Los horrores del escalpelo (107 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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¡Viva!

Imposible.

—¡Siga adelante, capitán!

Así lo hizo. Siguió dando un paso tras otro en la tormenta, hacia la esperanza, cada vez más cerca de
la Tour Isolée
. Vio luz al final del puente, la Torre del Suicida se abría. En el umbral de luz se dibujaba una silueta, muy alta, firme, de largas melenas blancas; el conde de Gondrin.

—¡Aquí lo tiene señor, como le prometí! —gritaba Edmond—. ¡El final de todas las cosas ya está aquí!

A Jim le causó más esfuerzo el apartar la mirada de la silueta del conde que el que hacía por mantenerse en pie en la galerna. Por fortuna su espíritu templado en la guerra le bastó para librarse del hechizo que esa sombra del pasado ejercía sobre él. Atrás, Edmond ya no tenía una pistola, era un hacha lo que enarbolaba.

—¿Qué...?

—¡Es el fin, capitán! ¡No hay vuelta atrás! ¡Debe escoger! ¡La soledad o el abismo! —Y dio un descomunal golpe a una de las vigas de madera, allí donde se unía con la pared. En principio parecía una locura el pensar que el puente se podía derribar a hachazos, aún teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Aun así, a la vista de cómo retembló toda la muy endeble estructura, a Jim no le pareció tal disparate—. ¡Corra, capitán! ¡Corra!

Dio un golpe más. Hubo crujidos que Jim sintió a través de su mano aferrada al puente, porque los enviados de Zeus ahogaban cualquier sonido. El puente iba a caer. Estaba cerca de
la Tour
, de la puerta que el conde bloqueaba con su impresionante presencia. No había nada que le hiciera creer en las palabras de Edmond, quien le había mentido, quien desde que lo conociera había dedicado cada minuto de su existencia a atormentarlo. Sin embargo, esa sensación... ese pálpito...

Otro golpe de hacha y una de las vigas saltó por los aires.

Si entraba en esa torre, encerrado con quien fuera su maestro, su único maestro, el monstruo del que escapó con Camille, ¿podría salir?

¿Y si era verdad que ella estaba allí? ¿Y si los nefandos conocimientos de ese brujo enloquecido la habían traído del Hades, para él, para siempre?

No cedería ante los caprichos de un niño cruel, ya no. Echó a correr hacia Edmond, le daría tiempo a llegar antes que cortara el otro pilote.

El puente se inclinó, haciéndole perder pie. Las tablas volaban, caían en la lluvia. Se agarró a un travesaño sin apenas ver. Abrió los ojos. Edmond estaba gritando, enloquecido, agitando el hacha en una mano y el revólver en la otra, iluminado por los rayos que rompían contra los muros del viejo castillo. No podía oír qué decía. Solo escuchó una voz que venía de atrás. El conde aullando:

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Sus brazos, fuertes y abultados tras años de penurias, respondieron obedientes a su orden, se hincharon hasta rasgar su camisa, y así Jim volvió a poner pie sobre el puente. Edmond atendía a las maderas ya muy fracturadas. Se arrancó los girones de la camisa y corrió hacia él, olvidando el suelo que cedía a sus pies. Edmond trató de apuntarle, disparó mal, y Jim llegó a él, atrapando la pistola en su carga. Cayeron ambos, medio cuerpo apoyado en los restos del puente que crujían tan fuerte como el colérico cielo que los rodeaba. Jim estaba encima, y pistola en mano, por lo que se levantó rápido. Sin darle tiempo a decir nada, a reducirlo encañonándolo como era su intención, Edmond le propinó un puntapié directo al estómago.

Salió despedido hacia atrás, cayendo de bruces sobre el puente inclinado, que acusó su peso con un sonido nada alentador. Edmond era ahora un niño, aquel niño otra vez, aquel monstruo cruel que obedecía todos los caprichos de Camille y solo deseaba brillar más que Jim ante los ojos de la niña.

—¡Ataque vikingoooooo! —gritó ahora como entonces, pero el arma que enarbolaba en esta ocasión no era de madera.

Jim lo vio correr, abalanzarse sobre él como enloquecido, sin cuidado del firme inestable que pisaba. Alzó la pistola y disparó, y falló, era imposible hacer puntería en esas circunstancias. Edmond apartó el cuerpo por instinto al sentir la detonación, resbaló, cayó hacia el lado que el puente se inclinaba y las maderas a sus pies cedieron.

El hombre más cruel que nunca conociera Jim desapareció entre las brumas de la tormenta, cayendo por el abismo, agitando el hacha, partiendo cabezas de enemigos invisibles para orgullo de su dama, siempre fría y distante, gritando «¡Ataque vikingooo!» con una fuerza que avergonzaba a los rugientes truenos.

Jim se levantó. El puente cedía. La caída de Edmond a través de él había debilitado la estructura de un modo irremediable. En unos minutos todo se vendría abajo. Llegar al castillo parecía imposible. Solo quedaba una gruesa viga dañada que uniera el puente a la pared, el suelo había desaparecido por dos metros. Dar un salto así, con ese viento, era un suicidio seguro. El único camino viable era, a Jim no se le escapó la ironía, la Torre del Suicida. Dio media vuelta y vio que hasta allí el paso por el puente era posible. Pronto desaparecería, pero de momento tenía suelo sobre el que pisar. Corrió hacia allí.

—¡Fuera! —Era la voz del conde, quien ahora tenía una escopeta en mano, cerrando el paso—. ¡Fuera de aquí!

—¡Señor! —contestó Jim—. ¡No puedo hacer otra cosa! ¡No moriré por sus caprichos!

Mientras corría apuntó con su arma. No quería matar a Gondrin, pese a que lo aborrecía no dejaba de ser su mentor, y el padre de ella. Tenía que entrar en esa torre. No había sobrevivido a la guerra y el presidio, al amor y su pérdida, para caer a la nada. El conde iba a hacer fuego sin que el pulso le temblara por un instante, cuando las maderas centenarias se rindieron por fin.

El puente perdió toda sujeción del lado del castillo y se precipitó hacia los acantilados ocultos entre brumas. Jim intentaba seguir corriendo mientras el suelo desaparecía bajo sus pies. El puente era viejo, pero bien construido, y no se desplomó por completo. Se partió por sus tres cuartas partes, quedando el resto adosado a la Torre del Suicida, suficiente para que Jim saltara y tomase un precario asidero, colgando del extremo sobreviviente mientras el resto de la tablazón desaparecía.

Las manos se resbalaban en la madera vieja y húmeda y los gritos de «¡fuera, fuera!» de Gondrin lo empujaban hacia abajo. La voluntad de Jim era ahora inquebrantable. Ascendió a pulso, ignorando cómo las astillas arañaban su pecho y dejaban regueros de sangre por su desnudez, para ver al conde decidido a descerrajarle un tiro si avanzaba un paso más. Era un anciano, no iba a poder con él.

Un oportuno rayo cayó enfrente, sobre la puerta ahora convertida en balcón del castillo. Sonó como el estallido de mil cañones y brilló como la luz de Dios justiciero. El conde, sobresaltado, se protegió con un brazo, inclinando la escopeta. Jim, henchido por el olor a ozono que ahora inundaba todo, impulsado por la fanfarria triunfal que la naturaleza furiosa le ofrecía, cargó sin freno, llevándose por delante a Gondrin y entrando por fin en la Torre.

El conde no perdió pie. Reculó al tiempo que propinaba un tremendo golpe en la espalda agachada de Jim. Por fortuna la escopeta había acabado allí donde estaba ahora el viejo puente, perdida en la violencia de la acometida. Jim, sabiéndolo, se recuperó y trató de reducir al anciano, quien le propino un tremendo puñetazo, otro más y acabó tirándolo al suelo.

—Advenedizo... —gruñía el conde mientras buscaba algo con que ensartar a Jim entre las muchas panoplias que decoraban las paredes de piedra—. Vil esperpento de ser humano... vas a salir de mi casa, ya lo creo que vas a salir.

Jim, de rodillas ahora, no salía de su asombro. El increíble vigor de ese hombre, un octogenario capaz de dar cuenta de él sin que la voz le temblara, le había aturdido más que la fuerza de los golpes. El conde se volvió, espada en mano y la luz iluminó su rostro. Era un hombre joven. El largo pelo blanco, la ropa idéntica, el porte, incluso el enorme parecido facial lo había confundido, pero no era el conde... o era su versión rejuvenecida, un conde de Gondrin de cuarenta años.

—¡Louis! —exclamó Jim—. Eres tú.

—Por supuesto, ¿a quién esperabas?

—Creí que eras tu padre... te pareces tanto.

—Claro, soy... —Su rostro decidido pareció flaquear. La espada bajó hasta que su punta tocó el suelo—. Soy Louis Felipe Faubert, conde de Gondrin... creo.

—No, eres su hijo.

—¿Sí...? —La espada cayó al suelo—. ¿Estás seguro? ¿Recuerdas a mi...?

Se oyó una carrera, pequeños pasos que venían al trote. Por una puerta entró una pequeña, una dulce niñita, rubia, como un ángel encarnado. Estaba llorando.

—¿Papá...? Dijiste que harías callar a los truenos, lo prometiste.

____ 50 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Sigue despacio el domingo

—No me escucha, le estoy aburriendo, ¿verdad? —Lento se sacude sorprendido.

—No, al contrario. Soy... pensaba.

—Ya le dije que leyendo en inglés...

—No. Es interesante.

—Sí que lo es, sobre todo a partir de ahora... Deje, deje —Alto se levanta y tira el capítulo entre el resto de los papeles—, la amabilidad es ya innecesaria entre nosotros. Voy por la comida. —Se va hacia el fondo del vestíbulo, tras el mostrador de recepción.

—Prometió un banquete —dice alzando la voz Lento, que ya no puede ver a su compañero.

Por supuesto. Macedonia de fruta algo pasada y galletas revenidas.

—Suena exquisito.

—Y todo regado con ese excelente caldo.

Vuelve con tazones desportillados llenos de fruta, manzanas, naranjas... casi hasta rebosar. Lento se sienta en el sofá mientras su compañero coloca una mesa y dispone todo sobre ella.

—Demasiada comida.

—Mejor comer cuanto podamos, antes de que se estropee. Aunque he dejado algo como sorpresa para más adelante. Algo no tan perecedero.

—Es usted un gran anfitrión.

Comen, tranquilos.

—Luego podemos oír música —dice Alto—, con la concertina.

—No consigo una nota bien... una pregunta. ¿Ha subido al techo?

—¿A la azotea? La puerta está cerrada con diez candados, he intentado forzarla, como tantas otras. Creo que me estoy quedando sin fuerzas.

—¿Y eso? —Señala al techo. Alto guiña los ojos, se levanta.

—¿Qué?

—¿No es...
a hole
?

—Sí, puede ser. No veo bien con esta luz.

—A algún sitio irá.

—¿Al techo...? No se vería... creo recordar que hay más alturas... una zona abuhardillada.

—Sí. Con un balcón... sobre la puerta. Y ventanas. —Sin rejas. ¿Está seguro de eso? —Mi memoria... pero...

—De todas formas. No he visto acceso allí arriba.

—Están esos... ahí. —Lento señala a los andamios a medio construir. Los dos los miran, en silencio. Alto apura un buen trago de vino—. Más adelante. Comamos.

—Sí. —Alto se sienta—. Mañana. Hoy es domingo.

—Es verdad. Es domingo.

____ 51 ____

LaBt ihn unenthüllt!

Lunes, de noche

Percy no estuvo presente en esa singular conferencia a la que me refería, en la que su padre recibió a Potts. Tuvo lugar dos días después del incidente con Jack, y no le dio mayor importancia. Quién sabe con qué ralea empezaba a tratarse su padre; si era capaz de entregar a su querida pupila a alguien como De Blaise...

No volvió a pensar en ello hasta dos días después, el viernes cinco de octubre, el mismo día en que la señorita Trent había sido sacada de la casa y tuvo lugar el incidente que condujo al duelo. Tras el reto, aún poseído por la ira, Percy entró como un vendaval de regaños en el cuarto de su padre, esa pequeña celda aneja a la biblioteca. Nadie le entorpeció el paso. Ramrod no estaba presente, ni De Blaise. Suponía que ambos, no podía estar seguro, habían acompañado a la señorita Trent a su enclaustramiento, fuera este donde fuese.

Lord Dembow reposaba, su respiración era pesada y espesa, como el fuelle mal ajustado de una máquina. Contra ese pecho que a duras penas trabajaba, apretaba una fotografía, esa de su juventud, con su amigo y su hermana, la señorita Trent.

—¿A dónde le ha enviado, señor?

—Eh... oh, hijo. Si vienes a atormentarme, pierdes el tiempo. No eres capaz de causarme más dolor ni sufrimiento.

—¡Atormentarle! ¡A usted, el príncipe de la crueldad! ¿Qué piensa hacer con la señorita Trent? Ella ha estado a su lado pese...

—Está enferma, va a reposar. —Miró la fotografía amarillenta una vez más—. Ojalá yo pudiera. —Estaba llorando. Nunca había visto llorar a su padre—. Lo he perdido todo, hijo, todo.

—Creo que hace mucho que lo perdió. —El anciano no podía hablar, y era inútil insistir—. Padre, ¿por qué nunca le he visto con una fotografía de mi madre, de su esposa? —Con el tiempo supo que ella no se había escapado con ningún aventurero, no. Había sido llevada a un sanatorio, como la señorita Trent, recluida cuando él solo contaba diez u once años, apenas le quedaban recuerdos de esa mujer seria y triste, la mujer que lo abandonó en una casa fría, y por la que sintió siempre una confusa mezcla de amor y desprecio. Más tarde, al cumplir los dieciséis le dijeron que había muerto. La vio entonces, amortajada en su féretro. Esa es la imagen que lo acompañaba todos los días.

—Perceval. No te atormentes. Tu madre tuvo una buena vida, la mejor que supe darle dadas las circunstancias.

—¿La mejor? Espero, deseo con todas mis fuerzas que esté sufriendo y el dolor le consuma. Y... —Sintió cómo la rabia de años se acumulaba en su pecho, se abalanzó sobre su padre y le susurró al oído—. Deseo que muera padre, es ya lo único que deseo. ¡Muérase! ¡Desaparezca, y llévese consigo estas palabras! —Luego, añadió en un susurro—: El tiempo que le sobreviva, señor, lo dedicaré a borrar su nombre y su memoria de la faz de la tierra. Acabaré con nuestra semilla, me castraré esta misma tarde para asegurar que no habrá otro lord Dembow manchando este mundo.

—¡No...! —El anciano empezó a gemir y su respiración se volvió algo más agitada.

—Exterminaré nuestra heredad —seguía susurrando Percy—, nuestro paso por esta tierra será un viejo recuerdo que pronto olvidarán todos.

—No me importa morir... Ya nada me importa.

—Entonces, ¿por qué no se muere ya?

En tan pequeña habitación cargada de papel impreso no podía haber eco. Sin embargo, esa petición sonó como un aldabonazo en las puertas del infierno. Oyó pasos fuera, carreras, y vio que el semblante de lord Dembow se recomponía. El viejo dijo, sentenció más bien, con voz de pronto calmada:

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