—Por el honor y el deber, Perceval, algo que un espíritu blando como el tuyo nunca conocerás, por eso no me doblegaré ante esa vieja arpía. Me debo a mi reina, a mi país. Aún aquí postrado puedo hacer más por mi patria que tú, con tus rezos y tus reproches... ¡Cobarde!
—Les juro —confesó Percy a sus amigos—, que estuve a punto de apretar mis manos en su cuello hasta que dejara de respirar. No hice nada, le dejé hablar y entonces dijo algo sin sentido:
—Tengo que conseguir encontrar al monstruo. ¿Recuerdas al hombre, al amigo de los judíos, el del bombín? —Se refería a esa extraña visita de dos días atrás—. El quiere ese artefacto, la máquina es lo único que quiere... que se la lleve a la sinagoga... y por ella me ha quitado... ahora es mi turno, es el turno de Inglaterra, de la eternidad... le diremos que es para él, para el monstruo, Minerva triunfará...
Entraron luego Ramrod y algún lacayo, alarmados por las voces, y sacaron a Percy de allí. Ahora, en casa de Ángel Ribadavia, quedó cayado, con los ojos vidriosos.
—Es repugnante mi actitud, lo sé —dijo—. No saben la furia, la frustración...
—Cálmese —dijo Torres—. Debe alejar de su alma tanto odio, su padre parece más digno de piedad que de otra cosa. En cuanto a lo que ha dicho... ¿amigo de los judíos?
—Más inquietante —apuntó Abberline—, otra vez un «artefacto», una «máquina». Parece que ese sujeto del bombín calado era un emisario de...
—No lo sabemos, pero debiéramos vigilar. No disponemos de medios...
—Yo lo haré —insistió Abberline—, no confío en nadie más. Salvo en Godley, puedo convencerlo de que pasemos alguna noche en blanco frente a Forlornhope.
—Usted tiene mucha tarea, inspector —dijo Ribadavia.
—Y aun así paso las noches buscando al asesino, se lo aseguro, como muchos hacemos.
—De todas formas, mis hombres podrán hacer ese trabajo sin mucho esfuerzo, de hecho ya lo han realizado...
—Esos hombres suyos...
—Le juro por mi honor, inspector, que son de fiar... bueno, que al menos podemos confiar en ellos para menesteres como estos.
La comida terminó y cada uno salió a sus quehaceres, habiendo acordado que los murcianos iban a vigilar de nuevo Forlornhope, en espera de que algo significativo ocurriera. Ya en la calle, Torres preguntó algo a Abberline.
—Inspector, disculpe, pero... eso de los hebreos, ¿le sugiere algo?
—Hay varias sinagogas en Londres. El East End está plagado de judíos. Una frase tan ambigua... es difícil de decir. De todas formas, desde hace una semana hay tumultos en el barrio, y una de las bandas de delincuentes más importantes y con más poder entre la comunidad semita está involucrada en una serie de conflictos de no poca envergadura. Mañana habrá noticias al respecto, y no agradables me temo.
—¿A qué se refiere?
—No es conveniente que hable mucho del tema, no porque desconfíe de usted, no creo que contárselo dañara en nada la operación, pero se trata de algo secreto. Lo que me llama la atención es esa referencia a los judíos cuando estamos teniendo tantos problemas con cierto grupo de ellos. En fin, no creo en las coincidencias.
Quién lo haría en esas condiciones. Nadie; como nadie creería que fue una coincidencia lo que ocurrió esa misma noche. Torres dormía. Dedicaba demasiadas energías en recomponer el Ajedrecista, trabajo en el que no iba mal encaminado, y el resto en tratar de desenmarañar misterios, detener al asesino, encontrar a la pobre Cynthia... Aún siendo de buena constitución, no es de extrañar que cayera rendido sobre la almohada a la menor oportunidad.
Un sonido lo despertó. Por entonces había cuatro inquilinos en la pensión de la viuda Arias. En el piso de abajo estaba el señor Bengoada, además de la propia viuda y su hija. Arriba, además de Torres ocupando esas dos habitaciones que la viuda preparara para él y para mí, estaba un joven abogado, Antonio Hernando, recién llegado de España a la ciudad para trabajar como pasante con una firma local, y los Cornell, una pareja madura que había alquilado una habitación desde la pasada semana; por lo que intuía Torres, parecían andar pasando apuros económicos serios. Por tanto había un buen número de personas en la casa, no era de extrañar escuchar ruidos nocturnos, al menos que estos se produjeran en la ventana que daba a la calle del pequeño saloncito que mediaba entre la habitación de Torres y la que debiera haber sido mía, esa misma por la que me filtraría yo dos semanas después.
Torres se levantó de un respingo, no era de sueño pesado, incluso cuando estaba agotado. Alguien hacía ruido en el cuarto contiguo. Siendo un segundo piso no parecía complicado el escalar hasta allí, era cuestión de disponer de cierta agilidad y el firme propósito de obtener algo de aquella casa, o de las gentes que la habitaban. En ningún momento dudó que se tratara de un asalto. En cualquier otra situación, en cualquier otro tiempo, hubiera salido cargado de dignidad del cuarto, para encarar al agresor. Esta vez sintió miedo, el mismo miedo que atenazaba a todo Londres.
¿Quién podía ser? Se preguntó mientras se levantaba en silencio de la cama, atento a más sonidos. Había sido un golpe contra la ventana, eso le había despertado. Tal vez fuera un pájaro volando... fuera estaba lloviendo. Pegó la oreja a la puerta. Nada. Un brillo se coló por el quicio. Alguien había encendido luz. ¿Qué querían? ¿Robar? No era una casa adinerada... ¿venían por alguno de los otros inquilinos?
No. No fue casual que hubieran entrado en sus habitaciones, teniendo en cuenta la disposición de la casa. Venían por él, por algo que él tenía. Fue hacia la ventana de su propio cuarto, escapar no era opción posible. Si pedía ayuda, puede que lo hirieran antes de recibirla, a él o a otro de los que allí dormían plácidamente. Rápido, llegó ante el Ajedrecista que reposaba junto a su cama. Lo encendió. Oyó que alguien chistaba en el cuarto. Eran más de uno. De prisa manipuló los controles. Ahora el artefacto era una mezcla de aparatos, fruto de todas sus horas de apasionante trabajo sobre esas piezas. Además del ajedrecista propiamente dicho, ese que mostrara a De Blaise, había logrado reconstruir el sistema de von Kempelen para generar palabras, aparato con el que disfrutaba sobre todo la pequeña Juliette. Movió una serie de palancas con rapidez, procurando hacer el menor ruido, cosa que parecía intentar los intrusos de más allá de la puerta, por su silencio.
Hubo suerte. Oyó el rechinar familiar de la puerta que daba al que debiera haber sido mi cuarto, y la titilante luz que se filtraba desde allí menguó. Sabían algo de la casa pero no todo, estaban registrando: venían por el Ajedrecista.
Dio cuerda al artefacto y abrió con mucho tiento la ventana, sintiendo que la humedad y el viento empapaban su camisón. Tomó la llave, la de la puerta del pasillo principal, la que cerraba las tres habitaciones que formaban sus dependencias, y salió a la calle. Un segundo piso no es altura de temer, lo sé, pero la lluvia, su desnudez, el frío y la oscuridad sí lo eran. Quedó allí, resbalando, sin ver, colgado del alféizar durante unos segundos demasiado largos para sus manos crispadas sobre la madera, hasta que la máquina habló. Oyó el chasquido del mecanismo de relojería llegando a su tope, el soplido del fuelle al exhalar.
—Jaque —dijo en español.
Era más fácil hacer hablar a la máquina en cualquier lengua latina. Sirvió para sus fines. Donde hubo sigilo, ahora había carreras hacia su cuarto. Empezaba entonces la parte más delicada de su plan. Tenía que alcanzar la otra ventana, aquella por la que habían entrado los merodeadores. Tratar de agarrarse al artesonado era absurdo, incluso si no estuviera lloviendo. Había que balancearse y saltar, y rápido, porque tenía que aprovechar y ocultar todo ruido que pudiera hacer con el desconcierto de los ladrones al oír esa voz mecánica, entrar en su cuarto apurados y ver el Ajedrecista y la máquina parlante. «Son tres metros de caída, Leonardo —tuvo que decirse—, no te matarás. Más altura había en el teleférico.» Sin más, se encomendó a la virgen y al santo, y saltó. La distancia no era mucha, pero el asidero era minúsculo.
La ventana que pretendía alcanzar, asomaba más hacia el exterior que la de su propio cuarto. Como ya saben, formaba parte de un pequeño mirador, un saliente que hacía de dintel de la puerta de la calle, el mismo por el que me filtré yo tiempo después. Un balconcillo, dando apenas cabida a una jardinera, con tres lados, los dos laterales tan pequeños que nadie podría entrar por ellos, si hubiera sido posible abrir los ventanucos que lo formaban. Sin duda era el modo más fácil de acceder desde la calle, trepar por las columnas adosadas que flanqueaban la puerta hasta el pequeño dintel, forzar la ventana y entrar. Saltar desde la vecina de fachada... eso era otro asunto más delicado. Torres se impulsó lo suficiente, llegó a la ventana, o por lo menos a su quicio, y allí chocó. Intentó agarrarse a lo que fuera, pero la humedad y la precariedad del asidero lo impidieron. Rodó por el dintel y quedó allí, colgando, en camisón ante la puerta principal.
Se estaba resbalando, y sus plegarias iban más dirigidas a que nadie saliera por esa puerta y lo viera en situación tan humillante. La voz de su máquina parlante, o la de Kempelen reparada por él, no había sido tan fuerte como para que alguien lo tomara por otra cosa que un ruido más de la noche, y la ventana contra la que había chocado estaba muy lejos del resto de las habitaciones ocupadas; solo los intrusos podían haberlo oído. La ventana se había cerrado con brusquedad al chocar con ella, bien pudieron tomarlo por una ráfaga de aire. No podía esperar más, resbalaba. Con esfuerzo consiguió encaramarse a la estrecha repisa a dos aguas de no más de medio metro de ancho que quedaba sobre la puerta, haciendo de pequeño porche. Abrió, y tratando de no hacer ruido, entró.
Los hombres estaban en su cuarto, veía la luz titilar en la puerta ahora abierta, hacían ruido. El, empapado, dolorido por algún rasguño en las manos al tratar de asirse, musitó un «gracias, Señor» y con el silencio que proporcionaba sus pies descalzos sobre la alfombra, fue a la salida. Eso era todo lo que tenía que hacer: salir, cerrar la puerta y tendría a los ladrones encerrados en su propia habitación, entonces pediría auxilio, y todo arreglado, sin heridos ni pérdidas. Que dañaran cuanto quisieran a su ajedrecista cuando se vieran sorprendidos, le importaba más la seguridad de los que allí estaban y la de él mismo. Dos pasos. Abrió la puerta engrasada a la perfección.
¿Y la llave?
La había sujetado con los dientes, al salir, pero con el golpe, el resbalón... había caído. Hubiera maldecido si esa fuera su costumbre, pues no encontraría en su vida mayor ocasión. Quedó quieto, aturdido, y entonces aparecieron dos tipos vestidos de negro, con gorras y pañuelos embozándolos, tratando de sacar parte de la maquinaria que había construido con dificultad a través de la puerta. Debieron quedar como lelos mirando a un hombretón en camisón empapado, allí en medio, iluminado solo por la luz de la noche y por la poca que ellos habían dejado en la habitación de la que venían.
—Maldita... —dijo uno.
—Mátalo —dijo el otro.
Dejaron caer el aparato con cierto estruendo y el primero de ellos se echó hacia Torres. Podía haber corrido, estaba ya en la salida. No lo hizo, reaccionó de forma por completo distinta. A su vez cargó contra el agresor, él era más grande y prefirió no saber si su oponente iba armado o no. En el golpe, Torres perdió pie, iba descalzo, pero al caer se llevó consigo al ladrón. Con mucha fortuna, porque dio primero en una pared, la estantería de las figuras chinas le acertó justo en las cejas.
No estaba fuera de combate, aunque sí grogui y con la cachiporra que portaba en el suelo, inofensiva. Torres se recompuso a tiempo de ver cómo el otro, que había entrado en su cuarto, volvía con luz. Lo que habían utilizado para iluminarse era una botella de la que salía un trozo de tela ardiendo.
—¡Bastardo español! —rugió—. ¡Reza lo que sepas! —Y alzó el brazo con intención de estampar la bomba flamígera contra el suelo.
—¿Qué significa todo este escándalo? —A la puerta del cuarto estaba el señor Cornell, en traje de dormir, con un orinal en la mano y con expresión tan asombrada como cómica. Todo se detuvo un segundo, y luego fue el propio Cornell quién reaccionó—. ¡Al Diablo! —exclamó, y lanzó sus orines hacia el ladrón.
Este, asqueado y húmedo, gritó casi un chillido femenino, y se tapó los ojos. Sin esperar más, Torres se fue por él y de un empujón lo tiró por la ventana, rompiéndola. La botella corrió mejor suerte. Cayó blanda sobre una silla y luego al suelo. Aunque los meados no habían sido suficientes para apagar el trapo, no hubo tiempo suficiente para que prendieran nada. Torres tomó la bomba, la tiró por la ventana y sacudió el cojín del sillón, algo chamuscado.
El otro intruso se levantó de golpe y corrió hacia la puerta arrollando al señor Cornell y corriendo pasillo al fondo hacia las escaleras. Cornell le arrojó el propio orinal dándole en la coronilla y haciéndole rodar escaleras abajo. Gran jugador de criquet este Cornell. Su mujer, el abogado Hernando, toda la casa miraba atónita mientras el ladrón, a trancas y barrancas, salió por la puerta principal.
—Muchas gracias, señor —agradeció Torres a Cornell—. Dios le bendiga, me ha salvado la vida, a todos.
—No se merecen.
Ambos corrieron hacia la ventana por la que había salido volando el primer ladrón, y vieron cómo el segundo recogía a su compañero herido. Ahora, el del suelo, empuñaba otra botella flamígera, posiblemente abandonada por allí para facilitarles la huida en caso de que, como había ocurrido, las cosas se torcieran. La lanzó contra la fachada, ambos hombres se apartaron y los intrusos desaparecieron corriendo en la noche.
Llovía, así que poco hizo el fuego, para cuando llegaron los bomberos ya no quedaba nada. La policía se personó a su vez y tomó nota de lo sucedido, habló con todos los inquilinos, mientras Juliette correteaba excitada, asegurando a todos que habían sido salvados por el señor Torres, a quien ella siempre ayudaba. Un intento de robo, dijeron, pensarían llevarse todo lo posible, matar a los presentes y quemar el inmueble. Hubo suerte.
—¿Qué ha sido todo esto, don Leonardo? —preguntó ya calmadas las aguas la viuda Arias.
—No lo sé. Me temo que mi presencia aquí se ha vuelto peligrosa para ustedes. Muy peligrosa.
Al día siguiente volvió la sangre a las calles de mi ciudad. Jack no, él hacía ya varios días que no trabajaba. El comisario Warren dispuso una operación para que en la madrugada de aquel lunes terminaran los altercados que ciertos ajustes de cuentas entre bandas estaban provocando. Las apariciones en la prensa de noticias sobre Jack, cartas, detenciones, sospechas, no cesaban y habían eclipsado otros horrores menos evidentes: el hampa estaba alzada en armas. Mis amigos del Green Gate Gang no se habían conformado con el ataque frontal a los Tigres de Besarabia, y ahora provocaban tumultos casi a diario, contra judíos y contra rusos o irlandeses. El Green Gate contra los de Odessa, estos contra los Titanics, los Hoxton Rips Gang contra los Blind Beggards... todos contra todos, incluso los Tigres, o lo que quedaba de ellos, gracias a la provisión de armamento superior que le seguía proporcionando el Dragón volvieron a entrar en la liza. Todos afirmaban andar protegiendo el East End, acabando con ese monstruo de Jack, y de paso extorsionaban y mataban.