Athroc golpeó un escudo con su hacha y el suyo acabó recibiendo un fuerte golpe a su vez. Craw intentó atacar, pero se le había enganchado el codo con la punta de una lanza y se le había enredado, de modo que sólo dio un leve golpe a alguien con la parte roma de su espada. Una amistosa palmadita en el hombro.
Whirrun se encontraba en medio de todos, trazando unos círculos borrosos en el aire con el Padre de las Espadas, obligando así a huir a los enemigos, que se alejaban chillando. Entonces, alguien se interpuso en su trayectoria: el sobrino de Hardbread. —Oh…
Cayó partido al suelo por la mitad. Uno de sus brazos voló por los aires, una parte de su cuerpo rodó por la hierba, sus piernas cayeron al suelo. La larga hoja resonó como cuando se quiebra el hielo al calentarse y chorreó sangre. Craw dio un grito ahogado en cuanto las gotas le salpicaron la cara, arremetió contra un escudo y apretó los dientes con tanta fuerza que tuvo la impresión de que le iban a reventar. Gritó algo a través de ellos, aunque no sabía muy bien qué, mientras un montón de astillas se le clavaban en la cara. Captó un movimiento con el rabillo del ojo y alzó su escudo instintivamente; al instante, algo lo golpeó, destrozando el borde del escudo, con el que se golpeó la mandíbula, provocando que se trastabillara de lado, con el brazo entumecido.
De improviso, vio la silueta negra de un arma que destacaba frente al cielo azul y la detuvo con su espada cuando caía hacia él. Ambas hojas chocaron y se rozaron, y acabó gruñendo a alguien a la cara, a alguien que se parecía a Jutlan, pero Jutlan llevaba años enterrado. Se tropezó, pues se hallaba desequilibrado en la pendiente. Apretó los puños. Le dolía muchísimo la rodilla y le ardían los pulmones. Captó el brillo del ojo de Escalofríos, que esbozaba una sonrisa de batalla que arrugaba su cara destrozada, mientras su hacha reventaba la cabeza de Jutlan, cuyos oscuros sesos mancharon el escudo de Craw. Se quitó el cadáver de encima de un empujón, que acabó dando tumbos por la hierba. El Padre de las Espadas desgarró la armadura de alguien que se encontraba junto a él e hizo volar unos cuantos anillos de malla deformados por el aire, que impactaron contra el dorso de la mano de Craw.
Sólo escuchaba estruendo y estrépito, roces y traqueteos, gritos y siseos, golpes sordos y crujidos y a hombres que juraban y gritaban como animales en un matadero. ¿Acaso Scorry estaba cantando? Algo le rozó a Craw la mejilla y le alcanzó en el ojo; al instante, giró la cabeza. Sangre, el filo de una hoja, tierra, pero no había manera de saberlo, se tambaleó hacia un lado al ver que algo se acercaba a él e intentó parar la caída con el codo. Vio una lanza, tras la que había alguien en cuyo rostro podía apreciarse una marca de nacimiento, alguien que gruñía e intentaba clavarle esa lanza. Craw la apartó torpemente con su escudo e intentó ponerse en pie. Scorry hirió a aquel hombre en el hombro, que movía a tientas su lanza de un lado a otro mientras se desangraba.
Wonderful tenía toda la cara cubierta de sangre. Quizá fuera suya, de otro, o suya y de otro. Escalofríos, en el suelo, se reía, mientras golpeaba con el borde metálico de su escudo a alguien en la boca. Toma, toma, muere, muere. Yon gritó, alzó su hacha y, acto seguido, ésta descendió estruendosamente. Drofd se trastabilló y se agarró el brazo ensangrentado, llevaba enredado en la espalda su arco totalmente destrozado.
Alguien saltó justo detrás de él armado con una lanza y Craw se interpuso en su camino, sintió un zumbido en la cabeza al escuchar su propio rugido ronco, mientras arremetía con su espada. Su puño dejó de agarrar su arma, la tela y el cuero se rasgaron y manó un chorro de sangre. La lanza cayó al suelo y el hombre, boquiabierto, profirió un largo chillido. Craw acabó con él haciendo un movimiento hacia atrás con la espada y su cuerpo giró al caer, su brazo cercenado pendía de su manga y su sangre negra parecía congelada en una nube blanca.
Alguien huía colina abajo. Una flecha pasó junto a él, pero falló. Craw saltó hacia él, pero falló. Se chocó con el codo de Agrick. Se resbaló y cayó con fuerza al suelo, se golpeó con la empuñadura de su propia espada y quedó a merced de su enemigo. Al hombre que huía le dio igual, se alejó brincando y tiró su escudo, que salió despedido rebotando.
Craw alzó su espada del suelo, llevándose consigo un manojo de hierba. Estuvo a punto de arremeter contra alguien, pero se contuvo. Ese alguien era Scorry, que aferraba con fuerza una lanza. Todos los hombres de Hardbread estaban huyendo. Los que quedaban vivos, claro. Cuando unos guerreros huyen en desbandada, lo hacen a la vez, como una ola que rompe, como un acantilado que rasga el mar. Se dispersan. Creyó ver a Hardbread dando tumbos, con la boca ensangrentada. Por una parte, quería que ese viejo cabrón huyera; por otra, quería arremeter contra él y matarlo de una vez.
—¡Atrás! ¡Atrás! —exclamó.
Se giró y se trastabilló, con el miedo atenazándole las tripas, ya que había visto a algunos hombres entre las piedras. Aunque ya no los divisaba. El sol brillaba intensa y cegadoramente. Escuchó unos gritos y el choque del metal. Enseguida, regresó corriendo hasta las piedras, donde su escudo impactó contra una roca de manera estruendosa, pero no sintió nada pues tenía el brazo entumecido. Resollaba y le dolía todo al respirar. A pesar de que tosía, siguió corriendo.
El caballo de carga estaba muerto junto al fuego y una flecha sobresalía de sus costillas. Divisó un escudo con un pájaro rojo dibujado en él y su espada que se alzaba y descendía. Wonderful lanzó una flecha, pero falló. Cuervorojo se giró y corrió, un arquero situado detrás de él disparó una flecha que se dirigió hacia Wonderful. Craw se colocó en su trayectoria y no apartó la mirada de su astil, la detuvo con su escudo y salió rebotada hacia la hierba.
El enemigo se había esfumado.
Agrick miraba algo que había en el suelo, no muy lejos del fuego. Contemplaba el suelo, con un hacha en una mano y el casco en la otra. Craw no quería saber qué estaba mirando, pues ya se lo imaginaba.
Uno de los hombres de Hardbread se arrastraba por el suelo y aplastaba la hierba al arrastrar sus ensangrentadas piernas. Escalofríos se acercó a él y le reventó la cabeza con la parte posterior de su hacha. No le golpeó muy duro, pero sí lo bastante. Con precisión. Como cuando un minero experimentado comprueba el terreno. Alguien seguía gritando en algún lugar. O quizá sólo fuera en la mente de Craw. Quizá sólo se tratara del susurro de su propia respiración en su garganta. Observó todo cuanto lo rodeaba parpadeando. ¿Por qué coño se habían quedado ahí arriba? Movió la cabeza de lado a lado como si así pudiera sacarse la respuesta de encima. Lo único que consiguió fue que le doliera aún más la mandíbula.
—¿Puedes mover la pierna? —le pregunto Scorry a Brack, mientras se agachaba sobre él, que estaba sentado sobre el suelo y se agarraba con una mano ensangrentada uno de sus enormes muslos.
—¡Sí, claro que puedo moverla, joder! ¡Pero me duele cuando la muevo!
Craw estaba empapado de sudor, cubierto de rasguños y tremendamente acalorado. Sentía una punzada de dolor en la mandíbula, allí donde su propio escudo se la había roto y también le dolía el brazo. La rodilla mala y el tobillo también seguían molestándole, aunque, por lo demás, no parecía hallarse herido. Lo cierto es que no. No estaba muy seguro de cómo había logrado salir de aquella batalla indemne. El ardor de la batalla se iba desvaneciendo con gran rapidez, las piernas doloridas le temblaban como si fuera un ternero recién nacido, la visión se le volvía borrosa. Se sentía como si hubiera pedido prestada toda la fuerza que había utilizado y ahora tuviera que devolverla con intereses. Dio unos pasos hacia el fuego apagado y el caballo de carga muerto. No había ni rastro de los corceles ensillados. O bien habían huido, o bien estaban muertos. Entonces, se dejó caer al suelo de culo en medio de los Héroes.
—¿Estás bien? —inquirió Whirrun, quien se había inclinado sobre él, sosteniendo con un puño su larga espada, cuya hoja estaba salpicada por todas partes. De sangre, como debía ser. Una vez se desenvainaba el Padre de las Espadas, tenía que probar la sangre—. ¿Estás bien?
—Supongo.
Craw aferraba con tanta fuerza la correa de su escudo que apenas era capaz de recordar qué tenía que hacer para dejar de agarrarla. Al final, tuvo que hacer un gran esfuerzo para obligar a sus dedos a abrirse; a continuación, dejó caer el escudo sobre la hierba, cuya cara mostraba unas cuantas muescas recientes que ahora acompañaban a un centenar de viejas heridas, había una nueva abolladura en el umbo.
Wonderful tenía su corto pelo manchado de sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, frotándose los ojos con la parte posterior del brazo—. ¿Estoy herida?
—Sólo es un rasguño —respondió Scorry, a la vez que le examinaba el cuero cabelludo con los pulgares.
Drofd se arrodilló junto a ella, se meció adelante y atrás, mientras se agarraba del brazo, del que manaba sangre que le llegaba hasta las puntas de los dedos.
El sol centelleó en los ojos de Craw y éste parpadeó. Pudo oír a Yon que gritaba desafiante, junto a las piedras, a Hardbread y sus muchachos.
—¡Volved aquí, hijos de puta! ¡Vamos, cobardes!
Aunque Craw era incapaz de ver la diferencia. Todo hombre es un cobarde. Un cobarde y un héroe, según las circunstancias. No iban a volver. Craw imploró a los antiguos dioses muertos de aquel lugar que se encargaran de que no volviera el enemigo.
Scorry estaba cantando en voz baja una melodía dulce y triste, mientras sacaba aguja e hilo de su bolsa para comenzar a dar puntos. Después de una batalla, nunca se cantan canciones alegres. Las melodías jubilosas se cantan antes y normalmente no son fieles a la verdad.
Craw pensó que habían salido bien librados de aquella batalla. Muy bien. Sólo habían sufrido una baja. Entonces, miró al rostro estúpidamente inerte de Athroc, con los ojos bizcos, con el jubón destrozado por el hacha de Cuervorojo que se había tornado asquerosamente rojo con sus entrañas y se sintió fatal consigo mismo por haber pensado que todos habían sobrevivido. Sabía que esa batalla lo dejaría marcado, igual que a los demás. Todos tenemos nuestras pesadas cargas que llevar.
Se tumbó sobre la hierba y observó cómo las nubes se desplazaban y cambiaban de forma en el firmamento. Un recuerdo lo asaltó y luego otro. Un buen líder no puede mortificarse en las decisiones que ha tomado, solía decirle Tresárboles, pero un buen líder no puede evitar mortificarse.
Había hecho lo correcto. Tal vez. O tal vez no exista tal cosa.
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Un ejército nacional huiría
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MONTESQUIEU
Su Augusta Majestad:
Lord Bayaz, el Primero de los Magos, ha transmitido al Mariscal Kroy su deseo urgente de que la campaña concluya de manera rápida. El mariscal ha concebido un plan para que Dow el Negro encare una batalla decisiva sin más dilación, por lo que el ejército entero se encuentra sumido en una actividad frenética.
La división del General Jalenhorm encabeza la marcha, que se inicia al alba y termina al atardecer, y la división del General Mitterick la cierra en la retaguardia a sólo unas horas por detrás. Casi se podría decir que hay una rivalidad amistosa entre ambos para ver quién es el primero en trabar combate con el enemigo. El Lord Gobernador Meed, mientras tanto, ha recibido la orden de retirarse de Ollensand. Las tres divisiones convergerán cerca de una ciudad llamada Osrung y, a continuación, se dirigirán hacia el norte, hacia la propia Carleon, hacia la victoria.
Yo, por mi parte, acompaño al estado mayor del General Jalenhorm en la misma punta de lanza del ejército. No obstante, el mal estado de los caminos y el tiempo inestable, con tremendos aguaceros y periodos de sol sin solución de continuidad, están demorando nuestro avance. Sin embargo, el general no deja que lo detengan ni los obstáculos que le plantea el firmamento ni el enemigo. Si logramos contactar con los hombres del Norte, informaré inmediatamente a su Majestad del resultado del encuentro, por supuesto.
Atentamente se despide, el siervo más leal y humilde de Su Majestad, Bremer dan Gorst, Observador Real de la Guerra del Norte.
Eso no podía considerarse un auténtico amanecer. La fúnebre luz gris que precedía al ascenso del sol por el cielo carecía de todo color. Había pocos rostros que ver y los que había pertenecían a espectros. Aquel paisaje vacío se había transformado en la tierra de los muertos. Ése era el momento del día favorito de Gorst.
Casi se podría creer que nadie va a volver a hablar jamás.
Llevaba ya corriendo casi una hora, pisando con fuerza aquel barro repleto de surcos. En los largos y estrechos charcos que habían dejado las ruedas de las carretas se reflejaban las ramas negras de los árboles y el cielo descolorido. Dichosos mundos especulares en donde él tenía todo cuanto se merecía, pero que se desvanecían aplastados bajo sus botas, cuyas gotas salpicaban con agua sucia sus pantorrillas forradas de acero.
Como correr con toda la armadura puesta habría sido una locura, Gorst únicamente llevaba puesto lo más básico. El peto y el espaldar, la escarcela en la cadera y grebas en las espinillas. En la mano derecha un avambrazo y un guante de esgrima para poder manejar con cierta libertad la espada. En la izquierda una pieza de acero totalmente articulada de gran grosor, que le cubría el brazo con el que se defendía de los golpes del enemigo desde la punta de los dedos hasta la pesada hombrera. Llevaba una chaqueta acolchada debajo, así como unos gruesos pantalones de cuero reforzados con tiras de metal. La estrecha ranura del visor de su celada era su bamboleante ventana al mundo.