—Es absurdo...
—Es médico. ¿Sabe que la policía piensa que el asesino, ese Jack el Destripador, debe tener conocimientos de anatomía? Además, nadie tiene noticia de su paradero en las noches en que al asesino actuó. Eso es normal, siendo de una personalidad tan anodina, nadie repara en su ausencia, pero si miramos las fechas...
—Es suficiente. —Torres se puso el sombrero—. Muy buenas tardes, doctor, gracias por atenderme. Discúlpeme que me vaya así, no puedo permanecer inmóvil mientras se dicen esas monstruosidades respecto a un caballero y un amigo...
—Yo también aprecio al señor Abbercromby, cómo no, le conozco desde niño, pero dígame, ¿acaso hay algo de lo que haya dicho que no sea cierto?
—Todo. No miente, sesga los hechos. Perceval no tiene idea alguna del East End...
—Que usted sepa.
—... se perdería sin remisión allí, y la policía sustenta que el asesino debe conocer el barrio. Puede que su aspecto sea poco reseñable, pero desde luego no parece un extranjero, impresión esta que dio a los testigos que han visto al criminal. ¡Y por Dios!, es un hombre religioso, nadie podría actuar...
—Me sorprende. Parece que está muy al tanto de las pesquisas policiales.
—Estoy muy al tanto de muchas cosas, señor mío. Estoy seguro de que esto se trata de una maniobra para quitarse de en medio a Percy, a cargo de... usted sabrá. Y eso solo puede ser porque estaba cerca de algo que les perjudica, sí... a usted o a sus amigos. Es parte de una conspiración de... sí, es un movimiento más en esta extraña partida de ajedrez, un gambito terrible y cruel... muy buenas tardes, doctor.
—Si no cree mis palabras, hable con Scotland Yard, ellos son quienes lo consideran sospechoso.
—Imagino que no puedo verle.
—No es conveniente, ni creo que la policía se lo permitiera.
Se fue sin atender a más, lamentando mucho el haber perdido los nervios de esa manera. Por supuesto que iba a hablar con Abberline, sentía una imperiosa necesidad de ayudar a Percy. Consiguió citarse con el inspector al caer la tarde, en un pub, el White Hart, cercano a la pensión Arias. Allí, frente a un par de cervezas, en ese agradable ambiente de maderas y licores, le contó su encuentro con el doctor Greenwood.
—Sí, hace unas horas he hablado de eso mismo con el inspector jefe Swanson, hay que considerar al señor Abbercromby como sospechoso.
—No me diga eso, inspector. ¿No ve que se trata de una trampa, una más? A mí me llega ese telegrama, a don Ángel parece que le van a reclamar de Madrid, ahora esto... no le extrañe que en unos días le aparten a usted del asunto.
—No lo creo. —Apuró su pinta—. Entiendo que es una conmoción que su amigo... nuestro amigo Percy se vea involucrado, pero deberá reconocer que es un buen candidato, valga la expresión. Es un sujeto extraño, con conocimientos médicos, de carácter huraño, que no puede justificar sus pasos las noches de los actos...
—Usted y yo sabemos quién es el asesino.
—Ya... lo que vimos en casa de lord Dembow. No estoy seguro de que eso tenga relación alguna con los asesinatos, es un hecho demasiado extraordinario, eso, lo insólito de lo ocurrido, nos hace pensar que...
—Tiene que serlo, tanto esfuerzo en alejarnos de esa casa y lo que significa... Aclaremos: ¿cree de verdad que Percy puede ser el asesino?
—Acostumbro a no creer. No le considero el candidato perfecto, pero no podemos desdeñarlo.
—Desde luego no con los informes de ese médico.
—Utilizamos nuestros propios médicos. Yo no me alarmaría. No creo que le dediquemos demasiado tiempo, y es alguien perteneciente a una familia poderosa.
—Que le ha dado de lado.
—Aun así. Imagino que saldrá sin problemas de esto. No le extrañe si en unos días aparece un indicio exculpatorio y abandona el país.
Las palabras del inspector fueron proféticas. Al día siguiente, el doctor Purvis se presentó a las siete de la tarde en casa de la viuda Arias. Torres andaba con su ajedrecista, alejando entre cálculos y limaduras el runrún de miedo que aún tenía por desoír aquel mensaje desde España.
—Esta vez no puede acusar al azar de este encuentro, doctor Purvis —bromeó Torres al saludarlo.
—No claro. Traigo una carta para usted.
—¿Una carta?
—Del señor Abbercromby.
—Lo ha visto.
—Sí. Se encuentra mucho mejor, ya ha pasado la crisis. Ahora está en su casa.
—Creí que...
Imagino que todo quedará explicado aquí. —Torres abrió el sobre con «para el señor Torres» escrito en él, y sacó la carta. Una sola cuartilla, cuarenta líneas en elegantes letras a través de las cuales Percy se despedía.
Londres, 16 de octubre de 1888
Estimado señor Torres:
Adiós. Al final no me queda otra persona de la que quiera despedirme que usted. No sé si tal atención le sea de agrado alguno.
Torres tragó con esfuerzo la angustia que se le agolpó en la garganta. En la situación de Percy no era inconcebible que deseara irse, definitivamente, desaparecer, seguir el triste camino de Antígona y Sócrates. Tal decisión radical no era admisible para el español, y menos que por su dejadez el joven lord hubiera adoptado una medida tan drástica. Tuvo que esforzarse en acabar esa carta para comprobar que la sangre no había llegado al río.
Al final usted, un extranjero y un desconocido, es la única persona a la que puedo llamar amigo. No sé qué sabrá de mi situación y no quiero aburrirle con un nuevo capítulo de las mezquindades de los Abbercromby. Baste decir que me voy. Dejo el país y el continente, mejor no decirle cuál es mi destino, le aseguro que allí es el único lugar donde puedo estar; lejos. Espero empezar una nueva vida, al margen de los horrores de esta vieja familia. Mi padre ha hecho algunos acuerdos con algunas autoridades, de modo que mientras esté fuera del país, nada me pasará. No es que mi propia seguridad me importe demasiado, pero el deseo de viajar, de borrar el pasado, ha sido superior a las posibles responsabilidades contraídas con usted y con el resto de ese extraño círculo de amigos justicieros que hemos formado, perdone esta nueva cobardía, una más.
De todas formas no puedo desaparecer sin dejar atados algunos cabos sueltos. Me refiero al señor Bowels. Usted conoce ya la dirección donde se encuentra. Vaya por él y entréguele estas dos libras que acompañan al presente mensaje. Llévele a la estación Victoria y cómprele pasaje en el primer tren que salga para Manchester. Poco más podemos hacer por este hombre, y poco nos puede exigir.
No hay más que decir, y ninguna posibilidad de arreglar nada, aunque mi deseo es cambiar tantas cosas. Adiós otra vez, amigo Torres. Me gustaría volver a verle, aunque no creo que esa circunstancia ocurra, por tanto, quédese con mis mejores deseos para usted y los suyos, atentamente, el que hasta hoy fue:
John William Perceval Abbercromby
—No puedo creerlo —dijo Torres. El doctor Purvis entregó las dos libras mencionadas, diciendo.
—Mañana mismo sale para Francia, y de allí... no sé.
—Le digo que no puede ser —continuaba mascullando el español.
—Yo le aseguro que esta carta me la dio en persona... en fin. Yo he cumplido, y con esto creo que la deuda contraída con el señor Abbercromby queda saldada.
—No sé ahora de qué deuda me habla, disculpe doctor, no estoy yo para aguantar...
—Le digo que ya no tendrá que aguantar nada de mí. No tiene idea de lo que me ha costado llegar a esta posición, o a la promesa de alcanzar posiciones más relevantes y no terminar atendiendo a campesinos coceados... en fin. Veo que no le interesa, me voy, muy buenos días.
Torres no fue muy cortes en esa ocasión, cierto, pero tengan en cuenta lo pesado que llegaba a ser el servil Purvis, y que la carta le había enfurecido más que entristecido. No creía una palabra. Veía ahora en todos lados, como si hubiera sido poseído del espíritu inquisitivo de Ribadavia, hilos de una siniestra trama para alejar a todo aquel que hurgara demasiado entre los trastos viejos de la familia Dembow; ideada... ¿por quién? O lo que era más inquietante, ¿hasta cuán alto llegaban esos hilos?
Por lo mismo, ni siquiera leyó el telegrama que le llegó de nuevo desde España. Lo arrugó delante de la sorprendida señora Arias y la tiró a la estufa.
Ya solo esperaba noticias de manos de Juan Martínez, cosa que ocurriría al día siguiente, como ya he contado.
Muchas cartas llegaron ese día, cartas llenas de mentiras, pero una en especial, una que no leyó Torres, trajo esa misma jornada una húmeda y sólida porción de realidad. El señor Lusk del comité de vigilancia de Mild End recibió ese miércoles un paquete postal con medio riñón humano dentro, y una carta.
Desde el infierno
Señor Lusk
Señor
Le mando medio riñón del que quité a la mujer guardao pa usted la otra mita la freí y me la comí y estaba mu rica le mandaré el cochillo ensangrentado con el que lo corté si se espera un poco
Firmado: Atrápeme cuando pueda, señor Lusk
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Miércoles
Alto se agarra con tanta fuerza a las viguetas de madera que forman el precario andamio, que empieza a sentir el hormigueo en las manos propio de la falta de circulación. La estructura asciende como una torre de Babel chapucera, oscilando a cada momento. El mismo ha reparado y terminado parte del armazón utilizando maderamen suelto, cuerdas y clavos. Ha arrastrado la estructura hasta quedar justo bajo el agujero del techo, allí ha trabajado y luego tuvo que izar todo el andamiaje. Ímprobo esfuerzo, horas de esfuerzo que ahora parecen revelarse. La construcción y la albañilería nunca han sido disciplinas que domine, y el resultado es de lo más inestable. Aun así, anda ya cerca del techo, a siete metros de altura. El orificio oscuro que allí se ve, ahora con toda claridad desde la altura, daría acogida hasta a dos hombres, si no se descalabran antes de llegar.
—Be... tenga mucho cuidado —le ruega Lento desde abajo, sentado en su silla de ruedas, con el rostro pálido y crispado por los dolores que aún lo acucian.
—Se lo aseguro, no tengo intención de caerme. Esto se mueve... —Los crujidos de la madera resuenan por todo el vestíbulo—. Mejor no... ¿está mirando los teléfonos?
—¿Eh? —Vuelve la atención, que tiene fija en su compañero, hacia la pila de teléfonos móviles y baterías, una decena entre ambos, que se apilan a su lado. Todos los que ha ido encontrando Alto por las habitaciones de la residencia—. Sí. No funcionan.
—Una pena. Preferiría eso que subir hasta aquí...
—Baje. Es peligro. No pueden tardar en venir.
—¿Aún no ha perdido la fe?
—Recuerde que hablé con detective. El puede buscarnos...
—Sí. —Se detiene un instante, estando ya pegado al techo—. ¿Le dio la dirección?
—Sí...
—Claro, para que buscara información... debiera haber... hace diez días o así que no habla con ninguno. No sé.
—Baje.
—No podemos esperar. Usted necesita atención médica. Tal vez encuentre algo en esas buhardillas.
—Es peligroso. ¿Y si entra por agujero y las maderas... caen? Me quedaré aquí solo.
—Sí... ¿Sabe lo que voy a hacer? —Mira el techo decorado, ya a unos centímetros de su cabeza mientras no deja de oscilar sobre el frágil armazón—. Suerte que he subido cuerda y cinta aislante. —Suerte no, previsión. Según ascendía ha procurado reforzar las uniones de maderos y terminar el trabajo en la medida de lo posible—. Voy a atar el andamio a las vigas de aquí, así estará más sólido. Lo dejaré colgando... Sí, eso haré. Vamos...
—Tenga mucho cuidado.
No parece que los amarres den más seguridad. A medida que Alto va atando las endebles tablillas, sin dejar de temblar y tambalear de pasarela en pasarela, el andamio cobra peor aspecto, añadiendo el crujido de las viejas sogas y la cinta que apenas pega al de la madera y los clavos.
—De todas formas... —dice rompiendo el silencio que durante media hora solo ha sido interrumpido por algún «cuidado» y «agárrese bien» ocasional—. Imagino que desde ahí dentro se podrá... No pienso volver a bajar por aquí... hábleme mientras acabo.
—¿Qué...?
—No sé... ¿qué opina de lo que cuenta Aguirre? Cada vez está más estropeado y aguanta menos pero... uy... pero hay... ¿Qué es eso de la conspiración?
—Siempre se habla de conspiraciones en el Destripador... es una... una obsesión. Yo no creo. Hay que ver quién es detrás...
—¿No está claro aún?
—Tenemos dos bandos. Dembow y contactos políticos que parecen llegar a Victoria, y ese Demonio, Dragón con sus maleotes...
—Maleantes.
Eso. Y luego está Tumblety con Jack, el que tenemos aquí. ¿Qué relación...?
—Ni idea. Y no... aquí, una última cuerda aquí y esto quedará seguro... ¿Qué iba a decirle...?
—No sé... ¿Tumblety?
—No. La novela. Esa que nos han dejado. Es de lo más inquietante.
—Parece que al final le entretiene a usted.
La han dejado aquí por algo, de eso estoy seguro. Hay mucho paralelismo entre... entre... Está esa casa vieja y Forlornhope... el viejo conde, su hijo... Además, empieza como una historia romántica clásica, con sus jóvenes atormentados, sus heroínas caprichosas... y luego se convierte en... en terror.
—¿Terror?
—Sí. Es extraño. La obsesión del conde por que su hijo sea idéntico a él, hasta que lo consigue... al final, cuando están los dos aislados en la Torre del Suicida, el joven Louis se comporta idéntico a su padre, de hecho no está seguro él mismo de quién es, asunto este de la confusión de la propia identidad que no es muy habitual en estas noveluchas... Jim encuentra el cadáver enmohecido del conde de Gondrin...
—Sí, parece terror.
—Lo es, en efecto. Hacia el final... y todas esas coincidencias. El ajedrez... esas partidas, ¿se acuerda? Juega partidas paralelas una y otra vez, hasta que consigue que ambos, padre e hijo realicen exactamente los mismos movimientos cuando se enfrentan a Jim, sin hablar entre ellos, claro. Esto casi está. Y el incesto.
—¿También incesto?
—Sí. ¿Recuerda la niña que corría, en lo que le leí ayer o anteayer? Era... la niña de Camille. Jim la creía muerta, a la madre, pero había quedado embarazada y huyó... o algo así, me salto muchas partes. Tuvo la niña y murió. Primero cree que es suya, o el autor se lo hace creer al lector. Luego descubrimos que ambos amantes, envueltos en un paño de castidad, jamás consumaron, y el hijo...