Ahogué un grito tras mi mano. Corrí arrancando las sábanas del resto de las criaturas, en un acceso histérico que casi me impedía respirar. Los autómatas quedaban allí, desnudos, agitándose por mis tirones sobre el suelo. Busqué el artilugio que les daba vida en cada uno: la mantis bicéfala, el monito y el cerdo borracho. Y la lamia.
El sonido llenó la sala de exhibiciones. El sapo croaba y daba pequeños saltitos mientras hinchaba su buche. El cerdo bailaba, el mono tocaba el tambor, la mantis caminaba y cada cabeza peleaba contra la otra. Todo rodeado de traqueteos y sonidos, que parecían llamar a la vida a sus otros hermanos metálicos. Yo giraba, miraba a todos, a estos y los callados, sumergido en ese baile de locos.
La lamia bailaba con cadencia hipnótica. Su cara de metal era tan hermosa, creo... entiéndanme, no estoy seguro, estaba conmocionado, pero puedo jurar que sus facciones doradas y sus ojos de esmeralda estaban cincelados modelando los rasgos de la exquisita Cynthia. No sé. No pude apartar la vista.
—¿Amanda?
El ser quimérico se agitó más, se contoneó, agitó una lengua bífida de caucho, entre siniestra y sensual, y dijo con voz profunda, de metal.
—Ven a mí.
Grité. Santa María. ¿Qué clase de ser humano podía hacer semejante monstruosidad? Porque entonces, estaba seguro que allí estaban los restos de
L'exhibition de Phénoménes et d'Horreurs de tout le monde du monsieur Pott
, ofrecidos en sacrificio al Maligno y transformados por artes diabólicas de monstruos a monstruos inhumanos. ¡Qué triste es este mundo, donde los más desdichados no pasan más que de una desgracia a otra peor! A mi pregunta, tenía una respuesta directa: esto no podía ser más que obra de los dos estigmas de nuestra raza que entonces pululaban por el mundo, Tumblety y Pottsdale, el Anticristo y su sirviente. Grité de nuevo.
—¿Qué es este escándalo? —A mi espalda estaba el señor Ramrod, tan huraño y estirado en su cortedad como lo viera antes, y mucho más furioso—. ¿Qué cree que está haciendo aquí? Su lugar está en el jardín.
No era que esta situación me fuera desconocida, y como de costumbre al ser sorprendido, me refugiaba en mi estupidez.
—Me... me he p... p... perd...
—¿Sabe el valor de estos objetos? —Uno a uno Ramrod fue deteniendo a los miembros de la macabra colección de fenómenos transformados en metal—. Si ha roto alguno... no podría pagarlos ni con toda su vida...
—L... lo s... siento.
—¡Váyase! Y no vuelva a pisar aquí. Porque se le permitiera subir una vez no piense...
Me fui. Salí como había entrado. No, eso no es cierto. Ahora estaba espantado y furioso, arrobado por un sentimiento vengador, justiciero, que me hacía llorar, mi cuerpo no estaba habituado a negociar con tales emociones. Sé que es patético en alguien como yo, pero me sentí como un cruzado a cargo de una misión que salvaría mi alma, mi fe, ahora trabajaba para Dios.
Esa ira me hizo continuar con mis planes con más encono. Ahora sin la presencia pegajosa y sutil a un tiempo de Burney, fui por mis compañeros del Green Gate. Mi entrada en el pub de Benthal Green donde se reunía el tuerto con los suyos estuvo tan cargada de melodrama como las transformaciones del señor Mansfield en el escenario. Dick proyectó su ojo telescópico hacia mí y no me perdió el foco hasta que acabé de contar mi historia. Estoy seguro de que la creyó, yo no sé mentir y conté la verdad: el Bruto ofrecía a los de Besarabia, a través mía, el acceso a cierta familia pudiente a cambio de que estos le aseguraran la jefatura del Green Gate Gang.
—Un gran chico ese O'Malley. Lástima que tenga esa ansia por el poder...
—No lo veo claro —dijo Dandi, que andaba por allí—. Si el Armero está detrás de esto...
—¿Crees que al Armero le importa mucho quién es quién aquí? —respondió Dick—. No, no se meterá en nada.
—Ya se ha metido. Los Tigres son suyos, no podemos tocarlos aún en el supuesto de que...
—Dandi —le taladró con su ojo de bronce—, deja el trabajo de pensar a los que sabemos hacerlo. Nadie va a tocar a esos judíos. Ya estás haciendo lo que quieren que hagas, ¿verdad Drunkard? —Asentí—. Perfecto; iremos por nuestro amigo O'Malley, ese bastardo irlandés va a entender por qué no es bueno ser un traidor. Si lo matamos, ¿qué le puede importar al Armero, o a los de Besarabia? Ellos ya tienen lo que quieren. —Volvió a mirarme—. ¿Y tú, qué quieres? ¿Cómo piensas que debo agradecerte esta confidencia?
—L... L... Liz la Larga. Dejadla en p... p... p... paz. —Y ahí firmé la condena de muerte de Elizabeth Stride. Incluso me atrevo a decir que me di cuenta en ese momento. Se habían olvidado de ella, tenían otros asuntos de más trascendencia en los que ocuparse que extorsionar a una puta y su chulo. Lo olvidaron hasta que yo hablé, maldita sea mi... No importa lo que ocurriera luego, Dutfield Yard y sus oscuridades estaban ya en el horizonte de la pobre Liz. Un Ojo miró a sus hombres, sin entender nada, y durante unos minutos estos parecieron no caer en lo que había dicho.
—Parece Dick que nuestro monstruo se ha enamorado.
Aguanté las burlas del Dandi y las risas de los demás y me fui con la palabra de Dick de que no la tocarían, y con un sabor amargo en la boca. ¿Arreglaba yo algo con que el Bruto muriera? No, Torres seguía en la misma situación con él o sin él. Tenían que morir todos, tenía que inundar las calles de Londres de sangre, como si ya no hubiera poca manchándolas.
No les aburriré contando los pormenores, ya recuerdan lo que hice cuando maté a Kelly, y a usted le veo cansado. El Bruto supo que sus viejos amigos querían matarlo, Perkoff también quedó al tanto, y aunque la suerte del irlandés no fuera de su incumbencia, le interesaba que la cabeza del clan de Benthal estuviera de su parte. Dick Un Ojo no sabía cómo llegar al Bruto sin entrar en territorio de los Tigres, así que yo me ofrecí a proporcionarle la ocasión, ocasión de la que informé puntual a todos los bandos. Esta vez me resistí a incluir a las fuerzas del orden en mis maquinaciones de fino estratega. Aparte de eso, la matanza estaba servida de nuevo.
Sé que he dejado deslizar un enigma más en medio de todo esto: ese «Armero» del que hablaba Dick. Supuse ya entonces que no era otro que el Dragón al que se referían Perkoff y los suyos. No lo he mencionado, pero imagino que se han percatado de su presencia en toda esta historia a medida que avanzaba mi relato. De si mi pequeño complot era de su agrado o no, no tengo idea, y entonces no me hubiera frenado el tenerla.
Había aún un agujero en mi estrategia por donde se colaba el fracaso: la superioridad manifiesta de los Tigres de Besarabia sobre el Green Gate Gang, debida principalmente por ese apoyo preferencial que el «Dragón Armero» les brindaba. Si los judíos sobrevivían intactos a la contienda, nada conseguía. Era mi obligación, por tanto, equilibrar la balanza para que la sangre cayera por igual.
Recordé los efectos de la masturbación cerebral que se hizo Potts, y me dispuse a inutilizar en lo posible buena parte del arsenal de los judíos. No disponía ya del vibrador, no supe dónde acabó, y de tenerlo tampoco sabía cómo conectarlo a otros cacharros y menos cómo suministrarle el flujo eléctrico con el que se alimentaba. Podía, y eso hice, entretenerme en pequeños sabotajes. Cortando un cable aquí, golpeando un muelle allá, transformando en una justa pelea a piedra y cuchillo lo que de otra forma sería una desigual carnicería. A mis pequeños estropicios dediqué la siguiente semana, valiéndome de lo habitual de mi presencia entre los Tigres, tras la muerte de Burney, y de mi habilidad por convertirme en un objeto más, inadvertido e inane. Es obvio que el arsenal no estaba al alcance de alguien foráneo a la banda como yo, así que me limité a las armas dejadas al descuido, y aun así di cuenta de una veintena de ellas, de las que tan solo en tres o cuatro fue hallado el destrozo, tomado por avería circunstancial y reparado.
Al tiempo que me entregaba a mis labores de quintacolumnista, continuaba con el plan. Dick me pidió que me encargara de llevar al Bruto al mismo cementerio donde tuvo lugar el anterior encuentro entre ambas bandas. Perkoff, dijo que así lo hiciera, que ellos llegarían al momento de escarmentar al Green Gate, pero debía asegurarme que el propio Un Ojo estuviera presente, su muerte haría más fácil la subida a la jefatura de la banda de alguien afín a los de Besarabia, como O'Malley, por ejemplo. Eso era sencillo, Dick querría aplastar la cabeza del traidor en persona, no tuve que hacer esfuerzo alguno para convencerlo. De hecho, lo que yo veía en mi mente como una batalla campal, se planteaba como una simple escaramuza. Para matar al Bruto solo irían Dick Un Ojo y sus hombres de confianza, si todos ellos morían para mí era suficiente. Sin embargo, para acabar con estos los judíos no mandarían más que a Kid, Max Moses y una decena de hombres más. Perkoff no iba a ir; eso era un contratiempo. Ya poco podía hacer, los dados estaban rodando.
Potts, entretanto, insistía en que volviera a Forlornhope y que no cometiera otro estúpido error. Yo alegué que no resultaría muy creíble el aparecer día sí día no allí, aumentando la posibilidad de que me vieran zascandileado por lugares que no debía estar. Aun así, tuve que acordar por guardar las apariencias, y allí fui el lunes veinticuatro, sin otra intención que la de atender los rosales y el cerezo mortecino e irme con el jornal bien ganado. Aprovecho aquí para indicar que este fue mi primer y único salario decente de toda la vida, si olvidamos la soldada de mis años mozos.
Me inquietó ver allí, en casa de lord Dembow, a la policía. Un par de detectives y otro de agentes estaban en casa, de modo que tuve un motivo más para no salir de mi querido jardín. La curiosidad no es buena consejera, lo sé, pero en mi estado de nerviosismo conspiratorio, y teniendo en cuenta que el nombre de Torres ya había sonado por esa casa con peligrosos ecos, me arriesgué a preguntar a la señorita Trent por lo que sucedía. Ella, de buen corazón enmascarado por su hosquedad, me respondió:
—El señor De Blaise tuvo un desagradable encuentro anoche, nada que a ti te pueda incumbir. ¡Anda y vuelve con tus plantas! ¡Y no asomes más por aquí con esas manos sucias!
Asomé otra vez, ya lo creo, a por el té y el pastel que ella siempre me daba con fingidos malos modos. Bendita sea la señorita Trent por cómo se portó conmigo, ¿recuerdan que fue ella quién me indicó hacía ya tiempo que fuera a los muelles por trabajo...? Cierto, me estoy distrayendo.
Quedaba en mi plan la parte más complicada: atraer al Bruto a la trampa... un momento, les contaba esto de la merienda que me preparaban por algo, y no quiero que se me olvide. Al entrar a almorzar en la cocina, encontré, tirados contra la pequeña pila de leña que había allí cerca de los fuegos, entre papeles dispuestos para mejor encender los fogones, unos documentos que me parecieron familiares. Los tomé, y tuve que acercar mucho la vista para reconocer aquellos viejos dibujos que robara días antes, o que intentara robar. Los ignoré, dejándolos allí donde los había encontrado. Tomé mi té, mi porción de pastel y me fui, sin que cierto hormigueo en la nuca dejara de molestarme.
Solo... era un comentario, eso, un comentario, ustedes juzgarán. Les hablaba ahora de la añagaza preparada para el Bruto. Los Tigres no querían confiar sus intenciones al irlandés, por si al final cambiaban de opinión y dejaban hacer a su antojo al vengativo Green Gate. Dick me dijo que lo atrajera con el cuento de que Will quería verlo, que tenía algo que contarle, que tenía miedo y quería estar a bien con él y con Joe Ashcroft, si es que alguna vez salía de presidio. Willy era creíble como traidor cobarde; funcionó. Lo convencí de que me acompañara la noche del viernes veintiocho al cementerio de Gibraltar Row.
No... sabía qué estaba haciendo embarcado en un juego de poder que, aun tratándose de escalafones sociales tan bajos, a mí me venía grande. Liz ya no quería nada de mí, o eso entendía yo. Torres seguiría en igual situación, pues poco daño iba a hacer a la banda de judíos, sabiendo que Perkoff no acudiría a mi celada... El se mantendría como oponente de Dembow, y este volvería sus codiciosos ojos hacia mi amigo. Seguí con lo establecido por inercia.
Tres días antes de la emboscada... eso eran... sí cinco después de nuestro último y desagradable encuentro, volví a ver a Liz...
Tal vez debiera dejarlo... ya. Sí, prometí que explicaría por qué estaba en Dutfield Yard, pero est... estoy ya...
Y usted además... usted tampoco parece capaz...
Entiendo su impaciencia, como... como deseen. Si hace el favor entonces... ya conocen la rutina...
Gracias.
Les decía que vi a Liz. Estaba borracha y asustada, apoyada en la barra del Ten Bells. Había tenido una trifulca con Kidney, una fuerte y definitiva. No parecía magullada aunque aseguraba que ese hombre se había puesto violento y que no iba a volver con él. Ahora estaba en la calle, desde hoy.
Lo que a través de la señorita Trent me pagaba Cynthia por mis labores de jardinero era más que generoso y tenía ahorros, a pesar de mi extraordinaria capacidad de consumir alcohol. Me ofrecí a buscarle acomodo, accedió a venir conmigo al treinta y dos de Flower & Dean, donde llevaba una semana viviendo.
Ella conmigo.
Yo con una mujer.
Las reglas de la señora Tanner, encargada del lugar, eran estrictas, así que ella dormía en las habitaciones de las mujeres, nunca había esperado otra cosa, para mí era suficiente. Ahora tenía una mujer que dependía de mí. Tan contento estaba que le compré un paquete de caramelos. Cuando se los di sonrió como nunca la había visto.
—Ray —me miró con sus bonitos ojos, aún más hermosos por el velo mágico que ponía el alcohol en ellos—, eres mi ángel de la guarda. —Quise serlo, y no pude.
Por fin vuelvo a la noche de la emboscada, no quiero que se impacienten más. Me inquietaba la facilidad con que acudió O'Malley. No me hizo pregunta alguna, cuando cualquiera diez veces menos habituado a navegar por aguas tan lodosas hubiera sospechado un engaño. Puedo aventurar que tal como le conté el ardid, él hizo otro tanto a sus nuevos amigos hebreos, quienes lo calmarían de alguna forma y le indicarían que me siguiera la corriente. No sé y ya no lo sabré nunca, pero allí estábamos, rodeados de frío y tumbas.
El pequeño menguante de la luna apenas iluminaba las lápidas grises. Una vez allí, en compañía del Bruto, moví un farol, en supuesta señal acordada, a la que enseguida acudió el rastrero Will.