—Es que me gustaría que Germaine fuera su hija, padre Eugenio. Es lo que falta para que el guiso esté sabrosamente condimentado; es lo que perfecciona el folletín en que nos metió a todos doña Mariana. Por lo que a usted respecta, el ser padre de Germaine aclararía muchos misterios.
—No lo soy.
—Pero ¿pudo haberlo sido?
El fraile no respondió. Bajó la cabeza, y la presión de las manos sobre las rodillas se relajó lentamente. Había poca luz en la iglesia. Carlos quisiera que un rayo de luz iluminase al fraile en plena cara, que no dejase arruga sin relieve, ni temblor que se pudiera disimular. En aquella penumbra no estaba seguro de si los ojos del fraile se escondían o miraban desde lo oscuro. Pero, repentinamente, sintió como si hubiese tocado un cuerpo sin piel, un cuerpo llagado, y sintió un escalofrío.
—Es una pregunta tonta. Perdóneme por haberla hecho.
El fraile se levantó.
—Es una pregunta que tiene su respuesta, aunque demasiado larga. ¿Me permite que la aplace? Sólo podré responderle satisfactoriamente cuando haya pintado la iglesia.
Se volvió hacia el altar.
—Ahí encima, cubriendo la piedra desnuda. Tengo que pintar, ¿comprende?, y después contarle a usted por qué lo necesito.
El Sindicato Local de Pescadores, filial de la CNT, se había reunido en junta General Extraordinaria. A falta de otro lugar capaz para todos los afiliados, servía la taberna del
Cubano
. Habían echado los cierres. Por una puerta lateral, Carmiña atendía a la clientela.
El presidente y los dos vocales ocupaban la parte larga de una mesa. El
Cubano
, como asesor, se sentaba en la cabecera. Los afiliados, de pie o sentados, se apretaban en la estancia. Olía a tabaco, a salmuera. La casa pagaba el vino.
El
Cubano
dijo que ya podían empezar, y entonces el presidente abrió la sesión. Echó un trago de vino y se limpió los labios con el dorso de la mano. Miró alrededor. La lámpara de carburo instalada en la mesa presidencial le alumbraba el rostro con luz cruda. La apartó a un lado y se quitó la boina.
—Bueno. Ya sabéis…
Levantó la cabeza, las manos le quedaron en el aire, con las palmas hacia arriba.
—Ya lo sabéis todo, y estamos aquí para ver qué se hace.
Dejó caer las manos y se dirigió al
Cubano
.
—¿Por qué no hablas tú? A mí no me sale, y tú tienes más costumbre.
El
Cubano
se ladeó en el asiento y estiró la pata de palo.
—Dame un pitillo.
Tres o cuatro paquetes se le ofrecieron. Un cigarrillo llegó por el aire hasta su regazo. Lo encendió.
—Las cosas no van como debían ir, pero van. La difunta lo arregló todo a su gusto. Tenía buena voluntad. No hay derecho a quejarnos.
Alguien dijo desde el fondo:
—Nadie se queja.
—Claro que nadie se queja. Pero eso no quiere decir que esté el asunto resuelto. La difunta tenía su modo de ver las cosas. Su falta de confanza en los trabajadores parece, a primera vista, ofensiva; pero no debe tomársele a mal, porque era una burguesa, y no se le puede exigir que piense como nosotros. Ella no comprendería nunca nuestros derechos. Nos hace un regalo. Es lo más que hay que esperar de una persona así. Claro que nosotros podemos darnos por ofendidos; pero yo le di varias vueltas a la idea y no la encontré razonable. Lo malo son las condiciones.
—Eso. Las condiciones. ¿Qué sabrá don Carlos de pesca?
El
Cubano
miró con dureza al que había interrumpido.
—¡Calla! Una persona de sus letras tardará una semana en ponerse al corriente. No es ése el problema.
Retiró el pitillo de los labios y clavó la vista en la punta humeante. No levantó la cabeza. En la penumbra, otros cigarrillos brillaban un momento, alumbraban los rostros expectantes, estirados, los ojos fijos, y se apagaban.
—El problema es el si nosotros tenemos derecho a pedir a don Carlos que se sacrifique.
Se irguió de repente y miró a todas partes.
—¿Lo entendéis? El problema es ése. ¿Tenemos derecho? Porque yo he oído decir que don Carlos se va de Pueblanueva. Fijaos bien en que no es hombre de vivir aquí ni de abandonar sus estudios por nuestra causa.
—Eso debió pensarlo la difunta.
—Pero no lo pensó.
—Sus razones tendría para hacerlo como lo hizo.
El
Cubano
golpeó el suelo con la pata de palo.
—¿Qué nos importan ahora sus razones? Se fueron con ella al otro mundo.
—¿Entonces?
—Entonces… Bueno, para arreglarlo nos hemos reunido.
—Pues ya dirás qué podemos arreglar nosotros.
—Eso…
El
Cubano
se levantó. El semicírculo entre la mesa presidencial y la concurrencia daba espacio para tres o cuatro zancadas. El
Cubano
se apoyó en la mesa, de espaldas al presidente y a la luz. Su ancha figura quedaba en la penumbra.
—Ahora sí que nos hacía falta Aldán para arreglar esto. Porque hay algo que teníais que entender…
Se volvió hacia el presidente.
—En fin… ¿Tú serías capaz de ir junto a don Carlos y pedirle que se quede en Pueblanueva y se haga cargo de los barcos?
El presidente se encogió de hombros. Entonces, el
Cubano
se dirigió a los demás.
—¿Vosotros? ¿Hay alguno que sea capaz?
—Habría que saber hablar —dijo alguien desde el fondo.
—Eso. Habría que saber hablar para poder convencerle. Pero vuelvo a mi pregunta de antes. ¿Tenemos derecho?
El segundo vocal pidió la palabra. Era un marinero delgado, alto, de ojos azules, de mejillas coloradas. Un marinero joven, nervioso.
—A mí me parece que si él sabe…, si él sabe que nos moriremos de hambre… Porque la cosa está así: que nos moriremos todos de hambre si el asunto no se arregla. Somos sesenta familias, eso es lo que hay que decirle.
El
Cubano
, medio vuelto hacia el vocal segundo, le respondió:
—Muy bien. Hasta ahí, de acuerdo. Pero ¿tenemos derecho? Fíjate bien lo que digo. ¿Tenemos derecho? Es lo que vengo pensando desde que supe lo del testamento. Porque don Carlos Deza es un intelectual y no tiene nada que ver con nosotros. No es propietario ni patrono —tartajeó—. Es un intelectual, ya sabéis, un hombre de libros. Y yo me digo: ¿hay derecho a pedirle que deje de serlo por nosotros?
—Por el pan de sesenta familias.
—Por el pan de todo el pueblo, aunque sea. Nosotros somos libertarios. Cada cual debe ser libre y trabajar en lo que quiera. ¿Y no queremos nosotros obligar a don Carlos…?
—Obligarle, no.
—¿Entonces?
—Pedírselo.
—¡Pedírselo, pedírselo! ¿Se lo pedirás tú?
—¡Hombre, yo…!
—Naturalmente. Tú, no. Ni yo, ni nadie. Hay que tener mucha cara para ir a un hombre y decirle… Decirle, ¿qué? Porque ésa es la otra cuestión. ¿Qué hay que decirle?
Del fondo de la estancia surgieron rumores.
—Aquí hay uno que quiere hablar —dijo alguien.
Un marinero bajo, achaparrado, de faz rojiza, oscura, se abrió paso hasta el semicírculo libre. Tenía la voz dura, urgente. No vacilaba.
—Yo digo: ¿por qué no mandamos una comisión a Vigo, a hablar con el Sindicato de allá? Ellos tienen abogado.
—Nosotros somos autónomos.
—Pero no tenemos abogado.
—Bien. Y un abogado, ¿qué podría hacer?
—Por lo pronto, hablarle a don Carlos.
—¿Y qué? La cosa está donde estaba. ¿Tenemos derecho o no lo tenemos?
—El abogado dirá si lo tenemos. Para eso está.
El
Cubano
se rascó la cabeza.
—Cuidado que sois bestias. No se trata de esa clase de derechos. No hay ninguna ley que obligue a don Carlos a aceptar. Es cosa de conciencia. De él y nuestra, fijaos bien.
El marinero achaparrado retrocedió hasta mezclarse con los espectadores.
—Pues si es cosa de conciencia, los barcos quedarán amarrados y moriremos de hambre.
El
Cubano
se plantó de un salto frente a él y lo agarró de la camisa.
—No tienes derecho a decir eso. Don Carlos es una persona decente.
—Sí. Y nosotros unas bestias. Por eso digo: ¿por qué no vamos con el cuento a alguien que no lo sea?
—No tiene por qué ser un abogado.
—Entonces, ya dirás quién.
Algún amigo de don Carlos. Alguien que, por lo menos, le pregunte qué piensa hacer. Con buenos modos. Tiene que ser con buenos modos, sin exigencias, porque don Carlos no es un explotador de los trabajadores. Es un intelectual, ya os lo dije.
Una voz zumbona gritó desde un rincón:
—¡Rosario la
Galana
! Que se lo encarguen a Rosario la
Galana
.
El
Cubano
echó mano a un jarro vacío. Hubo risas y protestas. El
Cubano
dejó el jarro en su sitio e impuso silencio.
—Propongo que se nos comisione al presidente y a mí para tratar con alguien que pueda hablarle a don Carlos con toda confianza.
El achaparrado respondió:
—Bueno.
—Propongo que se apruebe por aclamación.
—Bueno.
—Porque lo primero, digo yo, es conocer sus intenciones, y que él conozca las nuestras.
—Lo que tiene que saber es que somos sesenta familias…
—Eso, por supuesto.
—Y que también tenemos un derecho.
—Sí, claro.
—Y que es el derecho de sesenta familias contra el de uno solo.
El achapafrado se iba metiendo en el espacio libre y acorralaba al
Cubano
contra la mesa. El
Cubano
alzó las manos, con las palmas levantadas, y las opuso al pecho del achaparrado.
—Eso es lo que hay que aclarar, naturalmente.
El semicírculo se reducía. El carburo alumbraba rostros hasta entonces en penumbra: morenos, curtidos, anhelantes.
—Por eso digo que una persona de su amistad…, quiero decir, alguien que sea amigo suyo… He pensado que Clara Aldán…, si os parece…
De pronto, el achaparrado dijo:
—¿No será que te estás rajando?
—¿Quién, yo? ¿Yo?
Miró a las caras próximas; miró al fondo, a las que permanecían oscurecidas. Sintió todos los ojos encima de su figura, como si quisieran inmovilizarlo. Dio una sacudida a su cuerpo y encaró al achaparrado.
—¿Piensas eso de mí? ¿Hay quien piense eso de mí?
Volvió a mirar. Se le había airado el rostro, había enrojecido. Con los puños cerrados se golpeó el pecho.
—El año pasado estuve en la cárcel por vosotros, y esta pierna la perdí por la libertad de los trabajadores. ¿Hay quien pueda decir otro tanto?
Se volvió al presidente.
—Porque si hay quien piense eso de mí, ahora mismo lo mando todo a la mierda. Y el que lo piense, que lo diga a la cara.
Agarró al marinero achaparrado de un brazo, lo zarandeó, lo empujó contra la mesa.
—Ya has oído.
El otro bajó la vista.
—Lo que yo digo es que no veo claro.
—¿Y qué me importa que veas o no veas? Pero aquel que se atreva a dudar de mi honradez…
Volvió a crispar los puños. Las caras anhelantes se retiraban a la sombra. El semicírculo se abrió, y quedó solo el
Cubano
, apoyado en la pata de palo, amenazador.
El presidente abandonó su sitio y pasó a su lado. Le palmoteó la espalda.
—Vamos, no te pongas así. Esto es una
parvada
.
Se volvió a los demás.
—Quedamos en que el
Cubano
y yo haremos las gestiones, y en que se os convocará para comunicaros lo que haya.
Ramón llegó al anochecer. Había lloviznado y estaba el aire fresco.
Rosario esperaba junto al castaño y miraba al suelo oscuro. Ramón se le acercó.
—Hola.
—Hola.
Rosario se hizo a un lado, para que también Ramón pudiese apoyar la espalda. Una raya de luz que salía de la cocina partía en dos la penumbra del corral.
—¿Están los viejos ahí?
—Están.
—Entonces, ¿tengo que entrar a hablarles?
—Entra.
—¿Y tú?
—Yo esperaré aquí.
—Me da reparo.
—Tienes que hacerlo.
Ramón la miró largamente.
—Me puse el traje nuevo.
—Ya veo.
—Y cuando me pregunten si vengo para aquí, o si tú vas a mi casa, ¿qué les digo?
—Nada.
—Bueno.
Ramón adelantó un paso. Rosario le detuvo.
—Entretenlos. Yo voy a hablar con tu madre.
—¿Para qué?
—Tengo que hablarle.
Dejó a Ramón y salió al camino. Ramón vaciló; luego fue lentamente hacia el resplandor de la cocina.
Entonces, Rosario echó a correr, tomó el atajo y llegó, jadeante, a la casa de Ramón. La puerta estaba abierta y una sombra se movía en el fondo de la cocina. Rosario descansó unos instantes, apoyada en la cerca de piedra del corral. El perrillo se le acercó, saltando, y le lamió las piernas. Rosario le acarició la cabeza.
—Vamos.
Quedó de pie en el umbral y dijo: «Buenas noches». La vieja atizaba unos leños. Alzó la cabeza y miró a Rosario.
—¿Y Ramón?
—Con los viejos.
—¿Por qué no vino?
—Quería que hablásemos nosotras.
—¡Ah! La vieja siguió atizando. Rosario llegó hasta el hogar y se sentó en una esquina.
—Tengo un papel.
—¿A ver?
Rosario sacó del seno un pliego doblado y se lo tendió.
—¿Sabe leer?
—Un poco.
—Ese papel dice que la Granja de Freame es mía. Es un papel ante notario.
—¿Estás segura?
—¡Claro!
—Yo iría con él al secretario del juzgado.
—Nadie tiene por qué enterarse.
—De todos modos.
—El papel es legal.
—Si tú lo dices.
Devolvió el pliego. Rosario lo recogió, lo guardó y dijo:
—De modo que, por mi parte, todo está arreglado.
—¿Y ahora?
—Usted dirá. La vieja acercó una silla baja y se sentó.
—Yo digo que me voy con vosotros y esta casa la arrendamos.
—¿Está conforme Ramón?
La vieja sonrió.
—A Ramón no hay que pedirle conformidad.
—Es que, a lo mejor, le gustará mandar en su casa.
—Mal va la casa en que mandan los hombres.
—O me gusta mandar a mí.
—Eso, allá tú y tu madre.
—Mi madre, aquí, no cuenta.