—Seguimos sin saber dónde es oso. No he vuelto a bajar al sótano hasta ahora, sé cuál es su celda...
—No debemos tener cuidado de él, sin su amo...
Celador no se ha movido de cómo lo dejaron. Respira pesado, en posición fetal. Alto no deja de apuntarlo mientras lo sortean para ir a la celda de Aguirre.
—Átelo —dice Lento. Alto se agacha y lo mueve con mucha cautela. El hombre gime muy bajito.
—Está muy... creo que...
—Átelo. Átelo. Acabemos con... ¿cómo dicen? Pantomima. No puede quedar mucho.
Jack
Jueves, cuatro o cinco horas después
El lunes, uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho, la edición matutina del Daily News mostraba esta carta:
25 de septiembre de 1888
Querido Jefe:
Estoy oyendo que la policía me ha atrapado pero aún no han dado conmigo. Me río cuando ponen cara de inteligentes y dicen que están en la buena pista. Ese chiste sobre Delantal de Cuero me hizo partir de risa. Voy por las putas y no pararé de rajarlas hasta que me cojan. El último trabajo fue grandioso. No le di tiempo a la dama para gritar. Cómo van a atraparme ahora. Me encanta mi trabajo y quiero volver a empezar. Pronto tendrá noticias mías y de mis divertidos jueguecitos. En el último trabajo recogí un poco de jugo rojo en una botella de cerveza de jengibre para escribir con ella pero se puso espesa como la cola y no puedo usarla. La tinta roja será suficiente espero ja ja. En el próximo trabajo que haga le cortaré las orejas a la dama y se las mandaré a los oficiales de la policía solo para divertirme qué le parece. Guarde esta carta hasta que haga otro trabajito, entonces publíquela tal cual. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quiero ponerme a trabajar ahora mismo si se presenta la oportunidad. Buena suerte.
Sinceramente suyo
Jack el Destripador
Perdóneme por darle mi nombre artístico.
Tenía otra posdata más a un lado, que decía:
No estaba bastante bien para echar esto al correo antes de quitarme toda la tinta roja de las manos, maldita sea. Mala suerte. Ahora dicen que soy médico, ja ja.
La carta había sido recibida en la Central de Noticias el veintisiete, y quedó allí guardada, enjaulada, y cuando vio la luz, ya nada pudo retenerla. Esa firma, ese nombre creció y se propagó impulsado por las muertes y el miedo. Entró en el alma de todos, por todo el mundo, grabando en ella para siempre en tinta roja la verdad sobre el hombre: podemos crear belleza, podemos amar, ser generosos, perdonar y mostrar la misericordia de un santo, pero en el interior, en el fondo de nuestros corazones crece el mal y la locura, y le es tan fácil aflorar a través de esa fina corteza de bondad...
Ja, ja.
En los días siguientes esa misma carta se colgó en pasquines por toda la ciudad, con la pregunta: ¿C
ONOCE ESTA LETRA
?, esfuerzo inútil teniendo en cuenta que gran parte de la población local no sabía leer, o ni siquiera sabía inglés. No importaba, eran palabras del asesino, el asesino hablaba. Jack hablaba. Decir terror es poco. El treinta de septiembre, el secretario del Comité de Vigilancia de Mild End volvió a pedir al señor Matthews, secretario de estado de lord Salisbury, que reconsiderara la decisión oficial de ofrecer recompensas por información sobre el asesino. Fue denegada una vez más. Incluso Lusk volvió a insistir la semana siguiente, pidiendo no solo una recompensa sino que el gobierno garantizara el perdón a cualquier cómplice del asesinato que trajera información útil. Tampoco fue concedido.
El miedo era ya rey.
El día de la carta, la recompensa dada por filántropos y particulares, esa que tanto deseara yo, creció, se multiplicó como las víctimas de Jack. El Financial News ofreció trescientas libras por la captura del Monstruo. El Lord Mayor quinientas. El dinero ofrecido aumentó de un día para otro, decían que para el dos de octubre había mil doscientas libras esperando una información. La prensa hablaba de la muerte, de la incompetente decisión de borrar aquella pintada, postulaban la identidad de las víctimas, la casquería, las vísceras; otra vez. Berner Street y Mitre Square se llenaron de gente deseosos de ver el lugar de los crímenes, formando ríos pese a que permanecía allí la policía en custodia de los sitios. Los periódicos se vendían edición tras edición, la gente los compraba y los que sabían leer los leían en las esquinas, formando corrillos de curiosos horrorizados.
Días después, a mi Liz la enterraron en soledad; era una extranjera y poco atrajo su sepelio, ni siquiera yo fui. Por el contrario, el entierro de Catherine Eddowes fue un acontecimiento. Una procesión de londinenses apenados la siguió, como nunca se vio en esas calles.
Eso ocurrió después. Entretanto, ¿y nosotros? ¿Qué era de Torres y de mí en aquel día tan triste de primero del octubre más frío que se recuerda en Londres? Yo estaba condenado, paseando por mi purgatorio, llorando por media cara. Drummon, Bunny Bob, Lawrence, Liz... hasta cinco veces había visto morir de forma horrible a quien quería, y no había hecho nada, había permanecido quieto, muy quieto, esperando que el horror pasara. ¿Era esta mi penitencia? ¿Así pagaba por las vidas de la dotación de aquella pieza del batallón de Bonaud? ¿Esta era mi recompensa por el dolor, por la carne quemada? Quedaba Torres, él no podía morir, no sin que yo hiciera algo.
El español padecía una conmoción no menor a la mía. El encontrarme en la escena de un crimen, la desaparición bajo la lluvia de Tumblety, la misteriosa mujer que lo acompañaba, la extraña conducta de lord Dembow, las tristes revelaciones sobre Hamilton-Smythe y su trágico final; todo formaba un espeso entramado por el que pasaba un rayo de luz, un rayo de luz en nada tranquilizador.
De entre todos, el hecho más perturbador, a parte de la imposibilidad de detener tanta muerte, eran las terribles deducciones al respecto del Ajedrecista que iban cristalizando en su mente, y que no podía descartar por muy desquiciadas que parecieran, pues ellas vertebraban el orden disparatado de los acontecimientos vividos en la capital del Imperio y clasificaban la información que se acumulaba en su cabeza de modo tan sencillo como difícil de descartar. Este aspecto empeoró por la mañana de ese uno de Octubre, cuando llegó un paquete a casa de la viuda Arias, a su atención.
—Oh, casi lo olvidaba —dijo la señora Arias a Torres tras una larga charla sobre los horrores que acuciaban a la ciudad, y un montón de frases de sincera condolencia por las desdichadas—, un caballero con muchas cicatrices en la cara ha traído esto para usted. —El emisario no podía ser otro por la descripción que Tomkins—. Por cierto, que ha tenido un incidente en la puerta...
—¿Un incidente?
—Dice que alguien lo ha asaltado, que le han intentado robar. No voy a dejar a Juliette jugar más por la calle. Este barrio siempre ha sido un buen lugar y mire ahora... Se lo ruego, don Leonardo, no aliente a la niña en sus fantasías...
—No se apure, querida señora —contestó Torres distraído.
El paquete, que por lo oído atraía la codicia de los amigos de lo ajeno locales, era un bulto cilíndrico, roto en un extremo por el que se dejaban ver los planos que yo intentara sustraer de Forlornhope en mi primera visita, o algunos de ellos. Los esquemas eran de una complejidad abrumadora, y nadie que no fuera Torres hubiera podido sacar nada de ellos, a excepción de quien los hizo.
El diseño de ese ajedrecista, perceptible aunque se tratara de parte del proyecto total, seguía la idea de lord Dembow: había un sujeto humano centro de todo el mecanismo, que recibía información de él y que decidía el siguiente movimiento, movimiento que era matizado por el autómata. Lo extraño era el sistema de comunicación entre máquina y hombre. Los diagramas no eran claros, pero mostraban una relación difusa, íntima en exceso. Además, era mucha más información la que recibía el operario de la necesaria en principio para jugar al ajedrez; datos de temperatura, de luz. Extraño y desasosegador... debiera estar aquí Torres para explicárselo. Si no entro más en detalle, es porque él no lo hizo, atraído más por los planos en sí que por la información que aportaban.
Eran papeles viejos y sobreutilizados, llenos de anotaciones en inglés, alemán y algún otro idioma, hechas por manos distintas. Una de las caligrafías, una letra temblorosa y desmañada, no podía confundirla. Esa mano había sido la misma que escribiera la nota medio quemada que encontró en la estufa de Dembow. Tenía aún ese papel en su poder para compararlo, y no cabía duda.
Si el día anterior fue a la iglesia y rogó por las pobres almas de esas dos mujeres, esa mañana la pasó rezando por la suya propia, pidiendo a Dios nuestro Señor y a su bendita madre que le diera fuerzas, entereza para afrontar los horrores que cada vez veía más claros, y no se refería a los crímenes de Jack.
A media tarde se reunieron los tres inspectores, Moore, Andrews y Abberline, una vez más en la comisaría de la calle Leman. Torres apenas había abandonado en toda la noche de los sucesos la compañía del inspector Andrews, cuyo jovial carácter había desaparecido, diría yo que para siempre, y fue invitado a la mañana siguiente por este a acompañarlo. Durante el trayecto desde la pensión Arias le informó de que los detectives que quedaron custodiando la pensión de Batty Street notificaron que Tumblety había salido, y no había regresado.
El rostro de los tres policías no podía ser más severo. Habían estado desde la noche conferenciando con Warren, Arnold y todas las autoridades policiales, y alguna política. La situación se iba de las manos.
—¿Qué sabemos? —Fue Moore el primero en abrir fuego.
—Nada —dijo Abberline—, o prácticamente nada. Ese asesino es muy rápido. Mata a la una en Dutfield Yard, y tres cuartos de hora después mata en Mitre Square. En Mitre Square se despachó a fondo, y tuvo que tardar menos de un cuarto de hora en hacerlo, diez o doce minutos. Allí había gente alrededor, durmiendo y alguno despierto, guardeses... nadie oyó nada, ni un grito. Y en Dutfield estaban todos esos socialistas reunidos... es como un fantasma.
La que encontraron en la City. —Kate Eddowes, aunque aún nadie sabía su nombre—. ¿No pudieron haberla matado en otro lado y traído hasta allí? Eso explicaría la ausencia de ruido y le proporcionaría tiempo al asesino para hacer cuanto se le antojara.
—No, los doctores Brown y Phillips han sido tajantes en eso. La cantidad de sangre coagulada y su disposición junto al cadáver prueba que todo se hizo allí.
—¿Han identificado a las víctimas? —preguntó Andrews.
—Esa, la de Mitre Square está destrozada, va a ser difícil que alguien la reconozca. La prensa va a publicar datos de ella, eso puede que nos ayude. Llevaba un par de recibos de empeño y en el brazo tenía tatuado las letras «T.C.», espero que con eso alguien la reconozca. Lo lleva la gente de la City, veremos... La de Berner tampoco es fácil. Parece ser una tal Liz la Larga, que residía en el treinta y dos de Flower & Dean, nadie allí conoce su nombre real. Esto es una locura. Ayer una tal señora Malcolm dijo que de noche soñó con su hermana, la señora Watts, y que sintió que la besaba. —Sus tres contertulios se miraron con extrañeza—. A la señora Watts, siempre según la señora Malcolm, la llamaban Liz la Larga, así que vino a ver el cadáver en la morgue.
—Entonces es la señora Watts —dijo Torres.
—No, dijo no conocerla. Sin embargo, ha vuelto dos veces hoy, arguyendo que había poca luz. Esta vez dijo identificarla por una marca en la pierna, una mordedura de animal... otro falso testigo, como tantos otros. Además de contra ese asesino nos enfrentamos a miles de londinenses deseosos de relevancia entre sus amigos a costa de toda esta sangre... Hoy mismo empieza la vista, la de Berner Street.
—¿Se llevó... órganos?
—Sí, de la mujer en Mitre Square sí. El riñón y parte del útero... la destrozó. Le cortó los párpados, la nariz, las orejas... le sacó las tripas...
Callaron. No era asco ni repulsión, no era ira. Era impotencia, una amarga impotencia que los consumía.
—Tumblety no es —dijo Torres.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Moore.
—No tuvo tiempo...
—Hubo más que suficiente para degollar en Dutfield Yard e ir hasta Mitre Square, si no se nos hubiera escapado...
—No, me refiero a que le perdimos a una calle de donde apareció la... mujer, justo cuando la encontraron. No tuvo tiempo.
—Yo no estoy seguro de eso —cortó Andrews—. No pudimos identificar con claridad a esa pareja que seguíamos.
—¿Cómo dice eso? Salieron de la pensión, me ha dicho que la patrona dijo que salieron, no podía ser...
—Lo que debemos pensar —intercedió Abberline—, no es si los vieron bien o mal, si están seguros de que era él o no. Díganme, ¿podrían testificar ante un jurado que vieron a Francis Tumblety a esas horas, en esas circunstancias, sin lugar a duda...? —Ambos negaron con la cabeza, Torres con mucha reticencia—. En ese caso, señores, no descartemos ni confirmemos nada. No podemos permitírnoslo.
—No todo se ha perdido —dijo Moore, el más animoso de los tres—. Ahora tenemos nuevas pruebas.
—Sí —dijo Abberline, que abrió la puerta del despacho para pedir que les trajeran té—. Esta mañana un muchacho ha encontrado un cuchillo ensangrentado en Whitechapel Street.
—Excelente, pero me refería a la pintada. Un tanto enigmática, por cierto. La encontraron a eso de las tres de la mañana, y quince minutos antes no estaba. Si mató a la mujer de Mitre Square a las dos, dos menos cuarto o menos veinte, ¿qué estuvo haciendo durante una hora, desde Mitre Square a la calle Goulston? No se tardan más de cinco minutos en llegar, por lento que fuera.
—¿Por qué escribiría eso...? —preguntó Torres—. ¿Qué quiere decir?
—Si es que lo escribió el asesino —dijo Abberline, y los otros tres miraron inquisitivos—. Sí. El detective Daniel Halse no puede estar seguro de que la primera vez que pasara por allí, cuando no encontró el delantal, no estuviera ya la pintada escrita. Pudo llevar allí desde ayer...
—Dicen que parecía fresca —apuntó Moore.
—No todos afirman lo mismo. Usted la vio, Andrews, y usted también señor Torres, ¿qué opinan?
El español no estaba en disposición de decantarse por opinión alguna respecto a la debatida pintada, y le daba igual. Aunque no tuviera evidencia probatoria, estaba convencido de que a quien siguieron era al doctor indio, y seguro de que igual opinaría el inspector Andrews, de no ser por su empecinamiento en no exculpar a Tumblety. Por tanto, no podía haber matado a aquella mujer, al menos no a la primera, y entonces lo único que relacionaba al americano con los asesinatos era el autómata, en concreto la aparición de piezas de un autómata en Hanbury Street, donde murió la señora Chapman, y era un vínculo extraño, difuso, e inquietante en cuanto a lo que suponía tal relación.