—Cuánta gente —dijo Liz—. No cabe duda de que tu padre asume una gran responsabilidad.
—Así es.
La última vez que Finree había visto a su padre se había quedado impactada por su aspecto fatigado. Siempre había creído que estaba hecho de puro hierro, por lo que se había sentido muy desconcertada al darse cuenta de que también podía ser vulnerable. Quizá ése era el momento en que uno madura, cuando uno se da cuenta de que sus padres son tan falibles como cualquier persona.
—¿Con cuántos soldados cuenta el otro bando?
—La línea que separa a un soldado de un ciudadano normal no es tan clara en el Norte. Cuenta con unos cuantos miles de Caris, tal vez… de guerreros profesionales con sus propias cotas de malla y armas, adiestrados para la guerra, que forman la punta de lanza en las formaciones al cargar y la vanguardia en los muros de escudos. Pero por cada Cari habrá varios Siervos; granjeros o mercaderes reclutados a la fuerza o a los que pagan por luchar y trabajar, normalmente no van fuertemente armados, sólo con una lanza o un arco, pero, aun así, son unos guerreros muy curtidos. Luego están los Grandes Guerreros, unos veteranos que se han ganado un lugar de honor gracias a sus hazañas en el campo de batalla y que sirven como oficiales, guardaespaldas o exploradores en pequeños grupos llamados docenas. Como ellos —señaló a un grupo de desharrapados hombres del Sabueso, que seguían de cerca la columna por la elevación situada a su derecha—. No estoy segura de que nadie sepa con cuántos hombres cuenta Dow el Negro en total. Probablemente, ni siquiera Dow el Negro lo sepa.
Aliz parpadeó.
—Sabes tantas cosas…
Finree deseaba contestar «sí, así es», pero al final optó por encogerse de hombros de modo despreocupado. No había nada mágico en ello. Simplemente, se limitaba a escuchar, observar y cerciorarse de que nunca hablaba sin saber de qué estaba hablando. Al fin y al cabo, la base de poder es el conocimiento.
Aliz suspiró.
—La guerra es terrible, ¿verdad?
—Arruina el paisaje, estrangula el comercio y la industria, mata a los inocentes y recompensa a los culpables, sume a los honrados en la pobreza y llena los bolsillos de los especuladores y, al final, sólo acaba alumbrando cadáveres, monumentos y relatos exagerados.
Sin embargo, Finree omitió mencionar que también ofrecía un sinfín de oportunidades.
—Tantos hombres resultan heridos —afirmó Aliz—. Tantos acaban muertos.
—Es algo horroroso.
Aunque los muertos dejan huecos que los avispados pueden ocupar con celeridad. O a los que las esposas avispadas pueden dirigir con presteza a sus maridos…
—Toda esta gente ha perdido sus hogares. Lo ha perdido todo —aseveró Aliz, quien observaba con ojos llorosos la miserable procesión que se acercaba en el otro sentido, a la que los soldados obligaban a apartarse del camino y a avanzar con dificultad a través del polvo asfixiante que éstos levantaban.
Casi todos sus integrantes eran mujeres, aunque no era fácil saberlo a ciencia cierta, ya que vestían sayones harapientos. Algunos ancianos y niños las acompañaban. Eran norteños, ciertamente. Y pobres, sin duda. Más que pobres, en realidad, pues no poseían prácticamente nada, sus rostros estaban contorsionados por el hambre y andaban boquiabiertos por puro agotamiento, aferrándose a unas posesiones descorazonadoramente exiguas. No miraban con odio, ni siquiera con miedo a los soldados de la Unión que marchaban pesadamente en dirección contraria. Parecían demasiado desesperados como para dejarse llevar por alguna otra emoción.
Finree ignoraba de quién huían exactamente, o adónde iban. Ignoraba qué horror les había obligado a ponerse en marcha o qué otros más tendrían que afrontar aún. Los seísmos ciegos de la guerra los habían expulsado de sus casas. Al verlos, Finree se sintió vergonzosamente a salvo, asquerosamente afortunada. Resulta muy fácil olvidar lo mucho que uno tiene, cuando su mirada siempre está centrada en lo que no tiene.
—Habría que hacer algo al respecto —murmuró Aliz, melancólicamente.
Finree apretó los dientes con fuerza.
—Tienes razón.
Espoleó a su caballo, lo cual posiblemente provocó que unas pocas motas de barro salpicaran el vestido blanco de Aliz, y recorrió la distancia que la separaba de su objetivo en un visto y no visto. Después, se adentró con su montura en el conjunto de oficiales que conformaba el cerebro de la división, ése que tan frecuentemente erraba.
Aquí arriba se hablaba el lenguaje de la guerra. De la coordinación y el abastecimiento. Del tiempo y el ánimo de las tropas. De los ritmos a los que había que marchar y las órdenes de batalla. Ésa no era una lengua extraña para Finree, quien incluso mientras avanzaba con su caballo entre ellos, se percató de varios errores, descuidos y deficiencias. Ella había crecido en barracones, comedores militares y cuarteles generales, llevaba más tiempo en el ejército que la mayoría de los oficiales que se encontraban aquí y sabía tanto sobre estrategia, táctica y logística como cualquiera de ellos. Ciertamente, sabía bastante más que el Lord Gobernador Meed, que hasta el año pasado no había presidido nada más peligroso que un banquete formal.
Meed cabalgaba en el mismo centro de ese compacto grupo, bajo un estandarte en el que podían verse los martillos cruzados de Angland, vestido con un magnífico uniforme azul celeste con galones dorados, más propio de un actor que actuaba en una representación vulgar que de un general en campaña. A pesar de todo el dinero que se había gastado en sastres, sus espléndidos cuellos nunca parecían quedarle del todo bien y su cuello nervudo siempre sobresalía de ellos como el de una tortuga de su caparazón.
Había perdido a tres sobrinos hace años en la Batalla de Pozo Negro y a su hermano, el lord gobernador anterior, poco después. Desde entonces, había acumulado un odio insuperable por los hombres del Norte y había defendido con tanta firmeza la necesidad de una guerra que él mismo había equipado a la mitad de su división poniendo dinero de su propio bolsillo. Sin embargo, el odio al enemigo no otorgaba a nadie una cualificación especial para llevar al mando. Sino más bien al contrario.
—Lady Brock, me alegro de que se haya unido a nosotros —dijo, con cierto desdén.
—Simplemente, formaba parte de esta marcha y ustedes se han interpuesto en mi camino —los oficiales se rieron entre dientes y Hal profirió un suspiro teñido de desesperación, mientras le lanzaba una mirada de reproche de soslayo, que ella le devolvió—. Tanto yo como algunas de las otras damas no hemos podido evitar fijarnos en los refugiados que circulan por la izquierda del camino. Esperábamos poder convencerlos de que les dieran un poco de comida.
Meed posó sus ojos llorosos sobre aquella deprimente procesión con el mismo desprecio con el que uno observaría una hilera de hormigas.
—Me temo que el bienestar de mis soldados es prioritario.
—Estoy segura de que esos muchachos tan fornidos se pueden permitir el lujo de saltarse una comida por una buena causa, ¿verdad? —replicó, golpeando el peto del coronel Brint, quien se rió de manera nerviosa.
—Le he asegurado al Mariscal Kroy que estaremos en posición en las afueras de Osrung a medianoche. No podemos detenernos.
—Podríamos hacerlo en…
Meed se alejó de ella de un modo grosero.
—Las damas y sus proyectos de caridad, ¿mmm? —comentó a sus oficiales, lo cual provocó una salva de risas aduladoras y serviles.
Pero Finree respondió a ese desprecio con su risita ahogada bastante estridente.
—Los hombres y sus juegos de guerra, ¿mmm? —acto seguido, le dio un guantazo al capitán Hardrick en el hombro, lo bastante fuerte como para obligarlo a hacer una mueca de dolor—. Intentar salvar un par de vidas no es más que
una estupidez, un sinsentido propio de una mujer
. ¡Ahora lo entiendo! Deberíamos dejar que vayan cayendo como moscas junto al camino, deberíamos extender el fuego y la pestilencia allá donde sea posible hasta dejar su país como un puñetero páramo. ¡Así aprenderán a respetar como deben a la Unión y sus costumbres, sí, seguro que sí! ¡En
eso
consiste ser un soldado! Miró a su alrededor, a los oficiales, con las cejas arqueadas. Al menos, ya no se reían. Meed, en particular, jamás se había mostrado de tan mal humor, lo cual era todo un logro.
—Coronel Brock —consiguió decir Meed, a pesar de tener los labios fruncidos—. Creo que su esposa estará mucho más cómoda si cabalga con el resto de las damas.
—Estaba a punto de sugerir lo mismo —dijo Hal, a la vez que detenía su caballo delante de ella, obligando así tanto a la amazona como a su montura a pararse bruscamente mientras el grupo de Meed seguía su camino—. Pero ¿qué estás haciendo? —susurró en voz muy baja.
—¡Ese hombre es un idiota insensible! ¡Un granjero que juega a los soldaditos!
—¡Tenemos que apañarnos con lo que hay, Fin! Por favor, no lo provoques. ¡Hazlo por mí! ¡Mis puñeteros nervios no lo van a poder soportar!
—Lo siento —la impaciencia volvió a dar paso a la culpa. No por causa de Meed, por supuesto, sino por Hal, quien tenía que ser el doble de bueno, el doble de valiente y el doble de trabajador que cualquier otro para poder liberarse de la sombra asfixiante de su padre—. Pero odio ver cómo se hacen mal las cosas por culpa del orgullo malentendido de un viejo necio cuando se podrían hacer bien con suma facilidad.
—¿No crees que ya es bastante malo que tengamos un general aficionado al mando como para que encima alguien lo convierta en el hazmerreír de todo el mundo? Quizá si tuviera un poco de apoyo, haría las cosas mejor.
—Quizá —murmuró, sin estar muy convencida de ello.
—¿Por qué no te quedas con las demás esposas? —le imploró—. Por favor, aunque sólo sea por ahora.
—¿Con esa panda de brujas cotorras? —replicó, adoptando un gesto de contrariedad—. De lo único que saben hablar es sobre quién no es fértil, quién es infiel y qué ropa lleva 1a. reina. Son idiotas.
—¿No te has dado cuenta de que, desde tu punto de vista, todos son idiotas menos tú?
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Tú también te has dado cuenta?
Hal respiró hondo.
—Te quiero. Sabes que es así. Pero piensa en a quién estás ayudando en realidad. Podrías haber dado de comer a esta gente si hubieras tenido más mano izquierda —se rascó el caballete de la nariz—. Hablaré con el oficial del servicio de intendencia, a ver si se puede hacer algo.
—Eres todo un héroe.
—Lo intento, pero, la madre que te parió, no me lo pones nada fácil. La próxima vez, opta por hablar de un tema anodino, hazlo por mí, por favor. ¡Habla sobre el tiempo, por ejemplo! —exclamó, mientras regresaba hacia la cabeza de la columna a lomos de su caballo.
—Me cago en el tiempo —masculló a su espalda—, y en Meed también.
Aunque tenía que admitir que Hal tenía cierta razón. No se estaba haciendo ningún bien a sí misma, ni a su marido, ni a la causa de la Unión, ni siquiera a los refugiados al irritar al Lord Gobernador Meed.
No, tenía que destruirlo.
—Levántate, viejo.
Craw todavía seguía medio dormido. En casa, allá donde ésta estuviera. De joven, o ya retirado. ¿No era Colwen ésa que le sonreía en una esquina? Estaba girando la madera en el torno, cuyas virutas rizadas se esparcían y crujían bajo sus pies. Gruñó, se dio la vuelta y sintió un tremendo dolor en el costado, que hizo que lo invadiera el pánico. Al instante, intentó quitarse la manta de encima.
—Pero ¿qué…?
—No pasa nada —Wonderful tenía apoyada una mano sobre su hombro—. Pensé que sería mejor dejarte dormir —entonces, se dio cuenta de que ahora ella tenía una larga postilla al otro lado de la cabeza y de que su pelo corto estaba cubierto de sangre seca—. Pensé que te vendría bien.
—Me vendría bien dormir unas cuantas horas más —Craw apretó los dientes con fuerza por culpa de los diez dolores distintos que sintió al intentar incorporarse; primero lo intentó muy rápido, luego muy lentamente—. Me cago en todo, la guerra es cosa de jóvenes, está claro.
—¿Y ahora qué hay que hacer?
—No mucho —Wonderful le entregó una petaca y se enjuagó la boca, que le sabía a rayos, y escupió—. No hay ni rastro de Hardbread y hemos enterrado a Athroc.
Craw se detuvo, con la petaca a medio camino de la boca; lentamente, la fue bajando. Había un montón de tierra recientemente revuelta al pie de una de las piedras en el extremo más alejado de los Héroes. Brack y Scorry se encontraban delante de él, con unas palas en las manos. Agrick se encontraba entre ambos, con la cabeza gacha.
—¿Ya le habéis despedido? —preguntó Craw, quien sabía que aún no lo habían hecho, aunque habría deseado que sí.
—Te estábamos esperando.
—Bien —replicó, mintiendo.
Se puso en pie, agarrándose al antebrazo de ella. Era una mañana gris en la que soplaba un poco de viento, unas nubes bajas rozaban las cimas escarpadas de los cerros, la niebla todavía se aferraba a los surcos de sus laderas y envolvía las ciénagas del fondo del valle.
Craw se acercó cojeando hasta la tumba, moviendo bastante la cadera, para intentar así librarse del dolor de las articulaciones. Habría preferido estar en cualquier otro sitio, pero hay cosas de las que uno no se puede librar. Todos se acercaron y se reunieron formando un semicírculo. Todos estaban muy tristes y callados. Drofd trató de engullir un mendrugo de pan entero de una sola vez y se limpió las manos con la camisa. Whirrun, que llevaba la capucha puesta, abrazaba al Padre de las Espadas como un hombre abrazaría a su hijo enfermo. Yon mostraba un semblante más adusto de lo normal, lo cual era mucho decir. Craw ocupó el sitio que le correspondía al pie de la tumba, entre Agrick y Brack. El rostro del montañés había perdido su habitual tonalidad rubicunda y el vendaje que llevaba en la pierna mostraba una mancha de sangre fresca.
—¿Tienes bien esa pierna? —le interrogó.
—Es sólo un rasguño —contestó Brack.
—Estás sangrando mucho por un rasguño, ¿eh?
Brack le sonrió, de modo que los tatuajes de su rostro cambiaron de posición.
—¿A esto llamas tú mucho?
—Supongo que no.
No si se lo comparaba con todo lo que había sangrado el sobrino de Hardbread cuando Whirrun lo había partido por la mitad.
Craw echó un vistazo hacia atrás, hacia el lugar donde habían apilado los cadáveres, al socaire de ese muro desmoronado. Quizá no estuvieran a la vista, pero no podían olvidarse de ellos. De los muertos. Nunca podía olvidar a los muertos. Craw clavó la mirada sobre la tierra negra y se preguntó qué iba a decir. Contemplaba esa tierra negra como si ésta tuviera las respuestas. Pero no hay nada en la tierra salvo oscuridad.