—Será un buen terreno para luchar —afirmó Tenways.
Escalofríos se detuvo un momento. El tiempo suficiente como para que Calder se percatara de que no le hacía ninguna gracia ser el chico de los recados. Calder lo miró sin recato alguno, pues quería recordarle lo que habían hablado en aquel pasillo de Carleon y regar las semillas del descontento que había plantado.
—Tienes razón, jefe.
Acto seguido, Escalofríos salió por la puerta.
Dorado se estremeció.
—Ese tipo me inquieta.
Dow se limitó a sonreír aún más.
—Para eso está. ¿Cabeza de Hierro?
—Sí, Jefe.
—Tú irás por el camino de Yaws. Serás nuestra punta de lanza.
—Mañana por la noche estaremos en Yaws.
—Que sea antes —esa réplica hizo que Cabeza de Hierro frunciera aún más el ceño y que Dorado esbozara una sonrisa. Era como si ambos estuvieran sentados en extremos opuestos de una balanza, donde uno no podía descender sin que se elevara el otro—. Dorado, cogerás el camino de Brottun y te unirás a Reachey. Que parta en cuanto haya acabado de reclutar gente, a veces, a ese viejo hay que espolearlo un poco.
—Sí, jefe.
—Tenways, ordena a los forrajeadores que vuelvan y que tus hombres se preparen para partir, tú encabezarás la retaguardia conmigo.
—Flecho.
—Y todos vosotros marchad con vuestros muchachos a toda velocidad, pero mantened los ojos bien abiertos. Procurad dar a los sureños una sorpresa y que no sea al revés —en ese instante, Dow mostró sus dientes aún más—. Si vuestras espadas aún no están afiladas, supongo que ya es hora de que lo estén.
—Sí —vociferaron los tres, rivalizando entre ellos por dar la impresión de tener más sed de sangre que los otros dos.
—Oh, sí —agregó Calder, al final, esbozando la mejor de sus sonrisas. Quizá no fuera muy diestro con la espada, pero había muy pocos hombres en el Norte capaces de sonreír mejor que él. Aunque en esta ocasión no le sirvió de nada, pues Pezuña Hendida ya se había inclinado sobre Dow para susurrarle algo al oído.
El Protector del Norte se arrellanó en la silla con el ceño fruncido.
—¡Dile que pase!
Las puertas se abrieron y el viento susurró a través de ellas, esparciendo rápidamente briznas de paja por el suelo del establo. Calder entornó los ojos e intentó discernir algo bajo la luz crepuscular del exterior. Como la figura que se hallaba en la puerta parecía ocuparla por entero y casi alcanzaba la viga superior, supuso que debía de tratarse de una ilusión óptica provocada por la luz menguante del día. Entonces, la silueta avanzó y, acto seguido, se enderezó. Había hecho una entrada tan espectacular que la sala entera permaneció callada mientras se dirigía lentamente hacia el centro, a excepción del suelo, que gemía a cada paso que daba. Pero es muy fácil hacer una entrada espectacular cuando uno tiene el tamaño de un acantilado, pues le basta con entrar y permanecer quieto.
—Soy el Extraño que Llama.
A Calder le sonaba ese nombre. El Extraño que Llama afirmaba ser el Jefe de un Centenar de Tribus, afirmaba que todas las tierras situadas al este del Crinna eran suyas y que toda la gente que vivía ahí era de su propiedad. A Calder le habían llegado rumores de que era un gigante pero no se había tomado esas habladurías en serio. El Norte estaba repleto de engreídos que tenían una alta opinión de sí mismos y una reputación aún más exagerada. Casi siempre, cuando uno los llegaba a conocer de verdad, se daba cuenta de que no estaban a la altura de su reputación. Así que le impactó que éste sí lo estuviera.
Cuando uno pronuncia la palabra
gigante
, está pensando en alguien como el Extraño que Llama; parecía que lo hubieran arrancado directamente de la era de los héroes y arrojado a esta patética época posterior. Superaba con mucho en altura a Dow y sus poderosos Jefes Guerreros, su cabeza se encontraba entre las vigas del techo y su pelo negro, salpicado aquí y allá con mechones grises, pendía alrededor de su barbuda cara de facciones muy marcadas. A su lado, Glama Dorado parecía un enano de color chillón y Pezuña Hendida y sus Caris soldados de juguete.
—Por los muertos —susurró en voz muy baja Calder—. Es enorme.
Dow el Negro, sin embargo, no se mostró sobrecogido. Se repanchingó en la Silla de Skarling con la misma facilidad de siempre, mientras seguía dando pataditas al heno con uno de sus pies, sus manos de asesino seguían pendiendo inertes y una sonrisa lupina todavía continuaba dibujada en su cara.
—Me preguntaba cuándo… llamarías a mi puerta. Aunque no pensaba que vendrías hasta aquí en persona.
—Una alianza debe ser sellada cara a cara, hombre a hombre, hierro a hierro y sangre a sangre.
Calder esperaba que el gigante rugiera cada palabra, como los monstruos de los cuentos para niños, pero tenía una voz suave. Hablaba lentamente, como si tuviera que desentrañar el significado de cada palabra.
—Quieres darle un toque personal —dijo Dow—. Y me parece perfecto. ¿Tenemos un trato entonces?
—Así es.
El Extraño que Llama abrió una de sus enormes manos y se mordió esa zona carnosa que separa el pulgar y el índice; después, la sostuvo en alto y la sangre empezó a manar de la herida.
Acto seguido, Dow acarició su espada con la palma de la mano, dejando así su filo de un color rojo reluciente. Sin más dilación, en un santiamén, se levantó de la Silla de Skarling y cogió la mano al gigante. Ambos hombres permanecieron allí de pie mientras su sangre teñía sus antebrazos e incluso llegaba a gotear por sus codos. Calder sintió un poco de miedo y bastante desdén ante el nivel de virilidad del que hacían gala.
—Sí —Dow soltó la mano del gigante y lentamente volvió a sentarse en la Silla de Skarling, dejando una huella ensangrentada en uno de sus reposabrazos—. Supongo que podrás atravesar el Crinna con tus hombres.
—Ya lo he hecho.
Dorado y Cabeza de Hierro se miraron mutuamente, no les hacía mucha gracia que un montón de salvajes hubieran cruzado el Crinna y, presumiblemente, también sus tierras. Dow entornó los ojos.
—¿De veras?
—En este lado del río podrán luchar contra los sureños —el Extraño que Llama recorrió lentamente con la mirada el establo y fue clavando sucesivamente sus ojos negros en cada uno de aquellos hombres—. ¡He venido a
luchar
!
Esta última palabra no la pronunció, sino que la rugió, y el eco se extendió por todo el techo. Una oleada de furia lo atravesó desde los pies a la cabeza, provocando que apretara los puños con fuerza, que se le hinchara el pecho y que sus monstruosos hombros se alzaran; en ese instante, pareció más descomunal que nunca.
Calder se preguntó qué clase de pelea quería librar aquel cabrón. ¿Cómo demonios se podía detener a un tipo como él cuando estaba en movimiento? Sólo por su peso era imparable. ¿Qué clase de arma sería necesaria para acabar con él? Supuso que, en aquella sala, todo el mundo estaba pensando lo mismo y no estaban disfrutando mucho con esas reflexiones.
Salvo Dow el Negro.
—¡Bien! Para eso quiero contar contigo.
—Quiero luchar contra la Unión.
—Podrás luchar contra muchos sureños.
—Quiero luchar contra Whirrun de Bligh.
—Eso no te lo puedo prometer, está en nuestro bando y tiene unas ideas muy extrañas. Pero puedo preguntarle si quiere batirse en duelo contigo.
—Quiero luchar contra Nueve el Sanguinario.
A Calder se le erizaron los pelos de la nuca. Resultaba muy extraño cómo ese nombre aún lo atemorizaba, a pesar de hallarse en compañía de esos hombres, a pesar de que ese tipo llevara ocho años muerto. A Dow se le borró la sonrisa de la cara.
—Perdiste la oportunidad. Nuevededos ha vuelto al barro del que surgió.
—He oído que sigue vivo y apoya a la Unión.
—Has oído mal.
—He oído que sigue vivo y lo voy a matar.
—¿Ah, sí?
—Soy el mejor guerrero que hay en el Círculo del Mundo.
El Extraño que Llama no alardeaba, no se daba importancia ni hacía mohines como habría hecho Glama Dorado. No era una amenaza, no había dicho esa frase con los puños cerrados y una mirada iracunda como quizá lo habría hecho Cairm Cabeza de Hierro. Simplemente, constataba un hecho.
Dow se rascó distraídamente la cicatriz que tenía ahí donde en su día estuvo su oreja.
—Esto es el Norte. Aquí hay muchos hombres muy duros. Ahora mismo, un par de ellos se encuentran en esta estancia. Así que estás haciendo una afirmación muy osada.
El Extraño que Llama se desabrochó su gran capa de piel y se la quitó con un leve movimiento de hombros; de este modo, permaneció en pie, desnudo hasta la cintura, como un luchador preparado para participar en un combate. Las cicatrices siempre habían sido tan populares en el Norte como las espadas. Todo aquel que quisiera considerarse un hombre de verdad debía tener un par de ellas. Pero el cuerpo colosal del Extraño que Llama, que era robusto como un árbol antiguo, poseía más cicatrices que piel. Tenía heridas por todas partes (marcas, cicatrices y agujeros), tantas como para enorgullecer a una veintena de campeones.
—En Yeweald luché contra la tribu del Sabueso y me atravesaron siete flechas —aseveró, al mismo tiempo que señalaba, con su dedo índice que parecía un garrote, varias manchas rosáceas esparcidas a lo largo de sus costillas—. Pero seguí luchando y llegué a levantar toda una colina con sus muertos, y convertí su tierra en mi tierra y a sus mujeres y niños en mi pueblo.
Dow suspiró, como si le aburriera la presencia de ese gigante medio desnudo, como si éste soliera acudir a la mayoría de sus reuniones de guerra.
—Quizá haya llegado el momento de pensar en un escudo.
—Los escudos sólo sirven para que los cobardes se escondan tras ellos. Mis heridas cuentan la historia de mis hazañas —el gigante apuntó con su pulgar a una masa con forma de estrella que le cubría todo un hombro, así como la espalda y la mitad de su brazo izquierdo, donde su carne mostraba numerosos bultos y manchas como la madera de un roble—. Esa espantosa bruja de Vanian me roció con fuego líquido, pero la arrastré hasta el lago y la ahogué mientras yo aún me quemaba.
Dow se mordió una uña.
—Supongo que yo, antes que eso, habría intentado dejar de quemarme.
El gigante se encogió de hombros y, al instante, la quemadura losa que le cubría el hombro se alzó como el surco de un campo arado.
—Se apagó solo en cuanto la bruja murió —entonces, señalo una marca rosa y desigual que había dejado una zona sin vello en la mata de pelo negro que le cubría el pecho y que, al parecer, le había arrebatado también un pezón—. Los hermanos Smirtu y Weorc me desafiaron a un combate singular. Según ellos, como habían crecido en el mismo útero, eran un solo hombre.
Dow resopló.
—¿Y les hiciste caso?
—Nunca busco una razón que me
impida
luchar. Partí en dos a Smirtu con un hacha y después aplasté el cráneo de su hermano con una sola de mis manos.
El gigante cerró lentamente un puño colosal y apretó con tanta fuerza que se le quedaron blancos los dedos, los músculos de su brazo se retorcieron como si éste fuera una salchicha gigante que estuviera siendo rellenada.
—Brutal —afirmó Dow.
—En mi país, las muertes brutales son las que más impresionan a los hombres.
—Sinceramente, aquí sucede lo mismo. ¿Sabes qué…? Puedes matar cuando te plazca a cualquiera que considere mi enemigo. Aunque, si se trata de alguien a quien considero un amigo… avísame antes de matarlo de un modo brutal. No me gustaría que masacrases al príncipe Calder de un modo accidental.
El Extraño que Llama miró a su alrededor.
—¿Tú eres Calder?
El príncipe estuvo, durante un momento muy incómodo, debatiéndose entre negarlo o no.
—Sí.
—¿El segundo hijo de Bethod?
—El mismo.
El gigante asintió lentamente con su monstruosa cabeza y su largo pelo se agitó.
—Bethod era un gran hombre.
—Un gran hombre a la hora de lograr que otros lucharan por él —Tenways chasqueó la lengua, mostró sus podridos dientes y escupió una vez más—. No era un gran guerrero.
El tono de voz del gigante se suavizó de nuevo súbitamente.
—¿Por qué todo el mundo a este lado del Crinna está tan sediento de sangre? Hay muchas más cosas en la vida que pelear —se agachó y cogió su capa con dos dedos—. Estaré en el lugar acordado, Dow el Negro. A menos que… algunos de estos hombrecillos quieran pelear conmigo ahora.
Dorado, Cabeza de Hierro y Tenways posaron por turnos la mirada en los rincones más lejanos del establo.
Como Calder estaba más que acostumbrado a hallarse sumamente asustado, respondió a la mirada del gigante con una sonrisa.
—Yo pelearía contigo, pero tengo por costumbre no desnudarme a menos que haya una mujer presente. Lo cual es una pena, la verdad, porque tengo un agujero donde la espalda pierde su nombre que creo que dejaría impresionado a todo el mundo.
—Oh, contigo no puedo luchar, hijo de Bethod —replicó el gigante, quien tal vez esbozó un sonrisa de complicidad mientras se giraba—. Tú has nacido para otras cosas.
Entonces, se colocó la capa sobre su hombro cubierto de cicatrices y se agachó para sortear el alto dintel, los Caris cerraron las puertas ante la ráfaga de viento que sopló después de salir el gigante.
—Parece un buen tipo —comentó Calder muy animado—. Ha sido todo un detalle que no nos haya enseñado las cicatrices que tiene en la polla.
—¡Malditos salvajes! —exclamó Tenways, lo cual resultaba un tanto irónico viniendo de él.
—El mejor guerrero del mundo —apostilló burlonamente Dorado, pese a que no había hecho ningún comentario jocoso mientras el gigante se encontraba en la estancia.
Dow se acarició la barbilla, pensativo.
—Los muertos bien saben que no soy diplomático, pero estoy más que dispuesto a aceptar a todos los aliados que pueda hallar. Y un hombre de ese tamaño detendrá muchas flechas —Tenways y Dorado soltaron una risita, cuyo único fin era lamerle el culo a su líder, pero Calder se percató de lo que realmente se escondía tras aquella chanza. Si Nueve el Sanguinario seguía vivo, quizá un hombre de ese tamaño también podría detenerlo—. Ya sabéis todos lo que debéis hacer, ¿no? Pues manos a la obra.
Cabeza de Hierro y Dorado se lanzaron mutuamente una mirada iracunda de camino a la salida. Pese a que Tenways escupió a los pies de Calder, éste se limitó a sonreír y se prometió a sí mismo que sería el último en reír mientras aquel hijo puta tan feo se perilla en la noche arrastrando los pies.