—¡Nadie se mueva! —amenazó Wilson con rabia, el arma extendida y ansiosa—. ¡Quieto, Damián!... Serán mis rehenes.
—¡Muérete, hijo de puta! —chilló Pinjás mientras hacía certero fuego y se dejaba caer entre los asientos para esquivar la respuesta.
Damián se desprendió de Evelyn, saltó por sobre las butacas y se inclinó sobre Wilson, derribado junto a la pared. Le levantó la cabeza. El frustrado libertador de Cuba daba sus últimas bocanadas, los ojos desorbitados por el asombro.
Los disparos orientaron a los policías, que irrumpieron con sus uniformes negros de humo y las confusas linternas rayando el aire. El octaedro se llenó de la picazón del incendio, que se expandía veloz por el resto del edificio. También entraron bomberos.
Damián trepó hasta el altar instalado sobre el Arca y desató a la anestesiada Mónica, de cuya nariz brotaba aún el olor del cloroformo que Bill la había forzado a inhalar. Evelyn se le puso al lado, llorando desconsoladamente.
Una de las ambulancias que esperaban en el perímetro, rodeadas por carros de policías, recibió al esposado Pinjás. Otra se llevó los cadáveres de Bill y Wilson. Una tercera evacuó a Mónica, de quien ni Evelyn ni Damián accedieron a separarse.
Dos horas más tarde la CNN utilizó la palabra
blitzhrieg
para explicar los sucesos que habían dado fin a los Héroes del Apocalipsis. En su informe unían el súbito comienzo de las acciones y su trágico final. Pero de inmediato brotaron comentaristas que derramaban datos y opiniones sobre sectas, milicias, racismo y narcotráfico. Uno de ellos —poco interesante para audiencias masivas— apeló a la “moda Shakespeare” para enfatizar la muerte de los principales protagonistas en el final de la última escena.
No he vuelto a utilizar el grabador desde que regresamos a Buenos Aires.
Ayer la organización HIJOS efectuó un multitudinario escrache frente a la casa de Tomás Oviedo. Sus abogados se esmeran en impedir que prosperen las causas que han empezado a estallar en cadena desde que se hizo pública la identidad que enlutó a cientos de familias. Es probable que el escurridizo Abaddón termine encarcelado, pero debido a las actividades ilegales que realizó junto a Wilson, y no por las torturas y los asesinatos que le dieron fama durante la dictadura. De todos modos, se ha terminado su impunidad. Y aunque la justicia tarde en sancionarlo, ya no puede caminar tranquilo por la calle.
En cierta forma se ha saldado la deuda que tenía con mis padres. Ese criminal organizó los allanamientos de nuestra casa, el secuestro y el tormento de papá; el secuestro, las torturas y la muerte de mamá; el asesinato sin juicio previo de mi hermana; en fin, la inclemente destrucción de mi familia. Me siento aliviado, como si hubiese llegado al final de un viaje turbulento. El verdugo es denunciado no sólo por su saña con la familia Lynch, sino por las numerosas injusticias que cometió en su “patriótica” carrera. Paga una cuenta que va más allá de mi intimidad: es una cuenta con la Historia.
Pero junto a ese alivio siguen otras pesadumbres y no cesan de martillarme viejas y nuevas conjeturas. ¿Quiénes fueron en realidad Bill Hughes y Wilson Castro? ¿Fue tan productiva y lógica su larga alianza? ¿Qué generaba su mutua y ambivalente simpatía? ¿Hay delirio en las páginas de Dorothy, o su confesión fue descarnadamente objetiva? También me pregunto, desde luego, si existe la objetividad en temas como el amor, el sexo, los intereses y el miedo. Aún me suena irreal que Bill haya intentado sacrificar a Mónica con la excusa del precedente bíblico. ¿Hasta dónde llegaba su alienación? ¿No habría querido desplegar un show grandioso, como los que solía hacer en Elephant City? En aquellas ocasiones la multitud festejaba sus milagros. Quizás el hombre extrañaba su antiguo poder, y la captura de la fortaleza por parte de los agentes federales desencadenó un deseo absurdo. Muchos deseos son absurdos.
Recuerdo al provocativo Charles Baudelaire. Creo que dijo algo así: “El delito, de cuyo placer se ha teñido el animal humano en el vientre de su madre, es originariamente natural... La virtud, por el contrario, es artificial, sobrenatural”.
Hay un hilo que une las cuentas del poder, la codicia, la represión, las reivindicaciones sangrientas y el fanatismo religioso. Pueden cambiar de aspecto, pero no de esencia. Mónica cumplió el papel de Ariadna, aunque involucrada brutalmente: sin saberlo me condujo al laberinto y allí no descubrí un Minotauro, sino tres. Bill, Wilson y Abaddón conforman una advertencia sobre peligros manifiestos o latentes. Son individuos dispuestos a provocar catástrofes si ello conviene a sus objetivos. Ponen por encima del respeto al semejante su corona de “misión”. No ven, ni les importan las contradicciones entre el mal que desencadenan y el presunto bien que exige su trastorno ególatra. En términos simples podría decirse que tienen sangre de delincuentes. Están en todas partes, caminan a nuestro lado. Y no debemos dejarlos ascender.
Necesito metabolizar tantas preguntas, vivencias, asombro. Debo darme tiempo. He tragado cascotes.
Damián apaga el grabador, lo apoya sobre la mesa rodeada por sillones de mimbre y paladea un vaso de vino. Está en la terraza de la residencia de San Isidro, desde donde ve cómo el sol desciende sobre los espejos rotos del río de la Plata. Pronto se le unirá Mónica, aún turbada por los sucesos.
En pocos días Mónica fue arrastrada a un terremoto emocional cuya sucesión de estampidos abruma. Le amputaron la pertenencia al demostrarle que sus padres no eran sus padres, sino sus tíos. Poco antes su madre adoptiva había entrado en coma. Luego ella estuvo a punto de ser sacrificada por un hombre en estado de aguda alienación. Su padre adoptivo y su padre biológico cayeron en un tiroteo del que no tuvo registro porque estaba bajo anestesia forzada, pero cuando se lo contaron apenas pudo entender. O prefirió no entender. En su espíritu se alzaron las olas que pretendían ayudarla mediante la expulsión de la realidad. Pérdidas y sorpresas de esa magnitud astillan la mente y conducen a eclipses de locura. En medio de tamaño bombardeo recuperó a su madre biológica y además mantuvo el amor intenso de Damián. Sus uñas se prendieron a la cordura dolorosa y entró en el corredor del duelo. Sufría y, poco a poco, tuvo acceso a un espacio que al principio le resultaba improcedente, indigno: su reconciliación con la vida y las desconcertantes aventuras que depara.
Antes de regresar a Buenos Aires conversó con Evelyn durante horas, primero en el hotel de Little Spring y luego en otro más confortable, en los aledaños de Houston. Se aplicaron a desenredar los nudos de sus respectivas existencias. No podrían separarse sin cumplir esa tarea tan penosa. En la boca se instalaba un sabor agridulce al reconocer equívocos, mentiras, pasiones y también ardorosos afectos. Juntas penetraron fosas abismales. A menudo necesitaron tomarse de las manos y hurgar en sus idénticos ojos de verde primaveral. Se abrazaban y se besaban. Y se volvían a abrazar. Evelyn sentía el bello cuerpo de su hija y Mónica palpaba la fragilidad de su sufrida madre. Las emocionaba beber en el manantial de un afecto que les había sido vedado. Así debía de haber sido el reencuentro de hijos arrancados de sus padres por los genocidios de Europa, de la Argentina, de cualquier parte.
Lágrimas incontenibles acompañaron los tramos dedicados a Bill, Wilson, Dorothy y sus cenagosos derroteros. Wilson fue un padre autoritario y devoto; Bill, un líder potente y arriesgado. En cuanto a Dorothy, fue bondadosa, pero tan inmadura como Evelyn en su juventud. Pero ya no querían juzgar: sólo entender. Y tampoco eso, porque hay cosas que no se entienden. Entonces compartir. Sí, compartir.
Mónica rogó a Evelyn que se trasladase con ella a Buenos Aires. Ambas se necesitaban y ambas se sentían quebradas por los derrumbes. Era imprescindible que Evelyn se alejase de Little Spring, de Texas y de todo aquello que evocaba su sometimiento. Tampoco debía regresar a la ciudad de Pueblo, donde sería aplastada por los recuerdos tristes. Al principio Evelyn estuvo de acuerdo, pero luego se retractó. Le daba miedo el cambio y entró en un círculo de dudas. Finalmente resolvió quedarse en los Estados Unidos, dedicada a obras de caridad, pero sin descartar la posibilidad de reunirse con su hija en el futuro.
Otro de los cascotes trabados en la garganta de Damián es Dorothy. Evoluciona lentamente, pero al revés: en lugar de recuperar salud, tiende a la desintegración. Su daño pulmonar y encefálico se potenció y dos veces estuvo a punto de expirar. La rescataron a duras penas; su pronóstico no deja resquicio a la esperanza. Mientras Damián y Mónica permanecían en los Estados Unidos la llevaron a un servicio especializado en Houston. Pero Mónica no se resignó a tenerla lejos y logró su traslado a una clínica de Buenos Aires, donde agoniza en forma interminable; exhibe la impúdica degradación que sufre el cuerpo desprovisto de llama. El único consuelo para Mónica es que su estado de inconsciencia la haya librado del huracán.
Damián se acerca a la balaustrada a cuyas columnas se prenden rosas trepadoras. Hace una hora y media, mientras revisaba su correo electrónico, encontró un mensaje de Victorio, con quien se escribe semanalmente. Zapiola vive en Washington, adonde fue trasladado por sus superiores. Lo ascendieron por sus servicios en Buenos Aires, Galveston y Little Spring. Sin duda no volverá a la Argentina mientras cumpla funciones. Así lo aconsejan las razones de seguridad, pero Victorio está cansado de guerra y ansía jubilarse.
El sol sigue bajando sobre el horizonte del río. Se oyen los pasos de Mónica. En unos segundos se sentará a su lado y juntos contemplarán el mágico paisaje. En esta misma terraza, apoyados sobre la balaustrada, bebieron champán en aquella fiesta que ahora parece de otro mundo. Esa noche, ella le explicó que era el más hermoso puesto de observación de la casa; ahora Damián lo comprueba. Pero aquella noche apenas se adivinaban las ondulaciones del parque y los somnolientos faroles de las naves que surcaban las aguas del Delta. A unos metros lucían ordenados los mismos sillones de mimbre. Mónica le expresó entonces cuánta felicidad le producía verlo en esa caprichosa celebración organizada por Wilson. Se acariciaron los dedos y se dijeron el amor que los ligaba. Luego descubrieron que del cielo estrellado se desprendía un meteorito y, aunque ninguno de los dos era supersticioso, cedieron al ritual de formular un deseo.
El sol ya se ha sumergido casi por completo. Las nubes que lo coronan se tiñen de rojo y añil. Damián bebe otro sorbo y, extrañamente, piensa en las armonías que aún conserva el universo.
¡Ahí llega su amor! Sonríe... ¡ha vuelto a sonreír! Su renaciente alegría lo conmueve.