—No se preocupe.
—El caso es que la señora De Blaise le pareció muy nerviosa, y cedió a sus apremios, hizo algunas gestiones, lo suficiente para cumplir con la sobrina de un viejo amigo. Llegó el domingo, y sir Francis se marchaba, así que pidió a su hermano, mi amigo, que se preocupara por la señora De Blaise, que le comunicara de su parte que aunque él se iba al continente, había dejado a hombres competentes a cargo de su solicitud. Su hermano, John Tuttledore, fue a Forlornhope.
—No recuerdo... —dijo Percy.
—Eso aseguró él. Antes de decir nada, Cynthia le pidió que transmitiera sus agradecimientos a su hermano. Dijo que sus gestiones habían sido exitosas, y que ese día mismo iba a tener la información que requería.
—No me consta que Cynthia recibiera a nadie en casa... como les dije, o al menos se lo dije a usted, Torres, la última vez que la vi fue en situación harto embarazosa. —Ribadavia enarcó las cejas interesado—. Después de eso imagino que ambos evitamos el contacto... no puedo servir de ayuda en esto.
—¿Y no hay manera de averiguar qué información iba a recibir, y de quién? —preguntó Torres.
—Me temo que mis muchos conocidos permiten que oiga ruido, mucho ruido —dijo Ribadavia—, pero nada en concreto.
—Y poco puedo añadir yo —dijo Abberline—. No cabe duda de que mis conocimientos de los entresijos políticos de mi país son mucho menores que los suyos,
señor
Ribadavia, y en cuanto a los policiales, la investigación de la desaparición de su prima sigue sin dar frutos. De darlos tampoco creo que se me informara...
—Vamos, inspector dijo Ribadavia sirviendo algo más de vino de su tierra—, le veo muy pesimista.
—Lo soy. Todo es muy turbio en esto, exasperante y turbio. Recuerdan... usted señor Torres, ¿recuerda durante la aparición de... de esa cosa en Forlornhope, los hombres armados que allí se dispusieron?
—Miembros del departamento especial, de la sección D presumió Torres.
—¿De qué departamento especial? No el del inspector jefe Littlechild, desde luego. Moore y yo hemos indagado algo más. Nadie de los que estaban allí pertenece a la policía, a ningún departamento.
—¿Quiénes eran?
—Sé tanto como usted. Algunos de ellos, si mi memoria no me falla, y no suele hacerlo, eran guardaespaldas de lord Dembow, o por lo menos los he visto allí desde el atentado, y nadie de Scotland Yard, o del Home Office, hasta donde yo sé, les había encomendado tal misión, aunque... aunque parecían obedecer órdenes de algunos oficiales, como el propio Matthews.
—¿Eso dónde nos deja?
—En mala... posición, Leonardo —dijo Ribadavia—. Me temo que sin otras fuentes de información, sin menospreciar en absoluto sus... sus... sus capacidades, inspector, no podrán averiguar nada de... ¿por cierto? ¿Qué se supone que intentan averiguar?
—No... —Torres ignoró al diplomático—. Vimos a... lo que vimos, en casa de lord Dembow, y ese es el único indicio... tal vez, amigo... Perceval, si usted pudiera indagar en su padre, sé que no tienen buena relación, pero no alcanzo a ver otra...
—A la frialdad natural de mi padre conmigo, añádale que su estado ha empeorado, poco puedo... lo cierto... lo cierto es que el otro día ocurrió algo insólito... —Cayó... cayó un momento, amedrentado por lo que tenía que confesar. Luego prosiguió. Pasó a comentarles algo que creía sin importancia: la visita que Efrain Pottsdale hizo a su padre. Tal acción no tenía nada de peculiar, salvo que las trazas del sujeto, de mi antiguo patrón, no eran la de la clase de gente que lord Dembow solía recibir.
—¿Iba mal vestido... desaseado? —preguntó Torres.
—En... en absoluto. Su ropa parecía nueva, e iba limpio de pies a cabeza, que por cierto no descubrió en ningún momento. Había algo en él... no quiero... no... no quiero resultar petulante... pero no pertenecía al entorno con el que mi familia se suele relacionar, y fue recibido por mi padre y por su secretario, en la biblioteca...
Ellos no podían saber... no...
Señores... es... toy extenúa...
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Domingo
Lento ronca con placidez, tendido en el viejo sofá. Como los girasoles, orienta en sueños su rostro buscando la luz que entra por los desconchones de la pintura de las ventanas, desconchones que con mucho más esfuerzo que efectividad ha causado Alto, empleando para ello una pértiga larga, sin duda utilizada para la limpieza. Cuando ese lugar se limpiaba. Un suave acceso de tos lo despierta. Sentado cerca está Alto, ojeando papeles.
—¿Se encuentra bien?
—Mucho. —El descanso ha obrado milagros en él. Se incorpora un poco, mostrando que las fuerzas parecen volverle.
—Tiene mejor aspecto, desde luego. Parece que no hay infección, y los calmantes esos, sean lo que sean, son efectivos. ¿Tiene hambre?
—Sí.
—Buena señal.
—Pero no me dé comida. No quiero.
—Aunque quisiera. Ya queda muy poco. Mire en cambio lo que he encontrado. —Levanta una botella de vino—. Tenga —sirve en una vieja taza un trago—, es bueno, se lo aseguro.
—Eso no se lo rechazaré. —Bebe saboreando—. No puedo ser en este país sin beber su vino.
Alto sonríe y vuelve a los papeles, moviéndose para perseguir él también el sol esquivo. Lento queda disfrutando de su taza de vino, respirando con calma. Mirando al techo, muy lejos, formado por un entramado de vigas tras el que ahora, la nueva luz que liberara Alto, permite ver viejos frescos piadosos decorándolo. Hay en él y en toda esa suciedad, en el polvo revoloteando en los haces de luz, en los muebles destartalados, una enorme placidez, una invitación al abandono, a la desidia.
—¿No vemos a Aguirre?
—Es domingo si las cuentas no me fallan. Me pareció buena idea descansar un día. Y creo que a usted le ha venido muy bien.
—Sí. —Se recuesta de nuevo, escatimando movimientos en todo lo posible. Contempla los ángeles, y santos, y animales pintados arriba—. Es horroroso... pero me gusta... —Tiende su taza y Alto se levanta a llenarla de nuevo.
—Ha muerto, ¿sabe? Esta madrugada. —Llena la taza y él da un trago directo de la botella—. Anoche le deje dormido, y cuando he ido a verle, ya no respiraba. —Vuelve a beber—. Nunca había matado a nadie.
—No es algo común en personas como usted y yo.
—No me siento mal. No sé. Es una extraña sensación... ¿melancolía?
—Creo que este lugar nos afecta.
—He visto unos niños fuera. ¿Más vino?
—¡Niños!
—Sí, esta mañana, mientras registraba. En el piso de arriba hay un corredor que da hacia ese descampado de al lado. Había unos chicos corriendo. Golpeé las ventanas... imposible. La cerca está a mucha distancia, y esas ventanas... intenté romperlas y rajé una, pero no hice el suficiente ruido.
—Bien...
—¿Le parece bien? No sé cómo saldremos de aquí. Ese hombre empezará a oler en unos días, debiéramos enterrar el cuerpo, o buscar un sitio...
—No se preocupe, puede que nosotros no tardemos...
—Tenemos que mantener la esperanza. Si encontrara un teléfono que funcione...
—Perdone, no quería ser... Es esta casa, me...
—Sí. La casa, las historias...
—Es lo que queda. A menos debemos saber la verdad ¿Y la nota? La nota que dejó el señor Solera.
—Si es que fue él. En fin, es domingo. Descansamos. Pienso preparar una suculenta comida para hoy.
—Claro, tenemos vino. —Ambos brindan. Alto vuelve a los papeles y Lento a contemplar el techo. Hay un ángel roto. O es otra cosa. Podría ser un agujero. El vestíbulo tiene la altura de las dos plantas. Si hay un hueco allí, debía entrar la luz. Se vuelve a incorporar. Al fondo, al otro lado del mostrador, ante la entrada de los servicios, hay andamios.
—¿Pasa algo?
—¿Qué lee?
—Su novela. —Alto sonríe—. Así practico ingles. Es curioso, ¿no cree? Una casa, una familia extraña...
—Usted también piensa que hace referencia a los Abbercromby.
—¿Si no, por qué nos la dejan aquí? Es una historia extraña, un folletín romántico con su hermosa heroína, sus personajes misteriosos, un malvado científico, amores rotos, equívocos... Sin embargo, hay algo más. El final...
—¿Ha llegado al fin?
—Sí. En realidad he ido saltando de trozo en trozo. Entera es insoportable. Y larguísima.
—Desde luego.
—Pero cada vez es más enigmática. Y su analogía con nuestra historia... la de Aguirre, no es clara y sin embargo...
—Léame algo.
—¿Quiere...? No debiera cansarse.
—No me cansaré.
—No leo bien inglés.
—Seguro que sí.
—Bien —empieza a rebuscar entre los papeles—, queda advertido. A ver... sí, mire esto... ¿le hago un pequeño resumen de lo que ha pasado? Nos podemos saltar todo eso de la guerra y el muchacho...
—No. Lea. Ya... Lea.
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El 13
er
trabajo de Heracles por
M. R. William
Capítulo 112: El regreso
Château Ravin
había envejecido. Los altos sillares, los acantilados, hasta el mar parecía más viejo, más furioso, más amargado, más sabio y más vil a un tiempo. Jim recordó las palabras de aquel tabernero:
—¿La casa del acantilado? Uf... nadie para ya por ahí. Dicen que vive un viejo loco, uno de esos pobres ancianos abandonados a quienes los niños tiran piedras. Otros comentan que quien habita en esas viejas piedras es el hijo del Diablo. Alguien a quien es mejor no molestar, pues acostumbra a secuestrar a quien a su puerta llama, y con él efectuar sacrificios y rituales extraños... ya veo que no me toma en serio. Usted verá, es muy libre de obrar como guste, pero yo no me acercaría a esa vieja casa, ni de noche ni de día. Hubo un tiempo en que fue la principal mansión del país, donde acudían los más grandes, las personalidades, políticos, militares, nobles. Nadie quería perderse una reunión en casa de ese brujo, hasta que sus maldades fueron patentes...
—Era un gran sitio, sí —dijo Jim.
Fue a caballo hasta allí, sintiendo cómo los bríos del animal iban amainando a medida que avanzaban por el camino triste, abandonado, desierto. La cruz, aquella en la que confesara por vez primera y única sus sentimientos a Camille, parecía ahora más un túmulo que un mirador, un memento morí para él, una tumba para ella, la de los dos. Se demoró allí unos minutos, incapaz de dejar de mirar el mar, rompiendo, furioso, exigiendo que le trajera de vuelta a su ninfa que había secuestrado y abandonado en las frías salas de Poseidón, deseoso siempre de robar las beldades de su seco reino rival. Y ahora iba, como reo al cadalso, dispuesto a mostrar su cuello desnudo a merced de la hoja del verdugo, de esos dos verdugos.
¿Cómo hombres tan ajenos al mundo, que habían buscado el enclaustramiento voluntario a perpetuidad, podían estar tan apegados a esa vida que desconocían? Cobardes, ellos y no él la mataron, ellos con sus miedos y su servil protección. ¿Preservarla para qué, para quién?
El repicar de los cascos de otro caballo lo sacó de este ensimismamiento. No reconoció al jinete, un hombre joven, rubio, vestido tan de negro como todo el que habitaba o servía en aquella lúgubre casa, porque de allí venía el caballo.
—Señor Billingham...
—Capitán Billingham.
—... es usted bienvenido. —Jim dudaba de la sinceridad de esas palabras.
—No le conozco, señor.
—Todo lo contrario, me conoce muy bien.
—Le aseguro que no.
Era un hombre joven, mal encarado aunque no exento de cierto atractivo, de rostro vagamente familiar.
—Soy Edmond.
—¿Edmond?
—El mismo, ¿tanto he cambiado?
—Desde luego. —Y esperaba que el cambio no solo estribara en las lógicas marcas del paso del tiempo. Recordaba a aquel niño, cruel y maléfico, que seguía las instrucciones de la pequeña Camille con devoción [...]
[...] —Allí le espera —dijo Edmond pistola en mano. Jim miró el puente azotado por el furioso viento marino. Apenas eran unos tablazones encima de las vigas que oscilaban en su intento de alcanzar La Torre del Suicida, en medio de la tormenta, amenazando con desplomarse por fin por el abismo y aislar ese torreón enfermo, lleno de soledades.
—¿Quién?
—¿A quién ha venido a buscar, señor... capitán Billingham?
—Al conde de Gondrin y a su hijo.
—Los dos están allí... o uno de ellos. La verdad, ya no los diferencio. Adelante.
—Se ha vuelto loco, ese puente va a...
—¿Tiene miedo?
—No tengo por qué...
—Lleva días esperándole, no puede negarse. Después de lo que ha aguardado, aquí, soportando con un estoicismo que no imaginaba en usted, capitán. Es solo lluvia, truenos, yo temería antes a lo que hay dentro de la torre.
Subrayó sus palabras con el cañón de la pistola.
—Cobarde —gruñó Jim congestionado de ira.
—Es usted quién no quiere cruzar, no yo.
Puso pie sobre las negras tablas. Años atrás, recordaba que ese paso parecía tan sólido como lo fuera su amor por Camille. Ahora su fragilidad le helaba el corazón. Se agarró a los restos de la barandilla, antes toda una pared y ahora unos simples maderos sin firmeza ni continuidad.
—¡Es una locura! —gritó Jim sobre la tempestad—. Podemos ir mañana, los dos.
—¡No soy yo el que quiere ir, no es a mí a quién se me espera! —Edmond se apoyaba contra el quicio de piedra, mientras apuntaba ya sin disimulo alguno a la tambaleante figura sobre el puente—. ¡Ella está allí, capitán!
Jim se detuvo. Un trueno bramó, el cielo pareció enfurecerse al oír esas palabras lanzadas al viento.
—¿Qué está diciendo?
—¡Lo sabe bien! ¡Siempre lo ha sabido! —¡NO!
—¡Escuche a su corazón, capitán! ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué ha pasado estas dos semanas así, aguantando las penurias que esta vieja casa se encargaba de infringirle, unidas a mi mal carácter? ¿Para decir a un viejo que su hija ha muerto? ¿Piensa que no lo sabe? ¡No! ¡Ella le espera allí! ¡Ella, una muerta viviente, o las profundidades del mar! ¡Escoja!
Jim tembló, miró al cielo furibundo, negro, del color de los ojos de Camille. No podía ser cierto. La vio morir, vio ese cuerpo caer desmadejado en sus brazos, ese cuerpo que había vibrado junto al suyo. Quiso hacerlo, con fuerza, pero no pudo apartar su imagen, su blancura, su vigor juvenil temblando a su lado, mezclándose sus sudores y su amor. Recordaba mejor su tacto y su sabor, perdido cuatro años atrás, que lo ocurrido esa misma semana o la anterior.