Los horrores del escalpelo (3 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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»E1 de Yorktown no fue un combate largo, ni especialmente cruento a vista de las delicias para un epicúreo de los horrores que ofrecería la guerra más adelante, pero con esto me creí ya curtido, impermeable a todo espanto. Pobre de mí. El dieciséis de abril los yanquis nos vapulearon en el dique. Mal día este para mí por partida doble; el congreso aprobó el Acta de Reclutamiento en esa misma jornada. Qué sabía yo, solo tenía miedo, estaba seguro de que nos iban a pasar por encima. Hubo quien dijo, por ejemplo el teniente Holland, un buen hombre que me prohijó porque algo en mí le recordaba a su hermano pequeño... una necedad. Todos los muchachos sucios, analfabetos y con ganas de tener una vida mejor se parecen, ¿no creen?

—¿Qué dijo el teniente Holland?

—Sí, que los yanquis pensaban subir destructores por el río York y bombardearnos hasta que no quedara nada. Salimos de allí sin que nos vieran, de noche, agazapados, yo con la cara pegada al culo de Holland, en dirección a Williamsburg. Los yanquis nos siguieron hasta allí, y el cinco de mayo maté a mi primer hombre. Puede que la semana anterior, en Yorktown muriera alguno por mi causa, por mi tardanza en traer el éter o el instrumental que el doctor me reclamaba a gritos, no lo sé, pero allí vi saltar hacia atrás la casaca azul de aquel tipo que corría hacia mí, y no se movió más. Eso me hizo muy feliz. Sé que puede parecerles inhumano ahora, pero matar es algo muy distinto para un muchacho con ganas de vivir. Hablo de muertes en combate, no de asesinato, que ese pecado tardé aún mucho en cometerlo y de él aún me arrepiento... Pobre Kelly.

»Tras causar mi primera baja al enemigo, me sentí mejor; eso me convirtió en un hombre, capaz de defenderme a mí y a los míos, o así lo creí. Conseguimos escapar otra vez hacia Richmond, otra vez de noche. Holland decía que era una victoria, que habíamos parado de nuevo a los yanquis. Yo no me sentía muy victorioso.

«Pasarnos muchas penurias. Pese a haber sido siempre pobre, no recuerdo tanta hambruna, ni convivir en semejante intimidad con un ejército de pulgas (yanquis seguro que eran), que se alojaban en mi ropa. La noche en que salimos de Yorktown, alguien me pisó la mano, y los dos dedos rotos nunca curaron bien, dolían y me era imposible cerrar del todo el puño, aunque aún conservaba el índice en buen estado para disparar. Mortificaciones de guerra, de las que la peor fue la noticia recibida poco antes de entrar en batalla. El congreso tenía su Acta de Reclutamiento, así que todos en el regimiento, que habíamos firmado por un año, nos vimos «reenganchados» por dos más. Dos años. Cuando me alisté esperaba dedicar mi vida a la milicia... creo, no sé bien qué pensaba; tras un año de guerra tenía suficiente, no necesitaba formar más mi carácter, y si lo necesitaba, no lo quería. No podía considerarme un veterano, no había visto mucha acción, y no quería más, nada más. Ni mi yanqui muerto, ni la posibilidad de matar otros cien me apartaban del miedo y del hambre.

»Vi a un par de veteranos volarse los pies para que los repatriaran al llegar a Richmond. Yo no me atreví, y acabé en Seven Pines; ahí es donde me cansé de ver muerte. El dolor de mi mano de tanto y tanto disparar con mis dedos tiesos, el correr con los pies magullados, las continuas nauseas por toda aquella pólvora y sangre aspirada; no aguantaba más. Durante el avance del primer día nos castigó mucho la artillería yanqui. Sus observadores, subidos en globos aerostáticos, señalaban con banderas nuestra posición, y los obuses nos masacraron. Recuerdo que disparé atolondrado contra uno de aquellos globos suspendidos en el aire lleno de humo blanco de los cañones, demasiado lejos para mi bala. En Seven Pines no perdimos, no del todo. Para mí fue peor que una derrota, y decidí que sería la última.

«Amaneció el uno de junio de mil ochocientos sesenta y dos, el segundo día de batalla, una mañana fría para verano, llena de niebla como un velo tendido por algún espíritu bondadoso con el fin de ocultar el horror. Apenas había dormido, el cansancio y el miedo me lo impidieron. Cuando me alcé a la voz de Holland, comprobé que el brazo sobre el que había reposado la cabeza toda la noche, que creía el de un compañero, era de un cadáver, un yanqui muerto, y ya había insectos recorriendo su piel. Eso fue el fin para mí.

»Durante todo el viaje hasta Seven Pines había estado hablando con un cabo de la compañía K, Drummon se llamaba. Un charlatán, un entendido en política, en caballos y en cualquier otro asunto que pudiera surgir en una conversación, y hablar de conversación es hacer un gran honor a lo que se podía tener con Drummon; en verdad eran largos discursos en los que nadie era capaz de intervenir. Espantaba a todos, menos a mí que, aún mozo, veía perlas de sabiduría en las baladronadas que esparcía al viento, sin importarle mucho si alguien escuchaba o no.

»Quedé deslumbrado por el carisma desbordante de Drummon y a mi manera traté de impresionarlo, quería ser amigo suyo, era la persona más interesante que jamás había conocido. No podía competir con su infinidad de conocimientos, los más inventados al vuelo, ahora lo sé, y a falta de imaginación, solo me quedaba una historia que contar, una historia verdadera: mi moneda de Judas. La saqué de la bota, donde la mantenía escondida, y se la mostré. Una de las treinta monedas con que fue pagada la traición de Judas a nuestro Señor. Era muy pequeña, oscura por el orín que la cubría, apenas se podía ver la estrella de David grabada en ella, ni las bonitas letras judías en el otro lado, pero desde luego era de plata, como comprobó el propio Drummon. Le conté cómo mi tío, el bombero de San Agustín, las trajo de Méjico.

»Tras acabar la guerra del cuarenta y siete, algunos se quedaron buscando fortuna. Mi tío junto con cinco pecadores irreverentes más estuvieron asaltando caminos, profanando iglesias y conventos, violando monjas y matando curas, hasta que se convirtieron en una de las bandas de forajidos más voraces del país; de sus faltas puede que toda la familia andemos haciendo penitencia, por mi parte bien se pudiera decir. En una de tales tropelías asaltaron la catedral de Zacatecas. Allí les acorralaron los «chinacos», como llamaba a los rurales mi tío. Intentaron salir protegiéndose tras dos curas, que acabaron muertos en el tremendo tiroteo. Los cogieron, toda la ciudad quería colgarlos aunque nada habían podido llevarse, salvo el avispado Aguirre. Resulta que en la catedral se guardan ocho de las treinta monedas de Judas como reliquias, y ahora solo quedan siete. Mi tío se comió una de ellas.

»Los seis acabaron en la prisión de Valparaíso, hacinados con otros tantos reos. A no mucho tardar prepararon el ajusticiamiento de los «gringos», pues todos acarreaban muertes a sus espaldas, aunque mi tío siempre me aseguró que él era inocente, que todo lo hicieron sus compañeros, que él era demasiado joven. Resultó que habiendo cinco cadalsos en el patio, dejaron «al escuincle» para el día siguiente. Había colaborado con las autoridades, contando con todo lujo de detalles los crímenes que sus cinco compañeros habían cometido, sazonándolos con alguno más que la policía mejicana desconocía, incluyendo el de deserción del ejército de los Estados Unidos. Esa cobardía delatora no le sirvió de mucho, lo iban a matar, pero al faltar sitio en el patíbulo, el jefe de prisiones decidió matarlo al otro día, y darse tiempo para decidir si mandar o no una petición de perdón por Aguirre al Gobernador; el tipo hablaba español y decía ser de Tijuana... gran impostor fue siempre mi tío. Los otros cinco fueron colgados al alba y el perdón no llegó; llegó un terremoto. La cárcel quedó maltrecha, sus muros se resquebrajaron y entre el tumulto, el griterío, el cruce de disparos, cuchilladas y venganzas viejas ahora desatadas al calor del cataclismo, él huyó, de la soga y del país. Volvió a casa con la moneda de Judas bien apretada, jurando que esa sagrada reliquia era lo que le había salvado de la horca, las sacudidas de la tierra, las puñaladas de compañeros de celda y de un centenar de peligros hasta regresar a casa. Se regeneró. Un día, paseando por San Agustín mientras tiraba alegremente la moneda de Judas al aire, celebrando su fortuna en las cartas de esa tarde, tropezó con un adoquín y la reliquia rodó calle abajo, hasta dar con el tacón de una niña, una preciosa criatura llena de candor y belleza que acabó siendo mi tía. Llenó dos años de la vida de mi tío de felicidad, y murió al parir su primogénito, quien tampoco llegó a ver un amanecer. Aun así, siempre dijo que esa moneda le había traído todo lo bueno. Era su amuleto. Ahora lo tenía yo y ninguna bala yanqui me había tocado, ni me tocaría.

»A1 día siguiente, la moneda desapareció de mi bota. Nadie más que Drummon conocía mi historia, y lo acusé. Él se hizo el ofendido y me dio una buena paliza, entre las risas del resto de los soldados, que no daban crédito a que un niño como yo tuviera una moneda de plata. Acabada la pugna, porque no tenía modo de continuarla, Drummon me dijo: «nunca te quitaría tu tesoro, chico, lo habrás perdido. Y de habértelo quitado, jamás lo encontrarías aunque lo tuvieras frente a tus narices».

»Así quedé, sin el catalizador de mi buena suerte y en medio de una guerra. No por eso abandoné la amistad con Drummon, no podía probar que me hubiera robado la moneda, y seguía siendo un tipo divertido y sabio, a mis ojos. Además, si llevaba la moneda y lo protegía, estaría mejor a su lado que solo. Lo que me lleva a donde estaba, sí, vuelvo al hilo central de mi historia: mi segundo día en Seven Pines.

«Drummon contaba, en medio de su diarrea verbal, que Florida no interesaba mucho a los yanquis: «no es un objetivo estratégico», decía para ser más exacto. Explicaba que la costa ya la controlaban: Cayo Oeste, el fuerte Zachary Taylor, el fuerte Pickens cerca de Pensacola... y aun así habían dejado que los «rebeldes» nos quedáramos con el interior de la península. Tan confiados habíamos estado de este poco interés que mi tierra despertaba a los del Norte que habíamos mandado a los ejércitos a pelear a Virginia, dejando nuestra casa al descubierto. Así, los yanquis se habían hecho con Fernandina y con San Agustín en marzo, y ahora gran parte del territorio estaba disputado, con bastas porciones sin controlar. Tierra de nadie. El paraíso para el desertor.

»Sí, deserté. Confesar cobardía ahora en la vejez no me avergüenza, menos aún si es cobardía de niño, temple de sobra había mostrado ya para mi edad. En los jóvenes y en los viejos disculpamos la falta de valor. No quiero decir que durante el resto de mi vida haya sido un desecho de arrojo, todo lo contrario; me temo que en estas charlas encontrarán más de una ocasión donde mi comportamiento no fue el de un caballero audaz, y tendré que confesar cosas peores, ya verán. —Ambos visitantes se miran preocupados—. No, no trato de justificar nada, el miedo y el hambre abogan por mi causa ahora y lo hicieron entonces.

»Drummon y yo escapamos en el caos de las primeras horas de aquel día. La suerte se hizo amiga nuestra, y sin problema y a pie pusimos millas entre nosotros y Seven Pines. Debimos tardar un mes, cinco o seis semanas, desde Virginia hasta Florida. Agazapados, esperando ser sorprendidos. A los desertores se les cuelga. Drummon no tiró su uniforme, dijo que podría servirle de camuflaje en alguna situación, un soldado es igual a otro, y yo lo imité, aunque siendo menos valiente o más juicioso que mi compañero de fuga, me quité la guerrera e hice un hatillo con ella, así fui hasta que llegué a casa, a lo que esperaba fuera mi casa para siempre. Él no, el lució su gris hasta el fin de sus días, caballero del Sur hasta la muerte.

»No contaré las penurias de nuestro viaje hasta allí, y poco puedo decir del año y medio que vivimos en los pantanos de Okefenokee, en la frontera entre Georgia y Florida, porque la vida allí es monótona y solitaria, una tranquilidad que no sé si había deseado alguna vez, pero que entonces me reconfortó y ahora añoro. Solo diré que viajábamos de noche y nos escondíamos de la luz, como vampiros, refugiados en graneros abandonados o medio enterrándonos en los bosques hasta que la caída del sol marcaba el momento de seguir la marcha.

—El verano es temporada de deserciones —comenta divertido Lento, animación que no comparte en absoluto su compañero. Aguirre vuelve a tamborilear sobre su sillón.

—Muy cierto, amigo. Las bonanzas de aquel estío facilitaron nuestra deslealtad. Hubiera sido hazaña imposible el recorrer todo un estado en invierno. Además, Drummon amenizaba nuestra fuga asegurándome lo regalada que sería la existencia en los pantanos.

»—Allí, Ray —me contaba—, un hombre puede vivir sin hacer nada, solo proveyéndose de lo que Dios nuestro Señor nos proporciona, como peregrinos, como vivían los primeros padres en el paraíso.

«Aquellos pantanos hacia donde me llevaba son con certeza el Edén, el vergel más grande de América. Un jardín un tanto húmedo a mi juicio, pero lo cierto es que el viejo Drummon sabía lo que se decía. La naturaleza puede ser fea y desagradable, y generosa a un tiempo si uno sabe cómo ordeñarla. Mi socio sabía.

»Okefenokee en la lengua semínola significa: «lugar de la tierra movediza», aun así se pueden encontrar islas de suelo firme, como en la que construimos nuestra cabaña. Vivimos bien; pescamos los muchos peces que los cañaverales regalan, cazamos venados de cola blanca, pavos salvajes, garcetas y hasta alguna nutria cuando el hambre apretaba, y evitamos a los caimanes y a los osos negros. Dejé que mi barba creciera, por mi edad más rala que la de Drummon, y junto a él aprendí las infinitas posibilidades que ofrecen las plantas y los barros de ese jardín fétido. Allí el tiempo terminó, murió, todo era una eternidad verde y húmeda. La compañía de Drummon no me era desagradable, ambos nos convertimos en un solo ser, una simbiosis perfecta: él hablaba y yo escuchaba. De él asimilé un rico compendio de supercherías, magias y conocimientos mundanos tan falsos como espectaculares, y muy evocadores en medio de ese espesor. Entre toda su farfolla de invenciones y medias verdades, aprendí a sobrevivir por mí mismo, me enseñó a tratar y usar los venenos de la coral o la cascabel, ladinas compañeras que siempre deambulaban por nuestra morada, o a utilizar y trabajar los caparazones de las grandes tortugas para con ellos surtirnos de menaje, o las propiedades curativas de decenas de plantas, y eso me ha quedado hasta el día de hoy. Luego, las cosas fueron a peor.

Hace ahora una pausa enfática.

—No les sorprenderá, parecen hombres de mundo, si les hablo de los problemas que las pulsiones que envía Afrodita pueden causar en varones solitarios y sanos, entienden de lo que hablo... ¿me equivoco?

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