La analogía resultaba incomprensible.
—Durante la travesía del desierto —agregó el pastor— los israelitas transportaron el Arca de la Alianza construida por el artista Bezalel. Ahí la tienes. —Señaló la caja cubierta de plumas. —Su tinte dorado indica que su contenido es más valioso que el oro. Las plumas evocan a los arcángeles que en el templo de Salomón hacían guardia permanente.
—¿Qué hay adentro? No me va a decir que están las tablas de la Ley.
Asher frunció el entrecejo ante la insolencia.
—En tiempos de Moisés el Arca de la Alianza guardaba las tablas de la Ley, en efecto, pero ahora contiene algo más sagrado aún. Por eso nadie, nadie, ni siquiera yo, debe abrirla.
Bill aplicó su mirada al sagrado objeto y se acercó.
—¡Tampoco tocarla! —Asher levantó una mano como advertencia; luego se frotó las yemas. —¿No sientes algo extraño, una suerte de presión subterránea que corre bajo la piel?
Bill cerró los ojos para concentrarse.
—Intenso y sutil —añadió Asher.
Bill también se frotó las yemas de los dedos y notó que lo recorría un suave capullo de algodón.
—¿Quieres saber qué contiene el Arca? Abrió los ojos.
—Por supuesto.
—Nada material. No están los Diez Mandamientos esculpidos en piedra, sino algo tan sublime como un fragmento del espíritu del Todopoderoso. Su energía se expande a toda la carpa y a los feligreses que oran.
—El espíritu del Señor acompañaba a los profetas.
—Así es.
—Y les permitía realizar milagros.
—Tal cual. Los milagros son siempre obra del Señor; nosotros, apenas sus humildes instrumentos. No lo olvides. Bill tendió la mano hacia el Arca.
—¡No la toques!
—No iba a hacer eso: la pongo por testigo.
—¿De qué?
—De que pronto también yo realizaré milagros.
Asher comprimió la mandíbula. Ese joven, ¿era un fabulador o un inspirado?
—¿Qué quiere decir “pronto”? —Habló en tono exigente. —¿Una semana, un mes, un año?
—Cuando recoja el manto de Eliseo.
—¿Dónde, si se puede saber?
—No es un secreto.
—Dímelo, entonces.
—En el monte Carmelo.
—Ah...
Desde que Asher y la coqueta Lea contrataron a Bill para todo servicio, le fijaron deberes y derechos. Eso contribuiría a mantener acotada su impaciencia.
La casa rodante pintada con llamativas cruces blancas sobre fondo negro había sido acondicionada para albergar el dormitorio, la cocina y una biblioteca. No había lugar para Bill, así que éste armó su cuarto en un rincón de la carpa con unos metros de lona y cinco estacas. Compartía las comidas de la pareja sentado a la mesa de fórmica adosada a la pared del vehículo. Asher pronunciaba la oración de gracias antes de levantar el primer bocado. Las cenas eran livianas, compuestas por verduras, pescado o pollo. El desayuno, en cambio, más abundante: café, pan, huevos revueltos, tocino, jugo de naranjas y una tabla de quesos. Pero así como los tres se reunían puntualmente para cenar, a veces el pastor tardaba en llegar al desayuno: amanecía dormido, con los párpados hinchados y la lengua torpe, como si lo hubieran apaleado las pesadillas. Entonces Lea le zarandeaba el hombro, le tiraba dulcemente del cabello y le recordaba que debía rezar y comer. Asher obedecía como un autómata, balbuceaba la oración y masticaba con mandíbula floja.
Bill barría la carpa, ordenaba las sillas y hacía compras en el almacén según una lista que le entregaba Lea. También limpiaba la cucha de los dos perros doberman que montaban guardia junto a la casa rodante. Nada le parecía pesado o indigno, porque se acercaba la apoteosis. Eliseo, calvo como su abuelo Eric, se le aparecía en algunos sueños para asegurarle que marchaba por la buena senda.
Las actividades físicas se complementaban con el premio de las excitantes acciones espirituales de visitar a los feligreses en compañía del pastor. Lea les recordaba a quiénes debían ver en base a su extraordinaria intuición y memoria; insistía en que no era cosa de perder el tiempo, sino de generar el júbilo de los feligreses que los estaban esperando con la misma ansiedad que los leprosos a Cristo. Asher llevaba en su bolsillo un cuaderno doblado en el que anotaba las impresiones que causaba en cada uno de sus seguidores y las tareas que podría implementar más adelante para aumentarles el fervor.
A poca distancia de la carpa corrían las vías del tren. En determinados horarios —una de la tarde y tres de la madrugada— pasaba raudo como una centella, pitando y echando humo ardiente. Hacía temblar los alrededores. Sólo a las siete de la tarde se detenía en Elephant City por tacaños minutos. Barreras rojinegras bajaban a tiempo para que ni peatones ni vehículos fuesen atropellados por las ruedas de acero. En esa pequeña ciudad nunca olvidaban los dos accidentes que habían costado cinco vidas. Su estrépito era parte del ritmo cotidiano: quienes estaban cerca miraban arrobados las ventanillas fugaces, y quienes se encontraban lejos oían el pito y ponían en hora el reloj.
Las actividades de la iglesia Cristianos de Israel tenían lugar dos veces por semana en forma modesta. Pero el domingo estallaba la exaltación. Acudían familias enteras, con hijos, abuelos, tíos, sobrinos, perros, loros y gatos. A Bill se le instruyó que acompañara a Lea en la entrada; ambos daban la mano en nombre del Señor a cada concurrente, acariciaban la cabeza de los niños y deseaban buena salud a los ancianos. También la seguía durante y al final de los servicios con bandejas donde los fieles depositaban sus ofrendas. Casi siempre se producía un lleno completo y a menudo quedaba gente de pie junto a los bordes de la carpa.
Asher aparecía solemne, imponía silencio y hablaba con elocuencia. Sus manos se agrandaban y parecían estirarse hasta el feligrés más alejado. Por lo general mantenía los tonos dulces, pero de súbito explotaba en gritos de advertencia. Y el contraste erizaba los pelos.
Bill advirtió que Asher siempre empezaba con alguna anécdota de la vida cotidiana en Elephant City. Describía el suceso espolvoreándolo de incógnitas y enseguida formulaba preguntas que nadie, por supuesto, se atrevía a contestar. A continuación relacionaba esa breve historia con el plan de Dios, para entender si lo favorecía o contrariaba.
El pastor insistía en que sólo su congregación caminaba por el recto sendero de la verdad. Como prueba de ello estaba delante de todos la magnífica Arca de la Alianza con un fragmento del espíritu divino en su interior. En ninguna otra iglesia habían logrado una réplica tan perfecta del Tabernáculo, ni siquiera los católicos, ni siquiera los mormones.
—Siéntanse orgullosos de pertenecer a esta Casa del Señor —proclamaba—. Somos los auténticos cristianos de Israel, la más pura expresión del pueblo elegido. A pocas personas les es dado entender el privilegio que nos ha conferido la Providencia. Formamos parte del Israel de la Biblia. ¡Pero no somos judíos, Dios nos salve! Somos cristianos, los verdaderos, los descendientes de patriarcas, profetas y apóstoles.
Bill absorbía su mensaje con embeleso. Las interpretaciones que daba a las Sagradas Escrituras sonaban excitantes. Según Asher, los genuinos israelitas eran solamente los descendientes del antiguo reino de Israel, porque sólo en ese reino, y no en el de Judá, se concentraron casi todas las tribus que Moisés liberó de Egipto. Relataba que unos setecientos años antes de Cristo se produjo la invasión de los crueles asirios en el norte de Canaán, donde estaba el purísimo reino de Israel. Los asirios destruyeron las ciudades y forzaron el exilio de sus habitantes. Por medios violentos los empujaron hacia las montañas del Cáucaso, donde había sido encadenado el pagano Prometeo. Levantaron puestos de vigilancia a cargo de guerreros sanguinarios para impedir su retorno a Canaán. Millares de israelitas fallecieron como consecuencia del frío y el hambre, pero otros tantos consiguieron desplazarse hacia el oeste, hacia Europa. Eran blancos y rubios; eran bellísimos en comparación con los brutales asirios.
—Blancos, rubios y bellísimos como nosotros. ¡De ellos descendemos!
Muy diferente fue el destino del reino de Judá, en el sur —continuaba—, que fue destruido un siglo y medio después por el babilonio Nabucodonosor. Sus habitantes ya se habían mezclado con vecinos repelentes como los moabitas, amalecitas e idumeos. Los prístinos rasgos del pueblo elegido se habían borrado bajo el maremoto de las mezclas raciales: conformaron lo que ahora conocemos y despreciamos bajo el nombre de judíos. Nabucodonosor los deportó a orillas del Éufrates y allí se mezclaron peor, con las sucias y lascivas mujeres de Babilonia y de Persia. Se transformaron en una comunidad de infieles y perversos. Se mutaron en la esencia del Mal; por eso se ocuparon más adelante de perseguir, torturar y crucificar a Cristo.
—Los judíos no son Israel —afirmaba—, no descienden de las diez tribus perdidas, no cuentan con la bendición del cielo. ¡Israel somos nosotros!
En Pueblo jamás Bill había oído algo semejante. Allí se había constituido una numerosa comunidad de origen hispano y católico. El resto eran asiáticos, irlandeses, judíos, negros y estadounidenses del este o el oeste. La pluralidad estaba garantizada, aunque no faltaron quienes pretendieron sembrar el odio. Aún se recordaba lo ocurrido en las minas de carbón pertenecientes a Rockefeller que culminaron en la llamada “masacre de Ludlow”. Después se establecieron fundiciones de acero cuyas chimeneas se mantienen como obeliscos que rememoran otras luchas desafortunadas. Las turbulencias eran la oportunidad que los fanáticos habían aprovechado para exaltar el prejuicio.
Las familias de Evelyn y de Bill estuvieron al margen de semejante flagelo; hasta incluían hispanos entre los parientes. El padre de Evelyn era periodista y trabajaba en
The Pueblo Chieftain;
su madre enseñaba español en la universidad. Sus vecinos y amigos —algunos católicos, otros metodistas— también eran amigos de los Hughes.
Bill escuchó desde pequeño al pastor Jack Trade, que predicaba el amor entre los seres de buena voluntad con una voz tan dulce que no parecía concordar con su cara huesuda. Pero los fragmentos de esas prédicas entraron en colisión con los cañonazos del reverendo Asher Pratt, crudamente deflagradores. Al principio le sonaron como una explosión inverosímil; después, como algo que debía de ser cierto; pronto, como la única versión que merecía crédito y prédica. El viejo Jack Trade se redujo a un ingenuo dato de infancia. En cambio, le producían creciente fascinación las palabras de Asher. Tenían gusto a pan caliente, a transgresión. A menudo abandonaban la coherencia, pero ¡qué importancia tenía la coherencia, si exaltaban el corazón! ¡Para qué la fidelidad a ciertos versículos, si la nueva historia trompeteaba fuego!
Por consejo de Lea, Bill mejoró su pequeño hábitat. Lavó y emparejó metros de arpilleras para tenderlas como alfombra; sobre ellas puso un blando colchón de lana. Lea le proveyó más sábanas limpias, almohada y frazadas. En el depósito descubrió una mesita que instaló junto a su lecho y sobre ella ubicó una jofaina de porcelana y su cepillo de dientes. También encontró en el depósito un bate de béisbol, revistas viejas y un velador, que incluyó en su mobiliario. En comparación con la austeridad que distinguía a los profetas, su cubículo era un palacio.
La mujer volvió a decirle, con un relumbrón de los ojos, que no había olvidado la promesa de llevarlo al monte Carmelo, donde podría recoger el manto del profeta. Bill advirtió que había empezado a peinarse con coquetería y cargaba mucho
rouge
en sus sensuales labios.
Se dormía imaginando el momento en que treparía el monte y lo rodearían luces y sensaciones, aunque a menudo los hechos muy deseados finalmente se cumplen de una manera distinta. El Carmelo no podía ser como los demás montes, pensaba. Tanto Eliseo como su maestro Elías lo habían elegido por sus características excepcionales. Se trataba de un sitio elevado, sin duda, pero turgente de misterio. Entre su vegetación debían abrirse delicados senderos donde el polvo aún vibraba bajo las huellas que dejaron las sandalias de los iluminados. Las rocas debían ser altares, porque sobre ellas los sanguinarios sacerdotes de Baal carneaban niños hasta que Elías los derrotó y expulsó con una tormenta purificadora.
¿Podía ser el Carmelo como las escarpadas montañas que había visto desde la ventanilla del camión de Aby? Algunas parecían monstruos, otras parecían castillos. No, debía de ser mucho más. En cuanto a la lechosa túnica (Lea lo había acostumbrado a decir “lechosa” en vez de “blanca”), trataba de adivinar su textura, su olor, su temperatura. Debía de producir un encantamiento parecido al rojo manto de Jesús.
Día tras día y noche tras noche aguardaba su viaje. Ya rondaba por las cercanías, según la grávida voz de Lea. Mientras, se dedicaba a incorporar las pasmosas verdades de Asher.
Lo dejó frío escuchar su teoría sobre el primer hombre. Supuso que se limitaría, como el pastor Jack Trade, a narrar la conocida historia de Adán y Eva. Pero Asher apoyó la Biblia sobre su cabeza como si fuese un solideo que le derramaba poder y gritó que Adán fue el primer hombre “blanco”, no el primer hombre a secas. Fue la corona gloriosa de la Creación, no el padre de todos los seres que equivocadamente llamamos humanos. Porque antes de Adán, antes de que el Señor lo crease de la arcilla con su divino soplo, ya existían seres parecidos pero no idénticos a él. Eran borradores horribles, bípedos preadámicos que tenían que haber desaparecido hacía rato.
—¡Son los que desencadenan las desgracias del mundo y obligan a que el Señor castigue con terremotos, diluvios y epidemias! Habían llenado el universo de abominaciones y el Señor produjo el gran Diluvio. Pero el Diluvio no consiguió ahogarlos a todos, desgraciadamente: algunos se refugiaron en las cimas del Himalaya y dieron origen a los mogoles y mongoloides; otros, en las montañas de África, y produjeron la abyecta raza de los negros; un tercer grupo sobrevivió en las altas cuevas de la cordillera de los Andes y fue la semilla de los indios y los hispanos. Todos son inferiores, apenas despreciables proyectos de hombres, no hombres cabales. No integran la humanidad verdadera. No descienden del blanco y perfecto Adán creado por el Señor en el día sexto. Por eso en nuestra congregación, que se denomina Iglesia de los Cristianos de Israel, no aceptamos negros ni hispanos ni chinos ni indios ni judíos. Conforman la hez. Envidian nuestra superioridad. Y su más intenso deseo es corrompernos mediante las cruzas raciales.