Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (38 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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Lanzarote conocía los peligros de un odio tan reconcentrado, la fuerza sobrehumana, la insensibilidad ante las heridas, pero también conocía las debilidades de quien depone sus tácticas. Dejó brechas abiertas para las estocadas, desviándolas sólo a último momento. Luchó a la defensiva y con escasos movimientos, tratando de vencer por cansancio a su jadeante y obstinado enemigo. Paulatinamente vio que sus pies se arrastraban y oyó su respiración sibilante, y en una breve tregua observó que Tarquino se mecía aturdido. Pero Lanzarote admiraba la grandeza de su adversario, y pensó:

«Si no me odiara tanto, tendría más posibilidades de matarme».

Bajó el escudo y contuvo una acometida, luego saltó a un costado y arrojó el escudo bajo los pies vacilantes. Tarquino cayó de bruces y Lanzarote le aplastó la muñeca con el pie, levantó el yelmo y le hundió el acero en la nuca. Sir Tarquino, con una brusca convulsión, murió en el acto bajo el golpe de gracia.

La doncella corrió hacia él con grititos de entusiasmo, y Lanzarote, mirándola con gravedad, se preguntó por qué los mirones solían ser más aguerridos que los protagonistas de la lucha.

—Ahora puedes cumplir tu promesa —exclamó la doncella—. ¿Vendrás conmigo, no es cierto?

—No tengo caballo —dijo Lanzarote—. Ahí yace con el cuello partido.

—Toma el caballo del caballero herido, señor.

Lanzarote caminó hacia Gaheris, cortó sus ligaduras y lo saludó.

—¿Me prestas tu caballo? —le preguntó.

—Por supuesto —dijo Gaheris—. Me has salvado la vida.

—¿Puedes caminar?

—Creo que si.

—Entonces entra en esa casa. Encontrarás en ella a muchos cautivos, amigos míos y tuyos. Libéralos y salúdalos de mi parte. Diles que se apoderen de todo lo que deseen y necesiten. Los encontraré en la corte del rey, en Pentecostés. Y diles que le ofrezcan mis saludos y mis servicios a la reina Ginebra. Deben decirle que están libres en homenaje a ella.

—¿Por qué tienes que irte? —preguntó Gaheris.

—Por esta doncella. Le hice una promesa. Por lo que veo, las doncellas no dan puntada sin nudo. Ahora adiós. Y dile a Sir Lyonel que otro día emprenderemos nuevas aventuras.

Lanzarote montó y galopó en pos de la doncella.

—Ésa fue una muy hermosa muestra de tu oficio, señor —dijo la doncella—. Bien se dice que eres el mejor caballero del mundo.

—Pronto seré el caballero más harto del mundo —replicó él—. Quizá se deba a que hago promesas sin preguntar qué prometí hacer. Lo sepas o no, Tarquino era un esforzado caballero, y aunque perdió la batalla dejó su huella en mi. Dime qué debo hacer. Quizá convenga que descanse un poco y cuide de mis magullones y heridas.

—Señor —dijo ella—, Tarquino se pasaba la vida atacando y matando caballeros. Pero cerca de aquí hay uno que molesta a las damas y doncellas. Yace al acecho y se lanza sobre las mujeres desprotegidas.

—¿Y después qué les hace? —preguntó Lanzarote.

—Las asalta. —La doncella se sonrojó—. A las jóvenes y bonitas, las somete a su inmunda lascivia.

—¿Es un caballero?

—En efecto, señor.

—Entonces, no debería actuar así. Su juramento lo obliga a proteger a las damas. ¿Te ha mancillado? Tú eres muy bonita.

—Gracias, señor. Hasta ahora me he librado de él, pero debo utilizar ese sendero, y si le enseñas a respetar su juramento, o si lo matas, alegrarás a muchas mujeres. Está al acecho no lejos de aquí, oculto en la espesura al borde del camino.

Lanzarote recapacitó, y luego dijo:

—Cabalgarás delante de mi. Debo ver lo que ocurre.

—¿Desconfías de mi, señor?

—No. Pero he conocido damas que llamaban violación a un beso que no les habían pedido, y otras que hacían una invitación quizá sin darse cuenta, y si era aceptada gritaban que las forzaban.

—Semejante pensamiento es indigno de ti, señor.

—Es posible. Al parecer, destilo pensamientos indignos cuando estoy agotado y me duelen los huesos. Pero mi plan va más lejos. Si el caballero emboscado te viera en compañía de un hombre armado, acaso dudara en atacarte.

—En ese caso, podrías batir el bosque, arrastrarlo fuera y decapitarlo.

—Cuánta sed de sangre, señora mía. Pero en ese caso, verás, ejecutaría a un hombre por delitos que conozco de oídas y temo que no lo haría con convicción. Pero si él tratara de forzarte, mi furia e indignación se aunarían para respaldar a la justicia.

—Bien, dicho de ese modo…

—Suena diferente, ¿no es así? Cabalga adelante. No te perderé de vista, pero él no me verá ni sospechará la trampa.

—Esa palabra no me gusta —dijo la doncella. Pero apuró a su palafrén, y mientras cabalgaba tomó cintas de sus alforjas y se sujetó el pelo, y un manto de seda verde y resplandeciente para cubrirse, que flotó suntuosamente sobre las grupas del caballo. Y al acercarse al bosque que había junto al camino entonó una dulce canción con voz alta y penetrante.

«Un buen anzuelo», se dijo Lanzarote. Vio cómo la doncella se acercaba a las curvas ramas del bosque, cantando alegremente, y un hombre armado salía al galope, la aferraba con toda precisión, la arrancaba de la silla y la montaba en la suya. La canción se angostó en un alarido.

Lanzarote galopó hacia ellos, gritando:

—¡Alto, caballero indigno!

El raptor apartó los ojos de su presa y vio al águila que se lanzaba sobre él vestida de hierro. Entonces tiró al suelo a la doncella, quien rodó forcejeando con la capa que la envolvía. El caballero desenvainó la espada y embrazó el escudo, y al verlo, Lanzarote dejó la lanza y desnudó el acero. Un quite y un tajo y el infortunado amante cayó derribado, con el cuello abierto hasta la garganta.

La doncella se acercó sacudiéndose el polvo y las briznas de pasto, y miró con desprecio al hombre herido de muerte.

—Ahora tienes el pago que mereces —exclamó. La vida de caballero se extinguió con una violenta convulsión, y la doncella dijo—: Así como Tarquino procuraba destruir a los buenos caballeros, este hombre pasaba los días deshonrando a damas y doncellas. Su nombre era Sir Perys de Foreste Savage.

—Entonces lo conocías —observó Lanzarote.

—Conocía el nombre —dijo ella.

—¿He cumplido con mi promesa? —preguntó él—. ¿Quedo en libertad?

—Con toda mi gratitud. Y con la gratitud de las damas que por doquier celebran tu nombre. Pues tienes fama, entre las bien nacidas, de ser el caballero más valeroso y cortés. Dondequiera que las damas se reúnan para hablar, siempre están de acuerdo en este punto, y también en que tienes una triste y misteriosa carencia…, una falta que preocupa a las mujeres.

—¿Cuál es? —preguntó él.

—Nadie ha sabido que jamás amaras a ninguna, mi señor —dijo ella—. Y las damas sostienen que es gran lástima.

—Amo a la reina.

—Si, de eso se habla mucho, y también de que la amas como si estuviera tallada en el hielo. Y muchos dicen que te ha encantado para que no puedas amar a ninguna otra, para que no regocijes a ninguna doncella ni a dama alguna entibies con tu amor a causa de ese gélido encantamiento. De ahí que las damas inculpen a la reina por tener en cautiverio algo de lo que no sabe rozar.

En los ojos grises del caballero brilló una plácida sonrisa.

—Es hábito de las mujeres inculpar a las mujeres —dijo—. No puedo inculcarle al mundo lo que debe opinar de mí. Los rumores nacen por si mismos. Pero a ti puedo decírtelo, y si es tu gusto, puedes decírselo a los demás. Soy un guerrero. Una lanza no está concebida sino para la guerra. Piensa lo mismo de mí. Acaso pensabas que me correspondía una esposa, hijos quizá. Ya tengo suficientes temores sin necesidad de añadirle las calamidades de una preocupación que mellaría mis ímpetus. Mi profesión de soldado me mantiene alejado casi todo el tiempo. De manera que mi esposa, pese a estar casada, no tendría marido, mis hijos no tendrían padre, y nuestra única alegría seria la pesadumbre de la despedida. No. No podría tolerarlo. Un marido guerrero debe estar en dos partes al mismo tiempo. Si está en el lecho, está en la guerra y si está en la guerra, en el lecho, y así dividido, es medio hombre en los dos campos. Mi bravura no alcanza para partirla en dos mitades.

—Pero hay otras formas de amor… —dijo ella con dulzura—. Sin duda en la corte has visto…

—Si, he visto, y no atrajo mi atención. Intrigas, planes, celos, y siempre en perjuicio del uno o del otro. Un mes de ira por el júbilo de un momento, y siempre los celos y las dudas, corrosivos como la lepra. Soy hombre religioso, al menos en cuanto soy consciente del pecado y suscribo a los diez mandamientos. Pero si el adulterio, los malos hábitos, la lujuria, no estuvieran severamente condenados por Dios, mi brazo de luchador los condenaría por quitarle las fuerzas. Y si eso no fuera suficiente, considera esto: ¿has conocido alguna vez a un amante feliz? ¿Y debiera yo, por propia voluntad, procurar y construir mi infelicidad? Sería tan estúpido como cruel.

—Los hombres muy fuertes y fogosos no pueden contenerse —dijo la doncella—. El amor los alcanza y sus resistencias se disipan como humo.

—Su fuerza se convierte entonces en su debilidad —dijo Lanzarote—. Y su propia virilidad los vuelve impotentes. ¿Debo escoger eso teniendo otra posibilidad?

—Mi opinión es que no amas a las mujeres… que algo impide…

—Sabía que dirías eso. Estoy harto de palabras. Harás circular el rumor de que yo… no soy un hombre, porque hasta ahora me he sobrepuesto a la mayor debilidad y perplejidad de los hombres.

—Pienso que el encantamiento de la reina ha de ser muy fuerte. Todas decían que lo era, y ahora puedo comprobarlo… —Y sus ojos invitantes se apagaron y su boca lució amarga como los labios abultados de una niña a quien le roban un dulce.

—Adiós —dijo el caballero—. Y formúlate esta pregunta cuando yo me vaya: si no amo a las mujeres, ¿por qué les consagro mi vida?

—Encantamiento.

—Adiós —dijo él, y al cabalgar alcanzó el palafrén y lo sujetó a un árbol. Pero al cabo desató las riendas y le trajo el caballo a la doncella.

—Gracias —dijo ella sin mirarlo.

—¿Hay algún otro servicio que pueda prestarte?

Ella fijó los ojos en el suelo.

—No se me ocurre ninguno, señor.

—Bien… entonces ¡adiós!

Hizo virar a su caballo y se alejó al trote, y la doncella lo vio irse y sintió tristeza por él.

Ahora Lanzarote cabalgaba a solas a través de húmedas y negras florestas donde siervos de la gleba fugitivos se ocultaban en árboles huecos y angostas cavernas, pero cuando él se aproximaba se disipaban como sombras y no respondían a sus llamados. Luego atravesó una comarca pantanosa poblada de juncales altos como su montura y de extensiones de agua sembradas de traicioneras arenas movedizas donde colonias de patos y cisnes silvestres vivían pacíficamente, elevándose en danzas atronadoras al verlo acercarse. En el agua vio chozas de juncos circulares con techos cónicos, cada una en su pequeña isla, cada una con su piragua. Cuando Lanzarote saludó hacia las chozas, hombres bajos y oscuros le arrojaron proyectiles de barro cocido con sus hondas, con tal fuerza que le abollaron el escudo y le hirieron el caballo. Era una comarca agreste y salvaje, donde el miedo a otros hombres inspiraba a los hombres la ferocidad.

Los insustanciales espejismos y los inquietos fuegos fatuos que irradiaban su enigmática luz desde los juncos eran menos terribles que los forasteros de su propia especie, pues en esta tierra miserable la única propiedad que conocían los seres humanos eran otros seres humanos. El furor de la suspicacia los poseía como un viento helado, y el caballero decidió encaminarse hacia un terreno más alto. En un castillo semiderruido mató a dos gigantes y liberó a sus cautivos y los envió a la reina Ginebra, y luego cabalgó muchos días en busca de aventuras, pero el anuncio de su llegada lo precedía ahuyentando a los caballeros viles y cobardes que solían apostarse frente a los ríos y los desfiladeros, quienes abandonaban el escenario de sus desmanes para ocultarse hasta que pasara Lanzarote, pues nadie se atrevía a romper lanzas con él. Su propia grandeza lo libraba a la soledad y al desamparo. Dormía en cobertizos abandonados por sus propietarios y se alimentaba de los mendrugos, bayas y hollejos que encontraba por el camino.

Now turn we back to yonge Syr Gaherys who rode mro the manor of Syr Tarquín slayne by Lancelot. And ¡here hefound a yoman poner kepyng many keyes. Than Sir Gaherys threw the poner unto the grounde and toke ihe keyes frome hym; and basrely he opynde the preson dore, and rhere he leae ah the presoners oure, and every man lowsed other of heir bondys.

Volvamos ahora junto al joven Sir Gaheris, quien entró a la morada de Tarquino, el caballero muerto por Lanzarote. Y allí encontró un servidor que oficiaba de portero y tenía muchas llaves. Entonces Sir Gaheris derribó al portero y le arrebató las llaves; y apresuróse a abrir la puerta de la prisión, dando libertad a todos los cautivos, quienes unos a otros se aflojaron las ligaduras.

Allí Gaheris encontró a muchos amigos y caballeros de la Tabla Redonda. Les contó que Lanzarote había dado muerte a Tarquino para rescatarlos, y que les ordenaba aguardarlo en la corte del rey Arturo. Hallaron sus monturas en los establos, y en la sala de armas cada uno buscó su armadura, y luego se hartaron de venado en la cocina de Tarquino. Pero Sir Lyonel y Sir Ector de Marys y Sir Kay el Senescal decidieron cabalgar en pos de Lanzarote para secundarlo en sus aventuras, y en cuanto comieron y descansaron partieron en su busca, preguntando en todas partes dónde podían encontrarlo.

Volvamos ahora junto a Lanzarote, quien finalmente llegó a un grato castillo donde encontró a una anciana que le dio la bienvenida y le sirvió carne asada, una tarta, y un pastel de cerdo reluciente de especias. La vieja castellana recordaba la corte del rey Uther, en tiempos en que ella era joven y hermosa. Le trajo vino a Lanzarote y le rogó que le dijera cómo era la corte de Arturo, qué admiraban y qué vestían las damas, cómo era la reina y qué decía, y hubiese escuchado al caballero toda la noche si él no le hubiera suplicado permiso para retirarse a dormir. Finalmente lo dejó ir a un acogedor aposento ubicado en la muralla que estaba encima de las puertas del castillo. Y él guardó la armadura en un arcón de roble y se hundió en un blando y profundo lecho de piel de oveja, blanco, limpio y lanudo, el primer lecho en que dormía desde hacia semanas. Acababa de sumirse en un sueño sin sueños cuando unos golpes brutales y frenéticos retumbaron a las puertas. Brincó fuera de la cama, miró por el ventanal y vio a un caballero atacado por otros tres. El caballero solitario, al tiempo que se defendía, llamaba a las puertas por auxilio. Lanzarote se armó y saltó desde la ventana, lanzándose sorpresivamente sobre los tres atacantes. Los derribó uno tras otro y los hubiese matado si no hubieran suplicado clemencia.

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