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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (2 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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—¿Y eso?

—¿El morenazo? Es búlgaro. Una bomba.

—¿Puedo proponerle algo?

—Inténtalo. La Marquesa Viuda lo ha intentado y se ha quedado con las ganas de ponerle un piso.

Yo no sabía quién era la Marquesa Viuda, seguramente un aristócrata de tercera de aficiones inconfundibles, pero que había matrimoniado por razones nobiliarias, o una loca plebeya y quizás guapa, disfrazada de galán elegante, que había dado el braguetazo al casarse con una rica aristócrata de cuarta, a la que, en cualquier caso, había matado a disgustos o a fuerza de ayuno y abstinencia; de todas formas, si de verdad había abordado a aquel monumento búlgaro y no lo había sacado a particular, además de aristócrata —original o consorte— y viuda, era tonta de remate. A menos que el monumento búlgaro fuera inválido, insaciable o peligroso. En ese caso, si no había querido conservarlo por invalidez, por incapacidad para satisfacer sus demandas —fueran las que fuesen— o por encontrarle peligro, la Marquesa Viuda, además de tonta, podría presumir de cualquier cosa menos de ser un caballero. Porque, a un caballero, la invalidez le estimula el instinto de protección, y cualquier demanda que resulte insaciable o cualquier lance que se Le antoje arriesgado debe aceptarlo como inevitable.

Así que, en cuanto Kyril me obsequió con una última mirada de impaciencia y se dio media vuelta para enfilar con arrogantes zancadas la calle del Carmen, yo me fui detrás de él como una perra —lo que no deja de ser una novedad en materia de caballerosidad—, le di alcance, le miré con devoción a los ojos, aguanté como un señor su mirada estrictamente patibularia y acerté a decir, con encomiable entereza:

—Hola. ¿De dónde eres?

—Búlgaro. Refugiado político.

En realidad, visto de cerca, tenía toda la encaradura, toda la altanería, todo el aplomo, toda la oscuridad, toda la pinta de un sólido delincuente; es decir, lo encontré irresistible.

Es propio, además, de un caballero ofrecer desde el primer momento cuanto en sus manos esté para aliviar la ajena desdicha. De modo que le compré, en el primer estanco que encontramos, no ya un paquete, sino un cartón entero de cigarrillos rubios americanos, y le invité a cenar en una cafetería de la Gran Vía desde cuya zona de restaurante, en el piso superior, se disfruta una vista de gran brillantez occidental, y él devoró una ración doble de calamares a la romana, a todas luces su plato español favorito, y un vistoso entrecot demasiado poco hecho para mi gusto pero no para el suyo, y un café solo —los hombres de verdad jamás toman postre— y, a lo largo de la comida, dos bollos de pan fabulosamente engullidos tras trocearlos a mordisco limpio, en una fascinante demostración de modales primitivos y felices. Yo estaba sobrecogido. El muchacho era en verdad guapo —dentro, eso sí, de la gama de los turbios—, alto, fuerte, de pelo negro y muy abundante y largo, de ojos claros —entre verdosos y grises— en los que brillaba una inocencia sin duda engañosa, y tenía unos labios relajados y flexibles, y una dentadura tal vez algo opaca pero de diseño irreprochable, y hablaba poco y con extrema dificultad, pero logré entenderle que llevaba tres meses en Madrid, que se llamaba Kyril, que dormía, cuando se le acababa el subsidio de la Cruz Roja, dentro de cualquier coche aparcado en la calle y cuyas cerraduras forzaba sin el menor problema, que procuraba ducharse a diario en los baños públicos de La Latina y que hacía cuatro días que no probaba bocado. La expresión se le dulcificó hasta lo pueril para darme las gracias.

Por un instante, me asaltaron los escrúpulos que asaltan siempre a un caballero cuando se dispone a sacar provecho de la necesidad ajena.

Pero un caballero también tiene necesidades y su única obligación es satisfacerlas con caballerosidad. Así que dejé que fumara un cigarrillo, me esforcé en adivinar lo que trataba de contarme —un confuso viaje desde Barcelona, escondido en uno de los coches que transportaba un tren nocturno—, procuré en todo momento ser cordial y respetuoso, y cuando me pareció que él mismo empezaba ya a extrañarse de mi desprendimiento, puse amistosamente mi mano sobre su antebrazo y le pregunté, con esa leve ansiedad que resulta siempre halagadora:

—¿Vienes a casa?

Entonces él me miró con una fijeza muy parecida a la pulcritud, esbozó una sonrisa que a mí se me antojó tristona, puso su mano sobre la mía, y movió muy despacio la cabeza de un lado a otro. Aquello quería decir que no. A mí se me debió de poner una cara tristísima. Kyril sonrió entonces de verdad, con una picardía muy alegre, como yo no recordaba que nadie me hubiera sonreído antes, y acertó a decir:

—Otra vez.

Comprendí que quería que le repitiese la pregunta.

—¿Vienes a casa? —le pregunté de nuevo, con mucha cautela.

Volvió a mover la cabeza de un lado a otro, repitió aquel decepcionante gesto de negación, pero en seguida, antes de que yo pudiera mostrarme apenado o irritado, dijo: --Sí.

Luego, muy satisfecho de su travesura, me explicó aquella rareza búlgara y cómo él estaba empeñado en seguir practicándola, fuera de su país, como una carta que se guardase en la manga, sobre todo para decir sí, aunque al pronto pareciera decir que no.

II.
Donde se batalla duramente con la lengua

La lengua es un artefacto imprevisible. La lengua vacila o se aventura, se agazapa o se desata, tantea o se lanza en picado y se zambulle en el desconcierto, la temeridad, la satisfacción o el desatino. Con la lengua se puede llegar a cualquier parte o a ninguna.

—Quiero estudiar español —me diría Kyril unos meses después, convencido ya de la importancia de la lengua.

La primera vez, sin embargo, la lengua estuvo a punto de erigirse en un obstáculo insalvable. En seguida se presentaron los problemas a los que debemos hacer frente quienes otorgamos a la lengua un papel fundamental en nuestras relaciones con el prójimo en general, y con algún prójimo en particular. Kyril se reveló nada más llegar a casa como un prójimo desconfiado, incluso hostil frente a las sutilezas, las trampas, las osadías, los argumentos de la lengua. Entre nosotros iban y venían manojos de palabras deshilvanadas, adheridas a veces a gestos ridículos pero imprescindibles para el mutuo entendimiento, y con uno de aquellos gestos Kyril me hizo saber que de garganta para arriba la única lengua admisible era la suya. Una lengua que, al cabo de más de dos años, sigue siendo para mí una perfecta desconocida.

—El búlgaro es uno de los idiomas más difíciles del mundo —me dijo Kyril cuando, meses más tarde, empecé a enseñarle español con el francés como lengua mediadora.

El francés es un recurso excelente si se tropieza con rigideces, bloqueos, repudios o simples incompatibilidades en unos primeros intentos de intercambio lingüístico. La verdad es que Kyril dejó claro muy pronto, despatarrado en el sofá, que tenía sobrados y gratificantes conocimientos del francés —los meses pasados en la Legión Extranjera, las escapadas a algunos tugurios de Marsella con el fin de ganarse unos francos, unos días en París, merodeando por los alrededores de la estación de ferrocarril antes de subir a un tren hacia España, le habían bastado por lo visto para familiarizarse con las ventajas de un francés sin complicaciones—, pero es natural que un caballero español se empeñe en desplegar las muchas y muy variadas virtudes de su propia lengua. Lamentablemente, mi lengua y la lengua de Kyril le resultaban a Kyril incompatibles.

—En mi lengua tenemos letras que no hay en ninguna otra lengua —me advirtió ya el primer día, muy orgulloso.

Cuando, meses después, comenzamos las lecciones de español con una cartilla escolar en búlgaro y francés —cartilla que Kyril había traído en su magro equipaje como único recuerdo de la Legión—, tuve que admitir que aquello de las letras exclusivas del idioma búlgaro tal vez fuera cierto. Claro que eso no explicaba del todo la rotunda negativa de Kyril a provocar coincidencias entre su lengua y la mía, y si en algún momento se producía alguna, por esos caprichos o descuidos que tienen todas las lenguas, Kyril reaccionaba de tal manera que yo saqué la impresión de que aquellas simples y nada maliciosas coincidencias él las consideraba ofensivas. Eso me obligó a contenerme, a reprimir el natural carácter expansivo de mi lengua. Y no hay mayor frustración para quien confía en sus habilidades y emociones lingüísticas que el verse obligado a albergar y manejar una lengua cohibida, acomplejada, mutilada.

La lengua es siempre el primer y el último recurso. Nadie en su sano juicio —que no sea sordomudo— se confia plenamente al lenguaje de las manos o de los gestos o de las miradas cuando llega el momento de la verdad. No importa que se hablen idiomas sin el más remoto parentesco fonético u ortográfico, no importa que se produzca un desencuentro gramatical tan absoluto que las palabras lleguen al otro desprovistas de significado: la lengua nos representa, nos retrata, nos delata mejor que cualquier ademán silencioso, incluidos los pornográficos. A mí Kyril me descubrió toda la personalidad en cuanto entró en ebullición mi lengua.

—Más despacio —me pidió, y sonreía como para inspirarse a sí mismo tranquilidad—. Españoles hablar siempre muy deprisa.

Kyril no fue nunca un charlatán, pero disfrutaba contando sus aventuras; lo hacía con parsimonia, con cierta sequedad, de manera que los detalles más llamativos resaltaban por sí solos, sin necesidad de adornos verbales u otros recursos histriónicos. Kyril era de una sobriedad lingüística que rozaba lo despectivo. Al principio, cuando le conocí, me pareció lógica y perdonable aquella tacañería con la lengua, a fin de cuentas estaba pisando terrenos desconocidos, se iniciaba en un diálogo personal que tan sólo un año antes probablemente le habría producido náuseas, estaba descubriendo que la lengua —incluso la suya, por distinta, arrogante e intransferible que se empeñase en considerarla— era un bien muy apreciado entre los protectores de la emigración desamparada, lo que no tenía más remedio que sorprenderle e incluso asustarle, así que resultaba normal que se obcecase en permanecer con la boca cerrada. Sin embargo, no podía sospechar que el egoísmo de Kyril con respecto a su lengua apenas iba a experimentar cambios. Aquella primera tarde que pasamos en mi casa resultó agotadora, desde el punto de vista lingüístico, porque no hubo el menor intercambio, pero cometí la ingenuidad de pensar que todo consistía en darle tiempo al tiempo. Mientras tanto, bueno y relajante era echar mano de la generosidad samaritana del francés.

—A mí me gusta mucho el francés —me aseguró Kyril, sin percatarse de que estaba siendo cuando menos desdeñoso con la rica y expectante lengua de su anfitrión.

En el francés, la lengua se contrae siempre un poco, está como aprisionada por un exceso de materia, porque el francés es de una oralidad densa, láctea, y la lengua acaba chapoteando en una solución gelatinosa. Incluso el francés escrito —como pude comprobar de forma expresa al iniciar con Kyril las clases de español, utilizando la cartilla escolar que le habían proporcionado en la Legión Extranjera— tiene una dejadez cómplice, armoniosa y calmante que contrastaba, no sin cierta gracia, con el perfil esquinado y puntiagudo del búlgaro. Para colmo, en la cartilla escolar de la Legión, en cuyas páginas mi síndrome de Pigmalión iría cristalizando hasta emocionarme, el búlgaro estaba escrito en cirílico. No tenía nada de extraño que Kyril fuese tan escrupuloso, aunque no fuera más que por motivos higiénicos, en el uso de su lengua.

Kyril chapurreaba algo el alemán, el italiano, el servocroata y, creo que con menos desatino, el ruso. Excepto el italiano, muchas veces irreconocible en los labios cirílicos de Kyril, todos esos idiomas seguían haciendo la lengua de Kyril inaccesible. Aquel primer día, después de una cena tan abundante como temprana y poco colaboradora, me pasé la tardenoche estrellándome contra el cirilismo imperturbable de Kyril igual que un asaltante solitario contra las murallas de una fortaleza. Yo intentaba preparar y ejecutar con astucia, no exenta de decisión, cada uno de mis asaltos, una vez convencido, tras los primeros y rotundos fracasos, que debía moderar y disfrazar el fervor impulsivo de mi lengua, su incontinencia, las prisas por dejarlo todo claro, todo dicho, de dejar a Kyril convencido, satisfecho. No logré avanzar un paso en esa dirección. Un muro se alzaba, se alzó siempre, inquebrantable, entre la lengua de Kyril y mi lengua. La lengua de Kyril no se rindió jamás. Con nadie. Contestaba con monosílabos a las loquiansiosas que se le insinuaban en la Puerta del Sol; escuchaba en silencio, con una mirada de sorna, las pláticas dulzonas que los esquemáticos misioneros mormones distribuían en la Puerta del Sol entre los inmigrantes ociosos; pedía cigarillos en los estancos, refrescos en las cafeterías, bolas en los billares, cabina en el locutorio de la Telefónica de la Gran Vía, o el precio desmedido de unas botas vaqueras de piel de serpiente, con palabras escuetas y en un tono siempre algo insolente. El mismo tono que utilizó para decirme a mí, aquella primera tarde, en mi casa:

—Eso no.

En mi lengua. La suya no estaba a disposición de nadie. Tuve, pues, que batallar con la mía poniendo en juego toda mi experiencia y toda mi generosidad, y menos mal que ambos acabamos por reconocer y poner en práctica nuestro común aprecio por algo tan jugoso, tan lácteo, tan dinámico —y, sobre todo, tan gutural— como el francés.

III.
Donde se nota la calidad del alma eslava

Un caballero encuentra siempre la forma de ayudar sin ofender. Sobre todo, a espíritus sensibles. Y bastaba con ver a aquellos muchachos búlgaros escuchando con exquisita atención la perorata de los mormones para comprender que necesitaban consuelo, que lo buscaban, que el alma eslava, de legendaria delicadeza, tendía al remanso espiritual incluso en medio de las mayores adversidades. Los mormones, por su parte, parecían entusiasmados. Búlgaros y mormones formaban parejas o tríos que desprendían unción, fraternidad, cordialidad en torno a fragmentos evangélicos, y yo estaba dispuesto a difundir entre las córvidas impacientes que merodeaban por la Puerta del Sol la teoría de que las verdaderas necesidades de cuantos habían huido de los países del Este eran, sobre todo, anímicas. Con cinco mil pesetas no se les saciaba.

—Pues haz el favor de no subir los precios —dijo, muy soliviantada, la Perseguida—, que te veo venir.

A la Perseguida, un cuarentón regordete que siempre parecía recién salido de un interrogatorio, la llamaban así porque al parecer se pasaba la vida en busca y captura, reclamado por todos los juzgados de Madrid y provincia, y tenía un presupuesto muy ajustado para saciar sus propias necesidades, nada anímicas, a costa de las necesidades de toda la juventud eslava. No soportaba, como es natural, a los que llamaba «las manirrotas», porque éramos los culpables de encarecer de forma salvaje el mercado, y mucho menos a las hermanas de la caridad, entre las que también a mí me tenía fichado, por la imposibilidad de imitarlas y regalar dinero a los más espabilados, cuando otros chiquillos tenían que ganarse las pesetas a empujón limpio. Había una tercera razón para que la Perseguida me detestase: no había conseguido catar a Kyril.

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