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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (9 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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En la celda vecina de Irving estaba Lawrence, el Hombre Sapo, mi billete a la salvación. Lawrence nació con sus cuatro extremidades atrofiadas, poco más grandes que las aletas de un pez, y una cabeza desproporcionada, afectada de una hidrocefalia lenta y cruel que acabaría matándolo. En mi cerebro roto ronroneaba el continuo resquemor de la culpa: la muerte de Bunny Bob, supongo. Así que mantenía un ojo siempre fijo en el más débil de nuestro circo, pensando que eso me redimía por dejar que el Monstruo mancillara y matara a Bob. No mostraba amabilidad ni caridad alguna hacia él, no era capaz de sentir algo así por nadie y menos expresarlo, me limitaba a procurar que comiera todos los días, a limpiarlo y a que ninguno de los sádicos con los que convivía, Potts o Irving por ser más concreto, desahogaran su crueldad u otros instintos aún más infames sobre él.

Potts había ideado para él un teatrillo, un lienzo coloreado con dibujos tropicales en el que podía atársele y colocarlo vertical, permitiéndole mover sus pequeñas aletas y parecer así un sapo, o cualquier otra cosa que sugiriera la venenosa lengua de nuestro amo y maestro de ceremonias, que los oídos de los curiosos, una vez espantados, pueden creer las fantasías más descabezadas.

—¿Es hombre o mujer? —preguntó la sobrinita.

—¿Ve a lo que me refería? —dijo el tío mientras abrazaba a su adorada pupila—. La curiosidad de mi sobrina es asombrosa y un tanto perversa. — Pude ver desde mi jaula, que estaba enfrente a la de Lawrence, cómo el viejo apretaba su mano contra la cadera de la muchacha—. Lo que quiere decir es si las deformidades de ese hombre alcanzan sus órganos genitales.


Je comprends
—dijo Potts—. Eso costará
plus
, si las autoridades supieran que permito esta clase de...

Y el caballero pagó un poco más, y Potts abrió mi jaula, y bastón en mano me indicó que entrara en la de Lawrence y lo desnudara. Lo hice, exagerando aún más mi andar para cumplir con mi papel de hombre-monstruo. No vi ningún mal en ello, la humillación era algo con lo que cohabitaba día tras día. No diré que pensara que esa pequeña exhibición no podía añadir más vergüenza al sufrimiento habitual de Lawrence, era consciente de sus padecimientos; es que me eran indiferentes, no veía sentido a lamentarse por ellos, ni los suyos ni el de nadie, todos éramos exhibidos, éramos engendros y ese era nuestro puesto en el orden de las cosas.

Luego, terminada la innoble presentación de Lawrence, llegamos a Amanda, la escultural Mujer Serpiente con sus tatuajes y su lengua hendida asomando.

—¿Puedo tocarla? —dijo la niña, ya muy excitada tras el Hombre Sapo.


Núm
—se apresuró Potts como si temiera que metiera la mano entre los barrotes—.
Ma petite
, el simple contacto con la piel de esta
diablesse
es venenoso. Podríais morir en un segundo,
ce qui serait une perte insupportable
.

—Disculpe señor...


Monsieur
Pott.

Bien, al hilo de la pregunta de mi sobrina. ¿Existe alguna relación entre estas criaturas, algún contacto...?


Je comprends parfaitement
. —Sí, no era el primer caballero que deseaba contemplar a dos monstruos fornicando en compañía de su protegida, con frecuencia mucho más joven que él. No es que Potts ofreciera este tipo de espectáculos, no se atrevería con el revuelo que las buenas gentes de Londres habían formado en torno a su callejón, pero ni Pottsdale ni yo éramos neófitos en el negocio de las exhibiciones de atrocidades, así que pronto reconocimos que el señor buscaba un tipo especial de excitación. Eddie, que había dejado a su obediente oso dormir y procuraba escapar de este espectáculo degradante, volvió a mostrar su parecer, cuando le pidieron que desalojara y adecentara la habitación del fondo, donde iba a proseguir la función; de nada le sirvió.

Quiso nuestro mecenas que fuéramos Amanda, exótica, repulsiva y misteriosa a la vez, y yo, repulsivo sin más, los que representáramos una farsa grotesca de los primeros padres en el paraíso. Por qué ese sibarita del infierno me eligió a mí, no lo sé, hay abismos a los que es mejor no asomarse. Potts me llevó a un lado y me explicó el negocio.

—Ray vas a joder, ¿cuánto hace que no te alegras ese cuerpo deforme tuyo? —Cierto, como comprenderán mi aspecto no facilitaba las relaciones con el bello sexo. Mi conocimiento de la carne de Eva se ceñía a las prostitutas de menor escalafón, mucho peores que las mujerzuelas del East End, y muy borrachas. Una mujer tenía que estar en condiciones infrahumanas para querer rozar a alguien como yo. Sí, no espero su compasión, esos tiempos pasaron hace una eternidad y las cicatrices, aunque escuecen y se quejan cuando hace mal tiempo, ya han sanado. Lo cierto es que me costaba fortunas conseguir los favores de una vieja enferma y desdentada, y yo no disponía de fortuna alguna, por lo que la posibilidad de gozar de Amanda, una hembra sensual pese a su lengua bífida, su falta de pelo, sus dientes tallados y sus tatuajes monstruosos era el mayor de los regalos; era una hembra joven. Joven.

Por supuesto, Amanda no estaría tan entusiasmada. No creo que fuera capaz de pensar en nada, no recuerdo haberla oído pronunciar palabra alguna, y en su mente ahogada por el alcohol y la locura no cabía otros pensamientos que los más tórridos, que desahogaba allí donde el ardor de su vientre la atrapara, sin importarle quién mirara. Esa lascivia voraz la aprovechaban, estoy seguro, Potts, Irving y no diría yo que no lo hiciera también el muy casado Tom, pues el cuerpo firme y suave de la Mujer Serpiente, pese a sus tatuajes y su calvicie, o tal vez por ellas mismas, era de lo más apetecible a tenor de lo que estábamos acostumbrados. Todo eso es cierto, tan cierto como que esos arrebatos que mostraba hasta con los fríos barrotes de su celda, nunca estuvieron dedicados a mí.

—Tranquilo — me explicó Potts manoseándome en un patético remedo de actitud cariñosa—, estará borracha y será muy dulce. Te dejará hacer a tu antojo, una verdadera fiesta para el viejo Ray. —Cierto de nuevo. Amanda, además de ser retrasada, vivía sumergida en ginebra que el mismo Potts destilaba a partir de alcanfor, un veneno que todos tomábamos ahí, y ella con una devoción que rivalizaba la de Eliza. Estaría ebria hasta casi la inconsciencia, lo que no conduce por necesidad al inmediato sometimiento a los pérfidos deseos de un ser embrutecido, no siempre, y nunca si el sujeto soy yo. Sí, supongo que fue una violación, si tomamos una definición estricta de esa palabra, y si dijera que fue la única de mi vida faltaría a la verdad en parte; más de una vez gocé de mujeres que no mantenían el conocimiento completamente y este no es el mayor pecado del que debiera arrepentirme, creo que ya dije que en alguna ocasión falté al quinto.

No pretendo convertir esto en una confesión minuciosa de mis faltas, moriríamos todos antes de terminar y quiero, por el contrario, ahorrarles las nauseas que les provocaría la escena que interpretamos. Procuraré tratar el asunto con la mayor delicadeza.

Una fea función, la más desagradable que imaginen constituye gozo para alguien. Siempre hay espectadores agradecidos y generosos para cualquier monstruosidad. En la inmunda habitación donde dormía Potts al final del callejón, lo hicimos. Tío y sobrina se sentaron frente al camastro poblado por todo un imperio de chinches, donde Amanda se tendía, bebiendo de un frasco de barro el veneno del que ya no podía separarse y preguntándose, supongo, qué pasaba, por qué su carcelero la quería allí y quiénes eran aquel caballero y aquella encantadora niña que la miraban alumbrados por un par de luces y preguntaban cosas como:

—¿Sabe hablar?

—¿Qué come?

—¿Me entiende?

Ambos maravillados por los movimientos fluidos de la borracha, que parecían más hipnóticos bajo la titilante luz de dos candiles. Llegaba mi turno. Ella no necesitaba beber esa botella para estar borracha, se pasaba el día así. Era su forma de desaparecer del callejón. Amanda bebía y fornicaba con todo varón, salvo yo, Potts se iba con putas de cinco peniques, yo daba palizas a las siamesas o evitaba que Irving atormentara a Lawrence; cualquier cosa para no estar allí.

—Que se desnuden —dijo la niña, que en la lóbrega intimidad del cuartucho de Potts se había convertido en una pequeña y sensual tirana. Potts me animó a hacerlo y yo decidí irme, un desafortunado ataque de dignidad, fuera de lugar en mi situación.

—Vamos Ray, muchacho, te daré diez peniques —como a dos de sus putas—, y tendrás a una mujer de verdad. Es un coñito joven, eso no lo has probado nunca ¿eh Ray, muchacho? No te haces idea cómo es esta cerda, va a dejarte seco...

No, no era ya problema para mí copular con Amanda, de hecho la miraba con mayor deseo por momentos; lo que no quería es que esos dos me vieran sin ropa. Puede que estuviera acostumbrado a que contemplaran mis cicatrices, a las expresiones de asco, a las risas y arcadas, pero siempre vestido, como un ser humano, nadie, excepto la madre de uno, tiene derecho de ver la desnudez de un cristiano.

—Escucha Ray —me golpeó con su sombrero y se puso a hablarme al oído—, no voy a perder este negocio por tus tonterías. ¿Dónde se ha visto?, un deforme como tú con remilgos, a estas alturas. Si no sois vosotros, dejaré que nuestro amigo peludo se la meta por el culo a Lawrence, ¿eso quieres?

No. No podía dejar que le hicieran nada a Lawrence. Si cuidaba de él, mis pecados estarían perdonados. Me quité la ropa y me acerqué a la mujer reptil. Amanda, que respondía con increíble voracidad a cualquier contacto humano, se apartó a la defensiva como una cobra acorralada. No quiso quitarse lo poco que le cubría. Gruñó con su voz rasgada. La golpeé en la cara y Potts la midió con su bastón. Era joven y fuerte, pero la bebida la convertía casi en una inválida bajo nuestros golpes. La niña soltó un gritito excitado y vi cómo su mano volaba hacia la entrepierna de su tío mientras se mordía sus labios pecaminosos. Dediqué de nuevo mi atención a Amanda. La pareja de monstruos, tío y sobrina, no nosotros, explicaban al detalle lo que querían ver, cada giro, cada degradante acto.

—Ves querida —decía el hombre con la voz ahogada mientras hundía su cara contra el pecho plano de su sobrina—. Es la bestia, el hombre carnal y primitivo, Adán fornicando con la serpiente en este paraíso grotesco. Mi amor, ¿ves el acto salvaje que mancha al ser humano desde el primer día?, ¿la representación de la degradación que te ha convertido en una puta? Eres mi puta, ¿verdad?

La niña de ojos sucios sonreía y hacía mohines, mientras yo me lanzaba al violento ultraje de una Amanda medio inconsciente y sangrando por la boca, murmurando algo, como rezando. Vi cómo Potts empezaba a tocarse contemplando a la pareja que devoraba con los ojos nuestras sórdidas y patéticas evoluciones románticas.

No duró mucho, apenas empezó. En un momento, mientras yo obediente a sus órdenes cometía tan atroz pecado y miraba absorto los dibujos en esa piel, la niña se levantó y comenzó a acariciar el cuerpo sucio y tembloroso de la Mujer Serpiente. Yo la aparté de un manotazo. Cogí mi ropa y salí corriendo, atropellando a mi amo y de nuevo a la cría, que cayó protestando con un berrinche infantil. Algo terminó por romperse dentro de mí, algo que hizo que ignorara la consecuencia de mi huida: los golpes de Potts, la tortura sobre Lawrence, el hambre y el tormento desencadenado sobre los dos.

Puedo decirles con conocimiento de causa que el Señor ha puesto luz en el alma de cada uno de los hombres, que el criminal más despiadado encuentra en algún momento la gracia de Dios en su interior, hasta en una criatura descarriada como yo, tonta y criada entre la inmundicia. Muchos actos de mi vida avergonzarían al diablo mismo, pero fue esta última degradación pública la que me sacudió las entrañas y me hizo llorar, y preguntarme qué más me quedaba por hacer.

Quedé en el callejón vigilado solo por la mirada vacía del oso
Pete
. Mientras Eliza abría ya para el público en general, yo pensaba en mi vida, tanto como entonces era capaz de pensar. Se puede vivir sin ninguna esperanza, sin ilusiones ni sueños, se puede llevar una existencia preocupado solo por lo que beberás esa noche, por cómo sobrevivirás hoy, por lo que robarás, pero eso no es vida. Es cierto que sin ilusión no hay desengaño, y así la existencia se torna plácida como la de los animales, placida y brutal, sin dolor, ni pena, ni alegría, lejos de la gracia de Dios. ¿Acaso es eso vida? Ese día vi el horror de mis actos en aquella violación ausente, ese crimen hecho con total despego, sin el disfrute del criminal, o casi sin él. Cuando no se obtiene placer de los pecados cometidos es señal del final. Así lo entendí, aunque con el tiempo volví a caer a un pozo aún más hondo. Por fortuna la misericordia de Cristo nuestro Señor siempre está a nuestro lado, y si una vez te toca, siempre tendrás acceso a su luz.

Me lamentaba entonces, mientras apretaba el paso para salir del callejón, no solo de lo hecho sino de lo que me quedaba por hacer, condenado a una existencia navegando sin rumbo entre la degradación moral y física, cuando escuché una palabra en español. No sé cuánto hacía que no oía el bonito sonido de nuestro idioma. Esos agradables tonos constituyeron mi artefacto del tiempo. Fui transportado hasta casa, con mi padre riendo y cantando, bailando con su mujer, animado por el alcohol que en los primeros estadios de su adicción lo alegraba más que sumirle en la melancolía asesina de sus postreros años. Navegué a los tiempos en que tuve una cara entera y me quedaba una vida entera, ningún pecado manchaba mi espíritu, ningún odio ni rabia atormentaban mis noches. Ni robos, ni muertes, ni violaciones.

Quien había hablado era un caballero de altura respetable, no le eché más de veinticinco años, de pelo oscuro, mirada franca, y un elegante bigote adornando su rostro sencillo. El joven trataba de hacerse entender en francés, intercalando unas pocas palabras inglesas recién aprendidas sin duda. La altura y presencia del hombre no intimidaba, todo lo contrario, cierta calidez y serenidad acompañaba a sus ademanes, tranquilos pese a encontrarse perdido en ese pozo de iniquidad. Junto a él, Eliza, que había abierto por su cuenta y riesgo, trataba de timarlo. El caballero parecía estar desorientado, miraba sin sobresaltos pero con algo de desconcierto al desolador espectáculo que lo rodeaba e intentaba hacerse entender. Eliza sonreía con sus dientes amarillentos, exigiendo el doble de la tarifa habitual y mirando con avidez el paño del traje del forastero.

BOOK: Los horrores del escalpelo
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