Los horrores del escalpelo (130 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Ya es de día —dijo Torres—, no puede matar a nadie ya, no creo...

—Tal vez venga de hacerlo —dije, y el rostro de mi amigo se contrajo. Saliendo ya del barrio, acercándonos a las vías del tren. Saltó a una pared, y empezó a trepar, como una araña, con la misma agilidad.

—¡Virgen Santa!

—Podemos seguirlo. —Torres me miró pasmado, y asintió. Se agarró a mi espalda y salimos tras ese monstruo. Otra vez sobre los tejados de Londres, en esta ocasión con un Torres apasionado por la experiencia. Yo no estaba menos emocionado, ver mi ciudad de día, desde las alturas, saltando de casa en casa, bajando en ocasiones cuando las alturas menguaban, rodeados de los cuervos de London Tower que graznaban a nuestro paso, y siguiendo a esa Araña trepadora hasta su cubil. Recorrimos mucho terreno, toda la ciudad.

Llegamos a Crystal Palace...

Llegamos a Crystal Palace, el hermoso edificio de la Exposición Universal, trasladado hacía treinta años de Hyde Park al elegante barrio de Sydenham. La estructura de vidrio brillaba a la luz plomiza del día, como una joya, un palacio de fantasía surgiendo entre la niebla, en medio de sus jardines llenos de fuentes, ahora apagadas. Allí entró, buscando su guarida. Lo seguimos. A esa hora de la mañana el lugar estaba vació, solo algún guardés, pero parecía que la indolencia que provocaba el recién llegado día de fiesta los mantenía alejados. Cruzamos las colosales estatuas de Abu Simbel, palacios bizantinos, las columnas del templo de Karnak, águilas romanas y cortes medievales, todo entre jardines donde apacentaban bestias antidiluvianas, o desfilaban marciales figuras de soldados de todos los ejércitos. Una enorme exhibición del arte y el saber del hombre, en la que no desentonaba la figura de nuestro perseguido; el cénit de la ciencia del ser humano... un asesino, él asesino.

Bajo una gran bóveda de cristal, junto a un árbol centenario y una fuente, rodeado de balaustradas donde en horas pasearían padres que mostraban los progresos del hombre a sus hijos, nos esperaba; el abrigo echado al suelo, su monstruoso cuerpo manchado de sangre aquí y allá, la afilada hoja que salía de su antebrazo cubierta de costras. La muestra más horrible y atractiva que acogiera nunca ese techo de vidrio.

—Os he visto seguirme. Tú, tú eres un hijo de Satán, el nuevo. Mi hermano, mi suplente.

Aparté con el brazo a Torres, que empuñaba su arma. Eché mi sombrero a un lado. Nos miramos, despacio, las ruedas girando en el interior, calculando la trayectoria más eficiente de nuestro ataque, duelo de títeres, bien y mal enfrentados, una vez más, imágenes reflejadas en un espejo de feria, eso éramos el uno del otro. ¿Qué diferencia real había entre nosotros?

Ambos nos dimos cuerda a un tiempo y cargamos. Nuestros miembros metálicos entrechocaron bajo la luz cambiante que entraba por las cristaleras. Nos enredamos, su cuchillo no encontraba herida que abrir en mi pecho de metal, y mis dedos afilados poco arañaban en él. Ambos nos conocíamos, sabíamos de nuestras grietas y juntas.

Su cuchillo entró por mi cuello. Oí un crujido, si lo movía, o si me movía yo, acabaría tan degollado como el resto de sus víctimas, aunque no sangrara. Empujé con todas mis fuerzas hacia arriba, el monstruo salió despedido, volando, y chocó contra la pared, rompiendo cristales y rodando entre sextantes, brújulas y esferas armilar.

—¡Quietos! —gritó Torres. Los dos quedamos uno frente a otro, acechándonos. Tic, tac, tic, tac, tic...—. Escúcheme, ¿se acuerda de mí? Señor...

—Señorita —dijo la Araña, y no pudiendo poner énfasis a sus palabras con la voz, lo hizo con un gesto de su arma—. Mi nombre es... Eleanor. Perdóneme por darle mi nombre artístico.

—Bien... señorita Eleanor. ¿Se acuerda de mí? Leonardo Torres.

—Usted... el español.

—Sí. Soy ingeniero, puedo ayudarla, si me permite...

—Ya nadie puede, él me ha ab...

—Yo sí, sabe que sí, ¿recuerda todo lo que hablamos en Cambridge? Dígame qué le ocurre, señorita, tal vez pueda...

Se arrodilló, tembloroso, su cuchillo desapareció con un chasquido, extendió los brazos.

—Mi amor... estoy sola —dijo. Nosotros, los monstruos de metal, no podemos imprimir sentimiento a lo que decimos, y así el parlamento de ese ser era frío, como declamado por un mal actor, aunque su alma lloraba.

—¿Qué necesita? —Torres fue avanzando despacio, hacia él.

—Mi amor... mi corazón... —Abrió su costado, y de ahí sacó un trozo de carne oscuro, manchado de sangre, muerto. Un corazón, y yo diría un corazón humano.

—Oh... —Torres ni se inmutó—. Eso tiene arreglo.

El ser se levantó, parsimonioso y elegante como solo nosotros somos capaces de ser. Supe que estaba tranquilo, esperanzado. He dicho que mi especie no puede expresar sentimiento alguno, sin embargo hay empatía entre nosotros, una sutil empatía que me hizo entender que Torres era bienvenido, que sus palabras tranquilizaban la furia asesina del Monstruo. El español, muy despacio, como el domador acercándose a la fiera, terminó por quedar a su lado, una débil presa de carne frente a la araña de acero.

—Usted... siempre se portó bien conmigo.

—Es un honor ayudarla. —Con cuidado apartó la mano con la víscera arrancada. Estaba a su lado, pegado a ese asesino metálico, preciso y cruel. Con igual lentitud con que se movía él, aceleré mi corazón—. Vuelva a...

—El autómata metió de nuevo el corazón en su pecho—. Es necesario un pequeño ajuste.

—¿Por qué...? —Torres agarró la llave de su pecho. La giró una vez, y otra, y una tercera—. Yo... —Y una vez más, la señorita Eleanor empezó a temblar, a agitarse con sus dos brazos abiertos en torno al ingeniero, que dio una vuelta más a la llave—. Nunca le hubiera... nuca hubiera pretendido... le quería...

—Queda una. Esté tranquila.

Y dio cuatro más.

Tenía el temblor de una locomotora sobrepresionada, y con el último giro el autómata saltó, como un muelle demasiado tenso. El giro de sus brazos golpeó a Torres. La cabeza de mi amigo salió por el aire... decapitado por... eso temí cuando vi salir volando su sombrero. No, le había dado de refilón, gracias a Dios. Torres cayó al suelo sangrando por la sien derecha. Eleanor siguió girando, se agitaba sometida a convulsiones espeluznantes. La vi escupir ruedas y remaches y palancas y relees. Se tumbó en el suelo, flexionando todas sus articulaciones a un tiempo, el corazón y otros restos de órganos en descomposición se diseminaron por la gran sala del Crystal Palace, mezclados con piezas de precisión.

Se detuvo, rígido. Dijo:

—Pod... podía haber vivido sola... haber muerto tranquila... —Manoteó como un ciego tembloroso entre sus restos, hasta topar con el corazón, lo apretó con demasiada fuerza, lo trituró—. El último trabajo fue grandioso... —Y dejó de moverse. La separación entre inmovilidad y muerte entre nosotros no es una línea bien definida.

Torres se acercó, abrió el pecho del autómata apartando la cara de su fetidez, y quitó tres o cuatro mecanismos.

—Ya está —dijo de rodillas junto a los restos de Jack el Destripador—. Ahora podemos irnos.

—¿A dónde?

—A España, por fin a España.

Dejamos allí lo que quedaba del monstruo, expuesto a la luz del día que se filtraba por entre cristales. Mientras salíamos, no dejaba de mirarlo, desamparado con sus órganos al descubierto. Como sus víctimas.

De vuelta a casa apenas hablamos.

—A ninguna de esas mujeres les faltaba el corazón —dijo Torres—. A ninguna.

Torres insistió para que volviéramos a Miller's Court. Llegamos a eso de las doce de la mañana y allí estaba Abberline, y mucha policía, y la gente abarrotada en la entrada, y caras de horror y espanto, y voces indignadas; otra vez, otra mujer muerta.

—Si hubiéramos llegado horas antes... —dijo Torres.

Abberline se acercó muy sorprendido, yo me aparté, tratando de confundirme entre la gente. El policía tenía el rostro pálido, era un veterano de muchos años, había visto de todo, menos lo que escondía el trece de Miller's Court.

—Esta vez la ha destrozado. Dios mío, no queda nada.

—¿Quién era? ¿Sabe su nombre?

—Sí, Mary Kelly, al menos el cadáver está en la habitación que esa mujer alquilaba, otra prostituta local. Es irreconocible. Esto no va a acabar...

—Dios nos perdone... tal vez pudimos salvada. —Antes de que Abberline preguntara, continuó—: Ya ha acabado.

—¿Cómo? ¿Y qué hace... hacen aquí? —Con calma y en voz baja Torres se lo explicó... explicó.

... se lo explicó.

—Jack...Jack...Jack ha muerto. —No entendía qué quería decir— Abberline siguió preguntando.

—¿Seguro? No será otra de sus...

—Lo que vimos en Forlornhope. Eso es lo que ha dejado de exis... existir. —El inspector asiente. Se arrebuja en su abrigo presa de un desagradable escalofrío.

—¿Cómo supieron...?

—Don Raimundo conocía a la chica, si hubiéramos llegado antes...

—Si han acabado con él... es bastante. Esa pobre mujer, Dios mío, espero que esa cosa sufriera.

—Sí, si sufrió... durante mucho tiempo. Mejor nos vamos. —Me señaló, por toda explicación—. No han sacado todavía el cadáver.

—No hemos ni abierto la puerta. Espero a que lleguen los perros... hay que mantener las apariencias. Charles Warren ha dimitido, no soportaba más esta presión, no la del caso, la política y las mentiras... ya me entiende. Ya oigo a la prensa cotorreando, dirán que esto es una venganza de Whitechapel por lo de Trafalgar Square.

—¿Y usted?

—Soy policía. Seguiré cuidando las calles, aunque empiezo a estar cansado... tal vez busque otros modos de ayudar. —Volvió la mirada al callejón custodiado por agentes de uniforme—. Cristo redentor, pobre muchacha.

—Me voy, inspector, vuelvo a mi país. —Se estrecharon las manos—. Don Raimundo vendrá conmigo, no se preocupe.

—¿Qué será de él?

—Ya veremos. ¿Y de todo esto? ¿Algo se sabrá? Dejamos restos en Crystal Palace...

Se ocuparán de ocultar todo, ya lo verá. Mandaré a alguien... ¡Inspector Dew! Venga un momento. Ha sido un honor conocerle, señor Torres. Puede que vaya a visitarle alguna vez, cuando me retire, y cuando quiera hablar con otro ser humano de lo que no puedo contar a nadie.

—El honor ha sido mío, inspector. —Torres miró al pasaje, se persignó y volvió conmigo al tiempo que el joven inspector recibía instrucciones de su superior.

Volvimos a casa. En mi cabeza, entre mis ruedas girando sonaba la pregunta del inspector: «¿qué será de él?». La señora Arias recibió compungida a Torres, mientras yo trepaba por la pared.

—Ha muerto otra mujer, Leonardo, otra más. Pobrecita, como mi niña...

—No, Mary. Juliette no sufrió nada, ahora está con los ángeles.

—Ahí es su sitio, tiene razón...

Yo lo esperaba arriba, en el cuarto de Torres, pensando: qué será de mí. ¿Mi fin debía ser el de la «señorita Eleanor», no había otro? Lo que había contemplado, el final del Dragón, ¿en realidad era un anticipo del mío? No era un final completo, en todo caso, pues yo conservaba parte de sus recuerdos, recuerdos que me habían corrompido. No podía permitir que una sola parte del alma del Demonio perdurara por más tiempo, ni en mí ni en nadie.

Entró Torres.

—Bien, don Raimundo. En un par de días verá mi país. Ya hemos acabado con esto, debe sentirse orgulloso...

—¿Yo iré con usted? ¿Qué haré?

—Claro que vendrá. No quiero separarme de un buen amigo, de mi compañero de aventuras. Es una fuente de estímulo para cualquier mente científica. ¿Sabe, don Raimundo? Siempre que nos cruzamos ocurren cosas extrañas... ¿Quién... quién sabe qué nuevas aventuras nos esperan? Ahora descansemos. Es usted un catalizador para lo extraordinario.

Esa noche me fui. No pude ni dejar una carta de despedida... despedida... no sabía escribir, aún no sé. Soy eterno y no sé escribir...

Tenía que esconder los restos del alma de Satán en un lugar donde nunca se encontrara. El recuerdo de su amada desaparecería, por siempre jamás. No se me ocurre justicia más cruel para con nadie. ¿Dónde dejarlo? ¿Dónde para que permaneciera en la sombra por siempre? Entonces volví a recordar a mi amigo, mi primer amigo; Drummon.

¿Por qué no lo destruí si tanto lo odiaba y temía? Aquí echaré la culpa a la corrupción de mi espíritu, así... lo pensé un tiempo; no es verdad. Creo que me aquejaba el «mal de Dembow», por llamarlo de algún modo. Creo que nos aqueja a todos. El terror profundo a la nada, el miedo a dejar de existir aunque fuera en formas tan indignas y lejanas de la humanidad como la mía, hicieron que fuera incapaz de destruir esos restos de una vida.

Volví a los tejados de Londres, a Whitechapel, al único lugar de todo el mundo donde hice algún bien. Fui hasta Christ Church, con su imponente seriedad, mirando a todo el East End. Trepé por él, llegué junto al reloj y me metí allí, en su maquinaria. Ese era un buen sitio, allí nadie me molestaría. Desde allí veía todo Whitechapel y Spitalfields, veía los lugares donde habían muerto Polly y Annie, mi Liz y Kate, y donde había muerto Mary, los contemplaría para siempre. Había cargado con garrafas de mi sustento.

Y allí quedé, en la iglesia, mi tictac al compás del suyo.

Allí quedé.

Allí quedé.

Los años pasarían sobre mí y mi ciudad, en silencio... en silencio. Ese mismo día diez, el Home Office ofreció el perdón para todo aquel que diera información, salvo el mismo asesino. Torres se marchó... supongo. Los políticos cambiaron, la prensa seguiría gritando, la policía paseando las calles. Abberline se marchó de Whitechapel. Tumblety huyó disfrazado a Francia, y de allí de vuelta a su país, con Andrews tras sus talones. Allí lo acosaron, y... y... y como siempre, se libró de todo. No imagino qué monstruosidades seguiría haciendo. El miedo continuó por mi ciudad, unos años... y luego pasó. A mí ya me daba igual.

Yo continué allí arriba. Para siempre. Vigilando la paz de Londres mientras tuviera fuerza para darme cuerda, y cuando no, el reloj me la daría por mí. Quedaría junto al reloj de la iglesia esperando que Cristo redentor venga a por mí y me diga: ¿qué... qué hiciste con el cuerpo que te di, Raimundo? A lo que yo solo podré contestar: lo perdí, señor, y con este otro ayudé a salvar al mundo.

Hubo más muertes, lo oí desde lo alto. Tres más que imputaron a Jack, pero Jack ya se había ido, ahora pertenecía a la historia, a todos, a ese lugar oscuro de nuestra alma que solo ven los niños cuando gritan asustados de noche. Allí, donde va a parar lo peor del hombre.

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