Sin nada más que hacer, accedió a la insistencia de Jones, y huyeron rápido, colina arriba, para luego descender otra vez. No tardó en escampar, y la noche sustituyó a la lluvia. Desorientados, sucios, esperando que la diosa fortuna, la puta de la que hablara Bowels, se apiadara tanto de ellos como lo había hecho con el sargento mayor, caminaron durante unas horas en silencio, escudriñando cada árbol o roca, analizando cada sonido. Según bajaban entraron en selva más cerrada, que si bien era oportuno para ocultarse, no dejaba de ser un ambiente poco tranquilizador. El agotamiento y la oscuridad los empujaron a buscar refugio hasta la mañana. Así lo hicieron, conformándose con el precario abrigo que les proporcionaban unos árboles altos. Mejor encaramarse a ellos, pensaron, para ponerse a salvo de las alimañas.
No durmieron, el miedo a caer y a cada ruido de la jungla, añadidos al cansancio se lo impidió. Apenas hablaron entre ellos y a la mañana se toparon con el sargento Bowels. El veterano había escapado gracias a su sigilo y su enorme capacidad de sufrimiento. En cuanto al encuentro, fue más causa de la tan mentada fortuna que a que el sargento estuviera siguiéndolos, o ni siquiera buscándolos. El azar, que no la buena orientación, los había llevado en la dirección correcta: hacia el fuerte Kamayut, hacia donde encaminaba sus cansados y huidizos pasos el sargento Bowels, este sí, guiado por un natural sentido de la navegación. Unos y otro se recibieron con la alegría que permitía el cansancio, y enseguida compartieron información. Poca había; ninguno vio a nadie por la jungla. Tranquilizador, aunque es fácil que un birmano desaparezca entre la maleza, la noticia no era mala.
Preguntaron al sargento por lo vivido abajo, entre el barro, y tras quitar importancia a la enorme angustia que sin duda pasó, y a su tremenda habilidad para haber conseguido salir con bien de allí, elogió el comportamiento del capitán Sturdy, quien estuvo animoso y decidido a dar su vida en cuanto De Blaise y los cinco soldados salieron del agujero.
—No me cabe duda ahora, señor, que su displicencia era un ardid para quedarse como voluntario.
Y con más énfasis laudatorio habló de Hamilton-Smythe.
—Dio su vida por mí —dijo certificando que su «autoexhumación» fue una treta para atraer la atención de los sádicos dacoits, y permitir escapar al sargento—. Un valiente, y un caballero. Mayor, sé que era su amigo y quiero decirle que lamento la enemistad que surgió entre nosotros. Ahora que sé que no era un loco, sino un héroe. Me hubiera gustado poder mostrarle la consideración que merecía.
—Sí, sargento, era un gran hombre. Tendrá oportunidad de presentar sus respetos en su funeral.
En una jornada llegaron a Kamayut sin más incidentes, sanos, salvo por la llegada de los primeros dolores de la disentería en unos y otras fiebres menores en otros. Al día siguiente se mandó una nutrida expedición de castigo al lugar; no encontraron nada, ni enemigos ni cadáveres, ni mucho menos elefante alguno, aunque los restos del combate fueron bien patentes. Es de suponer que castigaran a la aldea de pastores del modo más cruel, este punto lo desconocía De Blaise, o prefería no saberlo. Regresaron sin cadáveres que enterrar, aunque encontraron correajes y otros restos de uniformes.
La acción tuvo cierta repercusión, y la prensa se hizo eco de ella, aunque son muchas las acciones bélicas que se reseñaban todos los días (y si fueran más, por supuesto Torres tampoco habría sabido de ella nunca, pues las vicisitudes del ejército británico no estaban entre sus intereses). La compañía de De Blaise fue mencionada en los despachos con honores, y el propio mayor recomendó conceder sendas condecoraciones a título póstumo al capitán Sturdy y al teniente Hamilton, así como otra más para el sargento mayor Bowels. Incluso se mencionó mucho la posibilidad de condecorar también a De Blaise, hasta ascenderlo, aunque su natural modestia le hacía aborrecer tantas dignidades, que juzgaba inmerecidas al comparar su comportamiento con el de los caídos, o el del mismo Bowels. No es que su proceder en aquellos días le pareciera entonces reprochable en lo más mínimo, pero cuando un hombre camina entre héroes, no le queda otra cosa que encoger los hombros.
Él mismo escribió la carta que informaba del fallecimiento de Hamilton a lord Dembow y a su sobrina. Otra igual mandó a los familiares del difunto, pocos quedaban ya, y dispuso lo necesario para hacer un entierro sin cuerpo en Inglaterra. Su intención era embarcar para allá y aprovechar para abandonar con honores el ejército. Él mismo necesitaba un tiempo de luto, y sobre todo, le preocupaba el estado de su querida Cynthia. Así hubiera podido terminar la historia, una muestra más del valor y el horror en la guerra, pero quedaba aún un último acto, su más triste y vergonzoso colofón.
Estando de reposo en Rangún, dos semanas tras los incidentes y a dos días de partir para Inglaterra, le llegó la sorprendente noticia de que el sargento Bowels iba a ser acusado de traición, y sometido por tanto a un consejo de guerra. El proceso iba a celebrarse en Calcuta, y él estaba llamado a declarar, e incluso podía acabar entre los imputados.
Contar los pormenores de la causa sería tedioso, o así lo juzgó De Blaise, por lo que se limitó a resumir. Resultó que Sturdy tenía familiares que, inquietos por la muerte del capitán, quisieron conocer los pormenores. Era de suponer que buscaban una negligencia en el mando como causa del desastre de Kamayut.
Hete aquí que intervino entonces el diablillo del alcohol y, como es su costumbre, trastocó todo. Celebrando, supongo, el estar vivo, Bowels bebió de más en la cantina con sus dos buenos camaradas, Jones y Canary, que no resultaron serlo tanto. Se sinceró. Según contaron, ya fuera bajo presión o soborno, Bowels andaba temeroso del teniente Hamilton-Smythe desde el incidente de la primera emboscada, seguro de que al llegar al fuerte sería amonestado o algo peor. Había agredido a un oficial y eso podía acabar en una expulsión, para Bowels peor que la muerte, pues el ejército era su vida. Pasó toda la marcha receloso, enfrentándose con el teniente y, según él, recibiendo amenazas del mismo con respecto a lo que iba a pasar cuando acabaran la misión.
Decidió olvidarlo pues nada podía hacer, seguro estaba de que en un careo siempre tendría las de perder frente a Hamilton. Pero surgió la oportunidad, la ocasión de quitarse el problema del teniente y de salvar la vida, cosa esta última que había dado ya por perdida al presentarse como voluntario, decidiendo que mejor era el morir como un héroe que abandonar la vida castrense sin honor en cuanto Hamilton-Smythe lo acusara de algo. Se había enterrado tras el ataque del elefante junto al teniente, por casualidad, no pudieron pensar mucho mientras corrían y se hundían en el barro.
Con la cara negra por la tierra, pudo ver sin ser visto la muerte de Sturdy, y tuvo la idea. Con sumo sigilo, extendió su brazo, avanzando centímetro a centímetro bajo el barro hasta alcanzar al teniente, y taparle nariz y boca.
Hamilton no se movió, no podía si quería vivir, hasta que no pudo contener el aliento más. Salió en busca de aire, se descubrió, y murió bajo las pezuñas de una bestia, mientras su asesino aprovechaba la orgía de sangre para huir libre.
Ya pueden imaginar la repugnancia que sintió De Blaise ante semejante crimen atroz. Asfixiar a su oficial, que aguantaría la respiración todo lo posible para evitar delatarse, en una interminable angustia. Condenarlo a una muerte indigna que le sirviera a él de escape. ¿Cuánta frialdad? ¿Qué monstruo desalmado podía hacer algo así?
Por supuesto nada pudo ser probado. El testimonio de De Blaise daba poca luz en el asunto, aunque se esforzaba por recordar si la aparición de Hamilton pudo ser debida al ahogo provocado, no lo consiguió, todos sus recuerdos eran borrosos, difuminados bajo aquella lluvia. La declaración de los dos soldados tampoco fue suficiente; el recuerdo de la ebria confesión de un tercero, que por supuesto Bowels negaba en firme, no podía ser causa probatoria de casi nada. Aun con todo, salió a la luz el incidente de la primera escaramuza y se puso en duda todo, incluyendo la eficiencia en el mando de De Blaise. Reconocía él mismo ahora con el tiempo, que tal vez debió ser más severo a la hora de contener los arrebatos pasionales de su amigo, que él fue el responsable final, como oficial que era, del clima hostil en su compañía, y puede que por tanto el culpable indirecto de la muerte de su amigo.
¿El veredicto? No se pudo acusar al sargento de traición, lo que le hubiera llevado frente al pelotón de fusilamiento, pero quedó la duda, y la evidencia de su insubordinación con un superior. Fue licenciado sin honores, y a De Blaise se le «recomendó» que abandonara cuanto antes el servicio de las armas. Así hizo, con rabia contenida. Más que rabia, ira fue lo que mostró el sargento mayor, quién finalizado el proceso solo pudo culpar de su desgracia al «inoperante mando y el carácter pusilánime del oficial al cargo», según sus propias palabras. En un encuentro, el último que tuvieron motivado por un noble esfuerzo de De Blaise por buscar la verdad, por retar al posible asesino de su amigo a que mostrara valor y confesara como un hombre, el sargento juró vengarse.
—¿Y usted le creyó, pensó que intentaría una venganza? —pregunto entonces Torres.
—No, no lo creo. Me puse a su disposición para cualquier satisfacción que creyera oportuna, tenga en cuenta que aunque no hubiera pruebas, muchos indicios mostraban que él había matado de modo cobarde y repugnante a Harry, y no hizo nada. Pudimos solucionar nuestras diferencias ahí mismo, y no hizo ni ademán.
—¿Cree que de verdad fue él?
—Sin duda. El alcohol hace hablar con facilidad a los mentecatos como Bowels, no pudo evitar jactarse frente a sus compañeros de fechorías, y estos lo traicionaron, como es propio entre semejante calaña.
—Decía lo de la venganza, porque tal vez pudiera ser causa suya el disparo de hace un rato. ¿Sabe si está en Inglaterra?
—No tengo idea. —Y luego rió—. Si alguien quiere hacerme daño y es capaz de hacerlo es mi querido primo, estoy seguro. Bowels demostró no tener los redaños suficientes ni siquiera para intentar una acción tan mezquina. En todo caso, le aseguro que lord Dembow tiene muchos más enemigos que yo, por no contar otras personas que estaban con nosotros. En eso debemos darle la razón a la policía. Hay un grupo, la Liga Nacional Irlandesa, que parece tener incluso apoyo de ciertos parlamentarios, el señor Parnell en concreto...
Mejor no meternos en política. De momento. Volviendo a la historia, De Blaise regresó de ultramar, llegó el entierro, y el dolor. Trató de ocultar los pormenores de la muerte de Hamilton-Smythe a Cynthia, pero la historia había trascendido y era de fácil acceso para alguien de la posición de lord Dembow. Cynthia era una mujer inteligente, y por muchos esfuerzos que hicieran para mantenerla ajena del controvertido final de su prometido, lo acabó conociendo, aumentando así su dolor.
De Blaise amaba a Cynthia, como lo hacía en cierto modo todo el que la conocía. Tal vez no con la desbordada intensidad de su primo Percy, ni con la seriedad de su difunto novio. Su amor era el suficiente como para apenarse de la muchacha, la condición de convertirse en viuda antes que en esposa, es siempre muy amarga. Se dedicó a reconfortarla en todo lo que pudo alentado por lord Dembow, que veía en él un buen consuelo para su querida Cynthia. El final ya lo sabemos; acabaron desposados a los pocos meses. Si no el amor que sintiera por Hamilton-Smythe, ella podía encontrar un afecto y una entrega sincera en De Blaise.
Como es de esperar en este tipo de arreglos al que los hombres buenos someten a su corazón movidos por obligaciones y deudas, la boda no trajo la felicidad. La amargura no había desaparecido del corazón de Cynthia, y el contacto más íntimo había sin duda dado alas al amor que por ella sintiera De Blaise, que ahora se frustraba al no verse correspondido por su esposa más que con una cariñosa amistad.
Todo esto es, más o menos, lo que el señor De Blaise contó al señor Torres de camino a la pensión de este. El español estaba inquieto, sin saber bien el motivo. Algo en la historia había llamado su atención, y el no saber exactamente lo que era irritaba a su mente inquisitiva...
No, no estoy cansado, y aún tienen que oír lo mejor.
A punto estaban de llegar ya a casa de la señora Arias, terminado estaba el monólogo de De Blaise, cuando Torres dijo:
—Lamento mucho la muerte de su amigo. No llegué a conocer bien al señor Hamilton-Smythe, pero me pareció un caballero amable y culto, un buen hombre.
—Lo era, en efecto, y el mejor de los amigos. Por eso aún me resisto a pensar que su muerte fue... él sin duda también le tuvo en estima a usted, pese a que no compartieran opiniones, sé que le consideraba un hombre inteligente, y estoy seguro que hubiera disfrutado mucho de poder charlar con usted.
—En fin, nuestro encuentro, el de los tres, fue tan afortunado como fortuito. Si no hubiera sido por ese Ajedrecista...
—Sí —quedó De Blaise ensimismado un momento.
—¿Sabe que lo estoy reconstruyendo? —El inglés miró confuso—. El Ajedrecista, trato de hacer uno.
—¿Dice que... que intenta fabricar un ajedrecista como...?
—No creo que llegue a ser como el... creo que esto requiere una explicación. Obran en mi poder los restos de aquel Ajedrecista que vimos hace diez años y estoy tratando de reconstruirlo, hasta donde me sea posible, o uno similar aunque...
—Espere señor Torres, ¿cómo puede...?
—Oh, ¿recuerda a mi amigo, el señor Aguirre? Ahora tengo entendido que es su jardinero. —Ya les explicaré luego eso de mi trabajo de jardinería para la familia Dembow. De momento nos quedamos con la expresión de estupor que no desaparecía de la cara del inglés, así que Torres decidió cortar por lo sano, como dicen en su tierra—. Pase —ya estaban a las puertas de la pensión—, le enseñaré lo que he conseguido mientras le explico. —Bajaron del coche y Torres quedó mirando al pescante, hacia el cochero que había reaccionado de modo tan eficiente durante el atentado. De Blaise despidió el coche, pensaba regresar por sus propios medios y al volverse vio la expresión ensimismada de Torres mientras el vehículo marchaba calle abajo.
—¿Entramos?
—Oh, sí claro, por supuesto. Es otro chofer, ¿no?
—No le entiendo...
—El cochero, digo que no es el mismo conductor que nos llevó aquella vez...
—No sé. No estoy tan al tanto del servicio de lord Dembow.