—Lo ignoro. Imagino que sí.
—No es necesaria por tanto la presencia policial allí. De hecho, si usted y su peculiar amigo de su embajada entran allí sin permiso, es entonces cuando se cometerá un delito.
—Hay una veintena de hombres armados, eso es sospechoso.
—Lord Dembow, o amigos de lord Dembow, han sido víctimas de cierto atentado político recientemente.
—Ninguno de los cuales está en ese río. —Salvo tal vez De Blaise, pero no lo dijo—. Lord Dembow está en su finca de Kent, o eso tengo entendido. ¿Qué hace ahí esa gente armada? ¿En este país se puede reunir un pequeño ejército como si nada?
—Torres, eso que dice sí parece sospechoso. Debió empezar por ahí.
—Tiene razón. —Un buen policía como él necesita de un motivo, no diré excusa, para atender un asunto. Abberline telegrafió a la policía de Tottemhan, solicitando ayuda y así se presentaron en la estación Victoria, a eso de las cinco de la tarde, Abberline, acompañado del inspector Moore y el sargento Godley, Ribadavia con su cojera y su murciano, este también torcido y con un ojo medio cerrado a golpes; y por supuesto Torres.
—Señores —dijo Moore terminados los saludos y las miradas incómodas—. Vamos al campo, a comprobar que no se altera el orden y que cierta familia eminente no sufre más percances. Se trata de un asunto policial, del que ustedes quedan por completo al margen.
—No es nuestra intención involucrarnos en nada —replicó Ribadavia—, mis amigos y yo vamos a una agradable excursión campestre, y circunstancialmente coincidimos en el trayecto y destino con ustedes.
Subidos ya al tren en dirección a Hertford, Abberline fue más específico.
—En ningún caso entraremos en propiedad privada, ni nosotros ni ustedes. Iremos allí, miraremos desde la orilla y nos volveremos.
—Una vez comprobado que no ocurre nada extraño —puntualizó Ribadavia.
—Por descontado.
El trayecto fue breve. Se bajaron en el apeadero de Diglintown, donde cinco agentes de la policía de Tottemhan los esperaban, ataviados con capotes para la lluvia, aunque el cielo no parecía muy amenazador.
—Lloverá —dijo el sargento Mabbott tras saludar con esforzada marcialidad a los detectives de Londres, y mirar con suspicacia a los civiles—. Esta noche casi seguro, si se quedan hasta entonces, claro.
El sargento les puso en situación, mientras salían del andén, abandonando la pequeña estación por un camino rural, apenas un sendero, los agentes locales empujando sus bicicletas.
—El lugar del que hablan está ahí al lado. —Señaló hacia el río, que se veía nada más traspasar el edificio simple y sobrio del apeadero. El camino seguía de cerca los raíles del tren, adentrándose en una agradable campiña hecha de suaves desniveles. Varios setos al fondo custodiaban el contorno de un acogedor cotagge, del que salía el ladrido de un perro—. En efecto, en esa isla hay más actividad que de costumbre, mucha más. Mandé un hombre para ver qué ocurría en cuanto recibí su telegrama, con la discreción oportuna, por supuesto. —Eso era una respuesta a la mirada de Abberline, que se había endureció por momentos—. Es Curly, el agente de Diglintown. Pasó allí en su ronda habitual. No es que suela ir por allá, pero solo tenía que desviarse un poco. Se plantó allí y le dijeron...
—Es una isla en el río, ¿no? —interrumpió Moore al gárrulo Mabbott—. ¿Hay un puente o algo semejante?
—No. Dos embarcaderos, uno de ellos muy pequeño, dos tablas flotando al río. En ese islote no hay nada salvo esa ruina vieja. Curly se acercó, había dos hombres, charlaron, como quien no quiere la cosa, Curly es un buen policía, sabe cómo...
—Sargento, por favor —interrumpió Abberline.
—Sí. Dijeron que se trataba de una excursión. Un picnic.
—No creo que sea oportuno acercarnos así, a las bravas —dijo Ribadavia, y entonces Abberline se detuvo.
—Ustedes se quedarán aquí.
—¿Aquí? ¿Dónde?
—Volverán a la estación, luego les informaremos de lo que...
—No es necesario, seguro que no hay peligro en...
—No hay discusión posible a este respecto, señor Ribadavia. Usted está herido, lo veo, y no podemos permitir...
—Nosotros podemos identificar a ciertas personas —intervino Torres—. Inspector, sabe que es necesario.
—Por eso usted nos acompañará, pero sus dos amigos deberán aguardar. —Torres se encogió de hombros y Ribadavia le devolvió a cambio una mirada acerada, una de esas que yo conozco bien, de esas que dicen: «para qué has traído a la bofia»—. Y desde luego, se mantendrá detrás de nosotros.
Ribadavia y Ladrón volvieron a desgana sobre sus pasos, el resto siguió hacia el río. Superadas las pequeñas fincas con sus jardines bien cuidados, el terreno ascendía con suavidad hasta un pequeño bosquecillo que coronaba una loma. Desde allí el Lee era visible por completo.
—Imagino que... no sé, que tendrán a alguien allí. Si es tan buen puesto de vigilancia... —especulaba Torres.
—Ahora no —dijo Mabbott—. También supuse que habría alguien, así que mandé para allá a Curly. Encontró a dos tipos, charlaron, supongo que esperando que el viejo irlandés se largara, pero es tranquilo y tozudo cuando quiere. No podían justificar más su presencia, así que acabaron por irse. Ese otero está ahora a nuestra disposición.
—De todas formas no sobrará ir con cautela —dijo Abberline—. Mantendrán un ojo en ese bosque, si saben que estamos en él.
—Suponiendo que de verdad estén involucrados en alguna actividad delictiva, cosa de la que no tenemos evidencia alguna —dijo ahora Godley, mirando con cara de pocos amigos a Torres. El sargento no estaba muy contento con ese viaje, ni al parecer con que su amigo Frederick Abberline, hombre cerebral por antonomasia, hiciera tantos oídos a un civil, y extranjero por más señas.
Llegaron a la loma en cuestión, allí estaba el obeso agente Curly, que con rapidez ocultó una petaca que le servía de compañía, y que Abberline ignoró a conciencia. Los condujo hasta un grueso roble tras el que ocultaba su bicicleta. Desde allí vieron la isla, a unos trescientos metros, con toda claridad. Era una piedra reseca, una lágrima de roca en medio del río, no tan pequeña como había insinuado Mabbott, que sus buenos doscientos metros abarcaba de punta a punta. De forma ahusada en dirección a la corriente, la carpa, bien grande, ocupaba casi toda la superficie, y estaba rodeada de hombres paseando que no se molestaban en disimular las escopetas que cargaban al hombro. La punta sur parecía adornada por un bosquecillo, y al otro extremo, corriente abajo, la isla quedaba rematada por una vieja torre abandonada, casi metida en el agua.
—Se han pasado todo el día así —explicó Curly—. Ni entra ni sale nada de esa tienda grande, más que algún tipo. No tengo idea de lo que hacen, no se parece a ninguna fiesta campestre que haya visto, se lo juro.
—Aguardaremos aquí —dijo Abberline.
—¿Hasta cuándo? —dijo Godley—. ¿A qué se supone que esperamos?
—Estoy casi seguro de que va a ocurrir algo —dijo Torres—. Allí están De Blaise, y Ramrod —miró a Curly buscando corroboración a lo que decía, y el agente se limitó a encogerse de hombros—, y puede que el propio Dembow. Para lo que sea que han montado ese tenderete, va a ocurrir hoy, o quizá esté ocurriendo ahora mismo.
—Y ahora empieza a llover.
Chispeaba, en efecto, y amenazaba con arreciar más, como había asegurado la policía lugareña, y como parecía a punto de arreciar el mal humor del sargento Godley, y la incómoda incertidumbre de Moore y Abberline. El único que estaba seguro de lo importante de estar aquí, era mi amigo Torres.
Ya caía la noche, y las ramas del roble eran precario refugio para el aguacero, pero allí permanecían. Varias luces se habían encendido en torno a la carpa.
—¿Podríamos ir allí? —preguntaba Torres, que de verdad temía que bajo esa lona estuviera ocurriendo algo importante—. Ir con una barca, preguntar...
—Tenemos una preparada abajo —dijo Mabbott.
—Una que no usaremos —aclaró Abberline—. A menos que pase algo.
—¿Y cuánto tiempo tenemos que aguardar para que...? —El ruido del tren acalló las protestas de Godley. Llevaban oyendo ese sonido toda la tarde, pero esta vez no venía de su espalda, sino de enfrente, y más lejano.
—¿Qué pasa ahí? —Señaló Moore a varias luces que aparecieron en la ribera opuesta. Algo se movía allí, algo voluminoso—. Por ahí no pasan las vías del tren, ¿no?
—Claro que no —respondió Mabbott. En la isla hubo movimiento. Las luces corrían de un lado a otro. Se oyeron voces, y respuestas desde la orilla que la distancia y el molesto repique del agua cayendo ya más intensa, hacía imposible distinguir.
—Hacen señas con una luz, allí, en la orilla. —La vista de Moore parecía la mejor del grupo.
—Les dije que algo iba a ocurrir.
—¿Quiénes son los del otro lado? —preguntó Abberline.
—Judíos. —Todos miraron a Torres, sacudiéndose el agua de los sombreros y abrigos—. Lord Dembow, o enviados suyos, negociaron con alguien a través de un hombre de la comunidad hebrea, y esto es el fruto de esa negociación, estoy seguro.
—¿Negociaron el qué?
—La venta de un ajedrecista, lo que ignoro es lo que pedirán a cambio.
—Miren —dijo Moore. El embarcadero principal de la isla no era visible desde donde estaban, estaba justo al otro lado. Ahora, asomando por el horizonte que formaba la oscura joroba de la carpa, vieron aparecer luces—. Es una gabarra, han salido de la isla a recoger a alguien.
—Vamos para allá —terminó por decidirse Abberline—. Esto es muy extraño.
—No veo nada extraordinario...
—Algo están tramando, y desde aquí no nos vamos a enterar. Adelante Mabbott, vamos por ese bote suyo. Usted no —dijo a Torres.
—Abberline, por el amor de Dios...
—No voy a discutir. Se quedará aquí. Ha sido de mucha utilidad, pero no voy a arriesgarme. Vendremos enseguida. Supongo.
Torres quedó así, mojándose bajo el roble mientras los policías iban loma abajo, hacia el río canalizado. Sin duda estaba frustrado, pero según me confesó, allí, bajo la lluvia, comprendió que el origen real de su malestar era no poder ver otra vez ese muñeco con su traje de guardia de la torre. Había albergado la esperanza de que el resultado de todo ese paseo y ese calarse, fuera cual fuese, condujera a un posible examen más minucioso del Ajedrecista de Dembow, el falso Ajedrecista, de eso estaba seguro.
Desde su atalaya, más seguro ahora de no ser visto con la lluvia y la noche conjuradas para ocultarle, pudo ver cómo esa barcaza llegaba a la otra orilla. Por lo poco que se distinguía en ella, notaba que allí había una multitud, luces, humo dispersándose bajo el agua, tal vez animales... mucha gente. Las luces se movieron, alguien subió a la embarcación y de nuevo zarpó para la isla. No podía esperar más. Su curiosidad superaba ahora cualquier prevención. Un sonido a su espalda lo detuvo.
—Supongo que no pensará ir nadando hasta allí. —Ribadavia y Ladrón parecían muy desvalidos allí, empapados y escondidos entre los árboles.
—Apenas sé nadar.
—Yo no sé en absoluto, pero tenemos modos más fáciles de alcanzar esa isla. No podrá imaginarse a quién me he encontrado bajo la lluvia. —Hizo un gesto y tras un tronco muerto asomó un hombre corpulento, arrebujado bajo un capote, que se quitó el sombrero para mostrar el rostro de un algo desaseado Perceval Abbercromby.
—Al final me quedé por aquí, señor Torres.
—¡No abandonó el país!
—A decir verdad, fue el doctor Purvis el que tomó el vapor por mí, bajo la escrutadora mirada de los lacayos de Ramrod.
—Vaya. Espero que por fin haya saldado su deuda el buen doctor.
—Desde luego, se le gratificó bien por las molestias. En cuanto a usted, ¿no quiere ver lo que el viejo tiene preparado allí dentro? No podemos perdernos esa fiesta.
Según le contó Percy mientas caminaban hacia la orilla junto a Ribadavia y Ladrón, su alma atormentada se había sosegado en los últimos días. Su ira no había desaparecido, se había encauzado, como el caudaloso Lee, hacia formas más productivas de venganza. Esta situación no auguraba nada bueno, pues Torres temía que alguien del escaso ingenio e iniciativa de Perceval podía ser peligroso si desataba su furia, pero más aún si trataba de llevar a cabo planes maquiavélicos.
Una vez concluido su arrebato, contaba Percy, abortado su intento de... de lo que fuera durante la exhibición en Forlornhope, recapacitó, seguro que con la ayuda de los muchos calmantes suministrados por el doctor Greenwood, durante su breve estancia en Bedlam. Vio que no había salida si tomaba el camino de la locura y la desesperación, por desgracia, era un hombre solo, con pocos recursos aparte de ese de la ira desatada. Cuando pensaba que el resto de su vida la pasaría en esos jardines, babeando por los efectos de las drogas que no dejaban de suministrarle, recibió la visita del señor Ramrod, que por una vez fue esperanzadora. Traía una oferta irrechazable: se le aseguraba una suculenta renta de por vida si abandonaba de inmediato el país y no volvía hasta que su padre falleciera.
—Lo que no tardará mucho en ocurrir, creo —consiguió murmurar entre el espeso sopor de los narcóticos—. No podrán quitarme lo que es mío... seré el décimo primer...
—Nadie le quitará nada —le dijo Ramrod—. No podría hacerlo aunque así lo quisiera. Cuando su padre fallezca, podrá volver y tomar posesión de su legítima heredad. Hasta entonces permanecerá en ultramar.
Aceptó. No porque confiara en las palabras de ese pequeño intrigante, seguro que había formas de arrebatarle su herencia, y lo que es más fácil, estaba siempre presente que durante su exilio sufriera un desafortunado accidente. Necesitaba tiempo y espacio para pensar, y la sangre limpia de drogas. Quien lo atendía era el propio doctor Purvis, no parecía que confiaran en otro, lo que fue un error, pues no sabían de su exigente sentido del honor y de esa deuda contraída. Percy le pidió que entregara aquella carta a Torres, esa que le pedía que se encargara de proporcionarle algún dinero al sargento mayor Bowels. Después, cuando salieron para Francia acompañado de Tomkins, quien iba a asegurarse de que tomara el transbordador, también fue con ellos el joven doctor, pues debía ocuparse de su estado de su salud y de mantenerle sedado para evitar un inconveniente arrepentimiento respecto al pacto acordado.
La fortuna jugó una vez a favor de Percy. Sin entrar en detalles, contó a Torres que ya en Dover pudo quedarse a solas con Purvis unos instantes mientras Tomkins atendía a los billetes y el embarque. Los dos esperaban en un agradable hotel que daba al puerto, con un esplendido mirador acristalado lleno de mesas y sillas desde donde se veía el ir y venir de los barcos. Mientras tomaban un té el pesadísimo doctor le preguntó si podía hacer algo más por él, esta vez por mera cortesía, me temo. Le reiteró su agradecimiento, esta vez por no mencionar su visita a Bedlam, su primera visita, y el consentimiento del galeno en contradecir las instrucciones de su mentor, Greenwood. Percy vio su ocasión y ejerció cierta presión recordándole lo que le debía.