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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (3 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Y eso que a Kyril no lo esponsoricé inmediatamente.

Acepto cualquier tipo de reproche por la utilización del verbo esponsorizar. Puede que ni lingüística ni éticamente sea ortodoxo. Pero no conozco otro que describa mejor el acuerdo personal, el contrato afectivo, al que Kyril y yo llegamos. Las nuestras no han sido relaciones formales, porque la formalidad ha tenido poco que ver con ello. No ha sido un patrocinio, porque hay un exceso de nobleza, una sobra de ceremonia, en ese término castellano; la esponsorización transmite una idea más profana e informal del complicado y costoso arte de mantener a alguien. Tampoco retiré a Kyril, no lo quité de la calle, al menos en sentido estricto, porque lo emocionante era que siguiera despertando deseos y que él supiera resistir la tentación lo suficiente como para llenarme de orgullo. No podría, en fin, hablarse de amancebamiento porque, aun suponiendo en alguno de los dos alguna feminidad improcedente, el trato, lo que se dice el trato, siempre rozó lo meramente testimonial; a Kyril, la primera vez, también le atacó en el momento crítico el
rigor mortis
, aliviado gracias al francés, y acepté con dignidad que era difícil que se repitiera. Pero se repitió y, aunque yo prefiero hablar de esponsorización, algunos empezaron a hablar de noviazgo.

Miro ahora las primeras fotos que tuve de Kyril, las primeras que me permitió conservar, supongo que como agradecimiento por haber pagado yo el revelado, y debo reconocer que Kyril nunca ha vuelto a tener un aspecto tan tranquilizador. En esas fotos, parece un chico sin pasado. Cuando se las hizo, tenía ya el pelo largo y vestía un chándal verde que se hizo inconfundible en la Puerta del Sol —hasta que le compré una cazadora que, al cabo de un año, quedaría inservible tras el accidente de moto en el que a punto estuvo de dejarnos a la búlgara y a mí prematuramente viudos—, pero aún no había adelgazado hasta asomarle al rostro su parte tenebrosa y una afortunada iluminación le apaciguaba la mirada hasta el extremo de convertirla en propia de alguien de fiar. En persona, nunca le he conocido una mirada semejante. En persona también ha cambiado mucho desde la primera vez que le vi, ha engordado, se ha cortado el pelo, se ha comprado buena ropa —aunque conserve una irritante debilidad por el dichoso chándal— y, por regla general, se afeita a diario, pero no ha conseguido ahuyentar del todo la afilada dureza y el tono oscuro que adquirieron sus rasgos con la delgadez y la desesperación. Cuando le conocí, seis meses después de que se hiciera aquellas fotografías —tomadas, según me dijo, en un hotel de Barcelona en el que se hospedaban ocasionales amigos sobre cuya nacionalidad y ocupación nunca consintió en darme detalles—, había perdido quince kilos en relación con su peso habitual y se sentía en un callejón sin salida, tenía muy acentuado el aspecto inquietante de algunas personas de piel morena y facciones marcadas cuando tienen un bajón físico o pierden confianza en ellas mismas, y resaltaba en cualquier parte como un tipo, cuando menos, singular. Nada de esto quiere decir que no fuera guapo, que lo era, ni que resultara poco atractivo, porque había cosechado entre las lobilocas de la Puerta del Sol un notable número de indecisos admiradores, pero, desde luego, habría desentonado mucho en los círculos rubios y angelicales de los mormones y los búlgaros de piel blanca y pelo y ojos claros que, según todos los indicios, empezaban a confiar en algún tipo de salvación. Y, en cualquier caso, Kyril no quería saber nada de una salvación que no fuera terrenal, rápida y descansada. Una salvación en la que se entrometieran lo menos posible las incordiantes sutilezas del alma eslava.

Pero resultaba obvio que el alma eslava combinaba de modo excelente con el espíritu mormón. Todos aquellos muchachos, los llegados de Salt Lake City o los procedentes de Sofía o el campo búlgaro, formaban un conjunto muy armonioso, como si alguien los hubiera elegido a propósito, hasta el punto de que sólo la indumentaria y el corte de pelo —implacables en el caso de los mormones— impedían, al parecer, una comunión total de cuerpos y almas. Si todos los chicos de aquellos grupitos amormonados hubiesen estado desnudos y lucieran el mismo peinado, las loquidermas que hubieran logrado no desmayarse habrían sido incapaces de distinguir a los unos de los otros. Era asombroso. Los perfiles se parecían, las sonrisas se parecían, los gestos se parecían, como si entre ellos estuvieran empeñados en calcárselos; yo estaba fascinado por aquella irrazonable simbiosis entre la más almidonada espiritualidad del país prototipo del capitalismo y la avanzadilla de la diáspora eslava, incapaz, en sus elementos más sensibles, de sofocar la deuda con su alma. Entre esos elementos sensibles y deudos de su alma, repito, no se encontraba Kyril.

La Perseguida, por supuesto, no entendía nada. Tampoco la Ley de los Angeles —un abogado mercantilista de un bufete de postín, que ejercía espontáneamente de ángel de la guarda de cuanto inmigrante, en la Puerta del Sol, era molestado por la policía—, ni la Tremenda —un barítono funcionario para quien todo era tremendo, con un salero tremendo y de tremenda tacañería—, ni la Molokai —un dermatólogo riquísimo por su casa y que usaba la dermatología para controlarle a cuanto perestroiko se le pusiera a tiro el ciclo dermatológico—, ni la Clementina, un contable que tenía visiones, devoto del papa Clemente y que, en sí mismo, era una visión. Pero la más excitada era la Perseguida.

—No me cabe en la cabeza. Los mormones son peores que los comunistas, no te dejan beber ni café.

—Si te quedaras de pronto sin nada —le dije—, si no pudieras seguir adelante, a lo mejor tú también te hacías mormón.

—¿Mormona yo? —dijo la Perseguida—. Qué valor. No creo en mi religión, que es la verdadera, y voy a creer en la de ésos.

—Qué tremenda —dijo la Tremenda.

A la Perseguida, a pesar de que con frecuencia llevaba barba de dos días y era cualquier cosa menos delicada, se le notaba tremendamente la condición. Los demás procurábamos guardar la compostura, menos la Ley de los Angeles cuando le daba por sentirse de pronto una de las mejores abogadas del mundo, como Hillary Clinton, o la Molokai, cuando le entraba el frenesí y decía a voces «vamos a movernos un poco, marujas, que esta noche tengo que encontrar un marido». En general, sin embargo, éramos prudentes y podíamos pasar por un grupo de ejecutivos de provincias que mata el tiempo, de manera absurda, en la Puerta del Sol de Madrid. La Molokai se llamaba Hermenegildo, todo el mundo le llamaba Gildo, y yo le había metido el vicio en el cuerpo; no el vicio de los hombres, se entiende, sino el de acudir lujuriosamente cada tarde a la Puerta del Sol, aguijoneado por ese furioso sentido de la competitividad que aqueja a no pocos cofrades del amor distinto y que, de repente, encontraba un fabuloso campo de cultivo en las bandadas de inmigrantes procedentes de los antiguos países socialistas. Yo le había hablado de mi conexión búlgara, una noche en Ajedrez, el club que propiciaba el sexo mercenario, los gozosos encuentros entre muchachos de bolsillo necesitado y pernil fácil y los señores o las barbilocas de bolsillo fácil y pernil necesitado, un club que había conocido tiempos mejores y cuya personalidad se deterioraba a pasos agigantados, por falta de muchachos, precisamente. Todos nos quejábamos. Los chicos portugueses, a fuerza de repetirse, habían ido perdiendo clientela y desertando del club; chicos indígenas siempre hubo pocos y, en general, de escaso interés; a veces aparecía algún marroquí, casi siempre inquietante de acuerdo con enraizados prejuicios racistas, o algún brasileño, siempre carísimo para los estándares en vigor. Por consiguiente, las necesidades de nuestros perniles aumentaban a galope tendido, y aumentaban nuestras quejas, y una noche tuve la debilidad de contarle a Gildo, la Molokai, y a Adelardo Taormina, la Mogambo, mi electrizante conocimiento de las necesidades y las facilidades búlgaras, un conocimiento al que yo entonces atribuía una improbable continuidad, y Gildo me reclamó toda clase de detalles, y yo le instruí con fraternal solidaridad sobre dónde, cuándo y cómo encontrar aquellas jóvenes maravillas y, al cabo de dos noches, ya me comunicó que, gracias a la entusiasta descripción que de él le había hecho, había conocido a Kyril y, sobre todo, al primo de Kyril, Dani, porque Kyril, tan grandón, no era su tipo. Ahí empezaron nuestras citas en la Puerta del Sol y de ahí arrancaron sus arrebatos y tropiezos, y los míos, con los búlgaros.

No puedo recordar con exactitud cuándo decidí que Kyril y yo estábamos comprometidos. De la segunda vez que Kyril vino a casa, sólo recuerdo que descubrimos una asombrosa coincidencia que ofrecía el pernicioso encanto de la fatalidad: los dos habíamos nacido el mismo día, quiero decir el 22 de marzo, aunque con cierta cantidad de años por medio y a suficientes kilómetros de distancia como para considerarlo un mandato del destino. De pronto, en aquella fecha única, parecían disolverse todas las fronteras, se imbricaban todas las culturas, encajaban nuestras biografías y, aunque fuéramos tan distintos —a fin de cuentas, pertenecíamos al signo de Aries por los pelos—, aquella coincidencia prodigiosa venía a demostrarme que estábamos hechos el uno para el otro. Supongo que eso fue lo que me impulsó a proponerle que acudiera a mí cada vez que lo necesitase. También, todo hay que decirlo, unos celos repentinos e irrazonables, un extraño resquemor cuando descubrí que Kyril no sólo había tentado, antes de conocerme a mí, a la Marquesa Viuda, sino, después de conocerme, a la Gestapo y a la Jineta, y supongo que a alguna otra loquicuerva cuyo nombre no ha llegado a mis oídos. La Gestapo era un fotógrafo cuyo mayor empeño era retratar desnudos, decía que para su colección particular, a todos aquellos bolcheviques descarriados, pero antes de la sesión fotográfica —y esto me lo confirmó Kyril— les obligaba a ducharse con agua prácticamente hirviendo, por miedo a que le contagiasen cualquier cosa, y ese martirio acuático provocaba en los chicos el recuerdo de las duchas letales de los campos nazis de concentración. En cuanto a la Jineta, se llamaba Pedro Jarilla, era extremeño y barítono y más bueno que el pan, formaba parte de voluntariosas compañías de zarzuela, y el sobrenombre de la Jineta le venía de su admirable habilidad para hacer una creación de la romanza «Borrico corre ligero». Pues bien: a Kyril lo vi con la Gestapo cuando quizás volvían de una vigorosa sesión higiénica —me pareció que Kyril aún llevaba el melenón mojado—, y la Jineta me confesó con entusiasmada candidez que había conocido una noche a Kyril en Ajedrez —porque Gildo la Molokai, se había encargado de promocionar entre los búlgaros el Ajedrez como oficina de recaudación—, se lo había llevado a casa, había estado a punto de llamar a la parroquia para que le llevasen a Kyril la extremaunción ante lo tieso que el búlgaró se había quedado nada más caer en la cama, y le había dado tres mil pesetas, a pesar del chasco, en un desvarío de generosidad. Todo ello, por extraño que parezca y a pesar de mi aparente despego tras el flechazo inicial, me llevó a repetir con Kyril, e imagino que el descubrimiento de nuestro cumpleaños común me convenció de que mi contribución al entendimiento Este-Oeste, tras la caída del Muro de Berlín, consistía en salvar a aquel búlgaro del sadismo de la Gestapo, de la bondadosa tacañería de la Jineta, de las difamaciones dermatológicas de la Molokai, de todo el egoísmo y toda la voracidad de Occidente y, por supuesto, de los mormones.

Kyril despreciaba a los mormones. Su primo Dani, de cuyas virtudes menos angelicales Gildo se hacía lenguas, formaba parte del grupito de búlgaros que, día tras día, al atardecer, se unía a los imberbes y desprevenidos misioneros mormones en la Puerta del Sol, pero Kyril, muy solidario con su primo tanto en la ventura como en la adversidad y que compartía con él todo cuanto yo le daba, desdeñaba sin disimulos la espiritualidad mormona como vía de superación.

—Yo de ahí no sacar nada —decía.

—Claro —me dijo Gildo cuando yo, ingenuamente, se lo conté—. El ya tiene de donde sacar.

La Perseguida, que estaba presente pero no al tanto de que Kyril y yo acabábamos de inaugurar nuestro compromiso, se espabiló el veneno, sacó el aguijón, apuntó bien y dijo:

—Pues no sé de dónde ni con qué sacará ése, con lo pequeña que la tiene.

Gildo me miró con una expresión de burlona sorpresa que quería decir «maruja, no es eso lo que me has dicho». Comprendí que tenía que salir, cual ingenioso y apasionado hidalgo, en defensa del honor de Kyril y contra la corrosiva suposición de que un caballero de tan sólido poderío como se me suponía a mí se conformaba, de hecho y como una loquipobre cualquiera, con minucias.

—¿Pequeña? —le pregunté a la Perseguida, procurando poner en el interrogante una cierta distinción.

—Pequeñísima —la Perseguida estaba dispuesta a machacar—, Con lo grandote y lo presumido que es, la tiene pequeñísima.

Estas cosas se difunden con una facilidad pasmosa. Además, la Perseguida se permitía el lujo de insinuar que ella había estado con Kyril y lo había despreciado por sus menudencias. Resultaba urgente aclarar con contundencia el asunto. Por desgracia, no conseguí mantener la compostura y me disparé:

—Mira, bonita —le dije—: o tú no has estado nunca con ese muchacho, o, si estuviste alguna vez, le diste tanto asco que al pobre se le arrugó y se le achicó y se le escondió, y no me extrañaría que incluso le saliera corriendo. A vomitar, digo.

Reconozco que no son propios de un caballero estos desahogos de maritornes de corrala. Se empieza perdiendo los modales y se acaba perdiendo los principios. Pero yo no podía consentir que mi amor creciera, si es que crecía, sobre el ajeno sarcasmo. No podía permitir que arraigara entre las buscadoras de los eslavos cuerpos errantes el convencimiento de que Kyril ocultaba una gran falta que disfrutaba no ya de mi complicidad, sino de mi devoción. No podía permanecer impasible frente a la rencorosa falacia de que Kyril la tenía pequeña. El alma, se supone.

Porque a mí lo que de veras me intrigaba era el alma de Kyril. Se me antojaba un poco decepcionante que su alma eslava no experimentase, en el destierro, la imperiosa necesidad de buscar alivio en algún tipo de espiritualidad, aunque fuera mormona. Para mí, que soy un caballero, su alma pasaba a primer plano y eso me impedía entrar en discusiones sobre determinadas bajezas, como sin duda era el propósito de la Perseguida, pero me impulsaba a guerrear con todas mis fuerzas en defensa de la dimensión espiritual de mi protegido búlgaro. No importaba que Kyril desdeñase a los mormones. No importaba que siempre esgrimiera algún pretexto cuando su primo Dani se sumaba al coro de búlgaros dispuestos a entrar en el noviciado mormón, y prefiriese rumiar a solas su melancolía. Eso no decía nada en contra de la delicadeza de su alma, sino que aportaba, más bien, la prueba de que el alma eslava es de una delicadeza poliédrica, que alberga una ansiedad múltiple y de vibraciones heterogéneas, que necesita pacer en prados diferentes y encontrar la luz dispersa en parajes distintos. De eso, al menos, estaba convencido yo: es hermoso saber que, a los cuarenta y tantos años, todavía pueden albergarse arrobas de ingenuidad.

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