—Espero que cuando nos tengan, teniente, y le mantengan con vida por ser oficial, intercederá por mí. —Ese fue todo lo que se dijo el sargento, esperando que llegara la noche.
No hubo mucho que esperar.
En media hora el cielo se rompió. Su tumba se hizo barro. En quince minutos, Hamilton y el soldado Colé, aferrados a sus posiciones cuerpo a tierra, vigilando el exterior, tuvieron que levantarse para poder respirar. Una torrentera de agua y lodo caía por la entrada y amenazaba con enterrarlos.
—¡Habrá que hacerlo ahora! —gritó Hamilton-Smythe. No había tiempo para discutir, mejor para De Blaise, que imaginaba, no sin razón, que cualquier intento de llevarse a su amigo hubiera fracasado y conducido a una demora peligrosa, incluso mortal. Vista la situación, obró como supo.
—¡Colé! ¡Trapshaw! —gritó—. Pasen sus armas al teniente. Todos preparados. En cuanto empiece el fuego saldremos agazapaos. Dispérsense, pero procuren no perderme de vista. Trataremos de rodear la colina y seguir hacia el norte. —El espectáculo no podía ser más desalentador. Todos empapados, pegados unos a otros, chapoteando en un lodazal que crecía a mucha velocidad, mirando cómo Bowels y Hamilton-Smythe se preparaban a morir, sin prisa y sin dramatismos—. Mantened los rifles lo más secos posible. Con la ayuda de Dios saldremos de esta.
—Él está con nosotros —respondió el teniente mientras rodilla en tierra trataba de hacer puntería, hacia la nada. Tendieron varios capotes sobre él y Bowels, para proteger las armas de la lluvia, las que empuñaban y las que aguardaban cargadas a su lado.
—Yo no voy. —La voz aguardentosa de Sturdy apenas se oía entre los gritos del agua.
—No voy a discutir con usted ahora, capitán —dijo De Blaise.
—Es natural, y por eso sé que no voy. Soy un oficial, y como dijo el teniente tendrán clemencia conmigo. Ahí fuera no hay ninguna oportunidad, prefiero probar suerte en este agujero. Tres harán más ruido que dos, ¿no cree? —El mayor trató de nuevo de objetar, y Sturdy lo interrumpió—: Además, no dejo de sangrar. —Se echó a reír—. No se agote, mayor, cuando empiece no va a poder perder el tiempo en asegurarse que voy con ustedes; yo me quedo.
No pudo objetar nada. Colé resbaló en el barro y cayó de rodillas, mientras miraba implorante a su oficial, exigiendo de su autoridad que lo calmara, que le dijera, que le confirmara si la vida estaba fuera o en el agujero. En contra de lo que creen muchos jóvenes soldados, de sus oficiales no emana siempre la verdad. De Blaise estaba asustado y pensaba que su remisión en decidirse solo transmitiría miedo a los otros. Fuera la única salida o un suicidio, no podía esperar a que el pánico ganara.
—Caballeros, abran fuego. Que Dios no asista.
Bowels y Hamilton-Smythe dispararon, primero uno y luego otro, no podría decirse si con mucha o poca puntería, lo cierto es que el fuego fue devuelto, y con profusión. A juzgar por los disparos recibidos y los gritos, afuera había una barahúnda de enemigos deseosos de cortar cuellos ingleses. Se empezó a atisbar entre la cortina de lluvia un loco enardecido que corría hacia la cueva, y que cayó por la bala del revólver del capitán.
—¡Tengan! —dijo Sturdy tendiéndoles dos Martini-Henry—. Yo me ocupo de cargar.
—¡Salga ya, mayor, no habrá mejor oportunidad! —gritó el sargento. Era una carrera a ciegas, sin saber cuántos enemigos había y dónde los aguardaban. El agua en la gruta ya les llegaba a la cintura; Bowels tenía razón.
—¡Síganme! —ordenó De Blaise—. No se detengan, por nada.
Cuando Hamilton dio un paso atrás para permitirles saltar el lodazal que era ahora la entrada a la cueva, tuvo oportunidad de despedirse para siempre diciendo:
—Dile que me perdone. —Y estas fueron las últimas palabras que el entonces mayor De Blaise oyera de su amigo.
Corrió, cayó al barro, se incorporó de nuevo escuchando disparos a su alrededor. Detrás, los cuatro soldados salieron uno tras otro. Colé murió nada más poner un pie fuera, un disparo en el cuello lo tiró al barro y allí quedó. En desorden, agachados, sorteando el mal terreno, los cuatro restantes se pegaron a la pared del picacho, y fueron rodeándolo hacia el oeste.
Mala idea. De la nada cayó un grupo de dacoits sobre ellos, cinco o seis, armados con palos y con sus enormes cuchillos. Estaban rodeando la cueva, acercándose en la lluvia hacia ellos, como había predicho Bowels. De Blaise disparó su revólver con efectividad, pero no pudo evitar que una hoja herrumbrosa se hundiera en el hígado de Trapshaw, y luego saliera con igual violencia, desparramando las tripas del inglés sobre suelo indochino; otra prometida que habría de enlutar antes del desposorio, como Cynthia. Su pistola quedó sin munición, saltó sobre el birmano y lo golpeó con el arma, igual que hacían Jones y Canary con otros tantos oponentes, peleando con piedras, palos y hasta con los dientes. Ganaron, aún les quedaba fuerzas para luchar a la desesperada.
Seguían oyendo a sus compañeros disparar tras ellos, aunque ya habían avanzado lo suficiente para perderlos de vista.
—Por aquí estamos muertos —dijo Jones—. Trepemos colina arriba.
Era un ascenso áspero, y se hacía mucho más con la lluvia, pero seguir circundando el monte les llevaría a toparse con algún otro grupo, y tras este otro más. Los tres treparon como pudieron en una escalada tan atormentada como la de Sísifo, rezando porque embarrados como estaban, fueran apenas visibles. De Blaise cerraba el grupo, decidido a no perder un hombre más. No se trataba de una pared perpendicular ni mucho menos, la mayor parte del tiempo hubieran podido subir sin emplear las manos, de no ser por la necesidad de agazaparse todo el trayecto y por el agua que hacía el firme muy inestable.
Pasaron unas peñas que de seguro los ocultaban de la vista de los que estuvieran abajo, y al salir de nuevo a ladera descubierta, De Blaise oyó un estruendo sobrecogedor y sintió un retemblar del suelo a sus pies. Se atrevió a otear hacia abajo. Estaban casi en la perpendicular de la gruta, en una terraza natural. Frente al lugar donde su amigo seguía fajándose había un elefante. Un elefante bajo la lluvia, con un extraño baldaquín en su grupa y dos cañones colgando a cada lado, que acababan de hacer fuego, y por lo que parecía, de acertar contra la boca de la cueva. Sabía que el ejército birmano usaba paquidermos de ese modo en ocasiones, pero no tenía noticia de que los dacoits los emplearan.
El agua cayendo torrencial y el barro que expulsaron los disparos tapaba la viabilidad desde donde se encontraban, imposible saber el estado del atrincheramiento de Hamilton y el resto. Sí vieron cómo los birmanos cargaban enfebrecidos los dos cañones.
—¡Tienes que salir de ahí! —rogó en alto De Blaise.
—¿A dónde van a ir, señor? —respondió Jones—. Hagan lo que hagan, están muertos.
Volvieron a disparar, el estruendo de las pequeñas piezas fue acompañado por el bramar del animal, que se mantenía firme, sin preocuparle el fuego que escupía de sus costados. Más barro saltó de la gruta, parte del suelo se derrumbó. Los tres se sujetaron, hundiendo los brazos en el terreno. El agujero abajo era ahora más grande. Los dacoits hicieron avanzar a su animal. Toda la imponencia de ese monstruo, barritando furioso, caminando a grandes trancos bajo la lluvia, les llegaba arriba como el heraldo de la muerte. Junto a lo que quedaba del refugio inglés dos hombres dispararon mosquetones al interior, ninguno de ellos hizo fuego, las pólvoras sometidas a la humedad. Entraron, y luego salieron sin nada. Habrían encontrado allí tres cadáveres destrozados, y allí los dejaron. De Blaise agradeció la frustración que debieron sentir por no poder desahogarse con alguna cruel tortura.
—Están muertos —sentenció Jones una vez más.
—Debemos irnos ya, antes que levanten la cabeza —contestó Canary, siempre más pragmático.
—Sí —dijo De Blaise—. El dejarnos coger ahora no haría bien alguno a la memoria de nuestros camaradas. —Pidió a Dios por el alma de su amigo, y por la suya, y por la de Cynthia, y se dispuso a reanudar la marcha, cuando Canary lo detuvo.
—Mayor, mire allí.
La aguda vista del cabo y el ventajoso punto de mira cenital en el que se encontraban habían desvelado un par de manchas en el terreno, dos bultos distintos sobre el fangal de raíces, piedras y ramas. Con el revuelo de las explosiones, la carga del elefante y todo el caos, tuvieron la oportunidad de poner en práctica una idea, que De Blaise gustaba de atribuir a su amigo, aunque después Bowels declararía que fue propia del capitán, a quien ningún martirio físico parecía afectarle. Los proyectiles lanzados desde el elefante no habían impactado de lleno en la cueva, golpeando muy cerca y lanzando al aire terrones de barro y piedras. El lodazal proporcionaba una inesperada defensa, era posible que hundieran toda la colina sobre sus cabezas, pero allí dentro los proyectiles no les dañarían. Aprovechando esa situación, aguardaron a la segunda descarga y en la explosión salieron los tres a campo abierto, apenas unos metros, para enterrarse bajo el lodo. No era, claro está, un plan brillante, si escapar era la intención final. Quedaban a unos metros de los dacoits, y solo podían confiar en que se olvidaran de buscar los cadáveres. A la vista del comportamiento del enemigo, no parecían tener prisa por nada. Registrarían paso a paso el lugar, hasta encontrarlos.
—Vámonos ya.
—Esperen —respondió De Blaise. Cierta o ilusoria, había una esperanza de que Henry Hamilton-Smythe sobreviviera, escapara de una muerte segura, convertido en héroe, quién sabía si no redimido de su afán suicida. Una vez probado como soldado y como hombre, volverían juntos a Inglaterra, juntos a Cynthia.
Toda la esperanza desapareció con un grito. Uno de los dacoits, que no habían parado de patear la zona, dio con uno de ellos, imposible de reconocer cuál. Pronto lo rodeó un grupo ruidoso, apuntándole con armas, pateándole y amenazando con sus dah. El inglés, el que fuera, trató de incorporarse alzando las manos, pero los birmanos lo devolvían al suelo a patadas, obligándolo a permanecer tendido y medio enterrado.
—Es Sturdy —afirmó Jones.
—¿Cómo lo sabe?
—Mire, en su mano.
El sujeto tendido en el suelo, con los brazos extendidos, aferraba algo en la diestra, que aunque manchado de barro era claro que se trataba de una petaca. El capitán Cardigan Sturdy; fiel a su modo de vida hasta el final.
Sus captores empezaron a festejar el trofeo conseguido, y hacer señas. Señas a los que se ocupaban del elefante.
—¿Qué piensan hacer con él, señor? —La pregunta de Canary era ociosa. El animal, conducido ahora desde el suelo, caminó chapoteando entre el incómodo terreno, guiado como un tren sin frenos hacia su destino. El mayor no pudo decir si Sturdy gritó cuando el paquidermo pasó por encima, solo pudo oír el aullido de los dacoits.
—Bastardos. Deberíamos...
—No podemos hacer nada. —Solo contemplar, mientras abajo se iniciaba la búsqueda de los otros dos mártires.
—Puedo matar a ese elefante —dijo Jones, que conservaba su carabina, y era el mejor tirador de la compañía— . No puedo fallar.
Cierto, pero una cosa era acertar y otro matarlo. Los Martini-Henry no estaban diseñaos para matar elefantes. Y aunque así fuera, no podían revelar su posición.
—Déjeme señor...
—No. —Jones no hizo caso, pero no le quedaba munición. Persistía el ruido de la lluvia y el estruendo de la bestia. De Blaise se dispuso a reprender con severidad a Jones, incluso comprendiendo que lo movía la misericordia para con unos compañeros.
Algo ocurrió, algo que entonces no supo entender, y que con el tiempo aún se difuminó más en su memoria. Mientras los dacoits continuaban su búsqueda, ahora sabedores de que los ingleses debían haberse enterrado en el fango, algo surgió de la tierra. Hamilton-Smythe, como un cadáver vuelto a la vida, se incorporó de su sepultura de lodo gritando, sepulcro que muy pronto volvería a acogerle. Los birmanos se lanzaron por él, lo sacaron a rastras, lo golpearon y apuñalaron sin piedad alguna.
—Harry —murmuraba De Blaise impotente desde aquella atalaya—. ¿Por qué...?
—Ha perdido la cabeza del todo —dijo Jones—. Lo veía venir, señor, lo veía venir...
La fiesta de sangre estaba servida abajo. Hamilton-Smythe se mantenía firme, pese a que ya le habían cortado en el vientre y sobre la frente, y la sangre se mezclaba con el barro y el agua en sus ojos. En pie, tambaleándose. Iba a tener su heroica inmolación. Eso era lo que quería, y De Blaise decidió contemplarla, por respeto a su amigo, por tener algo que contar a Cynthia, a lord Dembow.
—Por eso lo está haciendo —dijo el mayor, señalando algo que se movía, justo al lado del sepulcro del que emergió Hamilton. Mientras los birmanos arrastraban el cuerpo tambaleante del oficial ingles cautivo y lo tiraban al suelo cerca de donde andaba el elefante, renqueante y cansado, como si su naturaleza simple se revelara ante lo que lo obligaban a hacer, otro cadáver revivido salió de su sucio pudridero, pegado al que ocupara el teniente. Bowels, libre de su prisión de tierra y agua y de la atención de los dacoits, empezó a arrastrarse, a escapar bajo la tormenta.
—Señor —dijo Canary—, se ha expuesto para dar una oportunidad a Bowie.
Por fin tenía la ocasión para comportarse como un oficial británico, o como la romántica idea que él tenía de lo que debía ser un oficial británico, o como su lunática obsesión le dictaba: morir por sus hombres, incluso por uno que lo despreciaba.
—No sabe dónde estamos. Se perderá...
—No entiendo, señor...
—El sargento no sabe que estamos aquí.
—Podemos...
—No. No debemos desvelar nuestra posición, soldado. Seguimos adelante
No obstante, quedó esperando, siendo testigo del sacrificio de Hamilton-Smythe, a falta de otro apoyo que dar a su amigo. El teniente, forzado a mantenerse en el suelo a punta de fusil, se dio media vuelta por propia voluntad, encarando el aire tormentoso y la acometida del enorme animal, mirando hacia arriba, hacia De Blaise, aunque sin duda no podría verlo. Pese a estar seguro de esto, permaneció allí, mostrándose lo más que pudo, a riesgo de ser visto, buscando la mirada de su amigo.
El elefante pasó lento y tambaleante, y Hamilton-Smythe dejó de existir. Es improbable que ocurriera y más que el señor De Blaise lo viera, sin embargo no tenemos otra fuente de información de estos hechos que lo que contó a Torres, y a él le dijo que su amigo no gritó y no cerró los ojos hasta que su cráneo desapareció bajo la pezuña del monstruo.