caricias y desapareció. La
Galana
salió con una vela, protegida del viento con la mano, fue al gallinero, permaneció dentro unos minutos; al regresar a la casa cerró la puerta. Paquito, entonces, volvió a mirar la hora. Era temprano. En estos casos, para no aburrirse, recurría a los recuerdos. Prefería los buenos, los de la loca de Bergantiños. Así, apoyado el traste en una raíz del castaño que era como una misericordia, la había recordado muchas veces. Las paredes de la oquedad le aislaban, le separaban de todo. Se echaba la pajilla sobre los ojos y dejaba que las imágenes reapareciesen, ordenadas por la memoria implacable, sin una deformación, sin una novedad. Se veía a sí mismo, engalanado de flores el sombrero, rociada de vino la flauta, caminando por los montes; y a la loca, que le esperaba al pie de un crucero y que empezaba a gritar cuando le descubría; que corría hacia él, saltaba a su alrededor, reía, le abrazaba, y tiraba de él hacia la cueva del monte donde se escondían. Allí, la loca envolvía su cuerpo desnudo en las telas floreadas, se engalanaba el cabello con ramas de hinojo y flores de San José, comía galletas y reía, feliz, mientras él tocaba la flauta. A veces, los mozos de la aldea venían de noche. Querían burlarse, y una noche la habían violado, sin que Paquito, maniatado, pudiera evitarlo; pero al día siguiente, buscó un escondrijo secreto, como un cubil de fieras, y allí pasaban las noches, y desde allí oían los gritos de los mozos que les buscaban. La loca, entonces, se abrazaba a él.

Chirrió la cancela de la cerca, y los recuerdos se desvanecieron. La sombra de Cayetano atravesó tranquilamente el corral, hasta la ventana. Dio unos golpes en el cristal. Paquito se aplastó contra el fondo de la oquedad, y escondió la pajilla.

Cayetano repitió la llamada. Se abrió la ventana. La abrió Rosario, vestida.

—¡Hola! —dijo Cayetano.

Apoyó las manos en el alféizar para saltar, pero Rosario lo detuvo.

—No entre.

—¿Porqué?

—Porque no me da la gana.

Paquito sacó la cabeza del escondrijo, y la retiró en seguida, temeroso.

Pero no podía permanecer acurrucado, porque las palabras, envueltas en el rumor de la lluvia, llegaban confusas.

Cayetano se había sentado en la ventana, el rostro endurecido.

—Le dije que no entre. Si se mueve, le doy con la tranca.

Fue a cogerla a un rincón. Cayetano saltó, le agarró la mano y se la retorció hasta hacerla soltar el garrote. Rosario se revolvía, quería arañarle, le rasgó la gabardina, mordió la mano que sujetaba su muñeca.

—¡Puta!

De una patada la arrojó al suelo. Cayó sobre ella, la golpeó hasta cansarse. Rosario gritó, gimió luego. Los puños cerrados de Cayetano caían sobre su rostro, sobre su pecho; caían ciegos furiosos. Se abrió la ventana del piso y la vieja
Galana
gritó:

—¡Rosario!

Detrás se movía alguien que preguntaba. La ventana volvió a cerrarse. La
Galana
, medio desnuda, bajó la escalera y abrió la puerta del cuarto.

—¡Ay, señor!

Gritó, pero no socorrió a Rosario, no sujetó a Cayetano. El Galán miraba por encima del hombro de su mujer. Los dos hijos escuchaban desde la cocina, mudos.

—¡Ay, señor! ¿Qué le hizo?

Cayetano, de rodillas, empujó el cuerpo inerte de Rosario. Le había roto la falda y la blusa, le había desgarrado las bragas, quedaban al descubierto la espalda, los muslos, el sexo. Cayetano se secó el sudor y escupió sobre la carne golpeada; escupió con desprecio, con saña.

—¡Señor!

La
Galana
dio un paso. El marido se acercó también.

—Le sangra la cara, señor. ¿Quiere un poco de caña?

Uno de los hijos corrió al vasar y trajo una damajuana. La
Galana
la ofreció, destapada.

—¿Quién estuvo ayer con Rosario? —preguntó Cayetano.

—¡Nadie, señor! ¡No salió de casa en todo el día!

—¿Quién vino a verla?

—Nadie, señor. Créamelo por el alma de mis difuntiños, no vino nadie.

Se acostó temprano, porque el señor no venía. ¿Qué le hizo?

Cayetano había vertido aguardiente en el cuenco de la mano y se restregaba la frente arañada.

—¡Aaaj!

Echó un trago. Sus pies tropezaron con la tranca. Se agachó a cogerla.

—¡Ay, señor! ¿Va a pegarle más?

No le pegó más. Fríamente rompió la luna del espejo, golpeó la cómoda hasta quebrarla, la cama hasta hundirla.

—¡Ay, señor!

Saltó la ventana y se perdió en la oscuridad. Rosario permanecía derribada y quieta. Sollozaba. La
Galana
cerró la vidriera, atrancó las maderas.

Los hombres se habían sentado en la cocina. Miraban al suelo, en silencio. La vieja quedó en la puerta, puesta en jarras, de espaldas a Rosario y un temblor furioso en los labios.

—Mañana no podremos ir al trabajo —dijo uno de los mozos.

—No —respondió el
Galán
.

La
Galana
se volvió con rencor, hacia el cuerpo de su hija.

—¿Qué le habrá hecho?

Los hombres no sabían responderle. Arrastrando la pierna reumática, la vieja
Galana
entró en la cocina y se dejó caer sobre una banqueta.

—Iréis, al menos, a cobrar. Mañana es sábado.

Paquito había abandonado el escondite, había saltado la cerca, corría por los vericuetos, desalado. Miró atrás varias veces, y creyó ver la sombra de Cayetano, que también corría. Llegó al pazo sin aliento, entró y cerró la puerta. Había dos troneras en el zaguán, como es costumbre, y por una de ellas espió la vereda. Cayetano llegó corriendo, pasados unos minutos; llegó, se detuvo frente a la puerta, y permaneció así un rato, indeciso. Dos o tres veces alzó la mano hasta la aldaba, sin llamar. Después paseó, y, por fin, con paso lento, se perdió en la sombra.

Other books

Lady Warhawk by Michelle L. Levigne
A Sea Too Far by Hank Manley
Dexter's Final Cut by Jeff Lindsay
The Learning Curve by Melissa Nathan
Beautiful Goodbye by Whitten, Chandin
Clidepp Requital by Thomas DePrima