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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Los límites de la Fundación (4 page)

BOOK: Los límites de la Fundación
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—Conozco el camino.

—Y que le protejamos hasta llegar a ella.

—¿De qué? ¿O de quién?

—De cualquier multitud que pueda reunirse.

—¿A medianoche?

—Por eso hemos esperado hasta medianoche, señor. Y ahora, señor, por su propia seguridad, debo pedirle que venga con nosotros. Puedo decirle, no como amenaza, sino como información, que estamos autorizados a emplear la fuerza si es necesario.

Trevize reparó en los látigos neurónicos con que iban armados. Se levantó con lo que esperaba fuese dignidad.

—A mi casa, pues. ¿O descubriré que van a llevarme a la cárcel?

—No hemos recibido instrucciones de mentirle, señor —dijo el teniente con un orgullo propio.

Trevize comprendió que estaba en presencia de un profesional, que exigiría una orden directa antes de mentir, y que incluso entonces su expresión y tono de voz le delatarían.

Trevize dijo:

—Le pido perdón, teniente. No quería dar a entender que dudaba de su palabra.

Un vehículo de superficie les aguardaba en el exterior. La calle estaba vacía y no había indicios de hombre alguno, mucho menos de una multitud, pero el teniente no había faltado a la verdad. No había dicho que en el exterior hubiese una multitud o que fuera a congregarse. Se había referido a «cualquier multitud que pueda reunirse». Sólo había dicho «pueda».

El teniente mantuvo cuidadosamente a Trevize entre sí mismo y el vehículo. Trevize no habría podido escabullirse y huir. El teniente entró después de él y se sentó a su lado en la parte trasera.

El coche arrancó.

Trevize dijo:

—Una vez esté en casa, supongo que podré hacer lo que quiera…, que podré marcharme, por ejemplo, si así lo deseo.

—No tenemos órdenes de obstaculizar sus movimientos, consejero, en ningún sentido, excepto en el caso de que supongan un peligro para usted.

—¿Un peligro? ¿Le importaría concretar un poco más?

—Tengo instrucciones de comunicarle que una vez esté en su casa, no podrá salir de ella. Las calles no son seguras para usted y yo soy responsable de su seguridad.

—Quiere decir que estoy bajo arresto domiciliario.

—No soy abogado, consejero. No sé lo que eso significa.

Desvió la mirada hacia el frente, pero su codo tocó el costado de Trevize. Trevize no habría podido moverse, ni siquiera un poco, sin que el teniente lo notara.

El coche se detuvo ante la pequeña casa de Trevize en el suburbio de Flexner. En ese momento no vivía con nadie, Flavella se había cansado de la vida irregular que su cargo de consejero le obligaba a llevar, y no esperaba que nadie estuviera aguardándole.

—¿Puedo bajar? —preguntó Trevize.

—Yo bajaré primero, consejero. Le escoltaremos hasta dentro.

—¿Por mi seguridad?

—Sí, señor.

Dos guardias esperaban en el vestíbulo. Había una lamparilla encendida, pero las ventanas habían sido opacadas y no se veía ninguna luz desde el exterior.

Durante un momento se sintió indignado por la invasión y después se encogió de hombros. Si el Consejo no podía protegerle en la misma Cámara del Consejo, era evidente que su casa no podía servirle de fortaleza.

Trevize dijo:

—¿A cuántos de ustedes tengo aquí? ¿A un regimiento?

—No, consejero —dijo una voz, recia y firme—. Sólo hay una persona aparte de las que ve, y hace mucho rato que le espero.

Harla Branno, alcaldesa de Términus, apareció en el umbral de la puerta que conducía al salón.

—¿No le parece que ya es hora de que hablemos?

Trevize la miró con asombro.

—Todo este jaleo para…

Pero Branno le interrumpió con voz baja y enérgica:

—Silencio, consejero. Y ustedes cuatro, fuera. ¡Fuera! Aquí todo irá bien.

Los cuatro guardias saludaron y giraron sobre sus talones. Trevize y Branno se quedaron solos.

2. Alcaldesa
5

Branno había esperado una hora, reflexionando fatigosamente. Hablando con propiedad, era culpable de allanamiento de morada. Lo que es más, había violado, de forma totalmente inconstitucional, los derechos de un consejero. Según las estrictas leyes que establecían las prerrogativas de los alcaldes, desde la época de Indbur III y el Mulo, hacía casi dos siglos, podía ser inculpada.

Sin embargo, ese preciso día y durante veinticuatro horas no podía cometer ninguna equivocación.

Pero pasaría. Se agitó con nerviosismo.

Los primeros dos siglos habían sido la Edad de Oro de la Fundación, la Era Heroica; al menos retrospectivamente, si no para los desdichados que vivieron en una época tan insegura. Salvor Hardin y Hober Mallow fueron los dos grandes héroes, semidivinizados hasta el punto de rivalizar con el incomparable Hari Seldon en persona. Los tres constituían un trípode sobre el que descansaba toda la leyenda de la Fundación (e incluso la historia de la Fundación).

No obstante, en aquellos días la Fundación sólo era un mundo insignificante, con un tenue dominio sobre los Cuatro Reinos y únicamente una idea aproximada del grado de protección que el Plan Seldon ejercía sobre ella, defendiéndola incluso contra los restos del potente Imperio Galáctico.

Y a medida que aumentaba el poder de la Fundación como entidad política y comercial, disminuía la importancia de sus gobernantes y combatientes.

Lathan Devers había sido casi olvidado. Si por algo se le recordaba, era por su trágica muerte en las minas de esclavos más que por su innecesaria pero triunfal lucha contra Bel Riose.

En cuanto a Bel Riose, el adversario más noble de la Fundación, también había sido casi olvidado, eclipsado por el Mulo, el único de todos sus enemigos capaz de truncar el Plan Seldon y vencer y dominar a la Fundación. Sólo él era el Gran Enemigo; en realidad, el último de los Grandes.

Pocos recordaban que el Mulo había sido derrotado, en esencia, por una sola persona, una mujer, Bayta Darell, y que había logrado la victoria sin ayuda de nadie, sin siquiera el apoyo del Plan Seldon.

También se había casi llegado a olvidar que su hijo y su nieta, Toran y Arkady Darell, derrotaron a la Segunda Fundación, consiguiendo que la Fundación, la Primera Fundación, recuperase la supremacía.

Estos triunfadores de tiempos recientes ya no eran figuras heroicas. Los tiempos se habían vuelto demasiado expansivos para hacer otra cosa que reducir a los héroes a ordinarios mortales. Además, la biografía de Arkady sobre su abuela la había convertido de heroína en personaje de novela.

Y desde entonces no había habido héroes; ni siquiera personajes de novela. La guerra kalganiana fue el último momento de violencia que afectó a la Fundación, y ése fue un conflicto de poca relevancia.

¡Casi dos siglos de virtual paz! Ciento veinte años sin el más leve arañazo en una sola nave. Había sido una paz buena, Branno lo reconocía, una paz beneficiosa. La Fundación no había constituido un Segundo Imperio Galáctico, según el Plan Seldon, sólo estaba a medio camino de hacerlo, pero, como la Confederación de la Fundación, ejercía un fuerte control económico sobre un tercio de las diseminadas unidades políticas de la Galaxia, e influía en lo que no dominaba. Había pocos lugares donde «Soy de la Fundación» no causara respeto. Nadie tenía más alto rango en todos los millones de mundos habitados que el alcalde de Términus.

Este seguía siendo el título. Había sido heredado del caudillo de una ciudad pequeña, aislada y casi olvidada en el límite de la civilización, casi cinco siglos antes, pero a nadie se le ocurriría cambiarlo o darle un átomo de sonido más glorioso. Sólo el casi olvidado título de Majestad Imperial podía rivalizar con él.

Excepto en la propia Términus, donde los poderes del alcalde estaban cuidadosamente limitados, el recuerdo de los Indbur aún perduraba. No era su tiranía lo que el pueblo no podía olvidar, sino el hecho de que habían perdido frente al Mulo.

Y allí estaba ella, Harla Branno, la más fuerte desde la muerte del Mulo (ella lo sabía) y únicamente la quinta mujer en ocupar el cargo. Sólo ese día había podido utilizar abiertamente su poder.

Había luchado por su interpretación de lo que era correcto y lo que debía serlo, contra la tenaz oposición de quienes aspiraban al prestigioso Interior de la Galaxia y al aura del poder Imperial, y había vencido.

Aún no, había dicho. ¡Aún no! Lanzaos demasiado pronto hacia el Interior y perderéis por esta razón y aquélla. Y Seldon había aparecido y la había respaldado con un lenguaje casi idéntico al suyo.

Esto la había hecho, por una vez y a juicio de toda la Fundación, tan sabia como el propio Seldon. Sin embargo, no ignoraba que podían olvidarlo en cualquier momento.

Y este joven se atrevía a desafiarla en un día tan señalado.

¡Y se atrevía a tener razón!

Este era el peligro. ¡Tenía razón! ¡Y como tenía razón, podía destruir la Fundación!

Y ahora se encontraba frente a él y estaban solos.

—¿No podía venir a verme en privado? ¿Tenía que gritarlo en la Cámara del Consejo por un deseo estúpido de ponerme en ridículo? ¿Qué es lo que ha hecho, muchacho insensato? —dijo tristemente.

6

Trevize se sintió enrojecer y luchó por controlar su ira. La alcaldesa era una mujer a punto de cumplir los sesenta y tres años. Dudó en lanzarse a una violenta discusión con alguien que casi le doblaba la edad.

Además, ella tenía experiencia en guerras políticas y sabía que si lograba irritar a su oponente desde un principio casi habría ganado la batalla. Pero para que dicha táctica resultara efectiva se necesitaba público y allí no había público ante el que uno pudiera ser humillado. Sólo estaban ellos dos.

Por lo tanto hizo caso omiso de sus palabras y se esforzó en examinarla desapasionadamente. Era una anciana vestida a la moda unisex que prevalecía desde hacía dos generaciones. No le sentaba bien. La alcaldesa, líder de la Galaxia, si es que había algún líder, era una simple anciana que podría haber sido confundida fácilmente con un anciano si, en vez de llevar su cabello gris oscuro recogido en un tirante moño, lo hubiese llevado suelto al estilo tradicional masculino.

Trevize sonrió con simpatía. Por más que una anciana oponente se esforzara en que el epíteto «muchacho» sonara como un insulto, este «muchacho» en particular tenía la ventaja de la juventud y la apostura, así como la plena conciencia de ambas.

—Es cierto. Tengo treinta y dos años y, por lo tanto, soy un muchacho, por así decirlo. También soy un consejero y, por lo tanto, ex officio, insensato. Lo primero es inevitable. En cuanto a lo segundo, sólo puedo decir que lo siento —dijo.

—¿Sabe lo que ha hecho? No se quede ahí, intentando mostrarse ingenioso. Siéntese. Ponga el cerebro en funcionamiento, si es que puede, y contésteme racionalmente.

—Sé lo que he hecho. He dicho la verdad tal como la veo.

—¿Y en un día como hoy trata de desafiarme con ella? ¿En un día como hoy, cuando mi prestigio es tal que he podido expulsarle de la Cámara del Consejo y arrestarle, sin que nadie se atreviese a protestar?

—El Consejo recobrará el aliento y protestará. Quizá estén protestando ahora mismo. Y me escucharán todavía más gracias a la persecución de que usted me hace objeto.

—Nadie le escuchará porque si le creyera capaz de continuar lo que ha estado haciendo, seguiría tratándole como a un traidor sin reparar en medios.

—En ese caso, debería someterme a juicio. Tendría una oportunidad ante el tribunal.

—No cuente con eso. Los poderes del alcalde en caso de emergencia son enormes, aunque raramente se utilicen.

—¿Sobre qué base declararía una emergencia?

—Inventaría cualquier motivo. Sigo siendo muy ingenua y no temo los riesgos políticos. No me presione, joven. Llegaremos a. un acuerdo ahora o jamás recuperará su libertad. Pasará el resto de su vida en prisión. Se lo garantizo.

Sus ojos se encontraron; grises los de Branno, marrones los de Trevize.

Trevize dijo:

—¿Qué clase de acuerdo?

—Ah. Siente curiosidad. Eso está mejor. Ahora podremos dejar de atacarnos y empezar a hablar. ¿Cuál es su punto de vista?

—Lo sabe muy bien. Ha estado chismorreando con Compor, ¿no es así?

—Quiero que usted me lo explique… a la luz de la Crisis Seldon recién ocurrida.

—¡Muy bien, si eso es lo que quiere… señora alcaldesa! —(Había estado a punto de decir «anciana»)—. La imagen de Seldon ha sido demasiado precisa, excesivamente precisa después de quinientos años. Según creo, es la octava vez que aparece. En algunas ocasiones, no hubo nadie para oírle. Al menos en una ocasión, en tiempos de Indbur III, lo que dijo no se ajustaba en absoluto a la realidad…, pero eso fue en tiempo del Mulo, ¿verdad? Sin embargo, ¿cuándo, en cualquiera de esas ocasiones, ha sido tan preciso como hoy? —Trevize se permitió una ligera sonrisa—. Nunca, señora alcaldesa, ateniéndonos a nuestras grabaciones, ha conseguido Seldon describir la situación tan perfectamente, hasta el más pequeño detalle.

Branno dijo:

—¿Esta sugiriendo que la aparición de Seldon, la imagen holográfica, ha sido falsificada; que las grabaciones de Seldon han sido preparadas por un contemporáneo como, por ejemplo, yo misma; que un actor desempeñaba el papel de Seldon?

—No sería imposible, señora alcaldesa, pero lo que quiero decir no es eso. La verdad es mucho peor. Creo que lo que vemos es la imagen de Seldon, y que su descripción del momento actual es la descripción que preparó hace quinientos años. Es lo que le he dicho a su colaborador, Kodell, quien me ha guiado cuidadosamente a través de una charada en la que yo parecía respaldar las supersticiones de cualquier miembro poco reflexivo de la Fundación.

—Sí. En caso necesario, utilizaremos la grabación para demostrar a la Fundación que usted nunca ha estado realmente en la oposición.

Trevize extendió los brazos.

—Pero lo estoy. El Plan Seldon, tal como nosotros creemos que es, no existe; no ha existido desde hace quizá dos siglos. Lo sospecho desde hace años. Y lo que hemos visto en la Bóveda del Tiempo hace doce horas lo demuestra.

—¿Porque Seldon ha sido demasiado preciso?

—Eso es. No sonría. Es la prueba concluyente.

—Como ve, no sonrío. Prosiga.

—¿Cómo puede haber sido tan preciso? Hace dos siglos, el análisis de Seldon sobre lo que entonces era el presente fue completamente erróneo. Habían pasado trescientos años desde el establecimiento de la Fundación y volvió a equivocarse. ¡Completamente!

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