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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (34 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Entonces Lanzarote se incorporó y las saludó:

—Salve, señoras mías, y sed bienvenidas.

Ellas entonaron al unísono esta letanía:

—Salve, Sir Lanzarote del Lago, hijo del rey Ban de Benwick, primero y más alto caballero de la Cristiandad. Bienvenido seas y que te encuentres bien.

—¿Repetiré vuestros títulos, reinas mías? —preguntó él—. Los conozco bien. Tú eres Morgan le Fay, reina de Gore, media hermana del gran rey Arturo, hija del duque de Cornualles y de la hermosa Igraine, que luego casó con Uther Pendragon. Tú eres la reina de las Islas…

—No es necesario que los repitas todos, si los conoces —dijo Morgan.

Él dedicó un instante a estudiar sus cejas perfectas, sus ojos húmedos y brillantes, sus mejillas tersas y adorables.

—Señoras mías —dijo al fin—, si la oscuridad no me ha trastornado el juicio, fue ayer cuando me dormí bajo un manzano en una soleada planicie, en compañía de mi sobrino Sir Lyonel. Desperté en una celda fría y amarga, despojado de mis armas, como un cautivo. ¿Soy vuestro cautivo?

—Eres un cautivo de amor —dijo Morgan. Y cuando las otras trataron de interrumpir, les dijo con frialdad—: Silencio, hermanas. Dejadme hablar. Ya os tocará el turno. —Se volvió nuevamente a Lanzarote—. Siéntate, mi señor —le dijo—. Tienes razón. Te tomamos prisionero.

—¿Dónde está Sir Lyonel?

—Estabas solo. Nadie te acompañaba.

Lanzarote se sentó en el borde del lecho de terciopelo.

—¿Qué pueden querer ustedes de mí? —preguntó con perplejidad.

Tres de ellas lanzaron breves y roncas risotadas. Morgan sonreía.

—Un cautivo bien predispuesto es más fácil de manejar —dijo—. Por lo tanto, me explicaré. Nosotras cuatro poseemos cuanto podamos desear: tierras, riqueza, poder y objetos de increíble belleza. Además de esto, nuestras artes nos permiten el acceso a cosas del otro mundo o de las entrañas del mundo, pero, más aún, si deseamos algo que no existe, tenemos el poder de crearlo. Debes pues comprender que para nosotras son muy raras las novedades. Y cuando vimos durmiendo al mejor caballero del mundo, pensamos que tú eras esa rareza, esa novedad que no tenemos. De modo que te capturamos. Pero hay algo que no podemos hacer, porque no está en nuestra naturaleza. No compartimos nada. De modo que debemos lidiar por ti. Pero las veces que lidiamos por algo en el pasado, ha sucedido que el trofeo quedara tan desgarrado y lacerado que la ganadora no lo quería. Sabrás comprender que ni siquiera el mejor caballero del mundo vale la pena si es un despojo sangriento y desmembrado. Esperad a que termine, hermanas, estoy a punto de concluir. Hemos resuelto dejarte optar por una de nosotras, y todas hemos jurado someternos a tu arbitrio. Espero que sea así. Estas reinas no siempre han sido fieles a sus juramentos.

—¿Y si no optara por ninguna? —preguntó Lanzarote.

—Bueno, en ese caso temo que te cercarán las tinieblas y la piedra fría. Ni siquiera el mejor de los caballeros subsistiría largo tiempo, pero si se obstinara en vivir, supongo que le quitaríamos la comida y el agua. Pero olvídate de esa tétrica perspectiva. Cada una de nosotras abogará por su causa. Será muy divertido para todas, una nueva experiencia. Yo seré la última. ¿Quieres empezar tú, mi señora de Gales del Norte?

—Con gusto, hermana. —Echó la cabeza hacia atrás y su pelo brincó como una llama roja. Bajó los párpados, cubriendo en parte sus ojos de esmeralda. Avanzó hacia Lanzarote felina y seductora, hasta que él inhaló el inquietante aroma de su cuerpo, que le supo a almizcle. Los sentidos del caballero despertaron con una leve punzada de dolor, y su lengua saboreó el gusto salado del deseo. La voz de la reina ronroneó suave y profunda, como si vibrara en todo su cuerpo—. Creo que sabes lo que puedo prometerte: sensaciones que no conoces sino vagamente, un éxtasis que se elevará, crecerá, se hinchará hasta estallar, inagotable e insaciable, pues no tendrá fin hasta que conozcas la crucifixión del amor e implores la cruz y ayudes a hundirte los clavos mientras cada nervio, cada uno de tus nudosos y blancos nervios, participa del desenfreno y se arroja al furor de una pasión exaltada y frenética. Te lames los labios. Crees saber de qué hablo. Lo que tú conoces es apenas un susurro comparado con el pandemónium que te estoy ofreciendo.

Lanzarote jadeaba con pesadez cuando ella regresó a su trono y lo ocupó mirando al caballero con una tenue y victoriosa sonrisa de gato.

—Demonio —le dijo Morgan—, no jugaste limpio. No respondas, perfecto caballero, hasta que hayas escuchado a las demás.

—¿Es jugar limpio dejar que sus ánimos se enfríen? —dijo la reina de ojos verdes.

—La reina de las Islas —dijo Morgan le Fay.

La rubia reina del mar permaneció serena en su trono, y sus ojos danzaban como a punto de reír.

—Fue una actuación brillante, señor —declaró—. Soy la primera en admitirlo. El recinto aún hiede a esa brillantez. No quiero criticar a mi querida rival, pero me parece que al poco tiempo uno podría cansarse hasta de su versatilidad en una actividad más bien simple en la cual las cabras están más versadas que los hombres y en la que los conejos son insuperables. Puede que una mañana desees un mendrugo para borrar el gusto de las especias. Y no es imposible que esos desenfrenados nervios se hinchen de tedio. Es sabido que este… arte suele pasar de fascinante a aborrecible en muy poco tiempo.

La reina de cabello rojizo desnudó sus filosos dientes.

—Métete en tus asuntos —gruñó—. Déjame en paz.

—Con calma, hermana… con gentileza. Sir Lanzarote, Mejor Caballero del Mundo, creo que has de conceder que no hay estado, clima, actividad, placer, dolor, alegría, pena, derrota o victoria cuyos excesos no nos dejen ahítos. El don que te ofrezco es el cambio. Un día todo reirá, como un rizado estanque azul que sonríe al sol mientras las ondas chocan dichosamente con los musgosos guijarros; el próximo engendrará fieras tormentas, una violencia salvaje y demoledora, capaz de desgarrarte, maravillosa. Te prometo que cada alegría será enfatizada por un pequeño dolor, que el reposo seguirá al frenesí, que el calor alternará con el frío. Tras las lujurias de la carne y el espíritu, sobrevendrá una ascética mesura, un bálsamo para no aturdirte. Prometo que ninguna experiencia se desgastará por sí misma. En una palabra, extenderé tus facultades, sensaciones y pensamientos hasta el límite máximo, para que nunca padezcas la plaga universal de la consunción, de la curiosidad insatisfecha, de las posibilidades inexploradas. Te ofrezco la vida. Un día serás rey y al día siguiente un siervo abrumado de trabajo, para poder valorar tu condición de monarca. Donde otros te ofrecen sólo una cosa, yo te lo ofrezco todo en escalonados contrastes. —Sus ojos eran ahora gris pizarra, sombríos, y en ellos fulguraba una inminente tempestad—. Y finalmente, te ofrezco una muerte apropiada, una muerte digna y deslumbrante, el corolario adecuado a una vida apropiada, digna y deslumbrante. —Lanzó una mirada de triunfo a las otras reinas rivales.

—Sacó a relucir todos sus tesoros, ¿no es así? —dijo Morgan—. Esa promesa la mantendría ocupada, porque le daría algún trabajo cumplirla.

Lanzarote apoyó los codos en las rodillas y el mentón en las manos abiertas. Destacábanse en su rostro las blancas sombras de viejas heridas, y mantenía los ojos entrecerrados, brillantes y semiocultos. La reina del mar se esforzó en vano por leer sus pensamientos.

La reina del Este suspiró. Era como ceniza de rosas, dulce y suave y envuelta en lavanda, y en sus ojos de almendra parecían anidar la piedad, el abrigo y la comprensión unida a la tolerancia.

—Pobre, fatigado caballero —dijo con voz sosegada—. Mis amigas te han visto tal como ellas son, todo lascivia e inquietud, que son sus especialidades. Sé que todo hombre padece esos apetitos, algunos más y otros menos. Yo tengo una ventaja sobre mis rivales, Lanzarote; verás, conozco a tu madre, pequeño Galahad.

—¡Desvergonzada! —gritaron las otras dos, mientras Morgan se echaba a reír.

Lanzarote irguió la cabeza con brusquedad y sus ojos relucieron peligrosamente.

Pero la dama del Este continuó con voz suave:

—La reina Elaine de Benwick allende el mar, esposa del gran rey Ban, Elaine la adorable, tan bella que los embajadores de todo el mundo olvidaban sus misiones al contemplarla. Pero ella nunca olvidó a ese mocoso de nariz chata y cara sucia llamado Galahad. Tras desempeñar su papel en el brillante teatro de la corte, nunca se olvidaba, ni jamás se lo impedía el cansancio, de subir las escaleras circulares de la torre para llevarle un pastel a ese niño que se había olvidado de lavarse las manos. Ninguna embajada la apartaba jamás de las lágrimas de su hijo. Y las guerras y las matanzas en las murallas jamás velaban la apasionada tragedia del dedo sucio cortado con el cuchillo nuevo, que derramaba pequeñas lágrimas de sangre. Y cuando venia la fiebre, ella disolvía el mundo y no regresaba hasta que la pequeña frente pecosa se enfriaba y devolvía al mundo su existencia.

Lanzarote se levantó de un salto.

—¡Basta! —rugió—. ¡Oh, cuánta suciedad y podredumbre! ¡Mira! He cruzado los dedos de ambas manos. Y aquí tienes, el signo de la cruz sobre tu cara.

—¿Estás ofreciéndote como madre, querida mía? —murmuró Morgan le Fay.

—Estoy ofreciendo la paz que él nunca descubrió en ninguna parte, la seguridad y el calor que aún sigue buscando, el elogio a sus virtudes y una gentil y compasiva conciencia de sus faltas. Siéntate, apuesto caballero. No quiero faltarte el respeto. Sé que Ginebra se parece en ciertos aspectos a la reina Elaine… pero eso es todo. Piensa en lo que yo te ofrezco.

—No estoy dispuesto a escuchar.

—Piénsalo.

—No te oigo.

—Pero me recordarás. Piénsalo.

—Señoras, ya es suficiente. Soy vuestro cautivo. Buscad hombres, si queréis. Haced conmigo lo que os plazca, pero estad seguras de que caeré luchando. Habéis fracasado.

La voz de Morgan sonó filosa como una cimitarra.

—Yo no he fracasado —dijo—. Mis sagaces hermanitas te han ofrecido los brillantes jirones de una vestidura, los fragmentos rotos de una imagen sagrada. Yo te ofrezco el todo del que esos retazos forman parte: te ofrezco el poder. Si deseas mujerzuelas con traje de fantasía, el poder te las conseguirá. ¿Admiración? Hay todo un mundo ansioso de besar traseros con sus labios babeantes. ¿Una corona? El poder y un pequeño puñal la depositarán en tu cabeza. ¿Cambios? El poder te permitirá cambiar de ciudad como de sombrero, y aplastarlas cuando te hartes de ellas. El poder atrae la lealtad sin exigírtela. La voluntad de poder hace que el bebé siga mamando con nostalgia cuando ya está lleno, le aconseja al niño que robe el juguete de su hermano, hace madurar una entera cosecha de muchachas concupiscentes. ¿Qué hace al caballero arrastrar los tormentos que le darán el galardón o la muerte? El poder de la fama. ¿Por qué hay hombres que apilan posesiones que no pueden utilizar? ¿Por qué un conquistador se adueña de comarcas que no verá jamás? ¿Qué instiga al eremita a revolcarse en la mugrienta negrura de su celda, sino la promesa de poder, o influencia al menos, en el cielo? ¿Y acaso esos santos locos y humildes rechazan el poder de la intercesión? ¿Qué crimen no se transforma en virtud en las manos del poder? ¿Y la virtud, no es en sí misma una forma del poder? ¿La filantropía, las buenas acciones, la caridad, no son préstamos con el respaldo del poder futuro? Es la única heredad que no se marchita ni se vuelve tediosa, porque no hay poder que alcance. Un viejo en quien se han secado los jugos de todos los otros deseos es capaz de arrastrarse sus trémulas rodillas a la tumba sin que sus manos dejen de arañar frenéticamente en busca de poder.

»Mis hermanas han ofrecido el queso para las luchas de los deseos menores. Han apelado a las sensaciones, a la saciedad y a la memoria. Yo no te ofrezco un don, sino la habilidad, el derecho y el deber de apropiarte de todos los dones, de todo cuanto puedas concebir, y cuando te hartes de ellos podrás despedazarlos como vasijas y arrojarlos a la pila de desperdicios. Más aún, te ofrezco poder sobre los hombres y mujeres, sobre sus cuerpos, sus esperanzas, sus temores, sus lealtades y sus pecados. Ése es el poder más dulce de todos. Pues puedes dejarlos correr un poco e impedirles el acceso al cielo como quien no quiere la cosa. Y cuando el desprecio por tanta vulgaridad acabe por asquearte, puedes reducirlos a coágulos agonizantes tal como si echaras sal en un regimiento de babosas y las contemplaras consumirse en su propia viscosidad.

»Mis hermanas apelaron a tus sentidos. Yo apelo a tu mente. Mi don: una escalera para ascender a los astros, tus hermanos y tus pares, para que de allí puedas contemplar y, si quieres divertirte, agitar el hormiguero del mundo.

Morgan le Fay no echaba mano de una compleja artimaña. Sus palabras estaban investidas de apasionada honestidad y vibraban como una hacha de guerra al golpear un escudo de bronce.

Lanzarote la miró con incredulidad, pues el rostro de la reina de Bors se había transformado en una catapulta que disparaba palabras al rojo vivo contra sus defensas.

—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Qué es el poder?

—¿Qué es? El poder es algo en sí mismo, una totalidad que se autocontiene, bastándose a sí misma y sosteniéndose a sí misma, inasequible salvo mediante el poder. La sensación de poder vuelve mezquinas las otras gracias y atributos. Ése es el don que te ofrezco. —Morgan le Fay se reclinó en el tronco, jadeante y sudorosa, y las otras tres reinas parecían haberse derretido bajo su calor. Entonces las cuatro volvieron la mirada hacia Lanzarote, con los ojos brillantes y achatados por una viva aunque distante curiosidad. De igual manera habrían observado a un caballo para ver su reacción ante los caparazones iridiscentes de las cantáridas o la frente de un enemigo para verle sudar la primera gota de antimonio.

Lanzarote trazó figuras con el dedo sobre la lanilla de su túnica ocre, un cuadrado y un triángulo. Las borró e hizo un circulo y junto a él una cruz, luego cerró la cruz con un círculo y adentro del círculo dibujó una cruz. Había perplejidad y tristeza en su rostro. Al fin miró a Morgan.

—Y por esa razón —dijo con voz apagada—, dos veces intentaste asesinar a tu hermano el rey.

Ella barbotó:

—Medio hermano y medio rey. Un rey débil. ¿Qué sabe él acerca del poder? Te digo, en el mundo del poder, la debilidad es un pecado, el único pecado, y se castiga con la muerte. El tema es muy interesante, claro. Pero no vinimos aquí a hablar sobre el pecado. Vamos, Perfecto Caballero. Te hicimos una oferta. La opción queda de tu parte.

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