Los iluminados (4 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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—Hacia el oeste.

—¡Bravo por la noticia!... ¿Me tomas por idiota?

—No.

—Te preguntaré de forma precisa, y no te andes por las ramas: ¿a qué ciudad vas?

—Al monte Carmelo.

—¡Ahá! Monte Carmelo. ¿Y dónde mierda queda?

—En Israel.

Escupió su nueva bola de tabaco apenas masticada. Tuvo un acceso de tos y empezó a darle manotazos al volante.

—¡Me estás tomando el pelo, hijo de perra!

—No, claro que no. —Los ojos de Bill se habían agrandado mientras su cuerpo se acurrucaba junto a la puerta del camión. —Sigo los pasos de...

—¡De quién!

—De Eliseo... Por eso voy al monte Carmelo.

—Pero dices que queda en Israel. ¿Cómo diablos piensas llegar a Israel montado en mi camión? No sé geografía, pero estoy seguro de que no queda en el oeste norteamericano, ¿ah?

—Aparecerá en mi camino. Eliseo también viajó hacia el oeste del Jordán.

—¿Qué Jordán?

—El río.

—No conozco el río Jordán. ¿Puedes hablarme en sencillo?

—Esta mañana, antes de caminar hacia la ruta, me despedí del Jordán... Bueno, un equivalente del Jordán.

El camionero suspiró hondo y se metió otro puñado de tabaco en la boca; después se lamió la mano hasta absorber los últimos residuos. Ahora masticaba con rabia; sus mandíbulas parecían las de un león devorando un ciervo. Ese muchacho era un caso de escopeta. Podría darse por satisfecho si no lo detenían por esconder a un loco.

Las montañas sugerían una acuarela que pronto cambiaría de color. Por el momento contrastaban las lejanas, de un gris azulado, con las próximas, verdes y hasta negras. A medida que avanzaban hacia la región desértica, se imponía el ocre. Atravesaron Walsenburg, Ludlow y Raton.

—¿Estuviste en el manicomio de Pueblo? —gruñó el camionero, impaciente.

Bill negó con la cabeza. “Se parece a Lincoln, pero es su contrario”, pensó.

Al atardecer, “Lincoln” se detuvo. Había que cenar y tomarse el debido descanso. Tras mandarse varias cervezas Lincoln se acomodó sobre la parte superior de la cabina, donde había un colchón, sábanas y frazadas. Bill lo hizo sobre el asiento, tapado con las mantas sobrantes. En Nuevo México las noches se tornaban más frías que en Colorado y había que tomar precauciones para no despertar enfermo.

Bill soñó el milagro a orillas del Jordán que tanto lo había impresionado. El bueno de Jack Trade se lo había contado con muchos detalles. Acompañaban al profeta unos hombres que deseaban construirse una cabaña de troncos. Provistos de pequeñas hachas, cortaban los árboles más altos y rectos y los derribaban uno tras otro con silbidos semejantes a los que el viento produce en las montañas. De pronto uno de los hombres, parado junto al borde del río, tuvo la desgracia de que su herramienta volase al agua. Empezó a gemir desconsolado: “¡Ay de mí! Era un hacha prestada”. Eliseo se arrimó afectuoso y pidió que le señalara el lugar exacto donde se había hundido. Lo miró con sus ojos ardientes, levantó un palo seco y lo arrojó al punto preciso. Se formó un torbellino cada vez más fuerte hasta que el hacha sumergida se elevó a la superficie. “Ve a recogerla”, ordenó el profeta. Bill se esforzaba por mirarle la cara, pero la túnica lo envolvía de la cabeza a los pies. Los hombres se arrojaron vestidos al sagrado Jordán rumbo al hacha flotante, pero cuando llegaron junto a ella se hundieron clamando ayuda. De la túnica brotó una risita macabra y Bill despertó transpirado. Sus dedos apretaban la gastada palanca de cambios.

Al día siguiente pasaron por las ciudades de Santa Fe y Albuquerque. En ésta el camión se detuvo unos segundos frente al río Grande.

—Su caudal crecerá mucho y se convertirá en nuestra frontera con México —explicó “Lincoln”—. Pero aquí es todavía un río mediano. Lo interesante de Albuquerque es su nuevo deporte; ¿te interesa? —Asomó el tabaco entre sus dientes de maíz. —Se trata de los globos. Mientras ahora el mundo prefiere los aviones, la gente de este lugar se dedica a los globos. Está bien, son conservadores. Arman una fiesta llena de color, que atrae a muchos turistas. Yo estuve en la fiesta. Se desprenden cientos de globos amarillos, rojos, azules, que juegan a recorrer el país mientras, abajo, los amigos y los idiotas sacan fotos. Como te das cuenta, no eres el único tarado del planeta.

—¡Hemos estado viajando hacia el sur! —se alarmó Bill al controlar por primera vez el mapa.

—Es la ruta más conveniente para llegar a Phoenix. De Pueblo bajamos al sur, en efecto. Entramos en Nuevo México y, siempre hacia el sur, llegamos hasta aquí. Ahora giramos francamente hacia el oeste, hacia Phoenix. ¿Qué te aflige?

—Yo quiero ir hacia el oeste, como Eliseo.

El camionero dio una furiosa palmada al volante.

—¡Siempre lo mismo!

Al cabo de una hora le explicó que no era Lincoln, como Bill lo había llamado en un par de ocasiones, sino Abraham Smith.

—Abraham, como Lincoln —insistió Bill.

—Abraham Smith. Smith. Pero puedes llamarme Aby.

Bill le contó entonces que se llamaba William Hughes, pero podía decirle Bill. Todos lo conocían por Bill.

Aby provenía de Kansas, donde vivía con su mujer, Rita, y tres hijos pequeños, el mayor de los cuales se parecía a Bill: iba a ser alto y también tenía ojos grises y pelo rubio.

—Ahora me contarás tu verdadera historia, Bill. Le sacudió amistosamente el brazo.

El muchacho meneó la cabeza.

—Es que mi historia recién comienza. Mejor dicho, está por comenzar.

—En el monte Carmelo... —se mofó Aby.

—Sí, en el monte Carmelo. Exactamente.

El hombre comenzó a pensar que su acompañante estaba poseído por una rara certeza. Aunque loco, algo potente lo guiaba. Introdujo la mano en el bolsillo de la puerta y sacó varios mapas.

—Bien. Fíjate y averigua dónde queda tu famoso monte Carmelo.

Bill recorrió con el índice el camino que venían haciendo y luego lo deslizó hacia el oeste. Llegó con rapidez a la costa de California. Leyó localidad tras localidad, desde San Diego hacia el norte. Se detuvo en un punto y apretó con la uña donde decía Carmel.

—¿Ahí? —Aby espió de costado.

—Dice Carmelo.

—Carmel a secas. Pero tú buscas el “monte” Carmelo. No es lo mismo, supongo.

—No.

—Entonces viajas sin rumbo.

Bill sonrió.

—De ninguna manera. Dios guía mis pasos.

—¿Ah, sí? Debería guiar mi volante —resopló Aby.

—Ya llegaré —porfió Bill.

—Ojalá, porque en Phoenix termina mi trayecto.

Dobló el mapa y lo devolvió al bolsillo de la puerta. La ruta se extendía como una boa azul por el desierto dorado. A lo lejos se elevaban promontorios de tierra dura que semejaban castillos en ruinas.

Ingresaron en una población de extraño nombre: Elephant City. El camino penetraba en su interior como si fuese la columna vertebral. A los lados emergían pequeños restaurantes, viejas estaciones de servicio y viviendas de una o dos plantas. Algunas construcciones se esmeraban en evocar la arquitectura de los indios con paredes de adobe amarillento y tirantes de madera oscura que sobresalían de los muros. Dejaron atrás un ancho cartel de Coca-Cola. De pronto Bill aferró la mano del conductor con tanta fuerza que le hizo girar el volante.

—¡Maldición! ¿Qué haces?

Bill tendía el índice hacia la izquierda, por delante de la cara de Aby.

—¡Es ahí! —La voz le salió disfónica, trabada por el júbilo.

—¿Qué puta cosa es ahí?

—Israel, el monte Carmelo.

Aminoró la marcha. Había una gran tienda azul de circo, delante de cuya entrada, orlado con banderitas, un cartel señalaba en irregulares letras de tamaño descomunal: “CRISTIANOS DE ISRAEL”.

El camionero se asombró por el sudor que brotaba en el rostro de Bill. Era la primera vez que lo veía tan exaltado.

—Se trata de una simple congregación religiosa. Nada más que eso.

—Israel... —balbuceó—. Dice Israel, monte Carmelo.

—¡Estás borracho! No es Israel. Tampoco dice “monte Carmelo”. A ver, ¿dónde mierda lees la palabra Carmelo?

—Yo me bajo aquí. —Recogió decididamente su bolso.

Aby adelantó la quijada, de repente tocado por la pérdida de un compañero con el que había empezado a encariñarse.

—Como quieras. ¡Pero qué ridículo! Esto es Nuevo México, no Israel.

—¡Me guía Dios! Hace un rato usted creía que yo me había perdido. —En su cara brillante de transpiración flameaba el triunfo.

—¿Has viajado dos largos días para meterte en esa carpa de vaya a saber qué cosa? ¿Perteneces a estos... cómo se llaman... —releyó las grandes letras— “cristianos de Israel”?

—Voy a Israel, al monte Carmelo. ¡Mi misión acaba de comenzar! Gracias por traerme.

Saltó a tierra.

Aby meneó la cabeza, accionó el guiño y se reintrodujo con lentitud en la ruta. Pero se detuvo enseguida, unos cien metros más adelante. Prendió las balizas y descendió. Tenía la camisa adherida a la espalda y los dientes mordían furiosos el tabaco. Bill lo esperó quieto y regocijado.

—Lamento que no me acompañes hasta Phoenix. Es una linda ciudad, mucho mejor que este pueblo de mierda. Hasta debe de haber mejores carpas.

—Tengo que quedarme aquí. —Se puso una mano sobre el corazón. —No se imagina todo lo que haré.

Aby pensó: “Pobre muchacho, qué loco está”, pero dijo:

—Cuídate.

Dio media vuelta y trepó a la cabina. Se quedó mirándolo por el espejo retrovisor. Bill se había parado frente al cartel y lo estudiaba como si fuese una catedral gótica. Las enormes letras parecían transmitir algo distinto de lo evidente. Luego avanzó por un sendero de lajas hacia una casa rodante sobre cuya negra superficie relucían cruces. Ahí debía de vivir el gurú, supuso Aby mientras introducía la chirriante primera.

Evelyn seguía recordando la mano de Bill guiando la suya, la tibieza que irradiaba su cuerpo, el roce de su cabello lacio. Evocaba sus camisas, pantalones y zapatos para que no se le esfumaran los detalles. Una imagen sucedía a otra, como en un álbum de fotos.

Dorothy se prestó a acompañarla en esa obstinada memoria. Inventaron un código para seguir refiriéndose a él, incluso cuando no podían hablar. De vez en cuando se deslizaban a su dormitorio, que la madre había decidido conservar en el mismo estado en que se hallaba la noche previa a su fuga: la Biblia abierta en el Libro de los Reyes, una remera colgada de la silla, el gorro sobre la mesa de luz, un zapato fuera de la caja. Evelyn solía acariciar la remera como si su textura equivaliese al cuerpo de Bill. Descubrió un lapicero de madera tallada y propuso a Dorothy que cada una se llevara un lápiz para seguir dibujando gatitos de dos circunferencias y bigotes risueños.

Bill había enamorado a Evelyn a la edad en que las niñas aún piensan en muñecas. Su brusca desaparición facilitó que lo idealizara. Lo extrañaba de manera tan confusa que, si hubiera tenido que describir su amor, lo habría asociado al que tenía por su padre, su madre, su hermano y su perrito faldero, todos juntos. Lo evocaba con un estremecimiento de fabulosa química, imposible de poner en claro a esa edad. Tenía la certeza de que era un príncipe con quien se casaría, que había debido ausentarse transitoriamente para arreglar asuntos de su reino. Tal vez le habían encargado conducir una batalla o vencer a un ejército de malhechores. Tal vez debía liberar a la princesa de un país vecino. Esas historias cursaban diferentes rutas y encendían sus mejillas.

El abuelo Eric, también convencido de que su nieto llevaría adelante una portentosa tarea, impidió que la familia radicara una denuncia para obligarlo a volver. Era seguro que la policía podría localizarlo en una o dos jornadas, pero ¿y después? Se negaría a someterse, gritaría, lucharía. En vez de llevarlo a su casa lo meterían en una cárcel. Todo eso, ¿para qué? Bill estaba sano y lúcido, quizá más lúcido de lo que captaban los hombres comunes. Había dejado una carta seca pero amable; era posible que pronto llegaran noticias alentadoras.

De la misma opinión era el reverendo Trade, quien releía encantado la breve nota de despedida porque hacía referencia a Eliseo y su túnica. El detalle no podía ser considerado menor. A su juicio, el joven respondía a un mandato de la Divina Providencia; sus pensamientos estaban enlazados con las Sagradas Escrituras. No era sensato resistirse a la Providencia.

El doctor Sinclair, en cambio, sostenía que estaba perturbado por secuelas de la encefalitis y aún podía cometer disparates. Todavía no había recuperado el equilibrio.

—¿Quién tiene pleno equilibrio en este mundo? —se enfadó Eric—. ¿Usted?

La familia Hughes quedó bloqueada entre los consejos del reverendo y el diagnóstico de Sinclair. Para algunos de sus amigos no padecía secuela alguna ni tampoco estaba la Providencia detrás de su conducta: era una simple rebelión de adolescente. Bill siempre había sido revoltoso y provocador. Por otra parte, a su edad miles de jóvenes se marchan a la universidad o a trabajos alejados; ¿qué sentido tenía preocuparse?

Sus padres repitieron para tranquilizarse: ¿qué sentido tenía preocuparse?

Se preocupaban, claro que sí. Pero nada hicieron para acelerar una solución, sino esperar y llorar en secreto, como dicen que hacían los indios cuando los paralizaba la tragedia.

Cuando Bill terminó de demostrar todo cuanto sabía sobre la vida y los milagros de Eliseo, el pastor Asher Pratt y su esposa, Lea, intercambiaron una mirada cómplice. No necesitaban referencias adicionales para contratarlo. Su tarea incluiría todos los servicios. Lea abrió sus bellas manos y prometió, enigmáticamente, hacerle conocer el monte Carmelo.

Bill quiso saber qué significaba “todos los servicios”.

Ella cambió de tema.

—Ese monte está próximo, ya verás.

A Bill le impresionó la mirada de Lea, fuerte como un relámpago.

La carpa era el templo de la congregación fundada por Asher y su mujer. Tenía la forma de un circo ambulante, con dos mástiles centrales y tres docenas de soportes en torno de la circunferencia. El piso era de tierra apisonada, con una alfombra roja en el pasillo central. A sus lados se alineaban sillas plegadizas. Tras el púlpito colgaba una cruz de latón iluminada por una lámpara de aceite. Junto al estrado, protegida con una verja, relucía una caja dorada cubierta por grandes plumas de pavo real.

—Sigo el modelo de Moisés en el desierto —explicó Asher.

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